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domingo, 26 de agosto de 2018

Joan Gabarró












  

















El cocodrilo (6)


No me costó trabajo dilucidar que el haber soñado con monos era debido a haberlos visto en la jaula del alemán; pero en cuanto a Elena Ivanovna, el caso era distinto. Para decirlo de una vez, yo la amaba, pero con el afecto de un padre, ni más ni menos. Lo que me induce a formular esta conclusión, es que muchas veces me ocurrió sentir deseos de besada en su tersa frente o en sus sonrosadas mejillas. Y, aunque jamás lo hice, he de confesar que no hubiera rehusado el besada en los labios. Y no sólo en la boca, sino también en sus dientecillos que se asemejaban a una sarta de aljófar, en cuanto reía..., lo que era muy frecuente. 
En sus momentos de expansión Iván Matveich la llamaba su lindo contrasentido, remoquete muy justo y adecuado. Era, a lo sumo, una mujer-bombón. Así que no acababa de comprender en qué se fundaba Iván Matveich para querer hacer de ella una Eugenia Tour rusa. 
Sea de ello lo que fuere, mis sueños, monos aparte, me habían procurado las más gratas impresiones, y aquella mañana, con la taza de té por delante, repasando mis recuerdos del día anterior, decidí subir a casa de Elena Ivanovna, de paso por la cual me dirigía a la oficina. Eso, después de todo, era deber mío en mi calidad de amigo de la casa. 
En un cuartito minúsculo contiguo a la alcoba, y al que ellos llamaban su saloncito, aunque también el salón grande fuera bastante chico, estaba Elena Ivanovna sentada en un lindo canapé ante una mesita baja. Tenía puesta una bata vaporosa y saboreaba una tacita de café. Estaba hermosísima, pero parecía preocupada. 
-¡Ah!, ¿es usted, pillín? -exclamó con distraída sonrisa-. siéntese, atolondrado, y tome un poco de café. ¿Qué hizo usted ayer, puede saberse? ¿Estuvo usted en el baile de máscaras? 
-Pero ¿estuvo usted en él? Para fiestas estaba yo... Fui a ver a nuestro preso... 
Lancé un suspiro y puse cara de agobio al tiempo que tomaba un sorbo de café. 
-¿Quién? -exclamó ella-. ¿Qué preso...? ¡Ah, sí, ya caigo, pobre chico! ¿Se aburre mucho...? Mire... quisiera preguntarle... me parece que ahora no me costaría trabajo conseguir el divorcio, ¿no es verdad? 
-¡El divorcio! -exclamé con tal indignación que por poco derramo el café, pues decía para mis adentros con rabia: «Eso lo dice por el moreno.» 
Había de por medio, en efecto, un sujeto, moreno él, con unos bigotillos, que frecuentaba la casa y hacía reír mucho a Elena Ivanovna. Yo lo aborrecía, y me figuraba que la habría visto en el baile de máscaras la noche anterior y le habría dicho un atajo de sandeces. 
-Vamos a ver -dijo la bella, de carretilla, como si repitiera una lección-, lo más seguro es que se quede para siempre dentro del cocodrilo; y siendo así, ¿por qué he de estarme yo esperándolo? Creo que todo marido debe vivir en su casa y no dentro de un cocodrilo. 
-Pero ése ha sido un contratiempo completamente ajeno a su voluntad -insinué, con una emoción muy comprensible... 
-¡Ah! ¡No, déjese de historias, déjese de cuentos! -exclamó ella, enojada-. ¡Siempre me ha de llevar usted la contraria, malo! Nunca podremos estar de acuerdo. No quiero oír sus consejos. Los extraños me dicen que puedo conseguir el divorcio con sólo alegar que Iván Matveich se va a quedar cesante. 
-¡Elena Ivanovna! ¿Es usted quien así habla? –exclamé en tono patético-. ¿Quién es el malvado ¡que le ha metido en la cabeza semejantes ideas? Sepa que era imposible obtener el divorcio por una causa tan nimia como la suspensión de la paga. ¡Y ese pobre de Iván Matveich que aún se consume de amor por usted en el fondo de su cocodrilo! ¡Se derrite como un terrón de azúcar! Anoche, mientras usted se divertía en ese baile de máscaras, me decía el pobrecito que, en un caso extremo, se decidiría a llevársela a usted, como su esposa legítima, a su lado, en el interior del cocodrilo, tanto más cuanto que hay allí sitio sobrado para dos personas y hasta para tres... 
Y le referí al punto toda aquella interesante parte del coloquio que el día anterior tuve con su marido. 
-¡Cómo! -saltó estupefacta-. ¡Cómo! ¿Es que quiere usted que encima de todo vaya a hacerle compañía dentro del cocodrilo? ¡Vaya una idea! ¿Cómo quiere usted que me meta allí dentro con mi sombrero y mi crinolina? ¡Dios mío, pero eso es absurdo! ¿Qué pensaría de mí quien me viese entrar? ¡Qué ridículo más grande! ¿Y cómo me las arreglaría para comer allí dentro... y... para... ¡Vaya, qué idea! ¿Qué distracciones encontraría allí? ¡Y dice usted que apesta a caucho! ¡Y tendría que estame pegadita a él aun cuando nos enzarzásemos en alguna pelotera! ¡Uy! ¡Qué horror! 
