Blogs que sigo

domingo, 30 de septiembre de 2018

Deutsche Stiftung Denkmalschutz


La muerte de Joachim

La enfermera protestante era un alma prosaica. Sola en la habitación, con Hans Castorp y con el enfermo que no dormía nada, que se hallaba tendido de espaldas con los ojos entreabiertos, era capaz de decir:
-No, verdaderamente no me hubiese imaginado nunca que sería un día llamada a cuidar a uno de estos señores hasta su muerte.
Hans Castorp, espantado, le mostró los puños con una expresión salvaje, pero ella comprendió apenas lo que quería decirle, bien lejos, y con razón, del pensamiento de que convenía tener consideración a Joachim, y con un espíritu mucho más objetivo para suponer que alguien, y con mucha razón el principal interesado, pudiese hacerse ilusiones sobre el carácter y el final de este caso.                          
-Tomé -decía ella, vertiendo el agua de Colonia en el pañuelo y manteniéndolo bajo la nariz de Joachim-, dese usted todavía un poco de buena vida, señor teniente.
Y, en efecto, hubiese sido entonces poco razonable querer engañar al buen Joachim, a menos que no fuese para ejercer sobre él una influencia tonificante, como la señora Ziemseen intentaba hacer cuando hablaba en voz alta y emocionada de la curación de su hijo. Pues dos cosas estaban claras, y uno no podía equivocarse. Primera: que Joachim iba a la muerte con toda conciencia, y segunda: que lo hacia en paz consigo mismo y satisfecho de sí. Solo en la última semana, a fines de noviembre, cuando la debilidad del corazón se hizo sensible, se dejó llevar durante horas enteras, por esperanzas consoladoras respecto a su estado. Hablaba entonces de su vuelta próxima al regimiento y de la parte que tomaría en las grandes maniobras que creía continuaban todavía.
Fue precisamente en este momento cuando el consejero Behrens renunció a dar esperanzas algunas a sus parientes y declaró que el fin no era más que cuestión de horas.
Es un fenómeno tan melancólico como fatal el de esa ilusión olvidadiza y crédula en la que caen incluso las almas viriles durante el período o proceso destructor que se aproxima a su fin; fenómeno impersonal, normal y más fuerte que toda conciencia individual en la misma medida que la tentación de sueño que seduce al hombre que va a morir de frío, o del error del extraviado que va girando en círculos sobre sus propios pasos.
Hans Castorp, a quien la pena y el desgarramiento de su corazón no impedían considerar este fenómeno con objetividad, hacía consideraciones torpemente expresadas, pero lúcidas en sus conversaciones con Naptha y Settembrini, cuando les daba cuenta del estado de su pariente, e hizo caer sobre él la censura de este último cuando dijo que el concepto corriente según el cual la credulidad filosófica y la confianza en el bien eran testimonio de salud, mientras que el pesimismo y la severidad respecto al mundo serían un signo de enfermedad, reposaba, con toda apariencia, sobre un error; si no fuese así, el estado final y desesperado no podía favorecer un optimismo inquietante, respecto al cual el humor sobrio que había precedido aparecía como una manifestación de la vida sana y vigorosa. A Dios gracias, pudo al mismo tiempo comunicar a sus compasivos amigos que dejaba subsistir una esperanza en el seno mismo de esta situación desesperada, profetizando, a pesar de la juventud de Joachim, un exitus dulce y sin sufrimiento.
-Un idílico asunto del corazón, querida señora -decía, estrechando la mano de Luisa Ziemssen entre sus dos enormes manos en forma de palas, y mirándola con sus ojos lacrimosos e inyectados de sangre-. Esto me produce un gran placer, me satisface extraordinariamente que eso vaya tomando un curso cordial, si puede decirse así y que no haya necesidad de esperar el edema de la lengua y otras viles cosas. De esta manera se evitará mucho jaleo. El corazón cede rápidamente, tanto mejor para él y tanto mejor para nosotros que podemos cumplir nuestro deber con la jeringa del alcanfor, sin mucho peligro de exponerle todavía a complicaciones prolongadas. Dormirá mucho al final y tendrá sueños agradables, eso es lo que creo poder prometerle, y si en último caso no consigue precisamente dormir, tendrá, a pesar de todo, una muerte corta y sin dolores, le será completamente indiferente, créame. En el fondo, pasa casi siempre así. Conozco la muerte, soy uno de sus viejos empleados; créame, se la sobreestima. Puedo decírselo: no es casi nada. Pues todo lo que de cosas desagradables, en cierta circunstancia, precede a ese instante en cuestión, no puede ser considerado como formando parte de la muerte, es lo que hay de más vivo y puede conducir a la vida y a la curación. Pero de la muerte, nadie que volviese de ella podría decir que vale la pena, pues no se la vive. Salimos de las tinieblas y entramos en las tinieblas. Entre esos dos instantes hay cosas vividas, pero nosotros no vivimos ni el principio ni el fin, ni el nacimiento ni la muerte; no tienen carácter subjetivo; como acontecimiento, no se hallan más que el dominio de lo objetivo. Así pasa la cosa.
Tal era la manera de consolar del consejero. Y sus seguridades se confirmaron, en efecto, bastante exactamente. Joachim, debilitado, durmió largas horas durante sus últimos días; soñó también todo lo que era agradable soñar, es decir, suponemos que vio en sueños el país llano y la vida militar, y cuando se despertaba y le preguntaban cómo se encontraba, contestaba siempre, aunque indistintamente, que se sentían bien y feliz, a pesar de que apenas tuviese pulso y no sintiese casi el pinchazo de la jeringa de inyecciones. Su cuerpo habíase vuelto insensible, le hubiesen podido quemar y pellizcar sin que eso interesara para nada al buen Joachim.
