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martes, 30 de octubre de 2018

Santiveri



Alpiste para codornices

Las perspectivas para nosotras las empresas más pequeñas no son buenas -dijo el señor Scarrick al artista y a su hermana, que alquilaban el piso encima de su tienda de comestibles en las afueras-. Las grandes empresas ofrecen todo tipo de atracciones a sus clientes, y no nos alcanza el dinero para hacer eso, ni aún a pequeña escala: salas de lectura, y cuartos de juguetes, y gramófonos, y Dios sabe qué más. La gente no quiere comprar media libra de azúcar a menos que puedan escuchar a Harry Lauder y ver la última lista de tantos del partido de críquet australiano escrita en una pizarra ante sus mismos ojos. Con las grandes existencias que tenemos para Navidad deberíamos necesitar media docena de dependientes, pero mi sobrino Jimmy o yo podemos arreglárnoslas nosotros mismos, más o menos. Las existencias son muy buenas, ojalá pudiera venderlas dentro de pocas semanas, pero lo veo difícil a no ser que el ferrocarril hasta Londres se atascara durante dos semanas antes de Navidad. Pensaba en pedirle a la señorita Luffcombe que diera recitales por las tardes; tenía tanto éxito en el espectáculo en correos con su interpretación de «La Resolución de la Joven Beatrix».
-No puedo imaginar nada que tenga menos posibilidades de atraer a la gente a su tienda -dijo el artista, y se estremeció de sólo pensarlo-. Si yo intentara elegir entre ciruelas de Carlsbad y conserva de higos como un postre de invierno, me volvería loco al oír lo de La Joven Beatrix y cómo estaba decidida a ser una Ángel de la Luz o una Exploradora. No -prosiguió-. Las compradoras se mueren porque se les dé algo de regalo, pero a usted no le alcanza el dinero para causar buena impresión. ¿Por qué no atrae a un instinto diferente, uno que no solo las domine a ellas sino también a los hombres, o mejor dicho al género humano?
-¿Qué instinto es ese, señor? -dijo el tendero.
* * * * *
La señora Greyes y la señorita Fritten habían perdido el tren de las 2:18 hasta el centro, y como no había otro tren hasta las 3:12 pensaban que podrían comprar sus comestibles en la tienda del señor Scarrick. Estaban de acuerdo de que no sería sensacional, pero aún así irían de compras.
Durante unos minutos eran las únicas clientes en la tienda, pero mientras discutían los pros y los contras de dos marcas de pasta de anchoas, se asustaron por un pedido de seis granadas y un paquete de alpiste para codornices. Ninguno de los artículos tenía gran demanda en ese barrio. El cliente tenía un aspecto igualmente fuera de lo común; unos dieciséis años, de piel morena, con unos ojos grandes y oscuros, pelo espeso, negro y largo, podría haberse ganado la vida como modelo. En verdad, lo era. El cuenco de latón batido que llevaba para sus compras era decididamente la más asombrosa, extraña y exótica bolsa de la compra corriente de esa aburguesada civilización que sus compañeras de compras habían visto nunca. Arrojó una moneda de oro, aparentemente de algún lugar extranjero y exótico, y no parecía dispuesto a esperar el cambio de la compra.
-No pagamos el vino y los higos ayer -dijo-. Guarde el cambio para compras futuras.
-Un chico de aspecto muy raro… -dijo la señora Greyes de manera inquisidora, al salir el cliente.
-Un extranjero, según creo -dijo el señor Scarrick, cuya brusquedad no se parecía en nada a su usual actitud comunicativa.
-Deseo una libra y media del mejor café que tenga -dijo una voz autoritaria unos momentos después. El hablante era un hombre alto, de aspecto autoritario y bastante estrafalario, notable entre otras razones por una barba poblada y negra, más al estilo de Asiria Antigua que al de las afueras londinenses de hoy en día.
-¿Ha estado aquí un chico moreno comprando granadas? -preguntó de repente, mientras se le pesaba el café.
Las dos damas casi se sobresaltan al oír al tendero contestar con descaro.
-Sí, tenemos unas pocas granadas -prosiguió- pero no han tenido mucha demanda.
-Mi criado irá a buscar el café como de costumbre -dijo el cliente, sacando una moneda de un maravilloso monedero.
Como si acabase de pasarle por la cabeza, lanzó la pregunta:
-¿Tiene usted, quizás, alpiste para codornices?
-No -dijo el tendero, sin titubear- no lo vendemos.
-¿Qué más va a negar? -preguntó la señora Greyes entre dientes. Lo que empeoró las cosas tanto era el hecho de que recientemente el señor Scarrick había presidido una lectura sobre Savonarola.
Levantándose el ancho cuello de borreguillo de su abrigo, el extraño salió majestuosamente de la tienda evocando, como lo describió la señorita Fritten más tarde, a un sátrapa prorrogando un Sanhedrim. No estaba del todo segura si dicha feliz tarea le habría correspondido a un sátrapa, pero el símil expresó fielmente lo que quería decir a un gran círculo de sus amigas.
-Olvidémonos del 3:12 -dijo la señora Greyes-. Vamos a discutir esto en casa de Laura Lipping. Ella nos recibe hoy.
Cuando el chico moreno entró en la tienda con su cuenco de latón ya había unas cuantas clientes, de quienes la mayoría parecía estar prolongando sus compras como si tuviesen muy poco que hacer con su tiempo. Una voz que se oyó por todas partes de la tienda, quizás porque todo el mundo estaba escuchando atentamente, pidió una libra de miel y un paquete de alpiste.
-Más alpiste -dijo la señorita Fritten-. O aquellas codornices tienen un apetito voraz, o no es alpiste en absoluto.
-Creo que es opio, y el hombre con barba es policía -dijo la señora Greyes con entusiasmo.
-No creo -dijo Laura Lipping-. Estoy segura de que tiene algo que ver con la corona portuguesa.
-Más probable será una intriga persa de la parte del antiguo Shah -dijo la señorita Fritten-. El hombre con barba apoya al partido del Gobierno. El alpiste es una contraseña, claro está. Persia y Palestina son casi vecinas, y se habla de codornices en al Antiguo Testamento, ya saben.
-Solamente en el contexto de los milagros -dijo su bien informada hermana menor-. Desde el principio, creo que se trata de una aventura de amor.
El mozo que había sido el centro de tanto interés y especulación estaba a punto de salir cuando Jimmy, el aprendiz y sobrino del señor Scarrick, lo detuvo; éste, desde su puesto detrás del mostrador de queso y jamón, veía muy bien la calle.
