Blogs que sigo

miércoles, 30 de mayo de 2018

dÉpoca Jane Austen






El hombre que amaba al prójimo

Aquella tarde, mientras pasaba ligero por Deans Yard, Prickett Ellis se cruzó con Richard Dalloway, o mejor dicho, en el momento de cruzarse, la disimulada mirada que cada uno de ellos lanzó al otro, bajo el ala del sombrero, por encima del hombro, se ensanchó y estalló en una expresión de recíproco reconocimiento; no se habían visto en veinte años. Habían ido a la misma escuela. ¿Y a qué se dedicaba ahora Ellis? ¿Abogacía? Sí, claro, claro…, había leído todo lo referente al caso en los periódicos. Pero allí no se podía hablar realmente. ¿Por qué no iba a su casa aquella noche? (Vivían donde siempre, ahí, al doblar la esquina.) Habría un par de invitados más. Quizá fuera Joynson. «Bueno, no sabes cuánto me ha alegrado verte», dijo Richard.
«Estupendo. Hasta esta noche pues», dijo Richard, y siguió su camino «muy contento» (lo cual era verdad) de haber visto a aquel tipo raro que no había cambiado ni tanto así desde los tiempos en que iban a la escuela —era el mismo muchacho desaliñado y menudo, rebosando prejuicios hasta por las orejas, pero insólitamente brillante, ganó el Newcastle. Pues sí… y siguió su camino.
Sin embargo Prickett Ellis, en el momento en que mirando hacia atrás contemplaba como Dalloway se alejaba, deseó no haberse encontrado con él, o, al menos, ya que siempre había sentido personal simpatía hacia él, no haberle prometido asistir a la velada. Dalloway estaba casado, daba fiestas, y no era, ni mucho menos, un hombre de la clase de Ellis. Esta noche Ellis tendría que vestirse de etiqueta. Sin embargo, al acercarse la noche, Ellis pensó que, por haberse comprometido, y no sintiendo deseo alguno de cometer una grosería, estaba obligado a ir.
¡Pero qué diversión tan horrenda! Allí estaba Joynson. Ellis y Joynson nada tenían que decirse. Joynson había sido un muchachito cargado de pretensiones, y ahora, al paso del tiempo, todavía se daba más importancia a sí mismo… y esto era todo. En la sala no había nadie más a quien Ellis conociera. Nadie. Por lo tanto, y como sea que no podía irse inmediatamente, sin hablar un poco con Dalloway, quien parecía totalmente ocupado en el cumplimiento de sus deberes de anfitrión, yendo de un lado para otro, con su chaleco blanco, Prickett Ellis tuvo que quedarse. Era una de esas situaciones que le hacían hervir la sangre. ¡Pensar que hombres y mujeres mayores y responsables hicieran esto todas las noches de su vida…! Se le profundizaron las arrugas en sus mejillas afeitadas, rojas y azules, mientras, en total silencio, apoyaba la espalda en la pared; Prickett Ellis trabajaba como un negro, pero se mantenía en forma gracias a que hacía ejercicio; y tenía aspecto duro y altivo, hasta el punto de que su bigote causaba la impresión de estar cubierto de escarcha. Era un hombre erizado, áspero. Su modesto traje de etiqueta le daba aspecto desaliñado, insignificante, anguloso.
Ociosos, parlanchines, excesivamente bien vestidos, aquellos elegantes caballeros y damas, sin una sola idea en la cabeza, seguían charlando y riendo. Y Prickett Ellis los observaba y los comparaba con los Brunner, quienes, cuando ganaron el caso contra la Destilería Fenners y recibieron doscientas libras esterlinas de indemnización (no era ni la mitad de lo que les correspondía), se gastaron cinco de ellas en un reloj para él. Fue un noble gesto; fue una de esas cosas que le conmueven a uno, y Prickett Ellis miró más severamente que en cualquier momento anterior a aquella gente excesivamente bien vestida, cínica y próspera, y comparó lo que en estos momentos sentía con lo que había sentido a las once de la mañana cuando el señor y la señora Brunner, viejos los dos, vestidos con sus mejores ropas, ancianos de aspecto tremendamente respetable y limpio, le habían visitado para entregarle aquella pequeña muestra, como dijo el viejo señor Brunner, muy erguido en el momento de soltar su discursito, de gratitud y de respeto, por la gran competencia con que usted defendió nuestro caso, y la señora Brunner con voz débil dijo que, a su juicio, habían ganado el caso gracias a él. Y los dos estaban profundamente agradecidos por su generosidad, porque, desde luego, Prickett Ellis no cobró.
Y, cuando cogió el reloj y lo puso sobre la repisa del hogar, Prickett Ellis deseó que nadie viera su cara. Para esto trabajaba, ésta era su recompensa; y contempló a la gente que ahora tenía realmente ante su vista como si danzaran sobre aquella escena en su despacho y la escena constituyera una acusación para ellos, y cuando se esfumó —los Brunner se esfumaron—, como un resto de la escena quedó él, Prickett Ellis, enfrentándose con aquella hostil muchedumbre, como un hombre totalmente vulgar, sin el menor refinamiento, un hombre del pueblo (ahora se irguió), muy mal vestido, de furiosa mirada, sin el más leve aire de distinción, un hombre normal, un ordinario ser humano, que se enfrentaba con el mal, con la corrupción, con la despiadada naturaleza de la sociedad. Pero no podía seguir mirando. Ahora se puso las gafas y contempló los cuadros. Leyó los títulos de una hilera de libros; casi todos eran de poesía. Mucho le hubiera gustado volver a leer algunas de sus viejas obras favoritas —Shakespeare, Dickens—, le gustaría tener tiempo para entrar en la National Gallery, pero no podía — no — realmente no podía. Uno, de verdad, no podía; no, tal como estaba el mundo. No, cuando durante todo el día venía gente a pedirle ayuda a uno, cuando clamaban en petición de ayuda. La presente época no era época de lujos. Y miró los sillones, y los cortapapeles y los libros bien encuadernados, y sacudió la cabeza, consciente de que jamás tendría el tiempo suficiente, y jamás tendría, pensó con satisfacción, el valor suficiente para permitirse semejantes lujos. La gente que allí había quedaría escandalizada si supiera el precio del tabaco que consumía; tuvo que pedir prestado el traje que llevaba. Su único capricho era el barquito que tenía en Norfolk Broads. Esto sí, esto se lo permitía. Le gustaba, una vez al año, alejarse de todo y de todos, y yacer tumbado de espaldas en el campo. Pensó en lo mucho que se sorprendería —aquella gente elegante— si supiera el gran placer que le proporcionaba aquello que él llamaba, en términos anticuados, el amor a la naturaleza; árboles y campos que había conocido desde chico.
Estas elegantes personas quedarían sorprendidas y escandalizadas. En realidad, allí en pie, iba convirtiéndose en un ser más y más sorprendente, más y más chocante. Y se trataba de una sensación muy desagradable. No sentía aquello —que amaba a la humanidad, que gastaba sólo cinco peniques en ma onza de tabaco y que amaba a la naturaleza— de un manera tranquila y natural. Cada uno de estos placeres se había convertido en una protesta. Tenía la impresión de que aquella gente a la que despreciaba le obligaba a levantarse, a hablar y a justificarse. «Soy un hombre corriente», no dejaba de decir. Y lo que dijo a continuación le dio verdadera vergüenza decirlo, pero lo dijo. «En un solo día hago más en beneficio de mis semejantes que vosotros en toda vuestra vida.» Realmente, no podía ponerse freno; no hacía más que recordar escenas y escenas, como aquella en la que los Brunner le regalaron el reloj —y no hacía más que recordar las bellas frases que la gente había dicho sobre su humanidad, su generosidad, sobre lo mucho que la había ayudado. Se veía en el papel de sabio y tolerante servidor de la humanidad. Y sentía deseos de repetir esas frases en voz alta. Era desagradable que la conciencia de su bondad hirviera en su fuero interno. Era todavía más desagradable que a nadie pudiera decir lo que la gente había dicho de él. Gracias a Dios, repetía una y otra vez, mañana volveré a emprender mi trabajo; pero, a pesar de esto, ya no podía quedar satisfecho con el mero hecho de coger la puerta e irse a casa. Tenía que quedarse, tenía que quedarse hasta haberse justificado. Pero, ¿cómo iba a justificarse? En aquella estancia rebosante de gente, no conocía a nadie con quien pudiera hablar.
Por fin se acercó Richard Dalloway.
«Te presento a la señorita O’Keefe», dijo Richard Dalloway. La señorita O’Keefe miró rectamente a los ojos a Prickett Ellis. Era una mujer un tanto arrogante, de modales bruscos, y de unos treinta y tantos años de edad.
La señorita O’Keefe quería un helado o una bebida. Y la razón por la que pidió a Prickett Ellis que le buscara un helado, de una manera que, a juicio de éste, era altanera e injustificable, radicaba en que la señorita O’Keefe había visto a una mujer y a dos niños, muy pobres, muy fatigados, mirando, pegados a la verja de una plaza, en aquella ardiente tarde. ¿Se les puede dejar entrar?, se preguntó la señorita O’Keefe, mientras su compasión se alzaba como una ola, mientras hervía de indignación. No, dijo reprendiéndose a sí misma, en el instante siguiente, rudamente, como si se tirase de las orejas. Ni siquiera todas las fuerzas del mundo entero pueden. En consecuencia, la señorita O’Keefe cogió la pelota de tenis y la devolvió. Ni siquiera todas las fuerzas del mundo entero pueden, se dijo furiosa, y ésta era la razón por la que tan imperiosamente dijo a aquel desconocido: «Tráigame un helado.»
Mucho antes de que la señorita O’Keefe se hubiera comido el helado, Prickett Ellis, en pie a su lado y sin tomar nada, le dijo que no había ido a una fiesta en quince años, le dijo que el traje de etiqueta que llevaba se lo había prestado su cuñado, le dijo que no le gustaban las reuniones de aquella clase, y Prickett Ellis hubiera quedado muy tranquilizado si hubiera seguido adelante, diciendo a la señorita O’Keefe que él era un hombre corriente que tenía simpatía a la gente corriente, y luego le hubiera contado (y después se hubiese avergonzado de ello) el asunto de los Brunner y del reloj, pero la señorita O’Keefe dijo: «¿Ha visto usted La Tempestad?» Y después (ya que Prickett Ellis no había visto La Tempestad), ¿había leído tal libro? Que no otra vez, y luego, dejando el helado, ¿nunca leía poesía?
Y Prickett Ellis, sintiendo que en su interior se alzaba algo capaz de decapitar a aquella mujer, de transformarla en una víctima, de destrozarla sangrientamente, la obligó a sentarse allí, abajo, donde no serían interrumpidos, en dos sillas, en el jardín desierto, ya que todos estaban en la casa, y allí sólo se podía oír el zumbido y el murmullo, el parloteo y los tintineos, como el acompañamiento de una fantasmal orquesta a uno o dos gatos deslizándose sobre el césped, y el movimiento de las hojas y los frutos amarillos y rojos, como farolillos chinos, balanceándose de aquí para allá, allí donde la conversación parecía una frenética música de baile para esqueletos, opuesta a algo muy real y rebosante de sufrimientos.
«Qué hermoso», dijo la señorita O’Keefe.
Sí, era hermosa aquella porción de terreno cubierta de césped, con las torres de Westminster agrupadas a su alrededor, negras, alzándose en el aire, después de haber estado en el salón; había silencio, después de tanto ruido. A fin de cuentas, tenían esto, la mujer fatigada y los niños.
Prickett Ellis encendió la pipa. Esto sorprendería desagradablemente a la señorita O’Keefe; la había llenado con tabaco apestoso, cinco peniques y medio la onza. Pensó en lo bien que estaría tumbado en su yatecillo, fumando, y se vio a sí mismo, solo, por la noche, fumando bajo las estrellas. Sí, ya que en todo instante, aquella noche, no había hecho más que pensar en el aspecto que él presentaría, si aquella gente le viera. Mientras encendía una cerilla rascándola contra la suela del zapato, dijo a la señorita O’Keefe que, a su juicio, allí nada había que destacara por su hermosura.
«Quizá», dijo la señorita O’Keefe, «a usted no le gusta la belleza.» (Prickett Ellis le había dicho que no había visto La Tempestad, que no había leído un libro, y tenía un aspecto desaliñado, todo él bigotes, barbilla y cadena de plata para el reloj.) La señorita O’Keefe pensó que, para gozar de aquello, no era preciso pagar siquiera un penique; los museos son gratuitos, igual que la National Gallery; y el campo. Desde luego, la señorita O’Keefe sabía las objeciones —la colada, la cocina, los hijos—, pero la verdad radical, lo que todos temían decir, consistía en que la felicidad es baratísima. Se adquiere por nada. La belleza.
Entonces Prickett Ellis le dio su merecido, a aquella pálida, brusca y arrogante mujer. Soltando una bocanada de humo apestoso, le dijo lo que había hecho en aquel día. En pie a las seis; entrevistas; olisquear una tubería reventada en un sucio barrio de miseria; y después al juzgado.
Aquí Prickett Ellis dudó, ya que deseaba contarle un poco sus hazañas. Como sea que se privó de ello, las palabras de Prickett Ellis adquirieron más causticidad. Dijo que le daba vómito oír a mujeres bien alimentadas y bien vestidas (en cuyo momento la señorita O’Keefe frunció los labios, por cuanto era flaca y su vestido dejaba que desear) hablar de belleza.
«¡La belleza!», dijo Prickett Ellis. Mucho temía que él no comprendía la belleza, separada del ser humano.
Los dos miraron fijamente el desierto jardín, en el que las luces se balanceaban, y un gato dubitativo, en medio, levantaba una pata.
¿La belleza separada del ser humano? ¿Qué quería decir con ello?, preguntó bruscamente la señorita O’Keefe.
Pues bien, quería decir lo siguiente: excitándose más y más, Prickett Ellis le contó el asunto de los Brunner y del reloj, sin ocultar el orgullo que le producía. Esto era bello, dijo.
La señorita O’Keefe no tenía palabras con que expresar el horror que la historia provocó en ella. En primer lugar, la vanidad de Prickett Ellis; en segundo lugar, la manera indecente con que hablaba de los humanos sentimientos; era una blasfemia; nadie en el mundo tenía derecho a contar una historia a fin de demostrar que amaba al prójimo. Sin embargo, mientras Prickett Ellis habló —del viejo en pie y erguido, pronunciando su discursito—, las lágrimas acudieron a los ojos de la señorita O’Keefe; ¡ah, si alguien le hubiera dicho aquello a ella!, pero, a pesar de todo, la señorita O’Keefe pensó que era precisamente esto lo que condenaba irremediablemente a la humanidad; la gente nunca llegaría más allá, siempre se limitaría a contar conmovedoras escenas con relojes; siempre habría Brunners soltando discursos a Pricketts Ellis, y los Pricketts Ellis estarían siempre diciendo lo mucho que amaban al prójimo; siempre serían perezosos, transigentes, y temerosos de la belleza. De ahí nacían las revoluciones; de la pereza y el temor y este amor a las escenas conmovedoras. Sin embargo, los Brunner producían placer a aquel hombre; y ella estaba condenada a sufrir siempre, siempre, por culpa de las pobres mujeres que no pueden entrar en plazas. En consecuencia, guardaron silencio, sentados. Los dos eran muy desdichados. Sí, ya que, lo que había dicho, en nada había aliviado a Prickett Ellis; en vez de arrancar la espina de la señorita O’Keefe no había hecho otra cosa que hundirla más; la felicidad que Prickett Ellis había experimentado aquella mañana había quedado hecha trizas. La señorita O’Keefe había quedado confusa y enojada; como agua embarrada y no como agua clara.
«Mucho me temo que soy uno de estos seres tan normales y corrientes», dijo Prickett Ellis poniéndose en pie, «que aman al prójimo.»
En cuyo momento, la señorita O’Keefe casi gritó: «Yo también.»
Odiándose recíprocamente, odiando a toda aquella gente que llenaba la casa, y que les había proporcionado aquella velada de desilusión y de dolor, aquella pareja de amantes del prójimo se separó, sin decir palabra, para siempre.