A pesar de esto, desde la llegada de su madre se operaron grandes cambios en él. Como le resultaba muy penoso el afeitarse y había dejado de hacerlo desde hacia ocho o diez días, su rostro estaba ahora encuadrado en una especie de collar de barba negra, de una barba de guerrero como la que los soldados se dejan crecer en campaña y que, según opinión de todos, le daban una belleza viril. Sí, Joachim, de joven se había convertido en un hombre maduro a causa de esa barba, y sin duda no solamente a causa de ella. Vivía de prisa, como un mecanismo de reloj que se estropea, franqueaba al galope las edades que no le era concedido alcanzar en el tiempo, y durante las últimas veinticuatro horas se convirtió en un anciano. La debilidad de su corazón le producía una hinchazón en el rostro, lo que daba a Hans Castorp la impresión de que la muerte debía ser, por lo menos, un esfuerzo muy penoso, a pesar de que Joachim, gracias a los frecuentes eclipses de su conciencia, no parecía darse cuenta. Esta hinchazón alcanzaba principalmente a los labios, y a la sequedad o el enervamiento del interior de la boca contribuía visiblemente a que Joachim balbucease como un viejo, cosa que le irritaba. Si no hubiese tenido esa molestia, decía balbuceando, todo hubiera ido bien, pero eso constituía una fastidiosa contrariedad.
Lo que quería decir al manifestar que “todo hubiera ido bien” no estaba muy claro. La tendencia de su estado al equívoco aparecía de una manera impresionante. Más de una vez dijo cosas de doble sentido. Parecía saber y no saber, y declaró una vez, visiblemente sacudido por un escalofrío de agotamiento, moviendo la cabeza y con una cierta contrición, que “jamás se había sentido tan mal afinado”.
Luego su actitud se hizo distante, severa, inabordable, incluso incivil; no se dejaba impresionar por ninguna ficción ni por ningún paliativo, ni contestaba; miraba ante él con un aire ausente. Sobre todo después que el joven pastor, que Luisa Ziemssen había hecho llamar y que, con gran sentimiento de Hans Castorp, no llevaba alzacuello almidonado, sino sencillamente un pequeño cuello, hubo rezado con él, su actitud adquirió un empaque oficial y no expresó sus deseos más que bajo la forma de breves órdenes.
A las seis de la tarde manifestó una manía chocante. Con la mano derecha, cuya muñeca se hallaba más ceñida por un pequeño brazalete, se frotó repetidas veces la región de la cadera, elevando un poco la mano y luego arrastrándola hacía él, sobre la colcha, con un gesto de rascar, como si atrajese o recogiese algo.
A las siete murió. Alfreda Schidlknecht se encontraba en el comedor, y estaban únicamente presentes la madre y el primo. Joachim se había hundido en la cama y ordenó brevemente que le alzasen. Mientras que la señora Ziemssen enlazaba con su brazo la espalda de su hijo, obedeciendo esa orden, dijo este con apresuramiento que inmediatamente debía redactar y enviar una solicitud de prolongación de su permiso. Mientras decía eso, el “breve tránsito” se realizó, observado por Hans Castorp con recogimiento, a la luz de la lamparilla de la cabecera, velada con una pantalla roja. Los ojos giraron, la inconsciente tensión de sus facciones desapareció, la penosa hinchazón de los labios se desvaneció rápidamente, y el mudo rostro de nuestro Joachim recobró la belleza de una juventud viril.
Todo había terminado.
Luisa Ziemssen volvió la cabeza llorando, y fue Hans Castorp quien, con la yema del anular, cerró los párpados de aquel que ya no tenía respiración ni movimiento, y fue él quien unió suavemente sus manos sobre la colcha. Luego Hans Castorp lloró, dejó resbalar sobre sus mejillas las lágrimas que habían quemado al oficial de la marina inglesa, ese líquido claro que mana en todas partes del mundo tan abundante, tan amargamente y a toda hora, hasta el punto de que se ha dado al valle terrestre un nombre poético que recuerda ese producto alcalino y salado de las glándulas, que el trastorno nervioso de un dolor que nos traspasa, tanto el dolor físico como el moral, arranca a nuestro cuerpo. Sabía que ese líquido contenía igualmente un poco de mucina y de albúmina.
Llegó el consejero, avisado por la hermana Berta. Media hora antes había estado ya ahí dando al moribundo una inyección de alcanfor; no estuvo ausente más que en el instante del “breve tránsito”.
-Este ya está listo -dijo simplemente, separando su estetoscopio del pecho silencioso de Joachim. Y estrechó las manos de los dos parientes, haciéndoles un signo con la cabeza. Luego permaneció todavía un instante con ellos, contemplando el rostro inmóvil del cadáver, encuadrado en una barba de guerrero-. Gran loco, gran atrevido -dijo por encima del hombro, señalando con la cabeza al que ya reposaba-. Quiso forzar las cosas, ¿saben ustedes? Naturalmente, su servicio, allá abajo, no fue más que esfuerzos y violencia; cumplía su servicio sumido en la fiebre, ¡contra todo y a pesar de todo! El campo del honor, ¿comprenden ustedes?, cogió la llave del campo del honor. Pero el honor ha sido la muerte para él, y la muerte, pueden ustedes pensar lo que quieran, la muerte dice seguramente ahora: “¡Tengo un gran honor!” ¡Gran loco, gran descabellado!

