Blogs que sigo

martes, 28 de agosto de 2018

Barcelona




Una caña de pescar para el abuelo (1)

He ido a una tienda de artículos de pesca que acaban de abrir, había toda clase de cañas de pescar y pensé en el abuelo, en comprarle una caña, había una de fibra de vidrio de diez tramos muy anunciada por ser de importación, no sé si lo importado era la caña o la fibra de vidrio ni tampoco por qué esa caña importada era mejor que las otras ni estaba seguro si había que encajar entre sí uno por uno los diez tramos, quizá estaban todos replegados en el último tubo de color negro, en un extremo del tubo había un mango en forma de culata y sobre el mango un carrete con el sedal, lo más parecido a un revólver de cañón largo. O quizá a un radiante máuser, el abuelo nunca ha visto un máuser ni en sueños podría imaginar que existe una caña de pescar como ésta, todas las suyas son de bambú y además nunca ha comprado una caña, se procura quién sabe dónde cañas torcidas de bambú y las calienta al fuego volteándolas y cuando ya le hierve el sudor de las manos la caña está recta y ha adquirido un tono amarillento ahumado como el de esas viejas cañas de pescar usadas durante varias generaciones que se transmiten de padres a hijos.
El abuelo también trenza sus propias redes, una simple redecilla consta de miles, decenas de miles de nudos y él se pasa el día y la noche haciendo nudos sin parar, moviendo incesantemente los labios no sé si para llevar la cuenta o porque recita encantamientos, trabaja más que mi madre haciendo jerséis pero no recuerdo si ha pescado alguna vez algún pez digno de tal nombre, a lo más alguna menudencia buena tan sólo para dar de comer a los gatos.
Recuerdo que cuando yo era pequeño -recuerdo todo lo que me ocurría de pequeño- el abuelo iba a ver sin falta a todo aquel que según sus noticias estaba por ir a la capital para pedirle que le trajese anzuelos, como si los peces sólo picasen en los anzuelos comprados en la ciudad, recuerdo oírlo mascullar más de una vez que las cañas de pescar que vendían en la ciudad llevaban carrete y que después de lanzar el anzuelo uno podía fumarse relajadamente un cigarro esperando que la campanilla del extremo sonase, tenía la esperanza de tener una caña así para poder plantarla en tierra y quedarse con las manos libres para liar un cigarro de hojas de tabaco, el abuelo nunca fuma cigarrillos ya hechos, desprecia los cigarrillos, dice que son cigarros de papel rellenos en su mayor parte de paja y que no saben a tabaco. Aún veo cómo sus dedos como patas de gallo viejo restriegan sobre la palma de la mano la hoja seca de tabaco hasta hacerla trizas, cómo enrolla con la punta de sus dedos un trozo de periódico viejo y cómo lo moja apenas con saliva y ya está, es lo que él llama «liarse un petardazo», el sabor de las hojas de tabaco debe de ser muy fuerte pues el abuelo siempre está tosiendo pero él sigue liando sus cigarros y pasándole a mi abuela los cigarrillos que le regalan.
Recuerdo que fui yo el que en una caída le rompió al abuelo la joya de todas sus cañas, salió a pescar y yo me ofrecí a llevársela, cargándola al hombro corría y corría delante de él cuando en un descuido, ¡plaf!, me caí y la caña se metió por la ventana de una casa, el abuelo casi llora de pena, acariciaba la caña rota de la misma manera que mi abuela acariciaba la estera rota, la estera de tiras finas de bambú trenzado sobre la que se dormía en casa desde hace quién sabe cuántos años era igual que la caña de pescar, rojo oscuro como el ágata, mi abuela no me dejaba dormir encima, decía que se me podía soltar el vientre aunque ella bien que dormía y además decía que la estera era plegable, yo lo intenté a escondidas pero se quebró en cuanto empecé a plegarla, por supuesto no me atreví a contárselo, tan sólo seguí diciendo que no creía que una estera pudiera plegarse pero mi abuela se empeñaba en decir que era una estera de corteza verde de bambú y que las esteras de corteza verde de bambú podían plegarse, yo no quería discutir con ella, era vieja y digna de compasión y si decía que se podía plegar, se podía plegar aunque estuviese rota por donde yo había intentado plegarla, la rajadura crecía cada verano y ella siempre aguardaba la llegada del zurcidor de esteras, llevaba ya esperando muchos años pero el zurcidor no aparecía, yo le decía que ese oficio ya no existía y que era mejor comprar una nueva en vez de quedarse