Virginia Woolf

lunes, 28 de mayo de 2018

Denkmal für die ermordeten Juden Europas, Berlin

Denkmal für die ermordeten Juden Europas, Berlin





Fusilamiento

Van a fusilar
a un hombre que tiene los brazos atados.
Hay cuatro soldados
para disparar.
Son cuatro soldados,
callados,
que están amarrados,
lo mismo que el hombre amarrado que van
a matar.

-¿Puedes escapar?
-¡No puedo correr!
-¡Ya van a tirar!
-¡Qué vamos a hacer!
-Quizá los rifles no estén cargados...
-¡Seis balas tienen de fiero plomo!
-¡Quizá no tiren esos soldados!
-¡Eres un tonto de tomo y lomo!

Tiraron.
(¿Cómo fue que pudieron tirar?)
Mataron.
(¿Cómo fue que pudieron matar?)
Eran cuatro soldados
callados,
y les hizo una seña, bajando su sable,
un señor oficial;
eran cuatro soldados
atados,
lo mismo que el hombre que fueron
los cuatro a matar.

Nicolás Guillén

sábado, 26 de mayo de 2018

Museo Thyssen - Andrew Wyeth


El manual de Himeneo

Yo, Sanderson Pratt, que dejo asentado aquí mi testimonio, opino que el sistema educativo de los Estados Unidos debiera estar a cargo de la oficina meteorológica. Me considero en condiciones de ofrecer excelentes razones para demostrarlo, y usted no podría aclararme por qué no sería preferible que nuestros profesores universitarios fueran transferidos al departamento meteorológico. Son expertos en leer y con suma facilidad podrían hojear los diarios de la mañana y telegrafiar a la oficina central informando el pro nóstico del tiempo. Pero éste es el otro aspecto de la proposición. Ahora paso a contarle de qué manera el tiempo nos proporcionó a Idaho Green y a mí una educación distinguida.
Nos hallábamos en los Montes Raíces Amargas, más allá de la frontera de Montana, buscando oro. En Wa lla Walla un individuo que usaba perilla y acarreaba un buen surtido de esperanzas como exceso de equipaje nos había abarrotado de provisiones, y allí estábamos cavando al pie de las montañas con bastante alimento a mano como para mantener a un ejército durante una conferencia de paz.
Un día, procedente de Carlos más allá de las montañas, llegó un cartero a caballo; hizo un alto para despachar tres latas de hortalizas y nos dejó un periódico de fecha moderna. Ese diario incluía un sistema de premoniciones meteorológicas, y el respectivo tirador de cartas, como última baraja de su mazo, anunciaba para los Montes Raíces Amargas:
“Caluroso y bueno, con leves brisas del oeste”.
Esa noche empezó a nevar con fuertes vientos del este. Idaho y yo trasladamos nuestro campamento ladera arriba a una vieja cabaña desocupada, convencidos de que eso no era nada más que una pasajera tormenta de noviembre. Pero cuando la nieve llegó a tener el espesor de un metro en terreno llano, el asunto comenzó a ponerse serio y comprendimos que estábamos bloqueados. Habíamos hecho una abundante provisión de leña antes de que la capa de nieve creciera y teníamos material ingerible suficiente para dos meses, de modo que dejamos a los elementos en paz para que devastaran y derribaran cuanto creyeran conveniente. Si usted desea fomentar el arte del homicidio no tiene más que encerrar un mes a un par de hombres en una cabaña de unos cinco metros por seis. La naturaleza humana es incapaz de soportarlo.
Cuando empezaron a caer los primeros copos de nieve, cada uno de nosotros, Idaho Green y yo, festejábamos con grandes carcajadas los chistes del otro, encomiábamos la sustancia que extraíamos de una cacerolita y la llamábamos pomposamente alimento. Al cabo de tres semanas, Idaho pronunció una especie de sentencia contra mí. Dijo:
—Para hablar con la exactitud que corresponde, nunca escuché el ruido que hace la leche agria al gotear desde un globo aerostático sobre el fondo de un recipiente de hojalata, pero se me ocurre que eso sería música de las esferas comparado con la estrangulada corriente de asfixiado pensamiento que emana de los órganos parlantes de usted. Los semimasticados sonidos que emite todos los días me traen a la memoria el recuerdo de una vaca rumiando, sólo que ella es lo bastante señora como para guardarse los ruidos para sí misma, en tanto que usted no procede del mismo modo.
—Señor Green —respondí—, como en algún tiempo fue amigo mío, vacilo un poco antes de confesarle que si yo estuviera en condiciones de elegir como compañía entre usted y un vulgar cachorrito amarillo de tres patas, en este mismo momento uno de los habitantes de esta cabaña estaría meneando la cola.
Las cosas siguieron así dos o tres días y después de jamos de dirigirnos la palabra. Repartimos los utensilios de cocina, e Idaho se hacía su comida en un costado del hogar y yo la mía en el otro. La nieve ya había llegado hasta las ventanas y teníamos que mantener el fuego encendido todo el día.
Como usted comprende, Idaho y yo jamás habíamos recibido educación alguna, exceptuando aprender a leer y a sumar “si Juan tiene tres manzanas y Jaime cinco” en una pizarra. Nunca sentimos ninguna necesidad especial de obtener un título universitario, pero, sin embargo, a fuerza de andar dando vueltas por el mundo, ambos habíamos adquirido una especie de inteligencia intrínseca que nos era útil en caso de apuro. Pero al hallarnos bloqueados por la nieve en esa cabaña en los Montes Raíces Amargas, intuimos por primera vez que sí hubiésemos estudiado Hornero o griego y quebrados y las más nobles esferas del conocimiento, podríamos haber dispuesto de ciertos recursos en el ramo de la meditación y la reflexión. He conocido tipos universitarios del Este que trabajaban en campamentos a lo largo de todo el Oeste, pero jamás dejé de comprobar que, para ellos, la educación era un inconveniente menor de lo que usted puede suponer. Por ejemplo, una vez junto al Río de la Culebra, cuando su caballo de silla enfermó de parásitos, Andrew Me Williams mandó un carretón a diez kilómetros de distancia en busca de uno de esos forasteros que aseguraba ser botánico. Pero aquel caballo murió.
Una mañana Idaho estaba tanteando con ayuda de un palo la parte superior de una pequeña repisa demasiado alta para alcanzarla con la mano. Dos libros cayeron al suelo. Me adelanté de inmediato; me de tuvo la mirada de Idaho. Habló por primera vez en una semana.
—No te quemes los dedos —anunció—. Pese al hecho de que sólo eres apto para servir como compañía a una tortuga de pantano en período de hibernación, te daré un trato equitativo. Y esto es más de lo que tus padres hicieron por ti cuando te soltaron en el mundo con la sociabilidad de una víbora de cascabel y los modales de un nabo helado. Jugaremos una partida de naipes; el ganador elegirá el libro que prefiera y el perdedor se quedará con el otro.
Jugamos. Idaho ganó. Eligió su libro y yo recogí el mío. Acto seguido cada uno se recluyó en su rincón de la cabaña y dio comienzo a la lectura.
Al ver una pepita de oro de diez onzas jamás me sentí tan alegre como en el momento en que entré en posesión de ese libro. E Idaho miraba el suyo como un chico contempla un paquete de caramelos.
El mío era un libro pequeño de unos quince por veinte centímetros titulado Manual de Herkimer sobre Información Indispensable. Aún lo conservo, y puedo desafiarlo a usted o a cualquier otro hombre cincuenta veces en cinco minutos con la información contenida en él. ¡Y después que me hablen de la sabiduría de Salomón o del material noticioso que ofrece el Tribune de Nueva York! Herkimer los supera ampliamente a los dos. Este hombre debe haber invertido cincuenta años y recorrido un millón de kilómetros para reunir todos esos datos. Allí figuraba la población de cuan tas ciudades uno pudiera imaginar, la manera de establecer la edad de una muchacha y cuántos dientes tiene un camello. Informaba cuál es el túnel más largo del mundo, la cantidad de estrellas, cuánto tarda en brotar la varicela, cuánto debe medir el cuello de una dama, qué poderes de veto tienen los gobernadores, las fechas en que fueron construidos los acueductos romanos, cuántas libras de arroz podrían comprarse por día sin estar acompañadas por tres cervezas, el promedio anual de temperatura en la población de Augusta (Maine), la cantidad de semillas necesaria para sembrar en sur cos un acre con zanahorias, antídotos para venenos, la cantidad de cabellos que crece en la cabeza de una dama rubia, cómo conservar los huevos, la altura de todas las montañas del mundo y las fechas de todas las guerras y todas las batallas, y cómo revivir a los ahogados y la insolación, y la cantidad de tachuelas que entran en medio kilogramo y cómo fabricar dinamita, cultivar flores y preparar canteros, y qué hacer antes de que llegue el médico… v cientos y cientos de otros datos. Si había algo que Herkimer no supiera, no me di cuenta de que faltara en el libro.
Me instalé y leí ese manual horas y horas sin parar. Todas las maravillas de la educación estaban compila das en él. Me olvidé de la nieve v de que el bueno de Idaho y yo no nos dirigíamos la palabra. El estaba sentado, silencioso, en un banquito, leyendo y leyendo con una extraña expresión, en parte .apacible, en parte misteriosa, que relucía a través de sus patillas color roble obscuro.
—Idaho —pregunté—, ¿qué clase de libro es el tuyo?
Sin duda él también se había olvidado, porque con testó en tono afable sin ningún indicio de desdén o malevolencia.
—Bueno —respondió—. Al parecer éste es un volumen escrito por Hornero K. M.
—Hornero K. M., ¿qué? —inquirí.
—Bien, exactamente Hornero K. M. —dijo.
—Eres un mentiroso —respondí, un tanto encolerizado al suponer que intentaba burlarse de mí—. Nadie anda por allí firmando libros con sus iniciales. Si se trata de Hornero K. M. Spoonpandyke o de Hornero K. M. McSweeneey o de Hornero K. M. Jones, ¿por qué no lo dices con valentía en lugar de morder el extremo del nombre como una cabra que mordisquea el faldón de una camisa colgada en la cuerda para que se seque?