-Tenemos unas naranjas Jafas muy buenas -dijo de repente, indicando un rincón de la tienda donde se almenaban, detrás de una muralla de botes de galletas. Evidentemente esta frase quería decir más de lo que se expresaba a simple vista. El chico se lanzó a buscar las naranjas con tanto entusiasmo como un hurón que se había pasado el día cazando sin éxito y que ahora se había encontrado una familia de conejos en su madriguera. Casi al mismo tiempo el extraño con barba entró en la tienda con aire resuelto, y realizó un pedido de una libra de dátiles y una lata del mejor halva de Esmirna. Ni siquiera la más atrevida ama de casa del barrio había oído sobre halva, pero el señor Scarrick parecía poder sacar la mejor variedad de Esmirna sin titubear.
-¡Podríamos vivir en Las mil y una noches! -dijo la señorita Fritten excitadamente.
-¡Chitón! ¡Escuchen! -rogó la señora Greyes.
-El chico moreno de quien hablé ayer, ¿ha estado aquí hoy?
-Hay más personas de lo normal en la tienda hoy -dijo el señor Scarrick- pero no me puedo acordar del chico que usted describe.
La señora Greyes y la señorita Fritten miraron a sus amigas triunfalmente. Desde luego, era deplorable que alguien tratara la verdad como un producto que se había agotado temporal e imperdonablemente, pero estaban satisfechas con que sus palabras vívidas se confirmaran de primera mano.
-Nunca podré creer lo que dice acerca de la ausencia de colorante en la mermelada -susurró una tía de la señora Greyes trágicamente.
El extraño misterioso salió; Laura Lipping vio con claridad que una mueca de rabia perpleja se puso de manifiesto detrás de su bigote grueso y de su cuello de borreguillo levantado.
Al cabo de un intervalo prudente el buscador de naranjas salió de detrás de los botes de galletas, al parecer sin haber encontrado naranja alguna que cubriese sus necesidades. Éste, también, se fue, y poco a poco la tienda se fue vaciando de clientes cargadas de paquetes y chismorreo. Emily Yorling recibía a las demás ese día, y la mayoría de las compradoras fueron a su salón. El hecho de ir directamente desde una expedición a las tiendas hasta la merienda era lo que se llamaba por allí «el vivir en un torbellino».
Al día siguiente, se habían contratado dos dependientes más para la tarde, y vendían muchísimo; la tienda estaba abarrotada. La gente compraba y compraba y nunca parecía llegar al final de su lista. El señor Scarrick nunca había tenido tan poca dificultad en convencer a sus clientes en embarcarse en nuevas experiencias con sus compras. Aún las mujeres cuyas compras no ascendían a mucho se entretenían como si tuvieran unos maridos brutales y borrachos esperándolas en casa. La tarde transcurrió sin que nada de particular sucediera, y hubo un murmullo marcado de agitación indómita al entrar en la tienda un mozo de ojos oscuros llevando un cuenco de latón. La agitación parecía haber contagiado al señor Scarrick; abandonando abruptamente a una mujer que hacía preguntas insinceras acerca de la vida del pato Bombay, le cerró el paso al recién llegado que estaba acercándose al mostrador, y le dijo -en medio de un silencio de muerte- que se había agotado el alpiste.
El chico vio a su alrededor con nerviosismo, y vacilante se giró para irse. Se le cerró el paso por segunda vez, esta vez por el sobrino que salió como una flecha desde su mostrador y dijo algo acerca de una mejor línea de naranjas. La vacilación del mozo desapareció, y prácticamente se escabulló rápidamente hasta la oscuridad del rincón de las naranjas. La mirada del público giró hacía la puerta con expectación, y el extraño alto con barba hizo una entrada realmente triunfal. La tía de la señora Greyes declaró después que se había encontrado citando «El asirio descendió como un lobo a buscar el redil» entre dientes, y generalmente la gente le creía.
El recién llegado fue parado también, pero no por el señor Scarrick ni por su ayudante. Una mujer cuya cara estaba cubierta por un velo grueso y de quien nadie se había fijado hasta entonces se levantó lánguidamente desde una silla y lo saludó con una voz clara y penetrante.
-¿Su Excelencia hace sus compras en persona? -dijo.
-Pido las cosas yo mismo -explicó-. Es difícil conseguir que mis criados me entiendan.
En un tono más bajo, pero todavía audible perfectamente, ella informó al pasar:
-Aquí tienen unas naranjas Jafas excelentes.
Luego, con una risa cristalina, salió a la calle.
El hombre miró a su alrededor con una mirada fulminante, y luego, clavando sus ojos instintivamente en la barrera de botes de galletas, exigió a voz en grito:
-¿Tiene usted, quizás, buenas naranjas Jafas?
Todo el mundo creía que el señor Scarrick iba a negarlo de inmediato. Sin embargo, antes de que pudiera contestar, el mozo se había fugado de su refugio. Sujetando delante de él el cuenco de latón, salió a la calle. Su cara fue descrita después de forma diversa: como una máscara de indiferencia estudiada, como teñida de palidez cadavérica, y como ardiente de desafío. Algunas dijeron que sus dientes castañeaban, otras que salió silbando el himno nacional persa. Sin embargo, estaba muy claro que este encuentro había afectado al hombre que parecía haberlo provocado. Si se hubiera encontrado en frente de un perro rabioso o de una serpiente de cascabel no podría haber tenido más terror. Su aire desenvuelto y de autoridad había desaparecido, en lugar de su paso imperioso se paseaba de un lado a otro temerosamente, como un animal buscando escapar y desaparecer. Hizo unos pedidos, de una manera aturdida y somera -siempre con los ojos clavados en la entrada de la tienda- y el tendero hizo alarde de escribirlos en su libro. De vez en cuando, se iba hasta la calle, miraba ansiosamente, y entraba de prisa para mantener la ficción de hacer compras. En una de estas salidas no volvió; había salido de prisa al anochecer, y ni él, ni el mozo moreno, ni la dama del velo volvieron a verse entre las multitudes expectantes que seguían congregándose en la tienda del señor Scarrick en los días posteriores.
* * * * *
-Nunca puedo darles las gracias suficientemente a usted y a su hermana -dijo el tendero.
-Lo disfrutamos -dijo el artista modestamente- y en cuanto al modelo, fue un descanso bienvenido del hecho de posar hora tras hora para «El Hylas Perdido».
-De todos modos -dijo el tendero- insisto en pagar el alquiler del barbudo.