allí esperando y esperando pero ella no era de mi opinión y decía que las esteras cuanto más viejas, mejores, lo mismo que pasaba con ella, más buena cuanto más vieja, más dicharachera cuanto más vieja, repitiendo siempre la misma cosa, al contrario que el abuelo, más parco en palabras cuanto más viejo, cada vez más flaco, más parecido a una sombra que deambulaba de aquí para allá sin un ruido de no ser por las toses nocturnas, la tos que empezaba y no tenía fin, yo tenía miedo que un día cualquiera comenzase a toser y no recuperara más el aliento pero él seguía como siempre fumando sus hojas trituradas de tabaco, de tanto fumar su cara y sus uñas habían adquirido el mismo color de las hojas y él mismo parecía una hoja seca de tabaco fina y frágil que podía deshacerse si alguien por descuido la tocaba.
Pero no era sólo la pesca, pues también se interesaba por la caza, tenía incluso una escopeta pringada de aceite que alguien le había hecho con un tubo de acero sin costura, era un gran favor el que pedía y había tardado al menos medio año en encontrar al que se lo hiciera, pero yo sólo recuerdo que trajera a casa una liebre, cuando entró arrojó al suelo de la cocina la enorme liebre amarilla y se quitó los zapatos y le pidió a la abuela que calentase agua para poner los pies en remojo y se puso a desmigajar los trozos de hoja de tabaco que llevaba en la petaca, yo y Negrito, el perro guardián de la casa, rodeábamos la liebre muerta exaltados a más no poder en el momento en que mi madre entró gritando, ya se está llevando de aquí este conejo muerto, a quién se le ocurre comprar esto, el abuelo apenas murmuró unas palabras y mi madre enfiló hacia él, si quiere comer conejo vaya a que se lo despellejen los conejeros de la calle, a partir de entonces tuve la sensación de que el abuelo era viejo de verdad, cuando mi madre no estaba me hablaba de lo bueno que era el acero alemán, si tuviese una escopeta hecha con un tubo de acero alemán cazaría a buen seguro animales de verdad y no sólo conejos.
El abuelo decía que antes había lobos en los cerros de las cercanías de la ciudad, hambrientos después de aguantar todo el invierno iban a los pueblos cuando la hierba empezaba a brotar a principios de primavera y se llevaban los cerdos o devoraban las vacas, en una ocasión habían llegado a devorar a la hijita de un pastor, se comieron al bebé y de ella sólo quedaron las dos coletitas, si entonces hubiese tenido una escopeta alemana las cosas no habrían ocurrido así, pero ni siquiera le habían dejado la escopeta tosca que alguien le había hecho con un tubo de acero, cuando la quema de libros durante la revolución dijeron que era un arma mortífera y la confiscaron, sentado en una banqueta él los vio actuar sin poder hacer nada, sin decir una palabra, cada vez que me acuerdo siento mucha lástima del abuelo, yo quería de verdad comprarle una auténtica escopeta de caza alemana pero no hay por ninguna parte, sólo una vez vi una de dos cañones en una tienda de artículos de deportes pero me dijeron que era una muestra y que sólo me la vendían si llevaba una carta de recomendación de la comisión provincial de cultura física y deportes y un certificado de la policía, de modo que al final me he visto abocado a comprarle tan sólo una caña de pescar aun sabiendo que con esta caña importada de fibra de vidrio de diez tramos tampoco podrá pescar nada, pues ya hace muchos años que nuestra ciudad se ha convertido en un arenal.
Había un lago no lejos de casa, vivíamos, recuerdo, en la calle Sur del Lago. En mis tiempos de primaria pasaba todos los días una y otra vez por su orilla pero cuando acabé la primaria y empecé la secundaria no sé por qué, el lago se convirtió en un estanque de agua pútrida en que sólo había mosquitos y ningún pez, una balsa de aguas pestilentes que fue definitivamente terraplenada y cegada durante no sé qué movimiento a favor de la higiene.
También me acuerdo, por supuesto, que en la región había un río, mi impresión ahora es que se hallaba muy lejos de la ciudad, en un paraje desolado, me acuerdo que en toda mi infancia habré ido una o dos veces, pero cuando el abuelo vino me dijo que habían construido una presa en la parte alta y que el río se había secado, yo a pesar de todo quería comprarle una caña de pescar al abuelo, no sé bien por qué ni quiero saberlo, era un deseo, como si la caña fuese mi abuelo o mi abuelo fuese la caña.

(Sigue)