—Te informo las cosas tal como son, Sandy —respondió Idaho sosegadamente—. Este es un libro de poesía escrito por Hornero K. M. Al principio me pareció sin ton ni son, pero después comprobé que tiene gran atractivo, si te tomas la molestia de descubrirlo. No me desprendería de él ni aunque me ofrecieran un par de mantas rojas.
—Me parece muy bien —repliqué—. Lo que yo necesito es un conjunto de hechos objetivos que la mente pueda elaborar y, según creo, esto es lo que me ofrece el libro que me tocó en suerte.
—Lo que conseguiste —contestó Idaho— es estadísticas, el peldaño más ínfimo de información que existe. Envenenarán tu mente. Para mí no hay nada superior al sistema de sobreentendidos del querido Hornero K. M. Al parecer es algo así como un traficante en vinos, Su brindis habitual es “nada, nada, nada” y se diría que tiene mal carácter, pero lo mantiene tan bien lubricado con bebidas alcohólicas que sus puntapiés más agresivos suenan como una invitación a tomar un trago. Pero esto es poesía —prosiguió Idaho— y miro con desprecio ese mamarracho tuyo que trata de inculcar sensatez con ayuda de centímetros y metros. Cuando llega el momento de explicar el instinto de la filosofía mediante el arte de la naturaleza, el bueno de Hornero K. M. derrota a tu hombre y sus perforaciones, hileras, parágrafos, medidas del pecho y promedio anual de precipitación pluvial.
Así era como Idaho y yo encarábamos el asunto. Día y noche nuestra única diversión consistía en estudiar nuestros respectivos textos. Sin duda alguna, esa tormenta nos proporcionó un espléndido bagaje de cono cimientos. Cuando se derritió la nieve, si usted súbitamente me hubiese encarado para preguntarme de sopetón, “Sanderson Pratt, ¿cuánto costaría por metro cuadrado cubrir un techo con chapas de zinc de veinte por veinte centímetros al precio de nueve dólares con cincuenta el cajón?”, le hubiese respondido con la misma velocidad a que se desplaza la luz a lo largo del mango de una pala a un promedio de trescientos mil kilómetros por segundo. ¿Cuántos están en condiciones de hacerlo? Despierte en medio de la noche a cualquier individuo que conozca y pídale que responda en el acto cuántos huesos tiene el esqueleto humano, sin contar los dientes, o qué porcentaje de votos se necesita para que la Legislatura de Nebraska anule un veto. ¿Cuál será la respuesta del susodicho individuo? Haga la prueba y verifíquelo.
Ignoro qué beneficios extrajo Idaho de su poesía. Ala baba al vendedor de vino cada vez que abría la boca, pero yo no estaba nada convencido.
A través de lo que se desprendía del libreto, vía Idaho, llegué a la conclusión de que ese tal Hornero K. M. era bastante parecido a un perro que observa la vida como si fuera una lata atada a su cola. Después de haber corrido y corrido hasta quedar medio muerto, el perro se sienta, saca la lengua, mira la lata y dice:
—Bien, como no podemos librarnos del jarro, vamos a llenarlo en la taberna y que todos tomen un trago a mi salud.
Además, parece que este tal Hornero K. M. era persa, y nunca tuve noticias de que Persia produjera nada digno de tenerse en cuenta, con excepción de alfombras turcas y gatos malteses.
Aquella primavera Idaho y yo obtuvimos mena de primera calidad. Teníamos por costumbre vender rápido y seguir viaje. Entregamos la mena a nuestro proveedor de comestibles a cambio de ochocientos dólares por cabeza. Luego nos encaminamos a toda velocidad a esta pequeña urbe, Rosa, ubicada junto al Río Salmón para descansar, ingerir alimentos dignos de un ser humano y hacernos podar los bigotes.
Rosa no era un campamento minero. Se erguía en el valle y se hallaba tan libre de estrépito y pestilencia como cualquiera de las poblaciones rurales de la campiña. Había una línea de tranvías que recorría unos tres kilómetros y mordisqueaba los alrededores. Idaho y yo pasamos una semana yendo y viniendo en uno de los vehículos; por la noche nos dejábamos caer en el hotel Sol del Ocaso. Como en ese momento contábamos con sólidas lecturas y además habíamos viajado mucho, muy pronto alternamos pro re nata con la mejor sociedad de Rosa, y fuimos invitados a las recepciones más elegantes y de mayor jerarquía. Idaho y yo conocimos a la esposa del difunto D. Ormond Sampson, la reina de la sociedad roseña, en un recital de piano seguido por un concurso de comedores de codornices que tuvo lugar en el Salón Municipal a beneficio del cuerpo de bomberos.
La señora Sampson era viuda y poseía la única casa de dos pisos que había en la ciudad; el edificio estaba pintado de amarillo y desde cualquier sitio que se mi rara podía vérselo con tanta claridad como una jirafa navegando sobre un témpano. Además de Idaho y yo mismo, en Rosa había veintidós individuos que estaban intentando reivindicar derechos sobre esa casa amarilla.
Después de que las partituras musicales y los huesos de codorniz fueron barridos del Salón Municipal, se dio comienzo al baile. Veintitrés del tropel se lanzaron a toda carrera a solicitar una pieza a la señora Sampson. Por mi parte, pasé por alto las actividades coreo gráficas y le pedí autorización para acompañarla a su casa. Entonces fue cuando me anoté un punto a mi favor.
Mientras recorríamos el trayecto, me dijo:
—¿No le parece, señor Pratt, que esta noche las estrellas son hermosas y resplandecientes?
—Gracias a la oportunidad que han conseguido, se están esforzando de una manera muy digna de elogio.
Esa grande que ve allí está a una distancia de cien billones de kilómetros. Su luz tarda treinta y seis unos en llegar hasta nosotros. Con un telescopio de dieciocho pies puede observar cuarenta y tres millones de estrellas, incluyendo las de decimotercera magnitud; si una de ellas se extinguiera en este preciso momento usted seguiría viéndola doscientos setenta años.
—¡Caramba! —dijo la señora Sampson—. Nunca tuve noticias de tales cosas. ¡Qué templada está la noche! Advierto que estoy tan transpirada como cual quiera puede estarlo después de haber bailado tanto.
—Eso es fácil de explicar —respondí— cuando uno está enterado de que tiene dos millones de glándulas sudoríparas funcionando al mismo tiempo. Si todos sus conductos respiratorios, cada uno de los cuales mide unos seis milímetros, fueran colocados uno a continuación del otro, cubrirían una distancia de siete kilómetros.
—¡Caramba! —exclamó nuevamente la señora Sampson—. Se diría, señor Pratt, que está describiendo un canal de riego. ¿Cómo adquirió tantos conocimientos e informaciones?
—Gracias a la simple observación —repliqué— Mantengo los ojos bien abiertos cuando recorro el mundo.
—Señor Pratt —aseguró ella—, un hombre instruido siempre despertó mi admiración. Hay tan pocos eruditos entre los individuos necios y de cortos alcances de esta ciudad que resulta un verdadero placer platicar con un caballero culto. Me sentiré encantada si usted me visita cada vez que le sea grato.
Y de ese modo conquisté la benevolencia de la dama que habitaba la casa amarilla. Todos los martes y viernes por la noche iba a visitarla y le hablaba sobre las maravillas del universo tal como han sido descubiertas, tabuladas y recogidas en la naturaleza misma por Herkimer. Idaho y los restantes advenedizos de la ciudad se apropiaban de todos los minutos que podían del resto de la semana.
Nunca se me ocurrió que Idaho estuviera tratando de conquistar a la dama ateniéndose a las pautas de galanteo propuestas por el bueno de Hornero K. M., hasta que una tarde, cuando me encaminaba a ofrecer a la señora Sampson un canastillo de ciruelas silvestres, la encontré mientras ella avanzaba por la senda que conducía a su casa. Sus ojos relampagueaban de cólera y su sombrero se inclinaba peligrosamente sobre un ojo.
—Señor Pratt —prorrumpió—, según creo este tal señor Green es amigo suyo.
—Desde hace nueve años —dije.
—Ponga fin a esa amistad. ¡No es un caballero!
—Bueno, señora —sostuve—, no se olvide de que el señor Green es un simple montañícola ornamentado con todas las escabrosidades y defectos propios de un manirroto y un mentiroso, pero yo nunca, ni siquiera en las oportunidades más trascendentales, tuve el valor de negar que fuese un caballero. Es posible que en lo concerniente a sus camisas y al sentido de la altivez y de los buenos modales Idaho ofenda la mirada, pero he descubierto, señora Sampson, que en su fuero íntimo es impermeable a las manifestaciones más indiscretas del delito y de la obesidad. Después de nueve años pasados en compañía de Idaho, señora Sampson —concluí mi argumento—, me repugnaría acusarlo y me repugnaría comprobar que lo acusan.
—Es sumamente plausible de parte suya, señor Pratt —dijo la señora Sampson—, que se obnubile en defensa de su amigo, pero eso no modifica el hecho de que me ha formulado propuestas tan impertinentes como para vilipendiar el enardecimiento de quien se considera una dama.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé—. ¡El bueno de Idaho procedió así! Antes lo hubiese creído de mí mismo. Con excepción de una sola cosa, nunca me enteré de nada que lo convirtiera en culpable de vituperio: la responsable fue una nevisca. En aquella oportunidad, cuando estábamos bloqueados por la nieve en las montañas, Idaho fue presa de una suerte de poesía espuria y procaz que quizá haya corrompido su comportamiento. —Efectivamente —confirmó la señora Sampson—; desde el momento mismo en que lo conocí me ha estado recitando un montón de poemas irreverentes compuestos por una persona a quien él llama Rubia Yat y que no es mejor de lo que debiera, si se tiene en cuenta la clase de poesía que escribe.
—Entonces Idaho ha conseguido un nuevo libro, porque el que tenía era de un individuo que usaba el nom de plume Hornero K. M.
