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lunes, 29 de septiembre de 2014

Museo da Terra de Melide III















La piedra bilicua

Manuel Anido, alias Bolente, vecino de Ribeira de Piquín, iba a visitar a una hermana que tenía ca­sada en Sistallo, junto a la laguna de Cospeito, don­de el mergo y la anguila se saludan. Allí medran los cíperos y el junco agudo, y en agosto los Verdes del próximo pazo abaten la cerceta. No sé dónde leí que a las cercetas les llamaban «las segadoras de la luz». Castroviejo ya me dirá si está bien dicho eso. Ma­nuel Anido, alias Bolente, entró en la taberna de Fi­cios a refrescar, que el viaje lo hacía por la Terrachá en una calurosa mañana y pidiendo una jarrilla de blanco se sentó a la puerta, a la sombra del viejo castaño. Y saboreando el chantadino pálido estaba cuando llegaron por el camino de Villalba unos gi­tanos con un mono: un anciano, una pareja y una muchacha sentada en un pollino cierzo, la oreja quebrada, según se supo después, por lo que habló el gitano viejo, de nacimiento.
-¡Saluda al señor Manuel!- dijo el gitano viejo al mono.
Y el mono se quitó el gorrillo colorado que llevaba puesto, rematado en un cascabel dorado.
-¡Saluda al señor Antonio!- volvió a decir el gitano.
El mono saludó con dos reverencias y otra quita de gorro al tabernero.
-¿Y cómo sabe los nombres nuestros? -pregun­tó éste, Antonio Gómez, gordo, colorado, bigotes kaiserinos, muy amigo mío.
-Por la piedra bilicua -dijo el gitano.
Manuel Anido, que es muy curioso de novedades, convidó a la gitanería ambulante a un vaso de vino y sacó de la alforja un trozo de bolla de torrez­nos.
-La piedra bilicua es la piedra de los sabios de Egipto -le explicó el gitano a Manuel Anido-. Y es una piedra dulce. A veces, estando el sabio distraído soplando la arena de sus hierbas medicinales, viene un mono y creyéndola caramelo, la come. Entonces, el mono pasa a sabio. Este es de ésos, y sabe los nombres de todas las personas para quien mira. Cla­ro que si no mira para ellas, no me da el soplo. Vi­niendo para aquí, cuando dimos vista a la taberna, me sopló:
-Ahí está don Manuel, que es un caballero muy generoso.
Manuel Anido, alias Bolente, convidó a otro vaso a los gitanos y les repartió la bolla a torreznos.
-¡Está encebollada! -dijo la gitana joven.
-Es lo pedido -comentó Manuel-. La cebolla amolece el pan.
El gitano le explicó a Bolente que el mono to­das las noches expulsa la piedra, lo que obliga a po­nerle unas bragas reforzadas, de las que se recoge por la mañana, se lava y se le da otra vez a comer al mono, quien la traga con apetito porque esa piedra no pierde nunca el azúcar. Es una piedra pequeña, redonda, amarilla, transparente, y las más apreciadas bilicuas son las que tienen por dentro un rami­llo que parece un nardo.
-Las hay encarnadas, pero son de menos mérito. La de mi mono Teruel es del color del limón.
-¿Y no falla?
-¡Nunca! ¡Da la ciencia de los nombres!
Manuel Anido trató con el gitano de comprarle la piedra bilicua.
-¡Hombre -decía el gitano viejo-, sólo en cara­melos por la mañana para desacostumbrarlo, me gastaría en un mes cuarenta duros!
-¡Y la pena del mono por no saber el nombre de los caballeros a quien hace el saludo! -decía una de las mujeres.
-¡Se pone la piedra en mil pesetas! -dijo el gitano joven.
Llegó más vino y el trato duró dos horas. Mien­tras, el mono saludó a una Josefa y a un Pedro, que lo eran, y al caballo de Manuel que se llamaba «Po­lido». Se cerró el negocio en ochocientas pesetas.
-Habrá que esperar a la noche -decía Manuel, quien ya ardía en deseos de tener la piedra. Se ima­ginaba en Lugo, en el próximo San Froilán, salu­dando a todo el mundo por su nombre. Podía, en un portal, sacar algo de dinero. Por lo menos las ochocientas pesetas.
-No hace falta -dijo el gitano viejo-. Me meto con el mono en un sitio oscuro y diciendo yo en voz alta que ya son las doce de la noche, me pone la piedra en la mano. Como la gallina el huevo.
Así sucedió. Manuel pagó las ochocientas y se llevó la piedra bilicua. Era una piedra muy bonita, transparente, dorada, con unas venas oscuras den­tro. Con cierto reparo, que al fin la piedra venía de donde venía, aunque estaba lavada, Manuel Anido le pasó la lengua. Era dulce como miel
-¡Mañana en ayunas la toma! ¡A los dos días ya hace efecto!
Y los gitanos se despidieron, doliéndose del mono, que ya no iba a saber a quién saludaba.
Manuel Anido tragó la piedra a la mañana siguiente, en ayunas. Pero no la echó. Se le quedó en el cuerpo. Lo miraron a rayos X y no dieron con ella. Si la echa, la vuelve a tomar y ya sabrá los nombres de los desconocidos. En esta expectativa está Manuel, y hasta va con bacinilla al campo, por si acaso.
Álvaro Cunqueiro - La cocina cristiana de Occidente - Tusquets
Álvaro Cunqueiro