Thomas Mann

viernes, 28 de septiembre de 2018

Museo Pedagóxico de Galicia






La toga

Para muchos niños hay en muchas capitales, Madrid entre ellas, una escuela más pública que las escuelas públicas: la calle.
Su rector es la miseria, sus aulas el descuido y la ocasión, sus bedeles los guardias. Está abierta siempre.
A media noche, cuando cruzáis las anchas calles desiertas, un poco encantados de oír vuestro taconeo en la acera y de tener para vosotros nada más las luces brillando, como las que en avenidas de imperial palacio aguardan la retirada del señor, una cosa se os pone delante y se os enreda entre las piernas. Es un periódico extendido, que anda solo, detrás del cual se divisan luego los pies, la cabeza y las manos del que lo sostiene, como en las clásicas viñetas anunciadoras.
—¡Señolito, el Helaldo! —dice un chicuelo tan alto como el periódico.
Ha surgido de un portal, del biombo de Fornos, donde del frío se amparaba, tendido sobre un montón de niños, que pisan los trasnochadores. Un brazo que se retira o una pata que se encoge: esto es todo. «Los golfos», piensa el que sale; y por los miembros entrelazados allí, es tan incapaz de calcular el número de muchachos como de averiguar por las roscas movibles y viscosas el de un pelotón de lombrices.
Y me he fijado alguna vez en los chiquillos del Helaldo. Los hay rubios, con caras bonitas y tan dulces como la de todos los niños de tres años. Sus bocas sonríen con ingenuidad confiada, y sus ojos son vivos e inteligentes. Piden una pelilla o brindan su mercancía alargando la manita aterida, a no importa quién, con la amorosa gracia con que pedirían un beso a sus padres, si los conocieran. He buscado con insistencia entre ellos al criminal nato, de Lombroso, para conocerlo así, pequeñito. En vano. Frentes abultadas y sortijillas de seda… como todos los niños, en fin.
«¡Los golfos!», es cuanto dice al verlos el hombre grave, lo mismo que dice bajo los árboles del Retiro: «¡Los mosquitos!». El que más, recuerda en ellos el Gavroche; los halla chistosos y simpáticos, y se figura que van a ser eternamente gorriones de la gran ciudad, para dormir en los huecos de las estatuas y saltar de día al frente de los batallones. Está bien, pues; que no hagan nada; ya servirán de efecto armónico a los poetas, como las golondrinas y las hierbas de las tapias. El orden social, que por dos pesetas se encarga un guardia de representar, mira a los golfos y les da una patada de cuando en cuando.
¡Ah, pero se es injusto en tratarlos así, de haraganes! Distan de serlo. Esos pobres niños del Helaldo y La Colespondencia muestran la curiosidad y la voluntad de aprender que todos los de su edad, cuando se empieza a desplegar su alma. La tienen blanca, de ángel, y con ella han empezado su carrera y se aplican en su primera enseñanza.
¡Y que no les enseñan los puntapiés de orden público! A los seis años ya saben correr y quitar pañuelos, mirando con un ojo al bolsillo y con el otro al guardia. Es el ingreso de bachillerato. Mientras lo cursan, los agentes siguen observándolos con atención, llevándolos tal cual vez a recoger diplomas en la Prevención del distrito, y repartiéndoles trompadas y pescozones. Aunque con filosofía: «aún no estorban», dice la sociedad. Y como no estorban, hasta los quince o veinte años, filiados ya en los gubernamentales registros, se pasan la vida, a fuer de estudiantes alegres, corriendo de los guardias en la calle y convidándolos a cariñena en las tabernas.
Facultad Mayor. Se indica por el ingreso del educando en la cárcel, a consecuencia de un robo o de un navajazo en quimera. Cosa leve y grandes adelantos. El que no es completamente imbécil, saca la licenciatura en tres años, y como ya está hecho lo más, he aquí que viene un día el saqueo del palacio de un marqués, en cuadrilla, con asesinato del dueño…
La sociedad se conmueve.
—Ese hombre —dice frunciendo el ceño ante el asesino— estorba ya. Venguémonos; ha terminado su carrera.
Y efectivamente, entra poco después en el calabozo; le pesan y miden los antropólogos; encuentran que tiene la frente deprimida, el pelo lanoso y áspero, las orejas en asa y los pómulos salientes. No recuerdan ya que cuando pequeñín tenía la cabeza de los angelillos, cuando pregonaba el Helaldo, ni recuerdan que la ferocidad de su sonrisa con dientes de caballo había sido primero, «en boca de niño, sonrisa de amor».
—¡Criminal nato! —gritan los antropólogos. Porque, eso sí; la ciencia es rotunda.
Ha terminado su carrera. Se le viste la hopa y el birrete de los ajusticiados.
Es decir, la toga.
•••••
Cuando menos eso me pareció a mí una tarde muy triste en que yo pude contemplar a un hombre con bonete y sotana negros, sentado junto a un palo, agarrotado por el pescuezo y con la lengua fuera.
Tenía yo también recién ganada mi toga, y no sé qué extraños giros de pensamiento hiciéronme ver un poco de vergüenza en mi traje talar y un poco de grandeza entre los pliegues de aquella túnica que envolvía a aquel muerto con la cabeza tronchada y el gesto de apocalíptico reproche…
¡Quizá emprendimos la carrera al mismo tiempo! Yo, en el regazo de mi madre. Él, en el desprecio de la Humanidad.
Y me estremecí al pensar que si hubiese sido lo contrario, yo sería entonces el ahorcado, y el ahorcado el doctor.

Felipe Trigo

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Lliria - Ciutat de la Música