Saki

domingo, 28 de octubre de 2018

Venezia - Fundazione Musei Cívici






Viaje de Turquía (fragmento)

MATA.—¿Qué çibdades nombradas tiene Siçilia? 
PEDRO.—Palermo es de las más nombradas y con raçón, porque aunque no es grande, es más probeída de pan y vino y carne y volatería y toda caça que çibdad de Italia; Çaragoza también es buena çibdad, Trapana y Meçina. 
JUAN.—¿Cae Veneçia hacia esa parte? 
PEDRO.—No; pero diremos della que es la más rica de Italia y la mayor y de mejores casas, y muchas damas; aunque la gente es algo apretada, en el gastar y comer son muy delicados; todo es çenar ellos y los florentines ensaladitas de flores y todas yerbeçitas, y si se halla varata una perdiz la comen o gallina; de otra manera, no. 
MATA.—¿Es la que está armada sobre la mar? 
PEDRO.—La mesma. 
MATA.—¿Qué, es posible aquello? 
PEDRO.—Es tan posible que no hay mayor çibdad ni mejor en Italia. 
JUAN.—¿Pues cómo las edifican? 
PEDRO.—Habéis de saber que es mar muerta, que nunca se ensoberveze, como ésta de Laredo y Sevilla, y tampoco está tan hondo allí que no le hallen suelo. Fuera de la mar hazen unas cajas grandes a manera de arcas sin covertor, y quando más sosegada está la mar métenles dentro algunas piedras para que la hagan ir a fondo, y métenla derecha a plomo, y en tocando en tierra comiençan a toda furia a hinchirla de tierra o piedras o lo que se hallan, y queda firme para que sobre ella se edifique como çimientos de argamasa, y si me preguntáis cómo lo sé, preguntaldo a los que fueron cautibos de Çinán Baxá y Barbarroja, que nos hizieron trabajar en hinchir más de cada cient cajas para hacer sendos jardines que tienen, donde están enterrados, en la canal de Constantinopla, legua y media de la çibdad, y con ser la mar allí poco menos fuerte que la de Poniente, quedó tan perpetuo edifiçio como quantos hay en Veneçia. 
JUAN.—¿Y qué tantas cajas ha menester para una casa? 
PEDRO.—Quan grande la quisiere tantas y más ha menester. 
JUAN.—¿Grande gasto será? 
PEDRO.--Una casa de piedra y lodo no se puede acá haçer sin gasto; mas no cuesta más que de cal y canto y se tarda menos. 
MATA.—Y las calles ¿son de mar o tienen cajas? 
PEDRO.—Todo es mar, sino las casas, y adonde quiera que queráis ir os llebarán, por un dinero, en una barquita más limpia y entoldada que una cortina de cama; bien podéis si queréis ir por tierra, por unas cajas anchas que están a los lados de la calle, como si imaginaseis que por cada calle pasa un río, el qual de parte a parte no podéis atravesar sin barca; mas podéis ir río abajo y arriba por la orilla. 

