India, India (2)
Unos cuantos días más tarde, preguntó intrigado:
-Querida, me gusta tu voz, pero, ¿es necesario que te pases el día cantando?
Ella estaba colocando flores en un búcaro en el vestíbulo, tarea que le gustaba realizar por sí misma. Quedó sorprendida, los ojos muy abiertos, como de costumbre.
-Pero, ¿estoy cantando?
-En efecto, y no es que te censure, pero tu canto es un poco desafinado, creo yo. Al menos, lo es en la forma usual.
-Sí, es desafinado -admitió ella rápidamente-, te lo concedo. Intentaré mejorarlo.
Así lo hizo, pero pareció olvidar sus adelantos porque la siguiente vez se sorprendió tarareando, se detuvo de repente y se mandó callar poniéndose una mano en la boca.
-¡Oh, lo siento!
Él quiso caminar hacia la paz.
-No tiene importancia. Cantas muy bien. No debería haberte dicho nada.
-Todo lo contrario. ¿Cómo iba a saberlo si no? Soy tan descuidada... También Lawrence me reñía de vez en cuando.
Quiso defenderse de la comparación.
-Pero, querida, yo no te estoy riñendo.
-No, pero es casi lo mismo, querido. Intentas corregirme, ¿no? No te lo reprocho. Al revés, te lo agradezco. Deseo que se me corrija. Lo que más me habría gustado es que Lawrence me hubiese amoldado mejor para evitarte incomodidades, querido… -Se echó a reír-. Es gracioso pensar que un marido eduque a su mujer para que otro marido posterior se beneficie de esa educación.
Se quedó tan atónito que no supo si enfadarse o tomarlo a broma.
-Sería para mí muy tranquilizador, Laura, que no mencionaras tantas veces a tu primer marido. Me da la sensación de que él sigue estando vivo y está aquí con nosotros. No es que quiera exigirte que te olvides de él, pero al menos...
La respuesta fue clara.
-No puedo olvidarlo. Ni te he pedido que tú olvides a Marian. No sé si serías capaz de hacerlo. Ellos están ya apartados de nuestras vidas, ¿no? Pero a la vez inevitablemente siguen viviendo en nosotros, ¿verdad? Sería triste que nos olvidáramos de ellos definitivamente, ¿no crees?
Comenzaron los celos. Pese a que él estaba seguro de que, era feliz con Laura, estaba celoso. Ella y Lawrence habían sido esposos con una misma, edad. Habían nacido y vivido en una misma ciudad, y hasta habían sido compañeros de colegio. Cuando Lawence fue destinado a la India, en los últimos tiempos del Imperio británico, ella lo había seguido meses después. ¿Significaba esto que no podían vivir separados? Él la observaba hora por hora mientras estaban juntos, queriendo adivinar si estaba triste, si se aburría, si necesitaba algo.
Cuando llegó el invierno se trasformó en una criatura distinta. A él le sorprendió comprobar que se había convertido en una mujer irritable y recelosa. Para ella no había nunca suficiente calor en la casa, usaba la ropa de más abrigo y tenía siempre sonrosada la punta de la nariz. Durante la noche, en la cama, sus pies estaban absolutamente fríos. Él mismo se los frotaba antes de meterse en la cama y le preparaba botellas de agua caliente. Sin embargo no se trataba de un invierno especialmente frío. Había conocido otros mucho peores. Y se lo dijo.
-Querida, tendrás que hacer algún ejercicio. Un buen, paseo te sentaría bien.
-Oh, no, Leonard... No me obligues a pasear en medio de la niebla.
-El aire es fresco.
-¿Fresco? Querrás decir helado. Y sabes que odio el frío. Un poco antes de ir a reunirme con Lawrence en la India...
Era demasiado, Aquellos dos nombres juntos lo irritaban. Tendría que llevarla a la India para descubrir de una vez el verdadero lugar del corazón de su mujer.
-Querida -dijo él ahora, mientras merendaban juntos en el Dorchester el día de su cumpleaños-, quiero sacarte de aquí y llevarte a un lugar donde brille el Sol a tu gusto. ¿A dónde te gustaría ir?
La cara le brilló de alegría:
-¡A la India!