De labriego a agricultor

Jeff Peters tenía una cualidad que merece ser recordada.
Siempre que se le pedía directamente que narrase un episodio de su vida contestaba que había estado tan desprovista de incidentes como la más larga de las novelas de Trollope. Pero, si se le daba ocasión con habilidad, en el acto empezaba a relatar sus lances.
-He notado -dije un día- que los campesinos del Oeste, a pesar de su prosperidad, tienden a reintegrarse a sus antiguos y populares amores.
-Abunda esa corriente -convino Jeff- entre los campesinos, como la del aire en los arces y la líquida en el río Connemaugh. Yo conozco bien a los labriegos. Creí una vez haber fracasado con uno que se había salido de su ambiente, pero Andy Tucker me demostró que me equivocaba. «Quien una vez cava la tierra, seguirá siempre con el testuz sobre los terrones -dijo Andy-. Es el que está siempre en primera fila frente a las balas, el primero en las colas ante las urnas y en las de las salas de espectáculos. Es el hazmerreír siempre y no sé lo que podríamos hacer sin él.»
»Una mañana Andy y yo nos despertamos, con el capital de sesenta y ocho centavos entre los dos, en un hotel de amarillas paredes de pino, en el borde de la predigerida -para nosotros- deliciosa región que ciñe los linderos de la Indiana meridional. No puedo ni siquiera decir cómo nos arrojamos del tren en marcha la noche antes, porque el convoy atravesaba la población muy de prisa y lo que desde la ventanilla nos parecía una taberna resultó ser una mezcla óptica de una botica y un depósito de agua, entre los que mediaban dos manzanas de casas. Por qué nos apeamos en la primera estación que pudimos es una cosa relacionada con un reloj de oro y cierto trato de diamantes de Alaska, que no logramos realizar el día anterior, recorriendo la línea de Kentucky.
»Cuando desperté, oí cantar a los gallos y percibí el olor de las emanaciones del ácido nitro-muriático, a lo que se unió el ruido de la caída de un cuerpo pesado en el piso bajo, amén de unas palabrotas.
»-Albricias, Andy -dije-. Hemos llegado a una comunidad rural. Alguien acaba de tentar el suelo con sus costillas. Salgamos, veamos lo que puede sacarse de un campesino y, después, pies para que os quiero.
»Los campesinos equivalían para mí a una especie de fondo de reserva. Siempre que me apretaba la mala suerte me situaba en un cruce de caminos, introducía el índice entre los tirantes y la camisa de un hombre del agro y de una manera maquinal le recitaba el texto de los prospectos de mi negocio. Después examinaba lo que el sujeto poseía, le dejaba el llavero, el eslabón y la yesca y cuantos papeles no tenían valor más que para el propietario y me alejaba sin hacer nuevas preguntas. Los campesinos no son caza lícita para cuando ando en asuntos tan importantes como los que Andy y yo desarrollábamos, pero en ocasiones encontrábamos incluso a un palurdo tan útil para nosotros como Wall Street lo es para la Secretaría del Tesoro de vez en cuando.
»Cuando descendimos las escaleras admiramos el mejor ambiente rural que viéramos jamás. A unas dos millas, en una colina, se veía una gran casa blanca rodeada de árboles, y más allá, tierras de cultivo y praderas, y más allá, porches y pabellones auxiliares.
»-¿De quién es aquella casa? -preguntamos al posadero.
»-Ese lugar -respondió- constituye el domicilio y los complementos arbóreos, terráqueos y hortícolas del campesino Ezra Plunkett, uno de los más progresivos ciudadanos de nuestra comarca.
»Después de desayunar, Andy y yo, dueños del sobrante de nuestro capital conjunto de ocho centavos, trazamos el horóscopo del potentado rural.
»-Déjame ir solo -pedí a mi amigo-. Dos juntos contra un labriego podríamos parecer tan mancos como Roosevelt usando ambas manos para matar un oso pardo.
»-Muy bien -dijo Andy-. A mí me gusta ser un caballero incluso cuando me limito a imponer tributos a agricultores. Pero -me preguntó- ¿qué cebo piensas tenderle a ese Ezra?
»-¡Bah! -repuse-. El primero que se me ocurra. Quizá le hable de los nuevos recibos del impuesto sobre la renta; o de la receta para preparar miel de romero con desperdicios de alfalfa y mondaduras de manzana; o de los pedidos en blanco para los lectores de McGuffey, que luego resultan ser pedidos de navajas de afeitar de McCormick; o del collar de perlas encontrado en el tren; o del lingote de oro que llevo en el bolsillo; o del...
»-Es bastante -aprobó Andy-. Cualquier elemento de ese lote hará que Ezra se trague el anzuelo. Pero procura, Jeff que ese paleto nos entregue billetes nuevos y limpios. Es una vergüenza para nuestro departamento de Agricultura, nuestro Cuerpo de Servicio Civil y la ley de Vigilancia de Pureza de Alimentos la clase de papel que los labradores nos entregan. Algunos me han dado fajas que parecían paquetes de caldo de cultivo microbiano capturado a una ambulancia de la Cruz Roja.
»Fui, pues, a una cuadra y alquilé -sin otro adelanto que dar la cara- un cochecillo de campo. Cogí las riendas y adelante. Al llegar a la casa de Plunkett me apeé. Un hombre estaba sentado en los peldaños de la entrada del edificio. Llevaba una camisa de franela blanca, un anillo con diamantes, un gorro de golf y una corbata de color rosa. «Será un veraneante que tengan aquí de huésped», me dije.
»-Quisiera ver al señor Ezra Plunkett -anuncié.
»-Está delante de usted -respondió el hombre-. ¿Qué se le ofrece?
»No contesté. Me quedé inmóvil, repitiéndome interiormente las últimas notas de la alegre tuna de «El Hombre y el Mono». Mirando a aquel campesino, las modestas recetas que pensaba administrarle parecían tan absolutamente inútiles como intentar destruir el Trust de la Carne en Conserva con una carabina de salón.
»-Hable, hombre -me dijo, mirándome-. Noto que el bolsillo izquierdo de su chaqueta está algo caído. Empiece primero, si quiere, con lo del ladrillo de oro. Me interesa la ladrillería más que las letras a sesenta días y las minas de plata no explotadas.
»Experimenté una cierta sensación de demencia en los fundamentos de mi raciocinio, pero saqué el ladrillo aludido y desenvolví el pañuelo que lo envolvía hasta entonces.
»-Un dólar y ochenta centavos -dijo el granjero, sopesando el objeto-. ¿Trato hecho?
»-El plomo que contiene vale más -dije, dignamente, volviendo a guardarme el ladrillo.
»-No lo niego -repuso Ezra-, pero, si me interesa, es para una colección que quiero hacer. La semana pasada adquirí uno valorado en cinco dólares y sólo pagué dos y diez centavos.
»En aquel momento sonó en la casa el timbre de un teléfono.
»-Entre, Bunk -dijo el labriego- y le enseñaré mi casa. Uno a veces se siente muy solitario aquí. Creo que me llaman desde Nueva York.
»Entramos en un cuarto que parecía el despacho de un hombre de negocios neoyorquino: mesas de oficina, ligeras, de madera de encina, dos teléfonos, sillones y divanes tapizados en cuero español, pinturas al óleo en marcos dorados de un grosor de un pie y en un rincón un trasto muy raro.
»-¿Quién habla? -dijo el singular campesino-. ¿Es el Regent Theatre? Sí, aquí Plunkett, de Woodbine Centre. Reserve cuatro sillones de orquesta para el viernes por la noche. Las de costumbre. El viernes, sí. Adiós.
»-Voy a Nueva York cada dos semanas para ver una función -me dijo mientras colgaba el auricular-. Cojo el expreso de las dieciocho en Indianápolis, paso diez horas de la noche en la línea yappiana y llego aquí con el tiempo suficiente para oír cacarear a las gallinas, es decir, cuarenta y ocho horas más tarde. El primitivo labrador de la época de las cavernas se ha trocado en un hombre que asiste a la reunión anual de los Partidarios del Gas Permanentemente Encendido. ¿No le parece, señor Bunk?