—Hubiera sido preferible que se aferrara a él —dijo la señora Sampson—, sea quien fuere. En la actualidad ha llegado al colmo. Me envió un ramo de flores acompañado por una esquela. Bien, señor Pratt, usted es capaz de reconocer a una dama cuando la ve y además no ignora qué lugar ocupo en la sociedad de Rosa. ¿Cree por un instante que me internaría en los bosaues en compañía de un hombre con un jarro de vino y una hogaza de pan y que andaría brincando y cantando bajo el follaje con él? En las comidas tomo un poco de clarete, es cierto, pero no tengo por costumbre irme con un jarro de clarete a los matorrales y armar un alboroto infernal de esa índole. Y, por supuesto, el señor Green habría llevado consigo su libro de versos. Así lo dice en la esquela. ¡Que se vaya solo a hacer esas escandalosas francachelas! ¡O que invite a su querida Rubia Yat! Tengo la seguridad de que no protestaría, a menos que fuese para quejarse de que hay demasiado pan. Bien, señor Pratt, ¿qué opina de su caballeresco amigo?
—Bueno —respondí—, es posible que esa invitación de Idaho sea algo así como una poesía y que no se propusiese agraviarla. Acaso pertenece a la clase de composiciones que llaman alegóricas. Ofenden a la ley y al orden, pero pueden exhibirse públicamente en los puestos donde se venden periódicos con el argumento de que significan algo que no está explícito. Me sentiría muy feliz, en consideración a Idaho, si usted pasara por alto este asunto —dije—. Y ahora erradiquemos nuestras mentes de las inferiores regiones de la poesía para ascender a los planos más elevados de los hechos y de la imaginación. En una tarde tan hermosa como ésta, señora Sampson, debemos procurar que nuestros pensamientos se desenvuelvan concomitantemente. Aunque aquí el tiempo está templado, nos es preciso recordar que en la línea ecuatorial la zona de hielos perpetuos se halla a una altura de unos cinco mil metros. Entre las altitudes de 40 y 49 grados, ese nivel debe ubicarse entre mil quinientos y tres mil metros, aproximadamente.
—¡Oh, señor Pratt —exclamó la señora Sampson—, es tan gratificante escucharlo exponer esos hermosos hechos después de haber recibido una conmoción tan grande por culpa de la poesía de esa descarada rubia!
—Sentémonos en este tronco a la vera del camino —invité— y olvidemos la inhumanidad y la desvergüenza de los poetas. La belleza debe buscarse en las gloriosas columnas de hechos establecidos y de medidas legalizadas. En este tronco en el cual estamos sentados, señora Sampson, las estadísticas son más maravillosas que cualquier poema. Sus anillos permiten de terminar que tiene sesenta años de edad. A una profundidad de unos setecientos metros se convertiría en carbón en un lapso de tres mil años. La mina de carbón más profunda del mundo se halla en Killingworth, cerca de Newcastle. Un cajón de un metro treinta de longitud, un metro de ancho y ochenta centímetros de profundidad puede contener una tonelada de carbón. Si se corta una arteria, aplique un torniquete más arriba de la herida. La pierna de un hombre tiene treinta huesos. La Torre de Londres se incendió en 1841.
—Prosiga, señor Pratt —reclamó la señora Sampson—. ¡Sus ideas son tan originales y consuelan tanto! Creo que las estadísticas son exactamente tan encantadoras como deben ser.
Pero hasta dos semanas más tarde no obtuve todo lo que Herkimer me tenía reservado.
Una noche me desperté al escuchar que la gente gritaba “¡Fuego!” desaforadamente. Salté de la cama, me vestí y salí del hotel para disfrutar del espectáculo. Cuando vi que se trataba de la casa de la señora Sampson proferí una especie de aullido y llegué allí en dos minutos.
La planta baja íntegra era presa de las llamas y toda la población masculina, femenina y canina de Rosa es taba en el lugar chillando, ladrando y poniéndose en el camino de los bomberos. Lo vi a Idaho tratando de desprenderse de seis bomberos que lo sujetaban. Le decían que toda la planta baja estaba ardiendo y que nadie podía entrar y luego salir con vida.
—¿Dónde está la señora Sampson? —pregunté.
—No se la ha visto —replicó uno de los bomberos—. Duerme arriba. Tratamos de entrar pero no podemos y nuestra dotación todavía carece de escaleras.
Me acerqué rápidamente a la luz que emanaba del inmenso fuego y extraje el Manual de un bolsillo interior. Emití algo parecido a una risa cuando mis manos entraron en contacto con el volumen; admito que es taba un tanto fuera de mí a causa de la excitación.
—¡Rápido, querido y viejo amigo! —le dije al Manual mientras daba vuelta febrilmente sus páginas—, hasta ahora jamás me has mentido y nunca me dejaste abandonado en un atolladero. ¡Dime qué tengo que hacer, viejo amigo! ¡Dímelo!
Llegué a la sección “Qué hacer en caso de accidentes” en la página 117. Recorrí las líneas con el dedo y encontré lo que necesitaba. ¡El bueno y viejo Herkimer jamás pasaba nada por alto! Estas eran las instrucciones:
Sofocación provocada por inhalar humo o gas. No hay nada mejor que la linaza. Coloque unas pocas semillas en el ángulo externo del ojo.
Guardé el Manual en el bolsillo y atrapé a un muchachito que pasaba corriendo.
—Toma —le dije al tiempo que le entregaba dinero—, ve a toda carrera a la botica y tráeme un dólar de linaza. Apresúrate y cuando estés de regreso habrá otro dólar para ti. ¡La señora Sampson —proclamé a continuación ante la multitud allí congregada— muy pronto estará con nosotros!
Acto seguido me desembaracé de mi saco y de mi sombrero.
Cuatro individuos, entre bomberos y simples ciudadanos, me sujetaron. Sostenían que penetrar en la casa significaba una muerte segura porque los pisos estaban empezando a desmoronarse.
—¿Cómo diablos suponen que puedo colocar linaza en un ojo sin tener ese ojo a mi disposición? —grité, riendo un poco, aunque sin sentirme demasiado seguro.
Clavé cada uno de mis codos en la cara de un bombero, propiné un puntapié en la canilla a uno de los ciudadanos y derribé a otro con un revés. De inmediato me introduje precipitadamente en el edificio. Si me muero primero, le escribiré una carta y le diré si allá abajo se está mucho peor que dentro de esa casa amarilla; pero todavía no lo crea. Yo estaba mucho más cocido que el pollo hervido que se consigue en los restaurantes cuando uno pide que se lo sirvan lo más rápido posible. El fuego y el humo me derribaron dos veces y ya estaba a punto de cubrir de vergüenza a Herkimer cuando los bomberos acudieron en mi ayuda con su chorrito de agua y así conseguí llegar a la habitación de la señora Sampson. Se había desmayado por efectos del humo; la envolví en las ropas de cama y me la coloqué sobre el hombro. Bien, los pisos no estaban en tal mal estado como se decía porque en caso contrario jamás podría haber hecho lo que hice. La transporté hasta una distancia de unos cincuenta metros de la casa y la deposité sobre el pasto. Entonces, por supuesto, todos y cada uno de los otros veintidós que suspiraban por la mano de la dama se apiñaron alrededor munidos de recipientes de hojalata llenos de agua, dispuestos a revivirla. En ese momento llegó a la carrera el muchachito con la linaza.
Quité las mantas que cubrían la cabeza de la señora Sampson. Abrió los ojos y dijo: —¿Es usted, señor Pratt?
—Ssssss —fue mi respuesta—. No hable hasta que le haya aplicado la medicina.
Le rodee el cuello con un brazo y le levanté la cabeza suavemente mientras con la mano que me que daba libre rompía el paquete de linaza. Entonces, me incliné sobre ella y, con tanta destreza como me fue posible, le introduje tres o cuatro semillas de lino en el ángulo externo del ojo.
Para ese entonces llegó al galope el médico del pueblo, dio un resoplido, tomó el pulso a la señora Sampson y quiso saber qué cosa malditamente disparatada estaba haciendo yo.
—Bueno, esto es jalapa y semillas de roble de Jerusalén —le informé—. No poseo título habilitante, pero de todos modos pongo a su disposición la autoridad en la cual me fundamento.
Me alcanzaron el saco y extraje el Manual.
—Mire en la página 117 —aclaré— donde se in forma cuál es el remedio para la sofocación provocada por humo o por gas. Linaza en el ángulo externo del ojo, explica. Ignoro si actúa de modo tal que elimina el humo o si hace entrar en acción el complejo nervioso hipopótamo gástrico, pero Herkimer lo aconseja, y a mí me llamaron primero para atender este caso. Si usted desea que hagamos una consulta, no tengo ninguna objeción.
El viejo médico tomó el libro y lo miró con ayuda de sus anteojos y de la linterna de un bombero.
—Bien, señor Pratt —afirmó—, evidentemente usted se equivocó de párrafo el hacer su diagnóstico. La receta para la sofocación es ésta: “Sacar al paciente al aire libre lo más pronto posible y colocarlo en una posición reclinada”. La linaza es el remedio aconsejado para “Polvo y cenizas en el ojo” y está en el párrafo de arriba. Pero, después de todo…
—Escuchen —interrumpió la señora Sampson—, creo que tengo algo que decir en esta consulta. Esa linaza me mejoró mucho más que cualquier otra medicina que haya usado jamás.
Levantó la cabeza, volvió a apoyarla en mi brazo y dijo:
—Ponme un poco en el otro ojo, querido Sandy.
Por lo tanto, si mañana o cualquier otro día usted hace un alto en Rosa, verá una casa amarilla nueva y hermosa y a la señora Pratt —anteriormente conocida como señora Sampson— embelleciéndola y ornamentándola. Y si usted penetra en esta morada, advertirá sobre la mesa recubierta de mármol que se halla en el centro de la sala el Manual de Herkimer sobre Información Indispensable, recién encuadernado en tafilete rojo y listo para ser consultado sobre cualquier asunto concerniente a la felicidad y a la sabiduría humanas.