A él se le enfrió el corazón como tocado por el hielo. Ella quería ir a Ranapur. Al parecer, allí había vivido con Lawrence cinco años de su matrimonio. Él no hizo protesta alguna. La dejaría adonde quisiera y la acompañaría con la esperanza de descubrir la verdad. Tuvo la sensación de que ocupaba un lugar que no le pertenecía al estar Lawrence muerto y él casado con Laura. Habría podido ser todo natural si el pensamiento y el corazón de ella no continuaran perteneciendo a Lawrence en vez de a él. Pasaron dos días en Bombay. El calor era insoportable en aquel hotel diseñado por algún inglés con espíritu imperial. Ella insistió.
-No, Bombay no. No me gusta Bombay, querido. Es una ciudad confusa y amalgamada. Estar aquí es estar en cualquier parte. Vayamos a Ranapur.
Un lugar es igual que otro, y los aviones hacen posible que pueda irse, aquí y allá con sólo quererlo. Y fueron a Ranapur. A el le sorprendió la instalación en el nuevo hotel, donde las habitaciones tenían todas su baño privado. Era, mi noble edificio construido en medio de un lago, al que sólo podía irse en un barquito con motor fuerabordo. Lo que al principio habría parecido un inconveniente fue al cabo de unos días como un encanto. Hasta el hotel no podían llegar vagos y paseantes desocupados, ni esa muchedumbre equívoca que halaga a los viajeros mientras éstos son amables y generosos, y acude a la violencia cuando se niegan a la generosidad.
Sin embargo, Laura no parecía totalmente contenta, y era evidente que se aburría en aquella soledad de los mármoles solemnes del hotel. Estaba siempre impaciente por ir y venir de la ciudad. Una mañana, desayunando, dijo con emoción:
-¡Oh, Leonard! No seas tan inglés. No esperes encontrar aquí la propia Inglaterra porque esto es la India. Lawrence y yo tomábamos sólo alimentos locales adrede porque, como él decía siempre, la comida es el alma de un país.
Habían pasado así tres días, y él quiso poner las cosas en su justo punto:
-Querida, quisiera rogarte seriamente que no insistas en compararme con Lawrence. Quiero ser yo mismo, solamente yo.
Ella se echó a reír:
-Por supuesto, querido. Si es eso precisamente lo que te hace más interesante. Lamento no poder prepararte aquí el desayuno, ni ayudarte en tu negativa a probar .un solo bocado de los platos indios. Aunque te advierto que pueden cocinar para ti si prefieres comida al estilo de Inglaterra. Pero deberías al menos probar en la India lo que los indios comen.
-¿Y porqué?
Laura abrió sus grandes ojos.
-Bueno, quizá no debieras hacerlo -admitió.
Que se había transformado en una criatura distinta era innegable. El cambio había sido más acusado de lo que pudiera imaginar. Se extendía tanto al cuerpo como al alma. Aquella nariz enrojecida del invierno inglés era ya la nariz perfecta de una mujer encantadora. Florecía como una planta feliz en la ciudad caliente por un sol hermoso Su piel estaba fresca, sus labios eran rojos, y sus manos y pies se ofrecían tibios como los de un niño. Consumía naranjas hasta extremos que a él le alarmaron, porque había leído en alguna parte que los gérmenes de la disentería estaban en la piel de las naranjas.
-Ten cuidado... No debieras pelarlas y tocar acto seguido los gajos.
-¡Bah! Nosotros lo hicimos así mismo durante años y no nos ocurrió nada.
Lo dijo sin la menor intención de molestar a Leonard. Y siguió tomando con absoluta indiferencia y ningún temor los más extraños dulces. Azúcares y cremas, pastas y jarabes y frutas confitadas alternaban en su entusiasmo con salsas, arroces y vegetales. Y, sin embargo, su salud era mejor que nunca, mientras que él, ocupado en mantener su dieta a la inglesa, no se sentía en pleno vigor.
-Eso es porque te mantienes a la defensiva. Deberías darte un poco de libertad a ti mismo.
-¿Para qué? -inquirió él.
-Oh, para lo que sea... -respondió ella vagamente.
No era todo cuestión de comidas. Ella tenía muchos amigos indios. Hablaba con ellos en el idioma nativo y ni siquiera se preocupaban de aclararle lo que pasaba en la conversación.
-¡Oh, perdóname! -decía alguna vez ella-. Me olvido de que no entiendes el idioma. Lawrence y yo, ya lo sabes, lo estudiamos juntos y ahora creo que tú también lo hayas estudiado.