sábado, 27 de septiembre de 2014

Parlament de Catalunya - Jornada de Portes Obertes

      

La señora que le echó sal al café              

Os contaré la historia del lamentable error que co­metió la señora Peterkin. Una mañana en que, como de costumbre, se preparaba una deliciosa taza de café, se dio cuenta, tras servirse la leche, de que le había echado sal en vez de azúcar. Aquel café sabía a rayos. ¿Qué podía hacer? Desde luego, no pensaba bebérselo. Ni corta ni perezosa, llamó a toda su familia, pues aquel día se le había hecho tarde y desayunaba sola. Una vez allí, probaron todos el café, y, tras mirarse estupefactos sin saber qué hacer, se sentaron a cavilar durante un buen rato.
Al cabo, Agamenón, que era el más instruido, sugi­rió: "¿Qué os parece si le pedimos consejo al boticario?" Pues, sin duda, el boticario era un hombre muy sabio y su casa no quedaba lejos de allí. La señora Peterkin respondió que era una idea excelente, el señor Peterkin exclamó "¡Estupendo!", y los demás hijos se sumaron al consenso y decidieron acompañarlos. Y así, tras ponerse las botas de gutapercha, se encamina­ron todos hacia aquel lugar.
Justo en ese momento el boticario se hallaba en­frascado en la búsqueda de un elemento que convirtie­se en oro todo cuanto tocara. Sobre un fogón había colocado un enorme alambique en el que iba fundien­do oro, plata y todo tipo de metales preciosos. Cerca estaba de dar con la tecla, pero hete aquí que había vertido ya todo el oro que tenía en casa, y no podía permitirse comprar más en el mercado. Había derreti­do el dedal de su esposa, la montura de los anteojos de su bisabuelo, e incluso el puño dorado del bastón de su tatarabuelo. En el preciso instante en que entraba la familia Peterkin, el buen hombre se hallaba arrodilla­do ante su mujer implorándole que le entregase el ani­llo de sus esponsales para agregarlo a la mezcla, pues no le cabía la menor duda de que esta vez la empresa se vería coronada por el éxito, y de que sería capaz de convertir cualquier cosa en oro. A fin de ablandar su corazón le prometía un anillo nuevo de diamantes, con esmeraldas, rubíes y topacios engarzados, y le ase­guraba que transformaría todo el mobiliario en el oro más puro y delicado.
A punto estaba su mujer de ceder a sus súplicas cuando la familia Peterkin irrumpió en la estancia. Ya os podéis imaginar cómo le sentó la visita al boticario, que estuvo en un tris de arrojarles a la cabeza su crisol, pues así se llamaba su preciado recipiente. Sin embar­go, en lugar de hacerlo, se resignó a escuchar paciente­mente el relato de cómo la señora Peterkin había pues­to sal en el café.
Al principio dijo que nada podía hacer al respecto. Mas, cuando Agamenón le aseguró que le pagarían en oro sólo por intentarlo, se apresuró a colocar sus vasi­jas y alambiques en su maletín de piel y accedió a acompañarlos.
Primero echó una ojeada al café. Luego lo movió. Después le añadió un poco de clorato potásico y lo dio a probar a toda la familia. Como quiera que el café se­guía sabiendo a rayos, agregó una pizca de biclorato magnésico y agitó el líquido, pero tampoco aquello complació a la señora Peterkin. Entonces puso un po­quitín de ácido tartárico y de hipersulfato cálcico sin que el sabor mejorase lo más mínimo.
-¡Ya lo tengo! -exclamó el boticario-. La solución es añadir unas gotas de amoníaco.
Pero qué va, ésta no era la solución ni muchísimo menos.