O. Henry

jueves, 24 de mayo de 2018

Almacén de Fábulas



La edad de un chino     

Lu Dse Yan enamoraba a la hija de un funcionario de estado; pero la muchacha tenía quince años menos que él. Lu Dse Yan no era viejo precisamente: contaba 30 años, y era un joven erudito autor de un tratado sobre cómo evitar las inundaciones en los campos.
—Lo que pretendes es imposible —le dijo un día Lin Po, la hija del funcionario—; yo tengo 15 años y tú, 30. Demasiadas primaveras nos separan.
—Realmente no es mucha la diferencia —contestó Lu Dse Yan—; cuando tú tengas veinticinco años, yo tendré cuarenta, y la gente no podrá menos que alabar la buena pareja que formaremos.
—Cuando tú tengas 45 —respondió la muchacha—, yo tendré apenas 30, y la gente no podrá menos que decir: "Mirad qué pareja: ella joven, el viejo."
—Cuando tú tengas 45 —afirmó el joven erudito—, yo 60, y para entonces no habrá quién sospeche de la diferencia entre nuestras edades.
—Cuando tengas tú 65 —dijo de nuevo ella—, yo tendré 50, y deberé de ayudarte a caminar.
—Cuando seas tú la que tenga 60, celebraré yo mis tres cuartos de siglo llevándote al Templo de Confucio en Ch'u-fu.
—Si llego yo a esa avanzada edad —contestó ella— tú tendrás ya 90 años y deberé alimentarte como a un niño.
—De cumplir tú los 85, seré yo quien te ilumine con Tao.
—Para entonces —replicó la dama— estarás en los cien años, y pasarás el tiempo tendido al sol, sin ánimos para nada.
—Entonces —terminó Lu Dse Yan— la gente habrá dejado de pensar en la diferencia de edades, y sólo exclamará: "Mirad a ese viejo erudito y a su vieja mujer: ambos se cuidan y se aman como si fueran novios." Y entonces el Nieto del Cielo y la Doncella Tejedora, al juntarse el séptimo día de la séptima luna en la Vía Láctea, harán que podamos quedar como marido y mujer de encarnación en encarnación.