-Comprendo, comprendo, querida Elena Ivanovna -le interrumpí con una vehemencia muy natural en quien, como yo, sabe salir en defensa de la verdad-. Pero usted no hace cuenta de una cosa y es que no puede vivir sin usted, puesto que reclama su compañía. Eso prueba la pasión y fidelidad de su cariño... ¡Usted no ha sabido apreciar como se merece su amor, querida Elena Ivanovna! 
-¡Déjese de historias! ¡No quiero oírlo! ¡No lo oiré! -clamaba gesticulando con su manecita tan linda, de uñas son rosadas y relucientes-. ¡Acabará usted por hacerme llorar, malo! Vaya usted y métase dentro del cocodrilo, si le parece bien. Es usted su amigo. Vaya usted y acuéstese a su lado por consideración a la amistad, y pásese la vida discutiendo con él de temas fastidiosos... 
-Hace usted muy mal en hablar de este contratiempo en ese tono de burla -le dije interrumpiendo con gravedad a aquella mujercita de tan poco seso-. Iván Matveich me ha invitado ya a hacerle compañía. No hay duda de que en usted eso sólo sería cumplir con su deber, mientras en mí indicaría generosidad. Explicándome ayer la extraordinaria elasticidad de las paredes de ese cocodrilo, me dio a entender muy claramente Iván Matveich que habría allí sitio no sólo para ustedes dos, sino hasta para mí, a roer de amigo de la casa, y que en caso de consentir yo, podríamos muy bien acomodarnos los tres allí con toda holgura, y a ese objeto... 
-¿Cómo los tres? -exclamó Elena Ivanovna mirándome no sin asombro-. ¿Pero íbamos a estar allí los tres juntos? ¡Ja, ja! ¡Qué necios son ustedes! ¡Ja, ja! Me pasaría el tiempo arañándolos por malos. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! 
Y retrepándose en el respaldo del canapé, se puso a reír hasta saltársele las lágrimas. Su risa y su llanto, todo aquello resultaba tan delicioso y seductor, que no pude ya contenerme y empecé a besarle las manos, a lo que ella no se opuso, tirándome de las orejas en señal de reconciliación. 
Con eso nos pusimos muy alegres, y yo le conté circunstanciadamente todos los proyectos de Iván Matveich. La idea de las recepciones en su salón le agradó lo indecible. 
-Sólo que -hizo notar- necesitaré muchos trajes nuevos y es urgente que Iván Matveich me envíe lo antes que pueda una cantidad decorosa. 
Luego agregó pensativa: 
-Pero ¿cómo nos las vamos a arreglar para traerlo en su bañadera? Eso es muy ridículo. No quiero que vean a mi marido dentro de la tina. Me avergonzaría delante de mis invitados... ¡No quiero, no quiero...! 
-A propósito: ahora que me acuerdo, ¿no estuvo a verla a usted anoche Timotei Semionich? 
-Sí que estuvo; se desvivió por consolarme y figúrese que nos pasamos la velada jugando a las cartas. Cuando perdía él, me daba bombones, y cuando perdía yo, me besaba las manos. ¡Que pillín! ¡Y figúrese que faltó poco para que me acompañase al baile de máscaras! ¡Como se lo cuento! 
-¡El entusiasmo! -respondí-. Pero ¿quién no se entusiasmaría con usted, hechicera? 
-Bueno, ya vuelve usted a sus piropos. ¡Espere, que he de pellizcarle ante de que se vaya! Yo sé dar muy buenos pellizcos. Pero, dígame: ¿le ha hablado mucho de mi Iván Matveich? 
-No, mucho, no... Confieso que lo que más le preocupa ahora es la suerte de la Humanidad, y quiere... 
-Bueno, bueno; no siga. Todo eso debe de ser muy aburrido. Un día de estos iré a verle... Mañana sin falta...; hoy, no. Me duele la cabeza y habrá allí mucha gente. .. Dirían por lo bajo: «¡Ahí está su mujer!» Y me daría vergüenza... Adiós. ¿Irá usted «allá» esta tarde? 
-Sí. Me encargó que fuese y que le llevase los periódicos. 
-Muy bien. Pues vaya usted y léale la prensa. Es inútil que vuelva hoy por aquí, pues no me siento bien... Quizá salga a hacer unas visitas... ¡Adiós, pillín! 
¡Bueno, me dije, no hay que preguntar si el moreno va a venir esta tarde! 
En la oficina, como es natural, no dejé traslucir nada de mis inquietudes. Mas no tardé en advertir que varios de nuestros periódicos más progresistas circulaban de mano en mano y que mis compañeros los leían con profunda atención. El primero que hasta a mí llegó fue La Hoja, diario sin orientación política bien definida, pero de tendencias humanitarias, por lo cual mis compañeros, por más que lo leyesen, le mostraban cierto menosprecio. He aquí lo que leí en él, no sin algún asombro: 