Entonces vertió, uno a uno, los siguientes ingre­dientes: ácido oxálico, cianhídrico, fosfórico, clórico, hiperclórico, sulfúrico, borácico, silícico, nítrico, fór­mico, nitroso y carbónico. La señora Peterkin degustó el líquido en cada ocasión, y, aunque el sabor era agra­dable, no se parecía precisamente al del café. El botica­rio lo intentó esta vez con un poco de calcio, aluminio, bario, estroncio, algo de betún y la mitad de un tercio de la decimosexta parte de un grano de arsénico. La sustancia adquirió de pronto un hermoso color pero, lamentablemente, a juicio de la señora Peterkin, sabía a cualquier cosa menos a café. Lejos de desani­marse, el hombre introdujo unas gotas de belladona y atropina, hidrógeno granulado, y un tanto igual de antimonio y potasa. Por último, remató la mezcla con unos miligramos de carbono. Pero todo fue en vano: la señora Peterkin seguía sin darse por satisfecha.
El boticario no acertaba a comprender por qué sus métodos no habían eliminado aquel sabor a sal. Cier­to es que sus experimentos habían sido poco fructífe­ros, pero esto no invalidaba en absoluto sus teorías. Concluyó que si una chispa de almidón no surtía el efecto deseado, no malgastaría más su tiempo. Y así fue como, tras fracasar una vez más en su intento, se dio por vencido y decidió marcharse, no sin antes re­clamar sus honorarios. Todos le estuvieron sumamente agradecidos, y de muy buen ánimo acordaron pagarle el salario convenido, a saber: un dólar y trein­ta y siete centavos y medio en oro. Según leyó el señor Peterkin en el periódico, el gramo de oro estaba a dos dólares, sesenta y nueve centavos y tres cuartos, por lo que Agamenón aprovechó la ocasión para hacer gala de sus habilidades en el cálculo aritmético, y se dispu­so a resolver el problema muy ufano.
Pero, por muchas cuentas que resolviera, allí seguía el dichoso café. Una vez más, todos los miembros de la familia se sentaron en consejo a cavilar durante un buen rato, hasta que a la postre Elizabeth Eliza sugirió: "¿Qué os parece si acudimos a la curandera?" Eliza­beth Eliza era la única hija. Se llamaba así por sus dos tías, Elizabeth, la hermana de su padre, y Eliza, la hermana de su madre. La curandera era una anciana que sabía muchísimo de hierbas y solía ir de casa en casa vendiéndolas. La idea de consultar a aquella vieja, que vivía en el otro extremo de la calle, hizo a todos saltar de regocijo. Solomon John y los hermanos más peque­ños no vacilaron en acompañarles. Y de este modo, tras ponerse una vez más sus botas de gutapercha, par­tieron en su busca, para lo cual no había más remedio que atravesar un buen trecho del pueblo. Cuando fi­nalmente llegaron a la casa de la curandera, que se al­zaba al pie de una gran colina, atravesaron un jardinci­llo en el que se veían hermosas caléndulas, hortensias, malvarrosas, esbeltos girasoles y todo tipo de hierbas aromáticas que impregnaban el aire de olor a ajenjo y a flores de saúco. Sobre el porche trepaba un lúpulo, un cerezo daba sombra a la casa y los frutos de un frondo­so arándano caían sobre la ventana.
Entraron en una acogedora salita con olor a espe­cias. Por todas partes se veían colgadas numerosas bol­sitas llenas de nébeda, menta y cualquier clase de hier­bas; del techo pendían tallos y manojos de ramas secas, y en los estantes había tarros de sen, maná, rui­barbo y otras muchas plantas. Pero, como la viejecilla no se encontraba en casa, pues había subido al bosque a coger hierbas silvestres, Elizabeth Eliza, Solomon John y los más pequeñines tuvieron que emprender de nuevo su busca. Treparon por senderos rocosos y es­carpados y caminaron entre arándanos y moras, pero no corrieron ningún peligro, pues hasta los pequeños calzaban botas de gutapercha. Por fin encontraron a la viejecilla, a la que reconocieron por su sombrero, có­nico y alto como el campanario de una iglesia -pero sin