La odisea de Pedro de Urdemalas

viernes, 26 de octubre de 2018

Sorolla y la moda - Thyssen



La niña de los tres maridos

Había un padre que tenía una hija muy hermosa, pero muy voluntariosa y terca. Se presentaron tres novios a cual más apuestos, que le pidieron su hija; él contestó que los tres tenían su beneplácito, y que preguntaría a su hija a cuál de ellos prefería.
Así lo hizo, y la niña le contestó que a los tres.
-Pero, hija, si eso no puede ser.
-Elijo a los tres -contestó la niña.
-Habla en razón, mujer -volvió a decir el padre-. ¿A cuál de ellos doy el sí?
-A los tres -volvió a contestar la niña, y no hubo quien la sacase de ahí.
El pobre padre se fue mohíno, y les dijo a los tres pretendientes que su hija los quería a los tres; pero que como eso no era posible, que él había determinado que se fuesen por esos mundos de Dios a buscar y traerles una cosa única en su especie, y aquel que trajese la mejor y más rara sería el que se casase con su hija.
Pusiéronse en camino, cada cual por su lado, y al cabo de mucho tiempo se volvieron a reunir allende los mares, en lejanas tierras, sin que ninguno hubiese hallado cosa hermosa y única en su especie. Estando en estas tribulaciones, sin cesar de procurar lo que buscaban, se encontró el primero que había llegado con un viejecito, que le dijo si le quería comprar un espejito.
Contestó que no, puesto que para nada le podía servir aquel espejo, tan chico y tan feo.
Entonces el vendedor le dijo que tenía aquel espejo una gran virtud, y era que se veían en él las personas que su dueño deseaba ver; y habiéndose cerciorado de que ello era cierto, se lo compró por lo que le pidió.
El que había llegado el segundo, al pasar por una calle se encontró al mismo viejecito, que le preguntó si le quería comprar un botecito con bálsamo.
-¿Para qué me ha de servir ese bálsamo? -preguntó al viejecito.
-Dios sabe -respondió este-; pues este bálsamo tiene una gran virtud, que es la de hacer resucitar a los muertos.
En aquel momento acertó a pasar por allí un entierro; se fue a la caja, le echó una gota de bálsamo en la boca al difunto, que se levantó tan bueno y dispuesto, cargó con su ataúd y se fue a su casa; lo que visto por el segundo pretendiente, compró al viejecito su bálsamo por lo que le pidió.
Mientras el tercer pretendiente paseaba metido en sus conflictos por la orilla del mar, vio llegar sobre las olas un arca muy grande, y acercándose a la playa, se abrió, y salieron saltando en tierra infinidad de pasajeros.
El último, que era un viejecito, se acercó a él y le dijo si le quería comprar aquella arca.
-¿Para qué la quiero yo -respondió el pretendiente-, si no puede servir sino para hacer una hoguera?
-No, señor -repuso el viejecito-, que posee una gran virtud, pues que en pocas horas lleva a su dueño y a los que con él se embarcan adonde apetecen ir y donde deseen. Ello es cierto; puede usted cerciorarse por estos pasajeros, que hace pocas horas se hallaban en las playas de España.
Cerciorose el caballero, y compró el arca por lo que le pidió su dueño.
Al día siguiente se reunieron los tres, y cada cual contó muy satisfecho que ya había hallado lo que deseaba, y que iba, pues, a regresar a España.
El primero dijo cómo había comprado un espejo, en el que se veía, con solo desearlo, la persona ausente que se quería ver; y para probarlo presentó su espejo, deseando ver a la niña que todos tres pretendían.
¡Pero cual sería su asombro cuando la vieron tendida en un ataúd y muerta!
-Yo tengo -exclamó el que había comprado el bote- un bálsamo, que la resucitaría; pero de aquí a que lleguemos, ya estará enterrada y comida de gusanos,
-Pues yo tengo -dijo a su vez el que había comprado el arca- un arca que en pocas horas nos pondrá en España.
Corrieron entonces a embarcarse en el arca, y a las pocas horas saltaron en tierra, y se encaminaron al pueblo en que se hallaba el padre de su pretendida.
Hallaron a este en el mayor desconsuelo, por la muerte de su hija, que aún se hallaba de cuerpo presente.
Ellos le pidieron que los llevase a verla; y cuando estuvieron en el cuarto en que se encontraba el féretro, se acercó el que tenía el bálsamo, echó unas gotas sobre los labios de la difunta, la que se levantó tan buena y risueña de su ataúd, y volviéndose a su padre, le dijo:
-¿Lo ve usted, padre, cómo los necesitaba a los tres?

Fernán Caballero

miércoles, 24 de octubre de 2018

Mollet del Vallés





El primer beso

Más que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos.
-Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?
-Sí, ya había besado a una mujer.
-¿Quién era? -preguntó ella dolorida.
Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.
El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. Él, uno de los muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin pensar casi, solo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros.
Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir…
¡Caray! Cómo se secaba la garganta.
Y ni sombra del agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.
La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.
¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras que la sed que tenía era de años.
No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía más próxima y los ojos se le iban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.
El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba… la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada.
El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.
Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por el pecho hasta el estómago.
Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.
Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde salía el agua.
Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.
Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra.
Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida… Miró la estatua desnuda.
La había besado.
Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, empezando muy adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el rostro en brasa viva.
Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había ocurrido nunca.
Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.
Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca.
Se había…
Se había hecho hombre.

Clarice Lispector

lunes, 22 de octubre de 2018

Jokers


Maravillas de la voluntad

A las tres en punto don Pedro llegaba a nuestra mesa, saludaba a cada uno de los concurrentes, pronunciaba para sí unas frases indescifrables y silenciosamente tomaba asiento. Pedía una taza de café, encendía un cigarrillo, escuchaba la plática, bebía a sorbos su tacita, pagaba a la mesera, tomaba su sombrero, recogía su portafolio, nos daba las buenas tardes y se marchaba. Y así todos los días.
¿Qué decía don Pedro al sentarse y al levantarse con cara seria y ojos duros? Decía:
-Ojalá te mueras.
Don Pedro repetía muchas veces al día esa frase. Al levantarse, al terminar su tocado matinal, al entrar o salir de casa -a las ocho, a la una, a las dos y media, a las siete y cuarto-, en el café, en la oficina, antes y después de cada comida, al acostarse cada noche. La repetía entre dientes o en voz alta, a solas o en compañía. A veces solo con los ojos. Siempre con toda el alma.
Nadie sabía contra quién dirigía aquellas palabras.
Todos ignoraban el origen de aquel odio. Cuando se quería ahondar en el asunto, don Pedro movía la cabeza con desdén y callaba, modesto. Quizá era un odio sin causa, un odio puro. Pero aquel sentimiento lo alimentaba, daba seriedad a su vida, majestad a sus años. Vestido de negro, parecía llevar luto de antemano por su condenado.
Una tarde don Pedro llegó más grave que de costumbre. Se sentó con lentitud y en el centro mismo del silencio que se hizo ante su presencia, dejó caer con simplicidad estas palabras:
-Ya lo maté.
¿A quién y cómo? Algunos sonrieron, queriendo tomar la cosa en broma. La mirada de don Pedro los detuvo. Todos nos sentimos incómodos. Era cierto, allí se sentía el hueco de la muerte. Lentamente se dispersó el grupo. Don Pedro se quedó solo, más serio que nunca, un poco lacio, como un astro quemado ya, pero tranquilo, sin remordimientos.
No volvió al día siguiente. Nunca volvió. ¿Murió? Acaso le faltó ese odio vivificador. Tal vez vive aún y ahora odia a otro. Reviso mis acciones. Y te aconsejo que hagas lo mismo con las tuyas, no vaya a ser que hayas incurrido en la cólera paciente, obstinada, de esos pequeños ojos miopes. ¿Has pensado alguna vez cuántos -acaso muy cercanos a ti- te miran con los mismos ojos de don Pedro?

