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miércoles, 1 de agosto de 2018

Músicos








India, India

Estaban merendando tranquilamente en su hotel favorito en Londres. El lo había planeado todo para el día de su cumpleaños. Aunque él venía a Londres cada día, no siempre estaba ella dispuesta a acompañarlo, alegando que la ciudad le producía dolor de cabeza. Podía quedarse en casa y pasar la tarde cortando rosas en su jardín sin que le doliera la cabeza en absoluto, pero se dejaba convencer para reunirse con él en la ciudad para merendar o cenar, incluso ir de compras, provocándose entonces una ligera tensión entre ambos. No tenía por qué guardarse su molestia y podía explicar con mínimos detalles cómo sus sienes le estallaban y le impedían prestar atención a nada. Menos aún atender una cena.
-Podríamos merendar en el Dorchester el día de tu cumpleaños -le había anunciado él una semana antes-, pero procura no acordarte allí de tu dolor de cabeza.
A esto ella había replicado sólo con una triste sonrisa y una lánguida mirada de sus ojos oscuros que a él siempre le producía alteraciones en su ritmo cardíaco. No le costaba nada admitir que amaba a su segunda mujer mucho más que había amado a la primera. Marian había sido una excelente esposa y una buena madre para sus dos hijos, ahora ya mayores, pero nunca supo superar el prosaísmo de su conducta conyugal y maternal. Mientras ella vivió no tuvo jamás quejas de él. Y cuando murió repentinamente, dos años atrás, la lloró sinceramente.
Durante veinte años había sido muy tolerante con ella, y más de una vez se había preguntado si esta tolerancia no la había modelado con aquellos matices de prosaísmo.  Le resultaba molesto recordar la conducta de su mujer en los primeros tiempos de matrimonio. Y luego, cómo había ido trasformándose aquella mujer deliciosa en una auténtica matrona insoportable. Jamás se le habría ocurrido pensar que ella moriría antes que él. Al contrario, siempre había estado convencido de que sería ella la viuda, y que con la compañía de otras viudas como ella procuraría consolarse de la pérdida del esposo sin olvidarlo.
En contra de todo pronóstico ella había muerto una noche durante el sueño. No lo hubiera creído cuando la vio acostarse con la mayor naturalidad. Les resultaría a todos extraño no veda levantada antes que los demás, como siempre hiciera. Por ley inexorable de la vida, él y los dos muchachos no tuvieron más remedio que ajustarse a las nuevas condiciones del hogar. Aunque por supuesto la sombra de la madre de familia seguía como vigilando la casa. Todo conservaba su personalidad. Había conseguido en tantos años dar un carácter propio a todo el ámbito del hogar. Había flores en los búcaros, frutas en los fruteros, paquetes de cigarrillos en su sitio y toallas limpias en el baño. Todo cuidado era poco para mantener el ambiente agradable y limpio. Y cuando el hijo mayor se marchaba a su trabajo y el más pequeño se iba a la Universidad, él se quedaba como abandonado, entristecido, agobiado por el peso de su soledad. Así fue cómo un año después de la muerte de ella se tomó unas vacaciones en Grecia, país que nunca había visitado, conoció a Laura y se enamoró de ella inmediatamente, aunque no fuese ni mucho menos como había sido Marian. Quizá precisamente porque no le era.
Laura se estaba recuperando entonces del dolor que le había producido la muerte de su esposo, ocho meses antes, víctima de una larga enfermedad. Cuando ella comprendió que se estaba enamorando otra vez sintió una especie de horror.
-¡Oh, no, todavía no! ¿Cómo puedo yo, cuando...? 
Pero él no la había dejado continuar.
-¿Importa eso? Al contrario, debemos estar contentos. Una nueva vida se nos ofrece y no podemos renunciar a vivirla.
Ella se resistió a todo compromiso hasta que hubiera pasado un año desde la muerte de su marido, y para evitar tentaciones peligrosas le rogó que se alejara durante ese tiempo. Se marchó de Grecia y, pasado el plazo señalado, ella vino a Inglaterra y se casaron modestamente en una pequeña iglesia cercana a la Abadía de Westminster. Ninguno de los dos tenía familia, excepto los dos hijos de él, que parecieron aceptar la forja de un nuevo hogar y así se lo dijeron:
-Eres demasiado joven para permanecer viudo -le había dicho su hijo mayor, Jonathan.
Pero la verdad era que los muchachos necesitaban liberarse, sentirse dueños de sus propios destinos, entrar y salir a su comodidad, sin la carga de consolar la soledad del padre. Era muy poco lo que una generación podía hacer por la otra y, por otro lado, aunque Laura era casi quince años más joven que él, no se le ocurrió pensar que tenía edad suficiente para ser su padre. Pero las cosas no fueron absolutamente en regla, hasta el punto de que la conducta descuidada de ella en el hogar le obligó a llamarla al orden cariñosamente, meses después de su matrimonio.
-Laura, querida, ¿no crees que sería mucho mejor para todos si pusieras un poco de orden en tus cosas?
Él estaba acostumbrado a un hogar absolutamente ordenado. Hasta en sus menores detalles. Marian había sido una de esas mujeres que son incapaces de tolerar que un paraguas o un sombrero estén colocados fuera de su lugar habitual. Por ejemplo, él nunca habría tenido que preguntar por sus chanclos, porque sabía que estarían siempre y exactamente en el pequeño trastero bajo la escalera. La sirvienta no era así de ordenada, ni mucho menos, y después de la muerte de Marian no le faltaron motivos de irritación por el estado general de la casa, en algunos de cuyos rincones se acumulaba el polvo lamentablemente.
A él le había hecho mucha ilusión la idea de que cuando regresara a casa con Laura después de la luna de miel, ella impondría orden y daría al hogar un nuevo aire de comodidad y de familiaridad satisfecha y feliz. Pero comenzó a desilusionarse cuando vio que nada de esto estaba sucediendo. Al revés de lo esperado, ella añadió a la natural confusión de la casa la nueva confusión de dejar sus cosas allí mismo donde había dejado de utilizarlas, su sombrero de paja en el perchero del vestíbulo, los guantes en la mesa, las flores al sol del verano que, las quemaría sin remisión...
Ante la reprimenda cariñosa, ella había abierto mucho los ojos y había terminado con una alegre carcajada. Aceptó los hechos:
-Estás en tu completo derecho. Soy una descuidada. Y es natural. Me malcrié en la India. La culpa fue de Lawrence. No me lo decía por no herirme..., un criado se ocupaba de ir siempre tras de mí, recogiendo lo abandonado y poniendo orden en lo desordenado.
-La India no es Inglaterra -dijo él.
Ella le volvió a dar la razón con una sonrisa. 
-Estás totalmente en tu derecho, Leonard.
Había examinado su bonita cara. ¿Había allí reflejado algún indicio de su alma, de su manera de ser? No, por supuesto que no. Entonces tarareó ella una canción al ritmo de su respiración, hábito al parecer inconsciente. Ante esto, él no estaba seguro de si daba por terminada la discusión, si la ignoraba o si le era indiferente. Al menos su canturreo siempre anunciaba el fin de la conversación.

(Sigue)