campanas-, que se hallaba muy afanada escarban­do con su paleta en torno a un zazafrás. Los niños se apresuraron a narrarle la historia de cómo su madre había puesto sal en el café, de cómo el boticario lo ha­bía empeorado todo en vez de mejorarlo, y de cómo aquélla seguía aún sin poder bebérselo. Entonces le ro­garon que les ayudase, a lo que la viejecilla accedió. Cogió su delantal, cuyos numerosos bolsillos rebosaban de siemprevivas y hierbabuena, y regresó hasta la casa, donde se entretuvo en volver a llenarlos de toda clase de hierbas: ajenjo, menta piperita, carvi, eneldo, menta verde, clavo, mejorana, laurel, romero, tomillo silvestre, salvia, poleo, nébeda, valeriana, lúpulo y una pizca de hierba tora (para que no se le echase encima la hora). En verdad no hay planta imaginable que la vie­jecilla no llevase consigo. Tras prepararlas cuidadosa­mente en bolsitas y ponerlas a cocer en un caldero, hizo un hatillo con las mismas, cogió su bastón y se marchó con los niños.
Entre tanto, la señora Peterkin empezaba a impa­cientarse, pues ya era más de media mañana y aún no había probado un sorbo de su café. Apenas llegó, la viejecilla puso la malograda bebida en el fuego y em­pezó a añadir las distintas hierbas. Primero echó un pellizquín de lúpulo para darle un toque amargo, pero a la señora Peterkin aquello le supo a cerveza. Luego agregó pétalos de lirio y raíz de sansevieria, ruda, ro­mero, mejorana dulce y amarga, poleo y salvia, un po­quito de menta verde y menta piperita, ajenjo, laurel, nébeda, valeriana, zazafrás, jengibre, hierbabuena y un pelín de hierba tora (para que la cocción se hiciese sin demora). Los niños fueron probando una y otra vez la mezcla sin dejar de poner cara de asco, y otro tanto hizo la señora Peterkin. Cuanto más removía la vieja el brebaje y más hierbas añadía, más amargo parecía po­nerse aquel café.
A la postre, la viejecilla meneó la cabeza, hizo un mohín y, tras murmurar algo entre dientes, soltó que te­nía que marcharse. A su parecer, el café estaba hechiza­do, así que hizo un hatillo con sus hierbas, agarró su pa­leta, su cesta y su bastón y volvió junto al zazafrás, cuyas raíces había dejado a medio desenterrar. Y todo cuanto recibió a cambio fueron cinco centavos en chatarrilla.
Totalmente desesperada, la familia se sentó, como de costumbre, a cavilar durante un buen rato. Comen­zaba ya a anochecer, y la señora Peterkin aún no se ha­bía tomado su café. De pronto, Elizabeth Eliza dijo:
-He oído hablar de una señora de Filadelfia que está de paso en la ciudad y que es sabia entre las sabias. ¿Qué os parece si voy y le pregunto qué podemos hacer?
Todos coincidieron en que la idea era excepcional. Así que Elizabeth Eliza partió acompañada de sus her­manos. Cuando encontró a la señora de Filadelfia le relató la historia de cabo a rabo: cómo su madre le ha­bía echado sal al café, cómo habían acudido al botica­rio y cómo aquello había intentado todo sin éxito, cómo fueron a buscar a la vieja curandera, y cómo ésta se había esforzado en vano, pues su madre seguía sin tomarse el café a aquellas buenas horas. La señora de Filadelfia escuchó el relato con suma atención y al cabo sugirió:
-¿Por qué no se prepara tu madre otro café?
Elizabeth Eliza se quedó francamente sorprendida, Solomon John prorrumpió en gritos de júbilo, y otro tanto hizo Agamenón, que en ese momento acababa de resolver sus cálculos. Y los pequeñines se unieron al alborozo general.
-¿Cómo no se nos habrá ocurrido antes? -se pre­guntó Elizabeth Eliza.
Entonces los niños se apresuraron a contárselo todo a su madre. Y, por fin, ésta pudo tomarse su taza de café.
 Lucretia P. Hale