Octavio Paz

sábado, 20 de octubre de 2018

Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre


Lesezeichen Liechtenstein



Rani 

Entre don Pedro el carnicero y yo sólo cabían, por el momento, unas relaciones bastante restringidas. Nuestras vidas eran muy distintas. Para él, existir era cercenar infatigablemente animales en la fétida frescura de la carnicería; para mí, arrancar numerosas hojas de un bloc barato y ponerlas en la máquina de escribir. Casi todos nuestros actos diarios se sujetaban a un ritual distinto. Yo lo visitaba para pagarle mi cuenta pero no asistía a la fiesta de compromiso de su hija, por ejemplo. Tampoco habría tenido inconveniente alguno en hacerlo, llegado el caso. Sin embargo, lo que más me interesaba no eran las actitudes privadas que yo pudiera tomar sino la búsqueda en general del estrechamiento de las relaciones entre los hombres, de un mayor intercambio entre esos rituales. 
Estos pensamientos me ocupaban distraídamente cuando advertí que el dependiente salía llevando a duras penas una canasta con un cuarto de res. 
-¿Eso será para el restaurante de la vuelta? -pregunté. 
-No. Es para ahí enfrente, el 4.º B. 
-Tendrán «frigidaire» -dijo un fantasma verbal femenino que se apoderó de mí. 
-Todos los días llevan lo mismo -contestó don Pedro. 
-No me diga. ¿Comen todo eso? 
-Y si no se lo comen, peor para ellos, ¿no le parece? -dijo el carnicero. 
En seguida me enteré de que en el 4.° B vivía un matrimonio solo. El hombre era bajito y «de marrón». La mujer debía de ser muy perezosa, porque siempre recibía al dependiente desaliñada. Aparte de eso y del cuarto de res, que por lo visto era su único vicio, eran gente ordenada. Nunca volvían a su casa después del anochecer, a eso de las ocho en verano y a las cinco en invierno. Una vez, le había contado el portero a don Pedro, habían debido celebrar una fiesta muy ruidosa, porque dos vecinos se quejaron. Parecía que un gracioso había estado imitando voces de animales. 
-¡Shhh! -dijo don Pedro llevando a los labios un trágico dedo manchado de sangre. Entró un hombre de marrón: indudablemente el mismo que consumía dos vacas semanales o por lo menos una, si una digna consorte lo ayudaba. Apresurado, no me vio. Sacó la cartera y empezóa contar billetes grandes, muy nuevos. 
-Cuatro mil-dijo-. Seiscientos... dos. Aquí tiene. 
-Hola, Carracido -le dije-. ¿Se acuerda de mí? -Lo había conocido años antes. Era abogado-: Parece que somos vecinos. 
-¿Qué dice, Peralta? ¿Cómo le va? ¿Vive cerca? -preguntó con su vieja cordialidad administrativa. 
-Al lado de su casa. A usted le va bien, por lo visto. ¿Comiendo mucho, no? 
-No -dijo-. Yo con cualquier casita me arreglo. Y además, usted comprende, el hígado. 
-¿Y entonces, cómo...? 
-Ah, ¿usted lo dice por la carne? No, eso es otra cosa. -Pareció ensombrecerse y luego profirió una especie de risa falsa, parecida a la tos-. Tengo mucho que hacer. Adiós, amigo. Véngase una tardecita, temprano, un sábado, o un domingo, a casa. Yo vivo ahí en el 860, 4.° B. -Vaciló-. Sabe, me gustaría charlar con usted. -Juraría que hubo en su voz un elemento suplicante, que me intrigó. 
-Voy a ir -le contesté-. Hasta el sábado. 
Don Pedro lo siguió con la mirada. 
-Vaya a saber qué le ocurre -dijo-. Cada familia es un mundo. 
Años pasan sin que uno vea algún antiguo compañero del colegio, de la universidad, de un lugar donde ha trabajado: ese día me encontré con dos. Primero Carracido, después Gómez Campbell. Con el último fui a tomar café en el Bastan, y le conté que había visto a Carracido. Lo recordó y no le gustó el recuerdo: era evidente. 
-No me gusta ese tipo -dijo después-. Es un bicho lleno de líos y de vueltas. 
-A mí me parece inofensivo -comenté. 
Calló mientras el mozo servía el café. 
-Yo lo conocí hace muchos años -dijo-. Antes de entrar en el Ministerio estaba en el Banco de Créditos. Ya se había casado. Fíjese que tuve que denunciarlo porque se había llevado un montón de dinero a las carreras. Casi lo echan, pero era amigo del gerente y pudo devolver lo que faltaba y se salvó. Después lo nombraron asesor en el Ministerio: pelechó el hombre. También, creo, recibió una herencia. 
Este Gómez Campbell, todavía no le he dicho, era bastante canalla.  
-Yo, palabra -siguió Gómez-, me alegré y fui a felicitarlo. ¿Sabe lo que me dijo? «Cállese, hipócrita», así me calificó. A mí, que iba el primero a saludarlo, con los brazos abiertos, con la mayor estima. Y eso no puede ser. El hombre tiene que saber olvidar las rencillas y las pequeñeces. Y si no sabe, como este Carracido, más tarde o más temprano lo castigan. -Hizo una pausa para recalcar la severidad de su admonición: Por él conseguí el puesto, después de mucho andar. Y ahora, sabe, creo que le va mal con la mujer. Ella anda por su lado y él por el suyo. Se ve que es demasiado linda y le queda grande; y como la herencia era del suegro, un montón de casas, se la tiene que aguantar. 
La orquesta destruía alegremente un valsecito. 
-Por mí, que reviente -concedió Gómez Campbell-. Y vea lo que son las cosas: ha andado haciendo papelones con todas las empleadas del Ministerio. La mujer no le llevará el apunte, claro. 
Pronto nos despedimos. En seguida se agotó ese encuentro fortuito sostenido por el vilipendio y la curiosidad. Gómez Campbell me dio la mano fríamente y se perdió en Florida. Cada vez me resultaba más apasionante Carracido, gran carnívoro, don Juan, casado con mujer hermosa y presumiblemente infiel, bastante carterista y algo ladrón. La verdad, nunca conocemos a nadie. 
El sábado pensé en ir temprano, pero no pude. Me había propuesto terminar un cuento que debía entregar el lunes (tal vez este mismo) y no lo logré. Me bañé, me cambié de ropa, me sentí un poco frustrado y fui hasta el 860, 4.° B. Eran las siete y media. Carracido me recibió muy correcto, pero un poco inquieto, abriendo la puerta muy gradualmente.  
-Hola -dijo-. No lo esperaba. Se le ha hecho un poco tarde. 
-Hombre, si tiene otra cosa que hacer, lo dejamos para mañana o pasado. 
-No -dijo con genuina cordialidad-. No, pase. Un segundo, que llamo a mi mujer. 
Los muebles eran de diversos estilos, pero no se acomodaban con mal gusto. Lo único chocante era el quillango que cubría el diván, rasgado a lo largo como con un cuchillo y casi partido en dos. Por otra paree, las patas del diván estaban demasiado abierras hacia afuera. Acaricié el quillango y lo dejé al oír la voz de Carracido. 