¡Lawrence y yo, Lawrence y yo! Advirtió que ella tenía una pequeña foto de Lawrence, que usaba como señalizador de lectura. Por lo que vio, ella no la ocultaba, Más bien, pareció casi accidental que hubiera estado entre algunas cartas antiguas, no las de Lawrence, que un amigo indio había encontrado en la casa que ella dejara tras la muerte de su primer marido y las había guardado con la esperanza de entregarlas a la viuda cuando la viera de nuevo. La explicación de Laura fue absolutamente natural.
-¿Qué es eso? -había preguntado él, descubriéndola en el libro que estaba leyendo ella.
-¡Oh, es una foto de Lawrence de cuando vino por vez primera a la India! ¡La tomó un amigo!
La estuvo mirando unos minutos. Parecía un hombre guapo y joven.
-¿Realmente era así...?
-Sí, cuando estaba en su mejor momento. Tenía un genio más bien violento, no creas. Podía cambiar de la luz a la oscuridad en un instante. Nunca podía saberse cómo iba a reaccionar un segundo más tarde.
Nunca habría llegado él a la verdad de no ser por la maharaní. El maharajá de Ranapur los invitó a cenar, aunque él no estaba seguro de que la invitación: fuese por los dos, y siempre entendió que la habían hecho por Laura. De todos modos, su influencia en los círculos ingleses de los grandes negocios, como alto funcionario de un gran Banco, hacía comprensible que el maharajá, que era financiero de alto nivel, quisiera invitado a su casa. Acaso su intervención podría conseguir para el maharajá la autorización que estaba esperando para iniciar unas explotaciones de cinc.
La cena fue típicamente inglesa, servida por tres criados de uniforme, con chaqueta escarlata y turbante. El marahajá y él hablaron con mutua prudencia. El indio retoño joven y moderno de un viejo príncipe, tenía grandes ideas para la prosperidad de su ciudad de Ranapur. Con un inglés perfecto, salvo alguna arista insalvable, habló de sus ideas y propósitos.
-Salimos de una era, señor, y vamos a integramos en otra nueva, la era del avión supersónico. Y esa transformación no sólo afectará a los pasajeros que quieran ir de un lugar a otro, sino a las mercancías. Yo haré de Ranapur el gran centro turístico de la India. Los hoteles más modernos y confortables... En cuanto a las minas, no me limitaré al cinc, sino que trabajaré, otros distintos metales. En esas montañas, señor, que usted ve cubiertas de árboles o de arbustos y hierbas se esconden enormes tesoros de metales raros y valiosos. Tengo aquí trabajando para mí a espléndidos geólogos, científicos de primera categoría, que me están diciendo constantemente que aquí está la mejor inversión que Inglaterra podría encontrar. No me gustaría ofrecerla a los americanos antes que a los ingleses, aparte de que los rusos no dejan de presionarme...
Estaba claro que el joven indio quería convencerlo e interesarlo. En este momento se levantó la maharaní. La cena había concluido. Con palabras sin color y sin tono determinado, dijo como ausente:
-Iremos al salón dorado una vez que estemos los cuatro solos.
En el salón dorado tomó asiento la maharaní en un largo sofá tapizado con brocado de oro. Los criados ofrecieron dulces. Leonard comprendió que estaba obligado a conversar con la maharaní puesto que se había pasado toda la cena conversando con el maharajá., Había varias pieles de tigres en el vestíbulo y en el salón.
-Estamos en el país de los tigres, querida señora -le estaba diciendo el maharajá a Laura-. Me gusta cazar y también les gusta a mis hijos. Tenemos en la montaña puestos de caza reservados. Todos los años subo algunos días a cazar. Ahora no, porque estoy demasiado ocupado, y de verdad lo siento. Tenemos ya bastantes pieles de tigre... de modo qué buscaré otras actividades más excitantes, con la ayuda de su marido, por supuesto.
Salieron de la estancia y Leonard quedó solo con la maharaní, una brillante figura vestida con un blanco sari de seda. La maharaní era entre joven y no tan joven, mujer madura, en esa edad que hace a las mujeres mantenerse sin cambio aparente durante años. Pero, como él podía ver, era de naturaleza reflexiva y cultivada, y sus oscuros ojos contempladores, faltos de curiosidad.
-¿Le gusta cazar tigres? -preguntó cuando la voz del maharajá le llegó desde el vestíbulo. Estaba explicándole a Laura algunos secretos del arriesgado deporte.
