El agua, proveniente de los ríos Rossinyol y Tenes y también de las
lluvias y del deshielo, ha creado un paisaje singular en Sant Miquel del Fai,
donde ha formado cuevas de estalactitas y estalagmitas, curiosas formaciones
rocosas, pequeños estanques y bellos saltos de agua. A la riqueza natural de
este entorno se añade la belleza del patrimonio arquitectónico, herencia de un
antiguo monasterio que se construyó alrededor de la iglesia de Sant Miquel. El lugar está documentado desde 887, cuando se le menciona en un
escrito que hace referencia a la ermita románica de Sant Martí. Esta
ermita, muy influyente hasta el siglo VI, fue perdiendo peso ante el culto que
se celebraba en la iglesia de Sant Miquel (siglo X), construida allí donde anteriormente
había habido un espacio para ritos paganos.
Los hermanos Dagobé
Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más
viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era
pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían
permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha
desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del
recién finado. Éste había sido el peor de los peores, el cabeza, fierabrás y
maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes -los nenes,
según su rudo decir.
Ahora, sin embargo, mientras que el muerto, fuera de semejantes
condiciones, dejaba de ofrecer peligro, conservando -bajo la luz de las velas,
entre aquellas flores- sólo aquella mueca involuntaria, el mentón de piraña, la
nariz toda torcida y su inventario de maldades. Bajo la mirada de los tres de
luto, se le debía todavía, a pesar de todo, mostrar respeto; convenía.
Servíase, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de
maíz, al uso. Sonaba un vocear sencillo, bajo, de los grupos de personas, en la
oscuridad o en el foco de las lamparitas y faroles. Allá afuera, la noche
cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se
moderaba, y compungíase, recordando su descuido. En fin, lo mismo de lo mismo,
una ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge,
apreciado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de
los muertos. El Dagobé, sin motivo aparente, le había amenazado con cortarle
las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, mostrando el puñal; pero
el tranquilo del muchacho, que manejaba un pistolón, le pegó un tiro entre los
dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
Después de tamaño suceso, sin embargo, se espantaban de que los
hermanos no se hubiesen cobrado venganza. En su lugar, se apresuraron a
organizar velatorio y entierro. Y resultaba bien extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solo en
casa, resignado ya a lo peor, sin ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés que aún vivían, hacían
los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría.
Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los
que llegaban o estaban: Perdone las molestias... Doricón, el más viejo ahora, se
mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y
mular, el mismo mentón avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto,
con especial compostura, pronunciaba: ¡Dios lo tenga en su gloria! Y el del
medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en
mirar al cuerpo en la mesa: Mi buen hermano...
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y
cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el
banco.
Sea así, como si nada: a nadie engañaban. Sabían bien hasta-qué-punto,
lo que todavía no estaban haciendo. Aquello sería cosa de fieras. Pero después.
Sólo querían ir por partes, nada de apresurarse, a su propio ritmo. Sangre por
sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían
suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban
al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y
labios, en un murmullo, entre tantas perturbaciones. Por lo que aquellos
Dagobés, brutos sólo de arrebatos, pero matreros también, de los que guardan la
lumbre en el puchero, y jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía
que ya tenían sus intenciones. Era así por lo que no conseguían disimular
cierto contento canalla, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a
cada momento posible, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en
frecuente parloteo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros;
¿por qué se mostraban así de cautos? Y a ellos llegaba, de vez en cuando, algún
compareciente, además de compadre, de confianza -traía noticias, cuchicheaban.
¡Asombroso! Íbanse y veníanse, en lo abierto de la noche, y lo que
trataban de proponer, era sólo por el rapaz Liojorge, criminal en legítima
defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se
sabía ya que, entre los veladores, siempre alguien, poco a poco, filtraba
palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿enloquecía? Lo
cierto, no tenía la maña como para aprovecharse y escapar, lo que de nada
serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir,
inútil huir, inútil todo. Debía humillarse, acobardado: por allá, meándose de
miedo, sin medios, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es
que, sin embar...