»-Me parece notar -convine- cierta alteración en las tradiciones campesinas, en las que, hasta aquí, he confiado siempre.
»-Ciertamente, Bunk -dijo él-. La amarilla prímula de las márgenes del río empieza a miramos a los palurdos como una edición de lujo del «Lenguaje de las Flores», con bordes dorados y elegante frontispicio.
»El teléfono sonó de nuevo.
»-Al habla -dijo él-. ¡Ah, es Perkins, de Milldale! Ya te dije que ochocientos dólares son demasiado por ese caballo. ¿Lo tienes ahí mismo? Pues vamos a verlo. Apártate del receptor y haz trotar al animal en círculo... Más de prisa... Sí, le oigo... Más de prisa aún. Basta. Ahora acércale al teléfono. Más cercano el hocico... Bueno... Espera... No, no me quedo con ese caballo... ¿Cómo? No, a ningún precio. Tiene el trote irregular y no está sano de los pulmones. Adiós.
»El hombre se volvió a mí.
»-Ahora, Bunk, ¿se da cuenta de que la agricultura se ha procurado un corte de pelo? Usted pertenece a una época ya remota. Hasta el mismo Tom Lawson sabe lo bastante para no intentar engañar a un agricultor a la moderna. Hoy es sábado, catorce, como sabe muy bien. Ahora observe cómo nosotros nos enteramos de los acontecimientos del día.
»Me llevó hasta el rincón donde estaba el trasto que dije. Algo parecido a una máquina expendedora automática. Una voz de mujer empezó a recitar anuncios de asesinatos, accidentes y alteraciones políticas.
»-Lo que está oyendo -dijo Ezra- es una sinopsis de las noticias del día, tal como las han publicado los periódicos de Nueva York, Chicago, San Luis y San Francisco. Se telefonean los sucesos a nuestro Oficina Rural de Noticias y se sirven fresquitas a los suscriptores. En esa otra mesa verá los principales diarios y revistas del país. También tengo un servicio de recortes anticipados de las revistas mensuales.
»Tomé un pliego y vi que lo encabezaba este título: «Pruebas Anticipadas Especiales. El Century de julio de este año dirá...» Y así sucesivamente.
»El labriego llamó a alguien -supongo que a su administrador- y le dijo que vendiera las quince cabezas vacunas a seiscientos dólares cada una, que sembrara de trigo el campo de novecientos acres y que aumentase en doscientas el número de latas que debía dejar en la estación para ser transportadas por el tren lechero. Después sacó unos puros Henry Clay y una botella de chartreuse verde y se acercó a su aparato de noticias.
»-Los Gas Consolidados ganan dos puntos -comentó-. ¡Muy bien!
»-¿No ha intervenido nunca en negocios de cobre? -sugerí.
»-Cállese -respondió, alzando la mano-, o llamo al perro. Ya le advertí que iba usted a perder el tiempo conmigo.
»Y añadió, al cabo de un rato:
»-Bunk, con perdón suyo, le diré que su compañía empieza a fatigarme. Tengo que escribir un artículo para una revista, tratando de «La Quimera del Comunismo», y asistir esta tarde a una Junta de la Asociación de Aficionados a las Carreras. Desde luego ya habrá comprendido que usted no puede conseguir de mí nada para nada, sea lo que fuere.
»Todo lo que se me ocurrió hacer fue salir y volver a mi coche. El caballo dio la vuelta y me devolvió al hotel. Lo até a un árbol y me fui en busca de Andy. Ya en su cuarto le referí mi conversación con aquel campesino, palabra por palabra, y me senté a la mesa con el aire de un as de la sagacidad hecho papilla.
»-Aún no comprendo lo que ha sucedido -añadí, mientras silbaba una cancioncilla triste para disimular mi humillación.
»Andy paseó de un lado a otro del cuarto durante largo tiempo, mordiéndose la punta izquierda del bigote, como hace siempre que se entrega a sus pensamientos.
»-Jeff -dijo, al fin-, creo en la historia de ese rústico expurgado, de su rusticidad, pero no me ha convencido por completo. Me parece increíble verle vacunado contra todas las ramificaciones del ambiente bucólico. Tú dime: ¿has sospechado nunca en mí alguna inclinación religiosa?
»-Realmente, no -repuse. Y agregué, para no herir sus sentimientos-: De todos modos, he conocido a muchos nombres posesores de la dicha inclinación que no la exteriorizaban tanto que hubiese de quedar grabada en un pañuelo si se la frotaba.
-Siempre he sido un profundo estudiante de la naturaleza de la creación -dijo Andy-, y creo en los designios finales de la Providencia. Los campesinos han sido formados con un propósito, y es el de proporcionar medios de vida a los hombres como tú y como yo. Si no, ¿por qué se nos ha provisto de cerebro? Tengo la creencia de que el maná del que los israelitas vivieron en el desierto durante cuarenta años es una expresión simbólica para designar a los campesinos, y de todos modos los judíos continúan esa práctica hasta nuestros días. Tras lo cual -añadió Andy- voy a intentar llevar a la realidad mi teoría. El que es campesino siempre lo será, a pesar de los especiales cauces y orificios de salida que una civilización espuria y artificial pueda proporcionarle.
»-Te sucederá lo que a mí -dije-. Ese hombre, en concreto, ha roto las cadenas del agro. Se encuentra atrincherado detrás de las ventajas de la electricidad, la educación, la literatura y la inteligencia.
»-Probaré -insistió Andy-. Hay ciertas leyes de la naturaleza que el simple intento rural de borrarlas no puede vencer.
»Andy entró en el cuartito-guardarropa y salió vestido con un traje a cuadros pardos y amarillos, cada uno del tamaño de la mano. Llevaba un chaleco encarnado con lunares azules y un alto sombrero de seda. Observé que había empapado su bigote rubiáceo con una solución de tinta azul.
»-¡Por vida de Barnum! -exclamé-. ¿Vas a hacer la propaganda de un circo?
»-Justo -corroboró Andy-. ¿Tienes el coche fuera? Espérame. No tardaré.
»Dos horas después Andy entraba en el cuarto y depositaba un montón de billetes sobre la mesa.
»-Ochocientos sesenta dólares -dijo-. Voy a explicártela todo. El hombre estaba en casa. Me vio y empezó a dirigirme bromas. No contesté palabra, pero saqué unas cáscaras de avellana e hice rodar una bolita sobre la mesa. Silbé un par de tonadas y en seguida puse en juego la vieja fórmula.
»-Diviértase lo que quiera, caballero -dije-, pero mire rodar la bolita. Mirar no le cuesta nada. La verá, y, casi a la vez, ya no la verá. Adivine dónde está el jugador. La rapidez de la mano y la disposición de las cáscaras engañan los ojos.
»Dirigí los míos al campesino. Vi que el sudor perlaba su frente. Cerró la puerta y me contempló. Luego dijo: «Apostaría veinte dólares a que eso lo hago yo».
»-Después de esto -continuó Andy- poca cosa hay que añadir. El buen hombre sólo tenía en su casa ochocientos sesenta dólares en metálico. Cuando le dejé me acompañó hasta la puerta. Brillaban las lágrimas en sus pupilas mientras me estrechaba la mano. «Bunk -me dijo-, gracias por haberme proporcionado el único placer auténtico que he tenido en muchos años. Esto me recuerda los antiguos días en que yo era un simple labriego y no un agricultor. Dios le bendiga».
Aquí Jeff Peters dejó de hablar y yo inferí que su narración había terminado.
-De modo que tú piensas... -empecé.
-Sí -dijo Jeff-. Una cosa parecida. Lo mejor es dejar a los campesinos ir adelante y entretenerse un poco con la política. La vida de labrador es muy solitaria y no es la primera vez que se empeñan en jugar contra la cáscara de avellana y la bolita.