La maharaní miró a Leonard.
-¿Yo? Oh, no. Yo soy ahimsa. No apruebo la matanza de los animales.
-¿Ni siquiera tigres?
Mientras dejaba en la mesa la pequeña copa dorada, dijo con una media sonrisa:
-Ni siquiera tigres. No le hacen daño a nadie a menos que se vean en peligro. Quieren vivir en la jungla, donde son absolutamente felices.
-Pero para vivir necesitan matar.
-Sí, pero yo no soy responsable de lo que ellos hacen... Me limito a no comer carne alguna.
-Pero sus hijos...
Ella le interrumpió.
-Tampoco soy responsable de lo que hagan... Sólo respondo de mis actos.
No era una mujer hermosa. Supuso Leonard que su matrimonio había sido de conveniencia familiar. No acababa de comprender que un hombre como su marido, tan lleno de vida y con naturaleza tan fuerte, pudiera sentirse satisfecho con una esposa tan distinta de él. La India estaba llena de mujeres hermosas y bellas. Pero ella le estaba hablando de nuevo:
-Me alegro de estar a solas con usted un momento.
Quiero decirle que su esposa es una entrañable amiga mía.
-¿De verdad, alteza? Nunca me ha dicho nada sobre esto.
-Quizá no quiera recordarlo ahora, pero es cierto que me ayudó mucho... cuando yo necesitaba que alguien me ayudara. Por eso me alegra verla ahora feliz y mucho más joven de lo que parecía en aquel tiempo. Tengo la seguridad de que usted la ama mucho.
-Es cierto... -Dudó si confiar o no sus sentimientos por Laura a la maharaní, pero necesitaba desahogarse-. Es lo que más quiero en el mundo. Yo amaba mucho a mi primera esposa, pero Laura necesita de mi amor mucho más porque es como un niño que sin felicidad moriría. Hay personas así. Algunos seres son capaces de vivir sin felicidad y sin amor. Pero otros mueren de pena si les faltan ambas cosas. No sé si soy yo el hombre ideal para crear esa atmósfera que Laura necesita para ser feliz. Soy un poco más viejo que ella y bastante más exigente, aunque procuro disimularlo.
La maharaní hizo un gesto de paz con sus manos. En la cara morena hubo un instantáneo brillo de los ojos.
-No siga, querido señor. Yo le aseguro que usted procura a Laura exactamente la atmósfera que ella necesita. Si usted, hubiese conocido a su primer marido... Era un hombre cruel, soberbio, insoportable...
A sus oídos llegaron estas palabras como una lluvia caída en un desierto reseco. Cargadas de vida y esperanza.
-¿Es posible?
-Como se lo digo.
Miró cara a cara a la mujer intentando encontrar un mensaje nuevo en sus ojos. Tenía ella una extraña belleza. Entonces, un pensamiento interrumpió su éxtasis.
-¿Y por qué no me lo ha dicho ella nunca?
-Quizá ni ella misma lo supiera. Al principio, estaba muy enamorada de él. Ambos eran jóvenes. Ella tomaba a broma las urgencias de él y se resistía a obedecerle. Pero pronto advertí que su carácter y su conducta cambiaban. Nunca más la vi reírse cuando él le llamaba la atención... A veces sólo porque le parecía que no iba correctamente peinada. Ah, su hermoso cabello, aunque algo blando y delgado... Comprendí que había comenzado a obedecer a su marido en lugar de echarse a reír cuando él le reprochaba algo. El cambio era tan notorio que siempre tuve la duda de que se tratara de un acto voluntario y consciente por su parte. Y advertí también que ella empezaba a buscar refugio y amparo entre nosotros.
-¿En usted?
-No en mí de a manera personal. En definitiva, yo soy aquí casi un recluso. Mi carácter es retraído. He sido educada en la soledad. Hija única en un palacio lleno de varones. Nunca fui al colegio. Un ama inglesa se ocupaba de mí. Este tipo de vida me hizo mala compañera para, mis posibles amigas. No, cuando yo le digo a usted nosotros, me estoy refiriendo a la India.