jueves, 25 de septiembre de 2014

Espai Natural Sant Miquel del Fai



El agua, proveniente de los ríos Rossinyol y Tenes y también de las lluvias y del deshielo, ha creado un paisaje singular en Sant Miquel del Fai, donde ha formado cuevas de estalactitas y estalagmitas, curiosas formaciones rocosas, pequeños estanques y bellos saltos de agua. A la riqueza natural de este entorno se añade la belleza del patrimonio arquitectónico, herencia de un antiguo monasterio que se construyó alrededor de la iglesia de Sant Miquel. El lugar está documentado desde 887, cuando se le menciona en un escrito que hace referencia a la ermita románica de Sant Martí. Esta ermita, muy influyente hasta el siglo VI, fue perdiendo peso ante el culto que se celebraba en la iglesia de Sant Miquel (siglo X), construida allí donde anteriormente había habido un espacio para ritos paganos. 

Los hermanos Dagobé

Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el peor de los peores, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes -los nenes, según su rudo decir.
Ahora, sin embargo, mientras que el muerto, fuera de semejantes condiciones, dejaba de ofrecer peligro, conservando -bajo la luz de las velas, entre aquellas flores- sólo aquella mueca involuntaria, el mentón de piraña, la nariz toda torcida y su inventario de maldades. Bajo la mirada de los tres de luto, se le debía todavía, a pesar de todo, mostrar respeto; convenía.
Servíase, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, al uso. Sonaba un vocear sencillo, bajo, de los grupos de personas, en la oscuridad o en el foco de las lamparitas y faroles. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, recordando su descuido. En fin, lo mismo de lo mismo, una ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, apreciado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin motivo aparente, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, mostrando el puñal; pero el tranquilo del muchacho, que manejaba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
Después de tamaño suceso, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no se hubiesen cobrado venganza. En su lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y resultaba bien extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solo en casa, resignado ya a lo peor, sin ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés que aún vivían, hacían los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: Perdone las molestias... Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo mentón avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: ¡Dios lo tenga en su gloria! Y el del medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: Mi buen hermano...
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.
Sea así, como si nada: a nadie engañaban. Sabían bien hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban haciendo. Aquello sería cosa de fieras. Pero después. Sólo querían ir por partes, nada de apresurarse, a su propio ritmo. Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un murmullo, entre tantas perturbaciones. Por lo que aquellos Dagobés, brutos sólo de arrebatos, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Era así por lo que no conseguían disimular cierto contento canalla, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada momento posible, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en frecuente parloteo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿por qué se mostraban así de cautos? Y a ellos llegaba, de vez en cuando, algún compareciente, además de compadre, de confianza -traía noticias, cuchicheaban.
¡Asombroso! Íbanse y veníanse, en lo abierto de la noche, y lo que trataban de proponer, era sólo por el rapaz Liojorge, criminal en legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya que, entre los veladores, siempre alguien, poco a poco, filtraba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿enloquecía? Lo cierto, no tenía la maña como para aprovecharse y escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía humillarse, acobardado: por allá, meándose de miedo, sin medios, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, sin embar...
Sólo una primera idea. Con que alguien que de allá viniera y volviese, a los dueños del muerto, y transmitiera un mensaje, el resumen de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afirmaba que no había querido matar al hermano de ningún ciudadano cristiano, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, para tratar de librarse, por fatalidad, del desastre. Que había matado con respeto. Y que, con ánimo de probarlo, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí mismo, dando fe de ir, personalmente, para declarar su manifiesta falta de culpa, en caso de que mostrasen lealtad.
Un pálido estupor. ¿Sabía en qué asunto se metía? De miedo, aquel Liojorge había enloquecido, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y hasta daba escalofríos -respecto a lo que se sabía- que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en aquel lugar, no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres vivaces. ¡Güeno’stá!, decía tan sólo el Dismundo. El Derval: ¡Haiga paz!, hospitalario, la casa honraba. Serio, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió la seriedad. Recelosos, los presentes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, se demora mucho.
Mal acabaran el oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco -y las tres fieras locas, las que ya había, ¿no bastaban?
Lo que nadie creía: tomó el orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese -dijo- después de cerrado el ataúd. La urdida situación. Uno ve lo inesperado.
¿Y si fuese? La gente iba a ver, a la espera. Con el taciturno peso en los corazones; un cierto susto propagado, por lo menos. Eran horas peligrosas. Y despuntó despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin cena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés -sería odio al Liojorge-. Supuesto esto, se cuchicheaba. Rumor general, el "lugubarullo", Ya que ya, viene él... y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No se presentaba animosamente, ni para afrentar. Sería así el alma entregada, con humildad mortal. Se dirigió a los tres: -¡Con Jesús! -él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón -el cual, el demonio de modo humano- poco menos que habló: -¡Hum... Ah! Vaya cosa.
Hubo que escoger para acarrear: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo -le indicaron-. Y lo rodeaban los Dagobés, el odio en torno suyo. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Sorteado así, ramillete de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se buscaba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vaivenes naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, al lado. El importante entierro. Se caminaba.
Bajo el retintín, muy de paso. En aquel entremedio, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sorpresa, ya estaban con la mirada enfilada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge -¡tan aterrorizado!- su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No se sentía parte de sí, sólo una presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. Aquí, todos vienen a dormir -rezaba el letrero del portón-. Hízose el constipado airado compaña, en el barro, al lado del hoyo; muchos, sin embargo, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte "circunspectancia". Ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, escurriéndose dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra para él, delante de su nariz? Tuvo un mirar penoso. Se retorcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello?
Le miró brevemente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era lo que así preveía, la falsa percepción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyose:
-Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado diablo...
Dijo aquello, bajo y casi inaudible. Entonces se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: ...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande... El entierro había terminado... Y otra lluvia empezaba.
Joao Guimaraes Rosa