 Alvaro Menén Desleal

martes, 22 de mayo de 2018

Museo de Bellas Artes de Sevilla



Oscurecimiento en Nueva York 

¡Qué vuelo! De Buenos Aires a Nueva York. (El avión lleva en los costados un letrero rojo: «Pan American Airways». El año 1943 también debe de llevar en alguna parte su letrero rojo: «Guerra».)  
Al anochecer el gran pájaro buscaba su nido. Y por la mañana volvía a atravesar los vahos del planeta y se iba, sagrado, por el azul serenísimo.  
A la tercera noche le dijeron:  
-Ya llegamos.  
Eduardo se asomó, respetuoso. La ciudad estaba apagada sobre la tierra negra como un cisco de tenues brasas esparcidas.  
Se preparó para descender. Sentía unos ahogos de emoción, de miedo, de extrañeza, de impaciencia...  
¡Nueva York! Otro mundo. Parecía imposible. ¡Todo había sido tan inesperado, tan repentino, tan casual! Una invitación para asistir a una reunión de escritores de la que nunca había oído hablar. Un cable: «venga». Otro: «voy». En un tris. Y, en seguida, el acto de prestidigitación: uno, dos y tres ¡Nueva York! Sólo que no era la luminosa Nueva York de la fama, sino una lucífuga Nueva York de 1943. «War!» «Black-out!»  
El aeropuerto. El viaje en automóvil. El hotel. Ahora, otro vuelo, esta vez en ascensor. En el piso treinta -curioso: un piso por cada año de edad- su cuarto. Escudriñó desde la ventana. ¡Qué raro, qué raro! La ciudad callada y disuelta en sombras, como maldita, como si nadie morase allí, excepto él, el Extranjero. En el cielo, enhiesto como un inmenso espejo, las estrellas parecían sólo reflejos de otro cielo estrellado, reflejos de un cielo austral, distante, muy distante, del que él, Eduardo, ya se sentía nostálgico. ¡El cielo, un espejo! ¡El cielo, de vidrio! Se rió de su ocurrencia, como un chico; y, como un chico, pensó en que a toda esa fragilidad se la podría romper fácilmente. De una pedrada toda la noche estallaría en añicos, caerían a pedazos los falsos luceros y, detrás, se aparecería el gran ojo reventado.  
En el primer momento Eduardo no sospechó nada. Ni siquiera cuando, al acostarse, recibió una carta.  
Tuvo que descifrar esos trazos largos, agudos, vibrantes como la inscripción de un latido: «¡Por fin has llegado! ¿Quieres que nos veamos mañana en el Empire State Building? A las cinco, en la punta. Cecily».  
¿Cecily? ¿Quién podía ser? ¿Y cómo había sabido que él vivía allí?  
Se durmió. Al día siguiente, a las cinco, Eduardo estaba en la punta del Empire State Building.  
No había nadie. Se puso a esperar, a la Cecily de la carta, en el mirador, de codos a los torreones del paisaje.  
«Estoy en la torre más alta del mundo», se dijo. Y en seguida pensó: «Pero podría ser aún más alta. Estos tallos gigantes que se levantan en la humedad seguirán creciendo. El viento los mecerá dulcemente. Se inclinarán unos sobre otros, se rozarán en las puntas...».  
Alguien lo tomó del hombro y lo apartó del pretil. Era una mujer enternecida que se le estaba arrimando y lo besó. Eduardo la apartó con suavidad, asombrado. No era linda, pero la confianza en sí le relumbraba como el halo de una belleza que llevara invisible.  
Ella volvió a abrazarlo, y a taparle los ojos con su pelo, y a apretársele.  
Quizá (esto se le ocurrió de pronto, y se sobresaltó) quizá estuviera loca... Pero su cara, poco a poco, empezó a recordarle... ¿a recordarle qué, a recordarle a quién?  
No le venía el recuerdo.  
Ella, pegada a su oreja, murmuró: -¡Qué alegría, Duende!  
Entonces, al oír que la llamaba «Duende», la imagen que desde hacía unos segundos le estaba temblando en lo oscuro se levantó en una oleada espesa y casi lo tocó. Pero la oleada, intacta, ya bajaba a su pozo con el secreto dentro... Antes que se sumiera para siempre cerró los ojos, se dio vuelta dejando la mujer a su espalda, se apoyó en el barandal, suspendió hasta su respiración, le negó al cuerpo que se distrajera en sus sensaciones, suprimió todo pensamiento y esperó, esperó que en ese vacío se hinchara nuevamente la ola oscura. Y se hinchó, llegó a los bordes y se derramó sin misterios.   
La reconoció. Allá, en Buenos Aires, hacía... ¿cuánto?... ¿trece años?... Solían conversar y hasta salir juntos. Ella lo llamaba "Duende». Ya no se acordaba por qué... Estaba un poquito enamorada de él... Después la había perdido de vista y no supo de ella nunca más. Supuso que se había casado. O muerto. ¡Y ahora venir a encontrársela en Nueva York! Irreal como un acto de comedia. Los rascacielos podrían servir de bambalinas: eran bambalinas de cartón paradas contra el telón plomizo de la tarde. Alguien había escrito un papel que ambos tenían que representar. Como una vieja actriz, la Cecily de Nueva York hacía recordar a una Cecily más joven, la de Buenos Aires.  
¿Qué hacer? ¿Qué decirle?  
Sin volverse recitó desganada:  
-¡Venir a encontrarnos en Nueva York!  
Y la oyó a sus espaldas:  
-Aquí teníamos que encontrarnos.  
¿«Teníamos»? ¿Por qué «teníamos»? Permaneció todavía por unos segundos en el parapeto, columbrando el río, el parque, las colinas. Y extrañado de no oírla se volvió. ¡Había desaparecido! Recorrió rápidamente los cuatro lados de la torre (¡qué redondo estaba el cielo!) la buscó por los salones de dentro. Fue inútil. «¿Dónde se habrá metido?» Bajó a la ciudad, que ya estaba fosca. Se confundió con la muchedumbre y erró por los cauces del laberinto. Había que mirar al frente, siempre al frente, para evitar el empellón. Lo estrujaban, lo restregaban. Paletadas de máquinas de lavar, con chorros de agua jabonosa para adelante, para atrás, para adelante, para atrás; y él, Eduardo, en medio del vaivén de la espuma -cada cara, una burbuja- como un trapo sucio. Bultos de soldados, de marineros, de aviadores abrazados a muchachas se le venían encima, se abrían a sus costados, se juntaban a su espalda y se escabullían cantando. Qué gente diferente. Enérgicos, de rápidas descargas (negros y rubios: carbones y alambres de cobre de una pila eléctrica). Ni siquiera les entendía la lengua. ¿Qué dijo esa señora al niño-de-la-cara-asustada que llevaba en brazos, después de echar una ojeada sobre él, Eduardo? Acaso: «No te asustes: ese señor que va ahí es un muerto. No existe de verdad». Y Eduardo seguía adelante, murmurando «I'm sorry», «Excuse me», «Pardon me», en un tímido deseo de existir.  
De improviso, en el cruce de Broadway y la calle 42, tuvo la impresión de que ya no estaba solo, de que en el brazo izquierdo llevaba pegado el insistente roce de una persona. Se dio vuelta ¡y vio a Cecily! que lo acompañaba, ¡quién sabe desde cuándo!, con el aire calmoso de haber estado siempre a su lado.  
-¡Hola! -dijo Eduardo, sorprendido como por un pálido relámpago.  
Y ella desapareció como un pálido relámpago. Se detuvo. Trató de mirar por encima de las cabezas... Todo estaba oscuro y aquella gente lo atropellaba, lo arrojaba de un lado a otro. Tuvo que seguir caminando, solo otra vez, solo y preocupado.  
Regresó al hotel. Esa misma noche (serían las doce) sonó el teléfono y al atender reconoció la voz de Cecily, que se movió en el aire, amorosa, ancha, como si avanzara queriendo acariciarlo, y dijo:  
-Te necesito, Duende. Te estoy esperando, sola, ahora mismo.  
Y le dio una dirección: un callejón bohemio en Mac Dougal Street.  
Ningún deseo, ninguna curiosidad. Al contrario: más bien ganas de huirle. Pero tuvo que salir al viento helado, cruzó la ciudad, llegó a Greenwich Village, encontró el callejón y la casa. Un timbrazo. (En alguna habitación estaban estrangulando el gañote de un violín, y chillaba.)  
Se abrió la puerta y al entrar vio a Cecily,  sonriente. El kimono rojo le llameaba bajo una luz fluorescente.  
Se miraron, de pie, uno frente a otro, sin decirse nada. Y al rato ella, siempre sonriente, se desciñó la seda, la dejó resbalar y quedó lisa, blanca.  
Eduardo retrocedió, desagradado por su desnudez. Desnudez sin vida, desnudez artificial; falsa piel pintada sobre las formas de una mujer invisible que estaba debajo, escondida, condenada a no existir. Y los ojos, celestes y tan desleídos como la fluorescencia de aquella luz, también le parecieron ojos mentidos. Si la frotara con una esponja empapada en lavanda la desnudez se borraría en el aire y, en esa habitación ajena, quedarían solos él y el olor a lavanda.  
Cecily levantó mimosamente un hombro y se insinuó, ladeada, hacia él.  
Nada. A Eduardo no se le despertó nada. Ni una sensación de placer, ni el menor alboroto de la sangre, ni siquiera la anticipación de lo que podría hacer con esa mujer. Nada. Todas sus glándulas, en huelga; todas sus cavernas, deshabitadas. Insensible. Como quien se deja olvidado el paraguas en una estación, el se había dejado olvidado el sexo, en alguna parte, allá, bajo la Cruz del Sur. (Él, nada menos que él, Eduardo, resultaba un inerte, sin iniciativa? ¿Él, un frígido? «¿Qué es esto? ¿qué es esto?» Ah, quizá el cuerpo de Cecily no hablaba a su propio cuerpo simplemente porque ninguno de los dos existía. Se sintió sin carne, fláccido, disgregado en opio turbio, espectral como Cecily, tenue como la hebra de un sueño que alguien estuviera soñando. «Dios, Dios mío», sollozó asustado.  
Y se lanzó a la puerta, huyó hacia el callejón, que ahora se le enroscó al cuerpo; y cuerpo y casas y pavimento y madrugada se estremecieron como la nervadura de un único tegumento. «Dios mío, Dios mío», sollozó otra vez. Y se abrazó, ebrio, al poste de la esquina.  
Alzó la cara. Los rascacielos se apartaron y allá, al terminar, dejaron mucho espacio libre entre sus cabezas. En esa abertura de arriba grandes pájaros negros se apretaban unos a otros y lo observaban burlonamente; y por los huecos de sus plumas vio la piel de la noche, fina como un párpado, redonda como la de una mujer dormida. «¿Existo, Dios mío?», balbuceó. ¡Todo estaba tan muerto, tan sin nacer! Y ese frío que lo hacía tiritar, ¿de qué exteriores vendría?  
Aterido, cansado, muriéndose, llegó al hotel y se tumbó sobre la cama. Y oyó como una voz, al punto que se le desfallecían los sentidos:  
-Mañana, al mediodía, en la Estatua de la Libertad. Despertó alarmado, sin saber por qué. «¿A qué tanto sobresalto?, ¿dónde tengo que ir?» Y recordó la voz de Cecily. «¡Al demonio con Cecily!» Se acostó de nuevo. Quiso despreocuparse, quiso dormir, pero sintió que Cecily lo estaba llamando desde lejos. «No iré, no iré.» Se sentó en el borde de la cama, con los pies sobre la alfombra. «Vamos a ver: ¿qué es lo que me ocurre? No quiero ir, pero...»  
No era la fascinación que arranca al sonámbulo de la cama y hace que sus pasos se entretejan por las azoteas con los rayos de la luna. No era la tiesa docilidad del hipnotizado. Ya no existía, eso era todo. Ahora era un pensamiento dentro de una cabeza ajena.  ¿Y la realidad que le resistía? ¿Y esas infinitas puertas giratorias que debía empujar cada vez que pasaba de un minuto a otro? ¡Ah, el demiurgo que lo estaba soñando a él también soñaba la resistencia de esos molinetes! Soñaba la contingencia y la necesidad. Su angustia, su frío, su desvelo, todo estaba soñado. «¿Quién me sueña? ¿Cecily?» Sí, Cecily. Pero no la Cecily de la carta, del Empire State Building, de la llamada telefónica, del callejón en Greenwich Village. No, no. Esa Cecily también estaba soñada: La Cecily que él había visto era un simulacro, un ente vano y falaz. No. Quien lo estaba soñando a él era otra Cecily, real, exterior, poderosa. Había dos Cecily: la quimérica y la verdadera. La verdadera debía de ser aquella que se enamoró de él, en Buenos Aires, trece años atrás; quizá se mudó a los Estados Unidos; un buen día leería en el New York Times la noticia de la reunión de escritores y de su llegada; esa noche se acostó y, al soñar, lo absorbió en su sueño. Él había aterrizado dentro del sueño de Cecily. Y la verdadera Cecily, al soñarse a sí misma, hacía andar, por el fuero de su propio ensueño, una «doble», que era la Cecily que él, también internado en el mismo sueño, había visto. Él y ella, dos invenciones de la misma estofa, mirándose de hito en hito.  
«¿Qué es lo que ocurre? No quiero ir, pero...»  
Cedió al reclamo de ese poder. Se puso de pie y salió hacia el puerto, hacia el océano, donde Cecily lo estaba soñando.  
Descarnado como una idea, como un número, se sintió él mientras la lancha navegaba hacia la Estatua de la Libertad, que ya se veía a lo lejos: erguido bulto en la bruma. Y a medida que se acercaba fue esculpiendo en las colinas del mar las formas de la mujer y de su antorcha hasta que apareció nítida. Porte de diosa, noble semblante, honrados brazos...  
Desembarcó en el islote. Repentino encogimiento: ¡un insecto al pie de una lámpara! Y siempre con los ojos clavados en la testa solemne de la Estatua se acercó a su pedestal. ¡Toda la Estatua era hueca! Entró por un portal. Empezó a subir.  
Escalerillas, escalerillas, escalerillas... Caracola vacía, con colgajos de telarañas. Terminaba una y se aparecía otra. La pesadilla ascendía en espiral, por el envés oxidado. Las ondas en bronce del manto, las gruesas salientes de cada arruga, los remaches, el interior del brazo: ¡qué de escondrijos para los murciélagos! Y siguió trepándose por el fino encaje de hierros, que daba vueltas y vueltas por las entrañas vacías, cada vez más alto, ahora en su torso, después en los hombros y ¡por fin! en la oronda cabeza. Y más alto todavía, a la diadema ceñida a su frente, diadema que, vista desde afuera, era de diamantes pero que, desde adentro, era un ventanaje de vidrios por donde se puso a mirar el triste mediodía, velado como la pupila de un moribundo que ya no ve el sol. No pudo divisar Nueva York, aunque adivinaba su latido: sólo veía el gris del mar y el gris de la neblina.  
Oyó una voz:  
-¡Duende!  
Una voz que retumbó en la campana de aire.  
Bajó unos escalones: desde uno de los pliegues de la armadura se deslizaba Cecily y, como una acróbata, empezó a cruzar travesaños de hierro sobre el abismo.  
-Oye -gritó Eduardo desde la escalera-. Es preciso terminar esto de una vez. Ya basta. ¿Soy acaso un gigoló de fantasmas?  
La cara de Cecily estaba casi transparente, con los ojos desaparecidos. Eduardo temió que ella fuese a desbarrancarse por el precipicio de metal. Suavizó el tono:  
-¿No comprendes que todo esto es absurdo? Eres..., (se calló). Mientras tú y yo estamos encerrados en esta cacerola, Cecily, la verdadera Cecily, la marmota, está tendida en su cuarto, a solas, imaginándose ahora esta escena, imaginándose que ella eres tú, imaginándose que yo he de besarte. Pero no te besaré, no te besaré.  
Dejó al engendro de Cecily allá arriba y escapó. Saltó a la lancha. La lancha viró. La lancha volvía ya a la ciudad.  
Ahora se entreabría la niebla y caían copos de nieve. Se esfumaban en comba las lejanías. Y navegó como una boya dentro de la boya mayor de la nieve, flotante en la esfera del aire.  
Al llegar, Nueva York crecía blanca y blandamente. Caminó sobre la nieve intacta hiriendo la inocencia del suelo y dejándolo todo llagado. Comprendió que esa luz blanca era el amanecer, que se estaba infiltrando de alguna parte por las pestañas de Cecily, la verdadera; y que él, y toda la isla de Nueva York habían empezado a desvanecerse. Cecily, ¡amo odiado!, estaba despertándose, sus párpados empezaban a despegarse.  
Eduardo tendió al cielo sus palmas, su boca en llanto, y se ofreció como un hoyo del camino a la nevada. El ámbito se llenó de nieve espesa. Todo se fundió en puro claror. Él, la nieve... No quedó ni un perfil, ni una sombra gris, en esa violenta lumbrarada final de los ojos recién abiertos.  