El guardaba silencio, pensativo. Ella le sirvió otra taza de café. Cuando por casualidad, él rozó la mano de ella la sintió absolutamente fría, cubierta de diamantes y esmeraldas. La maharaní continuó hablando:
-Me hago cargo perfectamente de lo que está usted pensando. Está usted recordando de la India las calles sucias, los niños famélicos y los jardines abandonados. Tengo que aceptar sus pensamientos. Es posible que no le seamos agradables y simpáticos. Por supuesto, nosotros vivimos en un área desierta. El agua escasea en todas partes, excepto en el lago, que alguien hace siglos hizo construir levantando un muro entre dos montañas. Ese lago pertenece a nuestra familia, no al pueblo, aunque, cuando lo desean, les permitimos que laven, sus ropas y sus cuerpos en las escaleras que hay delante del templo. No hay todavía ninguna esperanza de que esta gente llegue a tener agua en su casa. Y nadie podrá culparlos de ir sucios, cuando la poca agua que tienen en el hogar la han de trasladar en recipientes colocados sobre la cabeza de las mujeres...
-Claro que no -dijo él, admitiendo el orgullo autodefensivo.
-Supongo que usted está ahora pensando que con el dinero que nuestros antepasados gastaron en construir estos palacios podrían haber creado trabajo para esta gente... Y en cuanto a mi esposo el maharajá...
-Perdón -dijo él-, ¿no estábamos hablando de mi esposa? Le agradezco mucho cuanto me ha dicho de ella.
Por un momento la maharaní guardó silencio. Y luego volvió a hablar con aquella suavidad y aquella lejanía que la hacían parecer ausente. Poco a poco su voz fue haciéndose cálida y viva.
-Su esposa lo hace todo más bello de lo que realmente es. Nunca parece ver la suciedad de los niños indios, ni advierte sus diferencias con los niños ingleses.
Toma a un niño cualquiera en sus brazos y lo besa y acaricia sin fijarse en su suciedad. Parece que sólo viera la cara. Recuerdo una vez que cogió a una niña que jugaba en un montón de basura y me la enseñó ilusionada. «¡Oh, mira qué ojos tan bonitos! ¿Por qué todos los niños tienen esta mirada tan limpia?» Y en efecto, los ojos de la criatura eran bellísimos.
-Ya lo he observado...
No quiso decirle que ayer mismo, cuando paseaba con Laura por una de las calles de la ciudad, se detuvieron frente a un bazar, y un grupo de chiquillos había corrido hacia ellos. Él había gritado con miedo:
-Laura, no dejes que te toquen.
-¿Por qué no? -había respondido ella-. Son encantadores.
-Pero están sucios...
-¿Cómo quieres que estén si juegan en el polvo?
Cuando yo era niña también me divertía jugar en la basura.
Él había sufrido mientras ella acariciaba la cabeza de un chiquillo, jugando con él. Ahora la maharaní había vuelto a tomar la palabra. Y decía:
-Y no sólo los niños... Todos nosotros éramos para ella como un refugio, como un modo de mantener una flor en cada persona que tenía cerca, cuidándola para que nunca se le secara. Y nosotros la queríamos. ¿Sabe usted por qué? Porque ella no intentaba jamás juzgarnos y modificarnos. Nos dejaba ser como somos y cambiar cuando queremos y hacia donde queremos. Aquí todo es diferente.
Mirándola y oyéndola tuvo él la sensación de que conocía a aquella mujer desde mucho tiempo atrás. Con franqueza le preguntó:
-¿Está usted intentando decirme algo especial?
Ella lo negó con una leve sonrisa.
-¡Oh, no! No soy tan presuntuosa ni tan ingenua. No tengo nada que enseñarle a usted. Deberá aprender usted solo por qué su esposa ha querido regresar a la India. Hasta que usted lo averigüe estará ella queriendo volver aquí, y si usted no lo averigua nunca, un día se vendrá sola y se quedará con nosotros para siempre. Y la perderá...
Con estas palabras cabalísticas terminó la conversación. Ambos quedaron como mudos. El, por su parte, porque no sabía qué decir. El maharajá y Laura llegaban en ese momento.
-El tigre no sale a cazar hombres -decía él-, y si le ataca es porque huele la sangre humana.
La maharaní los interrumpió:
-Por favor, no hablen de tigres y de sangre humana.
El maharajá se echó a reír:
-Si por ella fuera, estaríamos todo el día acariciando a los tigres.
Laura intervino:
-La maharaní no cometería jamás el pecado de infligir dolor.
Las dos mujeres cruzaron una profunda mirada de total entendimiento.
(Sigue)