-Esta es Rani -dijo. 
La miré fascinado. Todo lo que se diga será poco. No sé, no creo haber visto nunca una mujer más hermosa, unos ojos verdes más intensos, un andar más ponderable y delicado. Me levanté y le di la mano, sin dejar de mirada en los ojos. Bajó levemente los párpados y se sentó a mi lado en el diván, silenciosa, sonriente, con una fácil gracia felina. Haciendo un esfuerzo aparté de ella la vista y miré hacia la ventana, pero sin dejar de recordar esas piernas que se movían con la suavidad y el empuje de las olas. Afuera, sólo manchaba el azul blando del atardecer de Buenos Aires una rápida nube que en ese preciso instante pasaba del cobrizo al morado. Un ruido incongruente me distrajo: Carracido tamborileaba con las uñas sobre la mesa a la velocidad de un tren expreso. Lo miré y se detuvo. 
-Rani, ya debe estar listo tu baño -dijo. 
-Sí, querido -respondió ella amorosamente, estirando la mano, cerrada y apretada, sobre el quillango. 
-Rani -insistió Carracido. 
«Orden tácita», pensé. «Está celoso; quiere que se vaya.» 
La mujer se levantó y desapareció por una puerta. Antes volvió la cabeza y me miró. 
-Podríamos ir a tomar un trago al bar -sugirió Carracido. Me dio rabia y le dije: 
-Lástima. Se está bien aquí. Preferiría quedarme, si no le molesta. 
Vaciló, pero su cordialidad volvió y también ese aire de súplica que yo había visto antes, esa vocación de perro. 
-Bueno, sí -dijo-. Tal vez, después de todo, sea mejor. Sabe Dios lo que es mejor. -Fue hasta el aparador, trajo una botella y dos vasos. Antes de sentarse, miró el reloj. 
«Gómez Campbell tiene razón», -me dije.-. «Éste debe sobrellevar los caprichos de la señora con más naturalidad que un buey.» 
Y en ese momento empezó el ronroneo. Primero lento, bajo, profundo; después más violento. Era un ronroneo, pero ¡qué ronroneo! Me parecía tener la cabeza dentro de una colmena. Y no podía haberme mareado con una copa. 
-No es nada -dijo solícitamente Carracido-. Después pasa. 
El ronroneo partía de las habitaciones interiores. Lo siguió un estallido sonoro que me puso en pie instantáneamente. 
-¿Qué fue eso? -grité, avanzando hacia la puerta. 
-Nada, nada -respondió él con firmeza, poniéndose en el paso. No le contesté; lo aparté con tal violencia que cayó hacia un lado, sobre un sillón. 
-¡No grite! -dijo estólidamente. Y después-: ¡No se asuste! -Yo ya había abierto la puerta. Al principio no vi nada; luego, una forma sinuosa se me acercó en la oscuridad. 
Era un tigre. Un enorme tigre, totalmente fuera de lugar, rayado, pavoroso y avanzando. Retrocedí; como en un sueño, sentí que Carracido me tomaba del brazo. Volví a empujarlo, esta vez hacia adelante, llegué a la puerta de entrada, abrí y me metí en el ascensor. El tigre se detuvo delante de mí. Tenía en el lustroso cuello el collar de amatistas de Rani. Me cubrí los ojos para no ver sus ojos verdes, y apreté el botón. 
El tigre me siguió por la escalera, a grandes saltos. Volví a subir y él subió. Bajé, y esta vez se cansó del juego; lanzó un triunfante resoplido y salió a la calle. Volví al departamento. 
-¿Por qué no me hizo caso? -dijo Carracido-. ¡Ahora se ha ido, imbécil! -Se sirvió un vaso lleno de whisky y lo bebió de un trago. Lo imité. Carracido apoyó la cabeza en sus brazos y sollozó. 
-Yo soy un hombre tranquilo -hipó-. Me casé con Rani sin soñar que de noche se convertía en tigre. 
Se disculpaba. Era increíble pero se disculpaba. 
-No sabe usted lo que fueron los primeros tiempos, cuando vivíamos en las afueras... -empezó, como cualquiera que cuenta una confidencia. 
-¡Qué me importa dónde vivieron! -exclamé exasperado-. Hay que llamar a la policía, al zoológico, al circo. ¡No se puede dejar un tigre suelto en la calle! 
-No, pierda cuidado. Mi señora no hace daño a nadie. A veces asusta un poco a la gente. No se queje -agregó ya un poco borracho-; yo le dije a usted que viniera temprano. Y lo peor es que no sé qué hacer; el mes pasado tuve que malvender un terreno para pagarle al carnicero... 
Bebió como una bestia dos o tres vasos seguidos. 
-Dicen que hay un hindú, aquí en Buenos Aires... un mago... lo voy a ver uno de estos días; tal vez pueda hacer algo. 
Calló y siguió sollozando suavemente. 
Fumé un rato largo. Imaginé, qué pesadilla, algunas escenas habituales de su vida. Rani desvencijando el diván, porque ningún retozo le estaba permitido. Rani devorando la carne cruda en algún momento de la noche, o deslizando su largo cuerpo entre el mobiliario. Y Carracido, allí, mirándola... ¿cuándo dormiría? 
-Bumburumbum -dijo Carracido, definitivamente borracho. Dejó caer la cabeza al costado, inerte, como una cosa. Paulatinamente, un tranquilo ronquido reemplazó su llanto. Por fin había vuelto al mundo sencillo de los oficios, los escritos, los expedientes. Debajo del sillón había un huesecito. 
Me quedé hasta que llegó el día. Yo también debí dormir. A eso de las siete tocaron el timbre. Abrí; era Rani. Venía despeinada, con la ropa en desorden, las uñas sucias. Parecía confusa y avergonzada. Volví la cabeza para no herirla, la dejé entrar, salí y me fui. Tenía razón don Pedro: cada familia es un mundo. 
Después me mudé de barrio. Muchos meses más tarde, es curioso cómo se encadenan las cosas que uno, para no desesperar, cree casuales, volví a encontrarme con Gómez Campbell, una noche en un bar de Rivadavia al cinco mil, frente a la plaza. Le conté la historia: tal va él me creyó loco, y cambió el tema. Salimos, caminando en silencio por la plaza, y vimos a Carracido con un perrazo enorme. Un perro grande, verdad, pero manso y tranquilo, con un collar de amatistas. Juraría que me miró con sus anchos ojos verdes. Su dueño no nos había visto. 
-¡El hindú! -exclamé-. Pobre Carracido, parece que su problema se alivió un poco. ¿Vamos a ver al matrimonio? 
-Dejá -dijo Gómez Campbell, disgustado y atemorizado-. No lo saludes. A mí no me gustan estas cosas. Yo soy un tipo derecho. Con esos individuos lo mejor es no meterse. 
En vano le dije que consideraba perjudicial esa distancia que se mantiene entre hombre y hombre en Buenos Aires, ese desagrado por las rarezas de los demás, en vano le aconsejé comprensión y tolerancia. Creo que ni me oyó. 