Sólo una primera idea. Con que alguien que de allá viniera y volviese,
a los dueños del muerto, y transmitiera un mensaje, el resumen de este recado.
Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afirmaba que no había querido matar al
hermano de ningún ciudadano cristiano, sólo apretó el gatillo en el postrer
instante, para tratar de librarse, por fatalidad, del desastre. Que había
matado con respeto. Y que, con ánimo de probarlo, estaba dispuesto a
presentarse, desarmado, allí mismo, dando fe de ir, personalmente, para
declarar su manifiesta falta de culpa, en caso de que mostrasen lealtad.
Un pálido estupor. ¿Sabía en qué asunto se metía? De miedo, aquel
Liojorge había enloquecido, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que
viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y hasta daba escalofríos -respecto a
lo que se sabía- que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado.
Tiempos, estos. Y era que, en aquel lugar, no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres vivaces. ¡Güeno’stá!,
decía tan sólo el Dismundo. El Derval: ¡Haiga paz!, hospitalario, la casa
honraba. Serio, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió la
seriedad. Recelosos, los presentes tomaban más aguardiente quemado. Había caído
otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, se demora mucho.
Mal acabaran el oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores
llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La
extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a
cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco -y las tres fieras locas, las que
ya había, ¿no bastaban?
Lo que nadie creía: tomó el orden de palabra el Doricón, con un gesto
destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces,
que sí, que viniese -dijo- después de cerrado el ataúd. La urdida situación.
Uno ve lo inesperado.
¿Y si fuese? La gente iba a ver, a la espera. Con el taciturno peso en
los corazones; un cierto susto propagado, por lo menos. Eran horas peligrosas.
Y despuntó despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin cena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa.
Miraban con odio los Dagobés -sería odio al Liojorge-. Supuesto esto, se
cuchicheaba. Rumor general, el "lugubarullo", Ya que ya, viene él...
y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el
mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No se presentaba animosamente, ni para
afrentar. Sería así el alma entregada, con humildad mortal. Se dirigió a los
tres: -¡Con Jesús! -él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón
-el cual, el demonio de modo humano- poco menos que habló: -¡Hum... Ah! Vaya
cosa.
Hubo que escoger para acarrear: tres hombres a cada lado. El Liojorge
agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo -le indicaron-. Y lo rodeaban
los Dagobés, el odio en torno suyo. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado
lo interminable. Sorteado así, ramillete de gente, una pequeña multitud. Toda
la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la
retaguardia. Se buscaba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd,
con las vaivenes naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, al lado. El
importante entierro. Se caminaba.
Bajo el retintín, muy de paso. En aquel entremedio, todos, en cuchicheo
o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin
escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El
valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres
Dagobés, armados. Capaces de cualquier sorpresa, ya estaban con la mirada
enfilada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y
ropas se empapaban. El Liojorge -¡tan aterrorizado!- su prudencia en el ir, su
tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No se sentía parte de sí, sólo una presencia
fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo
mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a
pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. Aquí, todos vienen a dormir -rezaba el
letrero del portón-. Hízose el constipado airado compaña, en el barro, al lado
del hoyo; muchos, sin embargo, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte
"circunspectancia". Ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor.
Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y
pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, escurriéndose dentro de sí. ¿Veía sólo
siete palmos de tierra para él, delante de su nariz? Tuvo un mirar penoso. Se
retorcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón.
Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio
de aquello?
Le miró brevemente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era lo
que así preveía, la falsa percepción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyose:
-Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un
condenado diablo...
Dijo aquello, bajo y casi inaudible. Entonces se volvió hacia los
presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que
sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras
del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: ...Nosotros nos
vamos a vivir a un pueblo grande... El entierro había terminado... Y otra
lluvia empezaba.
Joao Guimaraes Rosa