Enrique Anderson Imbert

domingo, 20 de mayo de 2018

Universidad de Sevilla




 
Los Reyes Magos de Totenleben 

En el curso del mes de noviembre de 1647, penúltimo de la Guerra de los Treinta Años, el general de las tropas francesas, vizconde de Turenne, decidió inspeccionar personalmente el estado de los puestos avanzados de su ejército en el Palatinado. Las jornadas se sucedían entre agotadoras cabalgadas y en el transcurso de una de ellas un destacamento de vanguardia realizó una extraña captura: se trataba de un hombre y una mujer, jóvenes ambos, pobremente vestidos y con las huellas del hambre en el semblante, que parecían desear atravesar la región a pie. Interrogados, manifestaron estar unidos en matrimonio (la mujer se encontraba embarazada de siete u ocho meses) y en tan precaria situación en virtud de los estragos de la guerra, que habían decidido abandonar la aldea en que vivieran, ahora saqueada e incendiada por las tropas mercenarias; mientras habitaron en ella, el hombre había ejercido de artesano y ambos cohabitaron bajo el mismo techo que los padres de la mujer. Ahora, sin hogar, trataban de alcanzar la villa natal del marido, llamada Totenleben, en el Bajo Meno, con la esperanza de encontrar morada y trabajo, pues nada poseían fuera de lo que llevaban puesto. 
Turenne, ocupado en la meditación de algún plan estratégico, no alcanzó a comprender enteramente el interrogatorio, que había sido llevado a cabo en alemán. Sin embargo, comprendió lo suficiente como para sentirse intrigado por el extraño nombre de la aldea que debía constituir el destino de la joven pareja: Totenleben, esto es, «Vida-de-muertos». Ordenó la liberación de ambos y, para su coleto, tomó una súbita y extraña decisión. 
Pocos días después, acompañado por un séquito de caballeros, Turenne se internó en la región del Bajo Meno. Era noche oscura como boca de lobo y el frío azotaba terriblemente los cuerpos envueltos en abrigos y pieles. La luna desataba pálidos destellos sobre la superficie metálica de los uniformes y armas. La zona aparecía cruelmente devastada, volviendo inútil el «Quién vive» de los dos jinetes que, mosquete en mano, cabalgaban en vanguardia a cien metros de la tropa, deteniéndose a menudo frente a edificios en ruinas y arbustos cubiertos de nieve, inspeccionando el terreno y lanzando la pregunta reglamentaria que nunca obtenía respuesta. La región parecía muerta y sólo algunos perros hambrientos y abandonados echaban a correr ante la inoportuna presencia, internándose en los campos cubiertos de nieve y destrucción, aullando en la distancia. El esqueleto de un cuerpo humano pendía de la horca de un patíbulo. La tropa lo rebasó y prosiguió su camino, vadeando las hondonadas cubiertas de nieve cuajada. Al alcanzar la linde de un bosquecillo los jinetes hicieron un alto. Turenne se apeó de su montura y dos criados, obedeciendo seguramente órdenes dadas de antemano, se acercaron al general y le ayudaron a quitarse el abrigo de pieles y el sombrero. 
Entre tanto, algunos oficiales se habían apeado también. Otros criados se acercaron a Turenne y colocaron encima de la armadura militar una extraña vestimenta: ancho manto que competía en blancura con la luna y la nieve y velo negro sobre el rostro. Sobre la nube de su manto se veían titilar estrellas y lentejuelas de oro. Era la indumentaria de Rey Mago, tal como la describían los villancicos de esta época del año. A continuación le fueron entregadas dos pistolas. 
—Me marcho —dijo Turenne a sus oficiales—. Vosotros esperaréis aquí. En caso de no regresar antes de las tres de la mañana, revisad la aldea. 
—Cumpliremos vuestras órdenes, señor —respondieron los oficiales. Turenne desapareció en la noche. 
Había avanzado algunos centenares de pasos cuando se perfiló ante él el contorno de una pequeña población. Por el límite montañoso de la aldea divisó una luz. El general se dirigió hacia ella. La luz era producida por una linterna especialmente hecha en forma de estrella, adosada al extremo de un palo de ocho pies. Junto a ella se encontraban dos hombres, uno de los cuales sujetaba el palo. Ambos aparecían igualmente disfrazados de Reyes Magos, con la diferencia de ostentar velos blancos sobre el rostro en lugar de negros. El vizconde levantó sus pistolas y pronunció su nombre. 
—Wrangel. Melander —contestaron los otros. 
Wrangel era el nuevo general del ejército sueco, sucesor en el cargo de Torstenson. El conde Melander de Holzapfel era, asimismo, jefe supremo de las tropas imperiales alemanas. 
Una vez frente a frente los tres hombres alzaron sus velos y se miraron. Nuevamente embozados, Turenne guardó sus pistolas en el cinturón de seda que llevaba bajo el manto del disfraz. Dijo: 
—Os pedí que nos reuniéramos en este lugar y ataviados de esta manera para poder tratar nuestros asuntos con la mayor discreción posible. Hoy es Día de Reyes y cualquiera que nos vea nos tomará por recitadores ambulantes de villancicos. Vayamos ahora a la aldea y busquemos una casa en la que poder organizar una tranquila asamblea. 
—La aldea ya no existe —replicó Melander—. Sólo quedan escombros humeantes. Supongo que es obra de vuestras tropas, vizconde. 
—Entre tanta algarabía pudisteis muy bien confundirlas con las vuestras, conde —repuso Turenne.  
—Tenéis razón. También pudieron ser los suecos.  
—Como hubiere sido —dijo Wrangel—, preocupémonos ahora de buscar algún techo bajo el que cobijarnos. No podemos permanecer aquí con el frío que hace. 
Caminaron los tres amparados por la estrella. Mientras atravesaban la calle principal de la aldea contemplaron las ruinas de lo que antes fueran casas. Por doquier reinaba el paisaje de la destrucción. Inspeccionando, alcanzaron el emplazamiento de la iglesia derruida y descubrieron junto a ella el armazón de una choza que se había conservado en pie. Las ventanas se hallaban cubiertas por maderos pero a través de algunos resquicios podía verse el resplandor de una débil luz. Se acercaron a la puerta y llamaron. Al no obtener respuesta, repitieron la operación y sólo después de un rato surgió una voz del interior que preguntaba por las intenciones de los visitantes. 
—¡Abrid! —contestaron los embozados a trío. 
La puerta, desprovista de goznes, fue separada ligeramente del marco y, entre crujidos, asomó la cabeza de un hombre. 
—¿Qué queréis? —preguntó. 
—Somos recitadores ambulantes de villancicos —contestó Melander—. Déjanos entrar. 
—¿Villancicos en estos días? 
—Eso he dicho —zanjó Melander—. Déjanos entrar de una vez. 
Y, empujando la puerta, penetró en el interior seguido de sus compañeros, abandonando la estrella frente a la cabaña. 
—Debéis ser extranjeros —dijo el hombre cerrando la puerta tras ellos—. Nosotros acostumbramos a cantar los villancicos el Día de Reyes y no en Nochebuena. 
—Te equivocas —respondió Wrangel—. Hoy es Día de Reyes. Sin duda sigues usando el calendario antiguo. 
—¿Hay acaso algún otro? —inquirió el hombre. 
—Hace años que el papa Gregorio XIII reformó el calendario. Los tiempos se encontraban atrasados diez días, a juzgar por la posición de los astros. ¿No lo supisteis en su tiempo? ¿No os lo dijo el cura? 
—Nuestro cura hace tiempo que murió —respondió el aldeano—. Lo mataron los suecos. Todo el pueblo quedó devastado, estériles los campos, muerta la región. Nada sabíamos de ninguna reforma del calendario. Diez días y sin gastarnos un céntimo en comida. Pero mirad: estamos celebrando la Nochebuena, si es que todavía se puede celebrar con la muerte y el hambre. 
—Sea como fuere —dijo Wrangel—, lo que a nosotros nos interesa es descansar un rato. Tráenos algo de comer y sírvenos vino. Te pagaremos por todo ello. 
—Antes yo era el posadero del pueblo —dijo el hombre— y las cosas marchaban sobre ruedas. Ahora ni siquiera tengo pan para mi familia. Cuando queremos agua tenemos que fundir la nieve, pues las fuentes se han helado. Digo las fuentes que no han envenenado los militares. Tomad asiento, que es lo único que puedo ofreceros. Pero, decidme: ¿qué clase de gente sois que creísteis poder ganar unos céntimos cantando villancicos? 
Sin hacerle caso, los tres hombres se dedicaron a inspeccionar el interior de la cabaña. No había más que una chimenea, bajo la cual parpadeaba un trémulo fuego. Al centro podía verse una mesa rodeada de algunas banquetas. En un rincón, la mujer y el hijo del posadero, espantosamente flacos, miraban a los visitantes. También aparte se encontraba una pareja: un joven y una muchacha rubia. Turenne los reconoció: e trataba del matrimonio apresado por sus tropas lías atrás. 