Carlos Peralta  

jueves, 18 de octubre de 2018

Les Allusifs



Sobresaltos                                                                                                                                                                                                                                                                                                     Uno                                                                                                                                                                                               Sentado una noche a su mesa con la cabeza en las manos se vio levantarse y partir. Una noche o un día. Pues aunque apagada su luz no se quedaba a oscuras. Le venía entonces de la única alta ventana una apariencia de luz. Debajo de ella todavía el banco en el cual se subía a ver el cielo hasta ya no poder desearlo. Si no se asomaba para ver cómo era abajo era quizá porque la ventana no estaba hecha para abrirse o porque no podía o no quería abrirla. Quizá sabía perfectamente cómo era abajo y ya no deseaba verlo. Tan bien que permanecía simple y llanamente allí encima de la lejana tierra viendo a través del vidrio nublado el cielo sin nubes. Tenue luz invariable sin par en su memoria de días y noches de antaño en los que la noche venía puntualmente a relevar al día y el día a la noche. Única luz pues apagada la suya de ahora en adelante aquélla le llegaría del exterior hasta que a su vez se apagara dejándolo en la oscuridad. Hasta que él a su vez se apague.                                                                                                          Una noche pues o un día sentado a su mesa con la cabeza en las manos se vio levantarse y partir. Primero levantarse sin más pegado a la mesa. Luego volver a sentarse. Luego levantarse nuevamente pegado a la mesa nuevamente. Luego partir. Comenzar a partir. Con pies invisibles comenzar a partir. A pasos tan lentos que sólo el cambio de sitio lo probaba. Como cuando desaparecía mientras aparecía nuevamente en un nuevo sitio. Luego desaparecía nuevamente mientras aparecía más tarde en un nuevo sitio nuevamente. Así iba desapareciendo cada vez mientras aparecía luego nuevamente en un nuevo sitio nuevamente. Nuevo sitio en el lugar en el que sentado a su mesa con la cabeza en las manos. Mismo sitio y misma mesa que cuando Darly murió y lo abandonó. Que cuando otros a su vez antes y después. Hasta que él por fin a su vez. Con la cabeza en las manos semi-deseando semi-temiendo que volviera a desaparecer que ya no reapareciera. O simplemente pidiéndoselo. O simplemente esperando. Esperando ver si sí o no. Si sí o no nuevamente solo sin esperar nada nuevamente.
Visto siempre por la espalda donde quiera que fuera. Mismo sombrero y mismo abrigo que en la época de la errancia. Tierra adentro. Ahora como alguien en un sitio desconocido en busca de la salida. En las tinieblas. A ciegas en las tinieblas del día o de la noche de un sitio desconocido en busca de la salida. De una salida. Hacia la errancia de antaño. Tierra adentro.
Un reloj lejano tocaba la hora y la media. El mismo que en la época en la que Darly entre otros murió y lo abandonó. Toquidos ya claros como llevados por el viento ya apenas en tiempo sereno. También gritos ya claros ya apenas. Con la cabeza en las manos semi-deseando semi-temiendo cuando tocaba la hora que ya nunca la medía. Igual que cuando tocaba la media. Igual cuando los gritos cejaban un momento. O simplemente pidiéndoselo. O simplemente esperando. Esperando escuchar.
Hubo un tiempo en el que de tiempo en tiempo levantaba la cabeza suficientemente para ver las manos. Lo que de ellas había que ver. Una extendida en la mesa y sobre ella extendida la otra. En reposo después de todo lo que hicieron. Levantaba su finada cabeza para ver sus finadas manos. Luego la reposaba en ellas en reposo también ella. Después de todo lo que ella hizo.
Mismo sitio que aquél desde el cual cada día se iba a errar. Tierra adentro. Al que cada noche regresaba a dar vueltas en la sombra aunque pasajera de la noche. Ahora como desconocido al que vio levantarse y partir. Desaparecer y reaparecer de nuevo en un nuevo sitio. Desaparecer otra vez y aparecer otra vez en otro nuevo sitio. O en el mismo. Ningún índice de que no el mismo. Ninguna pared señal. Ninguna mesa señal. En el mismo sitio que en el que daba vueltas todo sitio como uno mismo. O en otro. Ningún índice de que no otro. Donde nunca. Levantarse y partir en el mismo sitio de siempre. Desaparecer y reaparecer en otro donde nunca. Ningún índice de que no otro donde jamás. Sólo los toquidos. Los gritos. Los mismos de siempre.
Luego tantos toquidos y gritos sin que hubiera reaparecido que quizá ya no reaparecería. Luego tantos gritos desde los últimos toquidos que quizá ya no habría. Luego tal silencio desde los últimos gritos que quizá ya no habría más. Como quizá el final. O quizá solamente un remanso. Luego todo como antes. Los toquidos y los gritos como antes y él como antes ya allí ya ausente ya allí nuevamente ya nuevamente ausente. Luego el remanso nuevamente. Luego nuevamente como antes. Así una y otra vez. Y paciencia esperando el único verdadero fin de las horas y de la pena tanto de sí como del otro es decir la suya.