O´Henry

lunes, 24 de septiembre de 2018

Drácula





El monstruo                        

Bochornoso calor, silencio; la vida ha quedado inmó­vil, cuajada en la luminosa calma del día; el cielo mira acariciador a la tierra, como un claro ojo azul en el que el sol es su ígnea pupila.
El mar, liso, parece forjado de metal azul; las barcas de los pescadores, de diversas tonalidades, permanecen quietas, igual que si estuvieran soldadas en el semicírcu­lo del golfo, tan claro como el cielo. Vuela una gaviota, agitando perezosa las alas, y el agua refleja otro pájaro, más blanco y bello que el que está en el aire.
Se desvanecen las lejanías; allá, en la bruma, flota dulcemente o se funde, derretida por el sol, una isla lilá­cea -roca solitaria en medio del mar- como una gema de acariciadores destellos en la bahía de Ná­poles.
La quebrada y pedregosa costa desciende hacia el mar, toda ella ensortijada y fastuosa con las obscuras hojas de las vides, de los naranjos, de los limoneros y las higueras; con la plata sin brillo del follaje de los olivos. A través del torrente de verdor que cae al mar por la es­carpada orilla, sonríen afables las flores, doradas, roas, blancas, mientras los frutos amarillos y anaranjados se asemejan a las estrellas en una de esas calurosas no­ches sin luna en que el cielo está obscuro y el aire satu­rado de humedad.
Calma en el cielo, en el mar y en el alma; se sienten deseos de oír la silenciosa plegaria que todo lo vivo canta al dios Sol.
Entre los huertos serpentea un sendero, y por él, ba­jando despacio, de piedra en piedra, va hacia el mar una mujer alta, enlutada; su negro vestido, desteñido por el sol, tiene unos manchones pardos y sus remiendos se di­visan incluso desde lejos. Lleva la cabeza descubierta y brillan sus argentados cabellos blancos, que, formando pequeños anillos, le caen sobre la despejada frente, las sienes y la obscura tez de las mejillas; tales cabellos debe ser imposible alisarlos.
Su rostro severo, de pronunciadas facciones, es de los que, con una sola vez que se vean, no se olvidan jamás: hay algo profundamente antiguo en esta cara enjuta, y si se tropieza con la obscura mirada de sus ojos tenaces, no se puede por menos de recordar los desiertos de Oriente, a Débora y a Judit.
Inclinada la cabeza, hace ganchillo, algo de color es­carlata, refulge el acero de la aguja, lleva metido entre la ropa el ovillo de lana, pero parece que el hilo rojo brota del pecho de la mujer. El sendero es empinado y tortuoso, se oye el susurro de las piedras al caer, mas la de los blancos cabellos desciende con paso tan seguro, que pa­rece que sus pies ven el camino.
He aquí lo que cuentan de esta mujer: es viuda; su marido, un pescador, fue a pescar poco después de la boda, dejándola embarazada, y no volvió más.
Cuando nació el niño, ella empezó a ocultarlo de la gente, no salía con él a la calle a tomar el sol y vana­gloriarse del hijo, como hacen todas las madres; lo tenía escondido en un obscuro rincón de su casucha, en­vuelto en trapos, y durante largo tiempo ninguno de los vecinos vio cómo estaba constituído el recién nacido; veían solamente su cabeza grande y unos ojazos inmóviles en el rostro amarillento. Observaron también que ella, mujer hábil y fuerte, que antes luchaba incansable y alegre con la miseria y sabía infundir ánimo a los demás, se había vuelto ahora taciturna, estaba obsesionada con algún pensamiento fijo, tenía de continuo fruncido el ceño y miraba a todo, a través de la neblina de su pena, con unos ojos extraños que parecían preguntar algo.
No hizo falta mucho tiempo para que todos supieran las causas de la aflicción de la madre: el niño había na­cido monstruoso; por eso lo ocultaba, aquello era el motivo de su doloroso abatimiento.
Entonces los vecinos le dijeron que ellos comprendían, desde luego, la gran vergüenza que era para una mujer ser madre de un monstruo; nadie, a excepción de la Madonna, sabía si ella merecía o no aquel castigo, pero el niño no era culpable de nada, y hacía mal en privarle del sol.
Ella obedeció el consejo de la gente y les mostró el hijo: tenía unas piernas y unos brazos cortos como ale­tas de pescado; la cabeza, hinchada igual que un gran globo, apenas se sostenía sobre el cuello delgado y flác­cido, y en la cara, toda llena de arrugas, que parecía de un viejo, había un par de ojos turbios y una bocaza di­latada en una sonrisa muerta.
Las mujeres lloraban al verlo; los hombres, torciendo el gesto con repugnancia, se alejaban sombríos; la madre del monstruo, sentada sobre la tierra, unas veces ocultaba el rostro y otras alzaba la cabeza al tiempo que miraba a todos, en muda interrogante, como queriendo preguntar algo que nadie comprendía.
Los vecinos hicieron un cajón, semejante a un ataúd, para la deforme criatura, lo llenaron de borra de lana y trapos, metieron al monstruo en aquel nido blando y cá­lido y pusieron el cajón a la sombra, en el patio, con la secreta esperanza de que el sol, que hace milagros cada día, realizara un prodigio más.
Pero el tiempo pasaba, y el niño continuaba igual: la cabeza enorme, el cuerpo largo, con cuatro imponentes apéndices; únicamente la sonrisa iba tomando una ex­presión, cada vez más definida, de avaricia insaciable, mientras la boca se llenaba de dos filas de dientes afila­dos y corvos. Las cortas garras aprendieron la atrapar los pedazos de pan y a llevárselos a la ardiente bocaza, sin equivocarse casi nunca.
Era mudo, pero, cuando alguien comía cerca del monstruo y éste percibía el olor de la comida, lanzaba unos mugidos sordos, con las fauces abiertas, balan­ceando la cabezota, mientras las turbias córneas de sus ojos se cubrían de una redecilla de vetas sanguinolentas.
Engullía mucho y, cuanto más tiempo pasaba, aumentaba su gula y su mugir se iba haciendo más constante; la madre trabajaba sin descanso, pero su sa­lario era mísero con frecuencia y a veces no ganaba ab­solutamente nada. No profería una sola queja y aceptaba de mala gana -siempre callada- la ayuda de los vecinos, pero éstos, cuando ella no estaba en casa, irri­tados por el continuo mugir, corrían al patio y metían en aquella boca insaciable cortezas de pan, hortalizas, fru­tas, cuanto era comestible.