martes, 23 de septiembre de 2014

Arléa





El Juez y el Demandante

Un Hombre con Experiencia en los Negocios espe­raba la sentencia del Tribunal en una demanda por da­ños y perjuicios que había presentado contra una compañía ferroviaria. Se abrió la puerta y entró el Juez del Tribunal.
-Bien -dijo-, voy a resolver su caso hoy. Me pre­gunto, si fallase en su favor, cómo expresará su satis­facción.
-Señor -dijo el Hombre con Experiencia en los Negocios-, correré el riesgo de desatar su ira ofrecién­dole la mitad de la suma que se me adjudique.
-¿He dicho que iba a resolver este caso? -dijo el Juez de repente, como si despertase de un sueño-. ¡Válgame Dios, qué distraído soy! Quería decir que ya lo he resuelto, y que la sentencia le ha adjudicado ínte­gramente la cantidad que usted demandaba.
-¿He dicho que le daría la mitad? -dijo fríamente el Hombre con Experiencia en los Negocios-. ¡Válga­me Dios, qué cerca he estado de portarme como un bribón! Quería decir que se lo agradezco mucho.

Ambrose Bierce

domingo, 21 de septiembre de 2014

Náyade




Jornada quinta. Narración novena     

Federico degli Alberighi ama sin ser amado y, gastando en agasajos, acaba quedándose solo con un halcón. Y, no teniendo otra cosa, lo da a comer a la amada cuando ésta va a su casa, y ella, al saberlo, cambia de parecer y, convir­tiéndole en su marido, le enriquece.