Dos

Como alguien que posee toda su cabeza nuevamente fuera en fin sin saber cómo se había encontrado tan poco tiempo antes de preguntarse si poseía toda su cabeza. Pues de alguien que no posee toda su cabeza ¿se puede razonablemente afirmar que se lo pregunta y que además se encuentra bajo pena de incoherencia se obstina en este rompecabezas con todo lo que le queda de razón? Por lo tanto fue bajo la especie de un ser más o menos razonable como emergió por fin sin saber cómo en el mundo exterior y no había vivido más de seis o siete horas del reloj antes de comenzar a preguntarse si poseía toda su cabeza. Mismo reloj cuyos toquidos daban la hora y la media cuando en su reclusión y por lo tanto primero naturalmente para tranquilizarlo antes de ser finalmente una fuente de preocupación ya que no más claros ahora que cuando acallados en principio por sus cuatro paredes. Luego buscó consuelo pensando en quien al caer la noche se apresura hacia el ocaso para ver mejor a Venus y no encontró ninguno. Sucedía lo mismo con el único sonido diferente que anima su soledad el de los gritos mientras subsistía perdiendo sufrimiento a su mesa con la cabeza en las manos. Sucedía lo mismo con la procedencia de los toquidos y los gritos en tanto que tan ilocalizable al aire libre como normalmente desde el interior. Obstinándose en todo eso con todo lo que le quedaba de razón buscó consuelo pensando que su recuerdo del interior dejaba qué desear y no encontró ninguno. A su pena se agregaba su caminar silencioso como cuando descalzo recorría su suelo. Así todo oído de peor en peor hasta cejar hasta de escuchar de oír y ponerse a mirar a su alrededor. Resultado finalmente estaba en un prado lo cual por lo menos tenía la ventaja de explicar su caminar silencioso antes un poco más tarde como para excusarse de incrementar su turbación. Pues no tenía recuerdo de ningún prado desde cuyo corazón mismo no fuera visible algún límite desde el cual siempre a la vista algún lado un confín cualquiera como una cerca u otra forma de frontera que no debía franquearse. Circunstancia agravante al mirar de más cerca la hierba ésta no era de la que creía acordarse es decir verde y en la que pacían los diferentes herbívoros sino larga y de color grisáceo incluso blanca en partes. Luego buscó consuelo pensando que su recuerdo del exterior dejaba quizá qué desear y no encontró ninguno. Así todo ojos de peor en peor hasta cejar de ver de mirar alrededor de él o con atención y ponerse a pensar. Con ese fin a falta de una piedra sobre la cual sentarse como Walther y cruzar la pierna no encontró algo mejor que quedarse allí de pie inmóvil lo cual hizo después de dudarlo brevemente y por supuesto que inclinar la cabeza como alguien abismado en sus pensamientos lo cual hizo también después de dudarlo otra vez brevemente.
Pero pronto cansado de hurgar en esas ruinas retomó su paso a través de las largas pálidas hierbas resignado a ignorar dónde estaba y cómo llegó o a dónde iba y cómo regresar al sitio del cual ignoraba cómo había partido.
Así iba ignorando todo y con ningún fin a la vista. Ignorando todo y además sin deseo alguno de saber ni a decir verdad sin ninguno de ninguna clase y por consiguiente sin remordimientos tan sólo hubiera deseado que cesaran de una buena vez los toquidos y los gritos y lamentaba que no. Toquidos ya apenas ya claros como traídos por el viento pero no sopla nada y gritos ya claros ya apenas.

Tres

Así estaba antes de quedar inmóvil nuevamente cuando en sus oídos desde lo más profundo de sí o cómo sería y aquí una palabra perdida terminar allí en donde nunca jamás. Luego largo silencio largo simplemente o tan largo que quizá ya nada y luego nuevamente desde lo más profundo de sí apenas un murmullo oh sería y aquí la palabra perdida allí donde nunca antes. En todo caso sea lo que sea lo que haya podido ser terminar y así una y otra vez acaso no estaba ya allí mismo en donde se encontraba inmóvil en el mismo sitio y doblado en dos y sin cesar en sus oídos desde lo más profundo de sí apenas un murmullo o sería tal y así una y otra vez ¿no se encontraba ya si se da crédito a sus ojos allí donde nunca antes? Pues incluso alguien como él al encontrarse una vez en un sitio semejante ¿cómo no se hubiera estremecido al volverse a encontrar lo cual él no había hecho y habiéndose estremecido buscado consuelo pensando diciéndose que habiendo encontrado el medio de salir de ello entonces podía volverlo a encontrar para volver a salir una vez más lo cual tampoco había hecho? Allí entonces todo este tiempo en donde nunca antes y a dondequiera que buscara con los ojos ningún peligro o esperanza según el caso de salir alguna vez de allí. Era necesario pues como si nada persistiera ya en una dirección ya en otra o por el contrario ya no moverse según el caso es decir según esa palabra perdida que si resultaba negativa como desgraciado o malvenido por ejemplo entonces evidentemente a pesar de todo lo primero y en caso contrario evidentemente lo otro es decir ya no moverse. Como a título de ejemplo el lío en su mente supuestamente hasta ya nada desde lo más profundo que apenas de vez en vez oh terminar. Sin importar cómo sin importar dónde. Tiempo y pena y sí mismo por decir algo. O terminar todo.

Samuel Beckett