«Extraños rumores corrían ayer por nuestra gran capital, tan ornada de magníficos monumentos. Un tal N., gastrónomo muy conocido del gran mundo, hastiado sin duda de la cocina de Borel no menos que de la del círculo ...ski, penetró en el Pasaje y se dirigió hacia el sitio en que se exhibe un enorme cocodrilo, y encargó que le aderezasen el monstruo para comérselo en la cena. Habiéndose entendido con el dueño, no tardó en sentarse a la mesa y empezó a devorarlo, no al dueño, alemán modesto y amigo del orden, sino al cocodrilo, que se sirvió vivo y todo, sacándole por medio de su cortaplumas enormes lonchas sabrosísimas, que golosamente se engullía. 
»Poco a poco desapareció enterito el cocodrilo en aquel abismo sin fondo, visto lo cual, nuestro gastrónomo hizo intención de regalarse el gusto con el icneumón, compañero habitual del cocodrilo, y, según él, no menos suculento. 
»No abrigamos ninguna suerte de prejuicios contra ese nuevo manjar, muy conocido hace ya tiempo de los gastrónomos extranjeros. Lejos de eso, habíamos predicho que llegaría a ponerse de moda. Los lores y viajeros ingleses pescan en Egipto grandes partidas de cocodrilos cuyo lomo saborean en forma de bisteques, sazonado con mostaza y cebolla y guarnecido de patatas. 
»Los franceses llegados de De Lesseps dan su preferencia a las patas, que mandan cocer en el rescoldo para hacer rabiar a los ingleses que no les escatiman sus pullas. Es muy probable que en nuestro país sepan apreciar tanto el lomo como las patas y celebramos el que esta nueva rama de la industria alimenticia venga a enriquecer nuestra poderosa y tan cosmopolítica patria. 
»Después de esta ingestión petersburguesa de un cocodrilo puede pronosticarse que no pasará un año sin que ya los importemos por centenares. ¿Y por qué no habríamos de aclimatar al cocodrilo en Rusia? Si el agua del Neva resulta demasiado fría para estos interesantes productos del extranjero, baños hay en la capital, y, fuera de ella, no faltan ríos y lagos. 
»¿No podría, por ejemplo, practicarse la cría del cocodrilo en Pargolovo o en Pavlovsk, en Moscú, en los estanques Presnienskis y en el Samotiok? Al mismo tiempo que proporcionaría un grato y sano alimento al paladar refinado de nuestros gastrónomos, los viveros de cocodrilos constituirían una gran distracción para las señoras que pasean por esos parajes y servirían además para que los niños aprendiesen fácilmente historia natural. 
»Con su piel podrían hacerse estuches, maletas, petacas y carteras, y más de un millón en esos billetes de banco grasientos, tan caros a los comerciantes, podría caber en la piel de un cocodrilo. Nos proponemos insistir dentro de poco sobre este interesante asunto y lo mismo haremos cuantas veces sea menester.» 

(Sigue)