—¿Quiénes son ésos? —preguntó Turenne en deficiente alemán. 
—Una pobre gente —respondió el posadero— que vino hace poco y no encontró cobijo ninguno. Él es de aquí, pero se marchó, encontró mujer y ahora ha regresado. Les he dado alojamiento en el establo. La mujer tendrá un niño dentro de poco. 
—Vaya por Dios —comentó el francés, sentándose a la mesa junto a sus compañeros de disfraz. 
Mientras los tres hombres conversaban, los otros comenzaron a reunir musgo y pequeñas figuras de madera, tierra y nieve, y montaron un pesebre navideño junto al hogar. Al parecer, conservaban las figurillas pintadas porque la rapiña de la soldadesca las había rechazado por poco valiosas. Ordenadas tradicionalmente, representaban la sagrada familia, los ángeles, los Reyes Magos, los pastores, el buey y la mula. 
—Las negociaciones de paz —decía Turenne—, hace un año iniciadas en Münster, no han considerado al ejército en ninguna cláusula importante. En caso de que la paz fuera acordada, el ejército pasaría a engrosar las capas de desempleados de la sociedad. Empero, el soldado se ha acostumbrado a vivir como un soldado, a trabajar como un soldado, a cobrar su paga como un soldado, y nosotros, sus jefes, debemos permanecer atentos ante cualquier reforma al respecto. La guerra, confesémoslo, se ha convertido en una profesión en la que el vencido satisface los emolumentos requeridos. No sé lo que vosotros pensáis sobre el asunto, pero yo me mantengo en el firme propósito de impedir que la paz sea hecha bajo condiciones desfavorables para la milicia, de manera que podamos ser despedidos de la noche a la mañana como vulgares jornaleros. Os he reunido aquí, precisamente, para estudiar las posiciones particulares y obrar en consecuencia. Pero, sobre todo, nos hemos reunido como militares que somos. Porque podremos pelear hombro con hombro espada contra espada, según soplen los vientos aliancistas, pero, amigos o enemigos, todos tiramos del mismo carro profesional y nos alimentamos de la misma forma. 
Los que construían el pesebre, escuchando la lengua extranjera de los visitantes, los contemplaban con asombro. El posadero, algo inquieto, estuvo escuchando largo rato. Luego, acercándose a la mesa, dijo: 
—¿Quiénes sois? En verdad que no parecéis recitadores de villancicos. Sois extranjeros, como al principio supuse, y hasta creo que soldados. ¿Qué buscáis por aquí? ¿Acaso no habéis visto que el país, la aldea, la casa, todo entero se encuentra completamente destrozado y sin posible objeto de beneficio? ¿Qué es lo que queréis? 
—Cierra la boca —ordenó Melander—. Somos tres Reyes Magos y eso debe bastarte. Déjanos en paz, tenemos cosas que hablar. —Y le arrojó una moneda de oro. El posadero miró la pieza resplandeciente. Hacía mucho que no veía una igual. Se agachó a recogerla y la retuvo fuertemente entre sus dedos. Su rostro reflejó algún cambio de ánimo. Trató de reconocer las Facciones de los desconocidos, conocerlas al menos, pero su mirada se detenía ante la impenetrabilidad de los velos. Entonces advirtió las botas de montar con espuela que sobresalían bajo las capas, y las vainas de daga rematadas en bronce. 
—Dispensen sus señorías —dijo inclinándose—, de ningún modo quisiera..., no sabía que... 
—Está bien, está bien —dijo Melander sin hacerle más caso. La conversación prosiguió en francés. Al cabo de un rato los aldeanos comenzaron a entonar un cántico de Nochebuena. Al finalizar la última estrofa, a mujer de rubios cabellos se tambaleó y se aferró al brazo de su marido. Empezaban los dolores del parto. 
Obviamente, la intención del posadero no podría haber sido otra que la de oficiar el alumbramiento en a sala. Pero ante la visita de los señores, tan magnánimos, por cierto, la mujer fue conducida al establo, donde tenía su lecho de paja y hojas secas. 
Ni el final del cántico ni la conducción de la mujer de rubios cabellos al establo habían llamado la atención de los tres caballeros. No solían distraerse con lo que no les concernía, a menos que comportara alguna remota amenaza. Siguieron hablando y entre as frases francesas surgían nombres como Torstenson, Jan van Werth, Max Emanuel. Por un momento pareció que, por la causa que fuere, los generales no se ponían de acuerdo. La charla tornóse airada. Melander, primeramente, se había pronunciado contra la continuidad de la guerra. Según él, bastaba con contemplar los campos exentos ya de fertilidad y la miseria de las gentes a quienes ni iba ni venía el motivo de las contiendas. Recordó que el posadero había mencionado de pasada el reciente recurso de comer carne humana a falta de cualquier otra cosa que llevarse a la boca. El hambre había azotado de tal manera las comarcas agrícolas que los muertos eran desenterrados, los animales perseguidos con furia y voracidad, y, tras probar a llenarse el estómago con nieve y cortezas de árbol, más de uno había matado a su compañero para no morir de inanición. Ya desde hacía tiempo se rumoreaba que, después de las batallas, mientras los soldados se entregaban al saqueo, la gente civil retiraba a los muertos para almacenarlos en sus despensas. 
Y la disputa proseguía hasta que, procedente del establo, alcanzaron a oír un grito. 
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Wrangel, obteniendo por respuesta solamente el silencio—. ¿Dónde se ha metido esa gente? —Se levantó y se acercó a la puerta que conducía al establo. La golpeó con la culata de la pistola. Al cabo de un rato apareció el posadero. 
—¿Qué gritos son ésos? —preguntó Wrangel—. ¿Qué hacéis todos ahí fuera? 
—¡Ah, señorías! —exclamó el posadero con el semblante descompuesto. 
—¿Nos dirás de una vez qué es lo que ocurre? —gritó Wrangel. 
—Ocurre —tartamudeó el aldeano— que, mientras sus señorías se encontraban hablando, ha sucedido algo imprevisto. Hace mucho tiempo que no ocurría nada semejante. Siempre venían soldados y más soldados, incendiando, destruyendo, robando, matando... Cada vez que venían quedábamos menos en el pueblo. Pero hete aquí que ahora hay uno más. La joven de rubios cabellos ha concebido un niño. Ojalá llegara con él la paz. Me permito preguntar humildemente si sus señorías no querrían ver al niño... 
Los tres generales se miraron entre sí. De obedecer el impulso inicial, de seguro hubieran tachado al hombre de majadero e importuno. Se podían ir al diablo él y el niño. Pero en sus rostros sólo había cansancio y tal vez el lejano recuerdo del nacimiento de algún niño entre sus propias familias. Ellos mismos nacieron alguna vez. Y quizá Turenne dedicó algún vuelo de su memoria a la dorada cabellera de la mujer. Acostumbrados a la jerga del soldado, las palabras del posadero habían sonado tan fuera de lugar, con tan insólito tono que, pasada la primera impresión, se sintieron desconcertados ante ellas. Creyeron ver un símbolo en todo esto: un niño naciendo en un paisaje salpicado de muerte. El parto de la época habíase producido tal vez: la danza de la muerte había tocado a su fin y daba paso a la primavera de la vida... Ellos, que constantemente habían ordenado la muerte, bien podrían descubrirse ante la vida. 
El primero en entrar en el establo fue Melander, después lo siguió Wrangel y, por último, Turenne. Allí estaba la mujer, pálidas sus mejillas como la nieve de las montañas y la leche que otrora se ordeñara a diario, dorados sus cabellos como el primer aullido de trompeta de una aurora radiante. Los demás la rodeaban de rodillas. El niño, envuelto en harapos, descansaba entre los brazos de la madre. 
Los tres generales guardaron silencio mientras contemplaban a la mujer y al niño. Luego, Turenne desprendió de su cuello la cadena de oro que ocultaba su manto de Rey Mago y la depositó junto al niño. Melander, quitándose un guante, sacó de su dedo una sortija de rubíes y la colocó junto a la ofrenda de Turenne. Wrangel, por su lado, puso sobre el lecho una bolsa llena de monedas. 
Los jóvenes padres creían asistir a la ejecución de un milagro y el hombre apenas pudo formular unas palabras de agradecimiento. Los tres generales, recobrándose, recuperaron su altanera gesticulación y se miraron como quien ha ejercitado un capricho propio de gentes capaces de permitírselo. Se marcharon precipitadamente, dejando a sus espaldas la estrambótica linterna. Al posadero, que quería acompañarles, le conminaron a quedarse en la casa. Frente a la aldea, en el punto en que antes se reunieran, sin continuar o poner término al tema que los había llevado hasta allí, cada cual musitó una rápida despedida y marchó por su lado. 
En sus corazones, no obstante, había un lugar para la paz. 

Alexander Lernet-Holenia