-¡Pronto se te comerá todo! -le decían-. ¿Por qué no lo metes en el hospicio o en un hospital?
Ella contestaba sombría:
-Yo lo he parido, y yo debo alimentarlo.
Era guapa, y más de un hombre la había requerido de amores, sin que ninguno tuviese éxito; al que más le gustaba a ella, le dijo:
-No puedo ser tu mujer; temo parir otro monstruo, y eso sería una vergüenza para ti. No, ¡vete!
El intentó convencerla, le recordó a la Madonna, que es justa con todas las madres y las considera sus hermanas, pero la madre del engendro le repuso:
-Yo no se cuál será mi culpa, pero, ya ves, he sido castigada cruelmente.
El imploró, lloró, se puso furioso, y entonces ella le repuso:
- No es posible hacer aquello  en que no se tiene fe. ¡Vete!
Y él se fue, para siempre, sin que se supiera adónde.
Así estuvo la mujer varios años, llenando aquellas fau­ces sin fondo, aquella bocaza que masticaba sin cesar, se comía los frutos de sus trabajos, se tragaba su sangre y su vida; la cabeza había crecido y era cada vez más espantosa, se asemejaba a un globo dispuesto a des­prenderse del cuello delgado y feble para volar, trope­zando contra las esquinas de las casas, balanceándose perezoso.
Todo el que se asomaba al patio se detenía involun­tariamente, asombrado, estremecido, sin poder compren­der qué era lo que veían sus ojos. Junto al muro cubierto por una parra, sobre unas piedras, como sobre un ara, se encontraba un cajón, del que se alzaba la cabeza aquella y, destacándose netamente sobre el fondo del verdor,­ atraía las miradas del transeúnte un rostro amarillento, surcado de arrugas de abultadas facciones; sobresalían, saliéndose de sus órbitas, unos ojos estúpidos para que­dar grabados largo tiempo en la memoria de quien los viera, temblaba la nariz, ancha, achatada, movíanse unas mandíbulas y unos pómulos desmesurados, palpitaban trémulos unos labios marchitos, dejando al descubierto dos filas de dientes de animal carnicero, y se er­guían, como si tuvieran vida propia, unas orejas grandes, agudas, de fiera; remataba aquella espantosa carátula, una cabellera negra, compacta y espesa, ensortijada en pequeños anillos, como el pelo de un negro.
Sosteniendo en la mano enana, semejante a una patita de lagartija, un trozo de algo comestible, el monstruo inclinaba la cabeza, con movimiento de ave que picotea, y desgarraba con los dientes la pitanza, masticando y sorbiendo ruidosamente. Cuando estaba harto, al mirar a las personas, enseñaba siempre los dientes y sus ojos convergían en el entrecejo para fun­dirse en una mancha turbia, insondable, de aquel rostro medio muerto cuyas convulsiones recordaban las de la agonía. Cuando estaba hambriento, alargaba el cuello hacia adelante y, muy abiertas las rojas fauces, mo­viendo la fina lengua de culebra, mugía exigente.
La gente se alejaba de él santiguándose, musitando una oración, y a su memoria venía todo lo malo que les aconteciera y todas las desdichas pasadas en su vida.
El viejo herrero, hombre de lúgubres pensamientos, había dicho en más de una ocasión:
-Cuando veo esa boca que se lo zampa todo, pienso que mis fuerzas se las ha tragado alguien semejante a él, y me parece que todos nosotros vivimos y morimos para los parásitos.
Aquella cabeza muda sugería a todos tristes pensa­mientos, despertaba sentimientos que empavorecían el corazón.
Al oír las palabras de la gente, la madre del monstruo callaba, sus cabellos encanecían con rapidez, en su rostro iban apareciendo arrugas, hacía tiempo que había perdido la costumbre de reír. La gente sabía que, por las noches, permanecía inmóvil, en pie, a la puerta, mirando al cielo, como si esperase a alguien, y se decían unos a otros:
-¿Qué puede esperar?
-¡Ponlo en la plaza, junto a la vieja iglesia! –le aconsejaban los vecinos-. Por allí pasan los extranje­ros; no se negarán a arrojarle todos los días unas mone­das de cobre.
La madre decía, temblando asustada:
-Sería espantoso que lo viesen gentes de otros paí­ses. ¿Qué pensarían de nosotros?
Le contestaban:
-La pobreza existe en todas partes, ¡todo el mundo lo sabe!
Ella denegaba con la cabeza.
Pero los extranjeros, empujados por el tedio, vaga­ban por doquier, se asomaban a todos los patios y, claro está, también entraron en el suyo: ella estaba en casa, veía las muecas de asco y repugnancia en los rostros satisfechos de aquellas gentes ociosas, oía que hablaban de su hijo, torciendo la boca y entornando los ojos. Sin­gularmente hirieron su corazón unas palabras pronun­ciadas con desprecio, hostilidad y manifiesto aire de triunfo.
Guardó en su memoria aquellos sonidos, repitió men­talmente, muchas veces, las palabras extrañas en que su corazón de italiana y de madre percibía un sentido ofen­sivo; aquel mismo día fue a ver a un conocido suyo, via­jante de comercio, y le preguntó qué significaban aquellas palabras.
-¡Depende de quién las diga! -repuso el viajante, frunciendo el ceño-. Significan: Italia degenera antes que todas las demás razas latinas. ¿Dónde has oído esa mentira?
Ella se fue sin responder.
Al día siguiente, su hijo se dio un atracón y murió entre convulsiones.
Ella estaba sentada en el patio, junto al cajón, po­sada la mano en la cabeza sin vida del hijo, esperando serenamente algo, mirando interrogante a los ojos de cuantos se acercaban a ella para ver al muerto.
Todos guardaban silencio, nadie le preguntaba nada, aunque quizás muchos quisieran felicitarla -pues se había librado de su esclavitud-, decirle unas palabras de consuelo -pues había perdido a su hijo-, pero todos callaban. A veces, la gente comprende que hay cosas de las que no es posible hablar hasta el fin.
Después de aquello, la mujer continuó largo tiempo mirando a la cara a la gente, como preguntándole algo; luego, se tornó tan corriente y sencilla como todos.