Habéis, pues, de saber que Coppo di Borghese Dome­nichi (que en nuestra ciudad vivió y aún quizá viva), fue entre los nuestros hombres de grande y reverenciada auto­ridad, mucho más por sus costumbres y virtudes que por la nobleza de su sangre, y por esclarecido y digno de eterna fama se le tiene. Y estando ya cargado de años, gustábale disertar a menudo, con sus vecinos y amigos, de las cosas pasadas; lo que sabía mejor hacer y con más elegancia y mejor memoria que nadie. Y solía decir, entre otras be­llas cosas, que había existido en Florencia un mancebo llamado Federico, hijo de micer Felipe Alberighi que era más preciado, por sus hechos de armas y su cortesía, que ningún doncel de Toscana. Y el tal, como a la mayoría de los hidalgos acontece, se enamoró de una dama llamada doña Juanita, tenida en sus tiempos por la más bella y galana de todas las mujeres de Florencia. Y para el amor de ella poder conquistar, concurría a justas y torneos, daba fiestas y sin freno alguno gastaba su hacienda. Pero ella, no menos honrada que bella, ni de tales cosas ni del que las hacía se curaba.
Gastando, pues, Federico más de lo que podía, y no ga­nando nada, se le acabaron las riquezas, como suele ocu­rrir, y quedó pobre, sin que le restase otra cosa que un pequeño predio, de cuyas rentas estrechísimamente vivía, y un halcón que era de los mejores del mundo. Y, más enamorado que nunca, y pareciéndole no poder conservar su rango en la ciudad, se fue a vivir a Campi, donde tenía su posesión. Allí, saliendo de cetrería a veces, y no recibiendo a nadie, soportaba su pobreza con resignación.       
Y un día, habiendo Federico llegado a tal extremo, el marido de doña Juana enfermó y, viendo la muerte venir, hizo testamento, dejando por heredero a un hijo suyo ya crecidillo y disponiendo que sus bienes, en caso de que éste muriera, pasaran a doña Juana, a quien el moribundo había amado mucho. Y tras esto expiró. Al quedar viuda doña Juana, fue, como es costumbre entre nuestras mujeres, a pasar el año de luto al campo, con su hijo; y aposentóse en una posesión suya muy cercana a la de Federico. Así, el muchachito empezó a intimar con Federico y a aficio­narse a halcones y perros. Y, viendo muchas veces volar al halcón de Federico, placíale muchísimo y deseaba po­seerlo, aunque no osaba pedírselo, viendo cuánto el joven lo quería. Estando así las cosas, enfermó el muchacho. La madre, dolorida, por ser hijo único, todo el día estaba a su lado, consolándole, y muchas veces le preguntaba si algo había que quisiese, diciéndole que, como hubiera medio de conseguirlo,  ella se lo buscaría. El joven, tras oír muchas veces estas ofertas, dijo:
-Madre mía, si  tuviera el halcón de Federico, creo que curaría sin demora.       
La mujer, al oírle, recogióse en sí misma y diose a pen­sar lo que debía hacer. Sabía que Federico la había amado mucho tiempo, sin recibir de ella ni una mirada; y así pensó: «¿Cómo mando a pedirle el halcón, si es, a lo que he oído, el mejor que jamás haya volado, y además lo único que le queda en el mundo y el único entretenimien­to que tiene?” Y, en estos pensamientos perpleja, aunque estaba segura de que él se lo daría si se lo pidiese, no sa­bía qué decir, ni respondía a su hijo, y estábase queda. Mas, al fin, vencida de maternal amor, resolvió que no enviaría a pedir el halcón, sino que ella misma lo pediría, y dijo:
-Consuélate, hijo mío, y piensa en curarte; que lo pri­mero que mañana haré será ir a buscar el halcón y traértelo.
A la mañana siguiente, pues, la dama, en compañía de otra mujer, fue, como paseando, hasta casa de Federico e hízolo llamar. Como en aquellos días no había hecho tiempo propicio a la cetrería, estaba el joven en su huerto, ocupándose en vigilar algunas faenas menudas. Y al saber que doña Juana llamaba a su puerta, contentamente acudió a recibirla. Ella, al verle llegar, con femenil agrado se levan­tó y, cuando Federico la hubo con respeto saludado, le dijo:
-Bien hallado, Federico.
Y  siguió:
-He venido a resarcirte de los daños que por mí has sufrido al amarme más de lo que debiste, y tal resarcimien­to va a ser, que me propongo almorzar contigo en la in­timidad, con esta compañera mía, esta mañana.
A lo que Federico, rendidamente, repuso:
-Ningún daño, señora, he sufrido por vos, que yo re­cuerde; antes bien, si algo he valido, lo valí por vos y por el amor que en vos puse y tan grata me es vuestra mag­nánima visita que, si pudiera, gastaría en vos cuanto he gastado hasta ahora; mas hogaño pobre anfitrión venís.
Y, así hablando, tímidamente la hizo pasar a su casa y al jardín. Y, como no tenía quien compañía le hiciese, dijo:
-Como no hay, señora, quien pueda adecuadamente acompañaros, estará con vos esta buena mujer, esposa de este labrador, mientras yo paso a mandar poner la mesa.
Él, a pesar de su extrema pobreza, nunca hasta entonces había advertido cuán menester le era la riqueza que había dispendiado. Pero aquella mañana, reparando en que nada tenía con que agasajar a una mujer por cuyo amor a tan­tas gentes había agasajado, notó el caso como nunca. Y, an­gustiado, y maldiciendo entre sí su mala fortuna, como fuera de sí andaba de un lado a otro, sin encontrar dineros ni nada que empeñar. Mas, avanzando la hora y deseando honrar a la dama, y no queriendo pedir nada a nadie, ni aun a su labrador, vínole a los ojos su buen halcón, que en la sala, sobre su percha, estaba. Y, no teniendo a qué otra cosa recurrir, lo tomó y lo encontró gordo, y pensó que sería vianda digna de tal mujer. Con lo que, sin pensarlo más, retorcióle el cuello y a una criada le mandó que prestamente, pelándolo y aderezándolo, lo asara con mucha diligencia. Púsose la mesa con muy blancas mantelerías, de las que aún conservaba algunas, y con satisfecho semblan­te volvió al jardín y dijo que ya estaba preparado el al­muerzo que para él hicieran. La dama y su compañera se levantaron y fueron a la mesa y, sin saber lo que yantaban, en unión de Federico, que con gran voluntad les ser­vía, comieron el halcón.
Y, alzándose de la mesa y tras algunos cumplidos, parecióle a la mujer tiempo de decir a qué iba y afablemente empezó a hablar así a Federico:
-Si recuerdas, Federico, tu pasada vida y mi honesti­dad, que acaso tomases por desvío y dureza, no dudo de que te asombrarías de mi presunción cuando sepas a lo que he venido. Pero si tuvieses hijos, y conocieres cuánto es el amor que se les dedica, cierta creo estar de que me darías por excusada. Y, así como tú no los tienes, tengo yo uno y no puedo sustraerme a las leyes comunes, a todas las ma­dres. De suerte que, debiendo seguir esos impulsos, muy contra mi gusto, conveniencias y deber, he de pedirte el don de una cosa que sé que te es sumamente querida, y con razón, ya que ningún otro deleite, ningún otro deporte, ni ningún otro consuelo te ha dejado el rigor de tu fortuna. Ese don es el de tu halcón, del que mi hijo está tan deseoso que, si no se lo llevo, temo que tanto en su enfermedad se agrave, que yo le pierda. Y, así, te ruego, no por el amor que me tienes, pues a nada te obliga, sino por tu nobleza (que por tu cortesía más que en nadie ha resplandecido), que me hagas el placer de darme tu ave, de modo que por tal dádiva pueda yo decir que he consagrado la vida de mi hijo y quedarte siempre obligada.
Federico, al oír lo que la mujer le demandaba y que no le podía dar por habérselo servido como vitualla, sin decir palabra alguna comenzó a llorar. Creyó la dama que ello se debía al dolor de separarse de su buen halcón, y casi estuvo por desistir de su propósito, mas prefirió esperar, después del llanto, la respuesta de Federico. El cual dijo:
-Señora, ya que plugo a Dios que yo pusiese en vos mi amor, puedo decir que me ha sido la fortuna harto contraria, de lo que estoy muy dolido. Pero cuantos daños me haya causado, livianos son al lado del de ahora. Sí, que nunca con la fortuna podré reconciliarme, pensando que vos habéis venido a mi casa, siendo yo pobre, cuando nun­ca os dignasteis hacerlo mientras fui rico; y aún es peor que, pidiéndome un pequeño don, no os lo pueda hacer. Y en breves palabras os diré por qué no. Oyendo que vos, por vuestra gentileza, queríais almorzar conmigo, conside­rando vuestra excelsitud y valía, reputé digna y convenien­te cosa que con más preciada vianda, según mis posibilida­des, os debiera honrar que con aquellas que para la gene­ralidad de las personas se usan. Por lo que, acordándome del halcón que me pedís y creyéndolo, por su bondad, manjar digno de vos, esta mañana lo mandé asar, lo que me pareció muy bien meditado. Y viendo ahora que de otro modo lo deseabais, mucho me duele no poder serviros, al punto de que nunca podré estar tranquilo ni con­solado.
Y, dicho esto, mostró, en testimonio de lo dicho, las plumas, patas y pico del ave.
La dama, al oírlo, le reprochó primero el haber, por dar de comer a una mujer, matado tal halcón. Pero luego, reparando en su grandeza de ánimo, que no había podido humillar ni siquiera la pobreza, mucho en su interior le alabó. Y, sin esperanza ya de tener el halcón, se fue muy cabizbaja y volvió con su hijo. El cual, o por tristeza de carecer del halcón, o por la enfermedad, que quizá de todos modos le hubiese abatido, no pasados muchos días abando­nó esta vida, suscitando muchas lágrimas en su madre. Y ella, aunque llena de lágrimas y amargura, como quedaba muy rica y aún joven, varias veces fue requerida por sus hermanos para casarse. No habría la dama querido, pero, viéndose muy agalanteada, recordó el mérito de Federico y su última munificencia, que fue la de matar tan esplén­dido halcón para honrarla, y dijo a sus hermanos:
-De grado lo haré, pero, si queréis que esposo tome, no aceptaré a otro que a Federico degli Alberighi       
Los hermanos, burlándose, dijeron a esto:
-¿Qué dices, necia? ¿No sabes que él no posee cosa alguna en el mundo?
-Hermanos míos, ya sé que es como lo decís, pero antes prefiero a hombre necesitado de riqueza que a rique­zas que tengan necesidad de hombre.
Sus hermanos, al saber su decisión, y conociendo a Federico hacía mucho, aunque era pobre, por esposa le concedieron a su hermana. Y él, hallándose con mujer a la que tanto tiempo había deseado y con tal riqueza, alegremente con ella, y cuidando más que antes de sus bienes, terminó sus años.
Giovanni Boccaccio