M. Gorki

sábado, 22 de septiembre de 2018

Réunion des Musées Nationaux


Canción de la danzarina

¡Oh tú, que danzarina me llamas, sabe hoy que no aprendí a danzar! Me encontraste juguetona y pequeña, danzando en el sendero y persiguiendo a mi sombra azul. Giraba como una abeja, y mis pies y mis cabellos, color de camino, se empolvaban con el polen de un polvo rubio.
Me viste venir de la fuente, meciendo el ánfora en mi cadera, mientras, al compás de mis pasos, sobre mi túnica saltaba el agua en redondas lágrimas, en serpientes de plata, en menudos cohetes rizados que ascendían, helados, hasta mi mejilla. Yo caminaba lenta, seria, mas llamaste danza a mis pasos. No mirabas mi rostro, seguías el movimiento de mis rodillas, el balanceo de mi talle, en la arena leías la forma de mis talones desnudos, la huella de mis dedos abiertos, que comparabas con la de cinco perlas desiguales.
Me dijiste: «Coge esas flores, persigue esa mariposa…» Llamabas danza a mi carrera, y cada reverencia de mi cuerpo inclinado sobre los claveles purpúreos, y el ademán, repetido en cada flor, de echar atrás, por encima de mi hombro, un chal resbaladizo.
En tu casa, sola entre tú y la alta llama de una lámpara, me dijiste: «¡Danza!» y no dancé…
Pero desnuda en tus brazos, sujeta a tu lecho por la cinta de fuego del placer, me llamaste, sin embargo, danzarina, al ver agitarse bajo mi piel, desde mi pecho ofrecido a mis pies crispados, la inevitable voluptuosidad.
Fatigada, anudé mis cabellos, y los contemplabas, dóciles, arrollados a mi frente como serpientes hechizadas por la flauta.
Abandoné tu casa mientras murmurabas:
«La más hermosa de tus danzas no es cuando acudes corriendo, jadeante, poseída de un deseo irritado y atormentado ya, por el camino, el broche de tu vestido. Es cuando de mí te alejas, serenada y con las rodillas temblorosas, y al alejarte me miras, en el hombro tu barbilla. Tu cuerpo me recuerda, oscila y titubea, me echan de menos tus caderas y tus senos me están agradecidos.
»Me miras, vuelta la cabeza, mientras tus pies adivinadores tantean y escogen su camino.
»Te vas, siempre pequeña y maquillada por el sol poniente, hasta no ser, en lo alto de la colina, más esbelta en tu túnica anaranjada que una llama vertical, que danza imperceptiblemente…»
Si tú no me abandonas, iré danzando hasta mi blanca tumba.
Saludaré a la luz, que me hizo hermosa y me vio amada con una danza involuntaria, cada día más lenta.
Una postrera danza trágica me enfrentará con la muerte, mas sólo lucharé para sucumbir con elegancia.
Que los dioses me concedan una caída armoniosa, juntos los brazos en mi frente, doblada una pierna y extendida la otra, como presta a franquear, de un salto ingrávido, el negro umbral del reino de las sombras.
Me llamas danzarina, y, sin embargo, no sé bailar…

Colette

jueves, 20 de septiembre de 2018

National Gallery of Art Books



Recomendaciones a Sebastián para la compra de un espejo

Mire, Sebastián, es en la calle Juncal. Venga, acérquese; voy a decirle el número al oído -es mejor que nadie lo sepa, hay secretos que conviene guardar muy bien-. Bueno. Usted entra en la boutique y pregunta por la señora Hipólita. Le dirán que no está. Pero no se aflija, Sebastián. Sugiera que va de parte de mistress Murphy y ponga cara de inteligente. Le harán un gesto de complicidad y lo llevarán a la trastienda. Abrirán una puertecita escondida entre los brillantes vestidos que cuelgan, inmóviles pero vivos, de una increíble cantidad de perchas doradas. Podrá entonces ingresar al cuarto de los espejos. La señora Hipólita, que adora a los muchachos desgarbados como usted, le ofrecerá un cigarrillo. Acéptelo, Sebastián, acéptelo y aspírelo con delectación, porque sin duda será un cigarrillo egipcio con una pizquita de opio. Después contemple atentamente la colección de espejos, emitiendo de vez en cuando una interjección oportuna y discreta. Nada de exclamaciones altisonantes, a pesar del asombro. Y tenga en cuenta que en ningún momento hay que pronunciar la palabra “mágico”, porque se supone que usted ya sabe que todos los espejos lo son, y en especial los de la señora Hipólita.
Fíjese en ese, Sebastián. Sí, en ese, el ovalado con marco de plata. Todos los días, a las seis de la tarde, refleja a Rachel en su estupenda interpretación de “Phédre”. Es magnífico, ¿eh? O aquel otro, tan profundo en el misterio de su azogue, tan rico en las volutas rococó que lo rodean. No niego que es maravilloso. Pero no se lo aconsejo, porque al sonar las doce campanadas de la medianoche muestra a un oficial de húsares de Grodno asesinado por su novia vampiro. ¡Brrr! Mejor es el que está a su derecha; menos morboso y sumamente eficiente. Hasta educativo: imagínese: a las seis de la mañana deja ver a las damas mendocinas bordando una bandera. Es un espejo quizás demasiado madrugador, claro, pero tan patriótico como un discurso de fiesta cívica. En fin… hay que reconocer que la señora Hipólita tiene una colección fabulosa. Espejos teatrales, pasionales, históricos… También tiene los que reflejan el futuro, pero solo los muestra previa presentación del certificado de buena salud, porque una vez tuvo problemas con el profesor N. El pobre era cardíaco y… bueno, usted sabe el resto, salió en todos los diarios.
Lo importante es que usted, Sebastián, puede comprar el espejo que más le interese. Los precios son exorbitantes, es cierto, pero no cualquiera puede darse el lujo de poseer cosas así. Además, si sonríe usted como lo está haciendo justamente ahora, no dudo que la señora Hipólita le hará una rebaja o le dará felicidades. Es una mujer muy tierna, muy sensible, muy maternal a veces. Aunque tan arrugada que… pero eso no viene al caso. Elija el espejo que prefiera. Deje su dirección, y mañana mismo lo enviarán a su casa. ¿Un consejo? No lo coloque en el living ni en el escritorio ni en ningún lugar por donde pase mucha gente, porque sus amigos son muy convencionales, muy burgueses, y el espejo puede reflejar algo irritante, impropio para la gente decente. Suponga que se le ocurra comprar el espejo de Paolo y Francesca…
¿Qué diría su abuelita materna, Sebastián, que va a misa todos los domingos? No, hay que tener cuidado, hay que ser respetuoso de las convicciones y de la moral de los demás. Yo le sugeriría (y perdóneme el atrevimiento), que ponga el espejo en el altillo, con otros trastos viejos. Más todavía: que lo cubra con algún paño opaco. Y otra cosa aún, la más importante de todas: con los espejos de la señora Hipólita es imprescindible ser puntual. Puntualísimo. Si no llega usted a la hora exacta, no verá el espectáculo. Ni Rachel declamando, ni húsar sangrando, ni damas mendocinas bordando, ni Paolo y Francesca fornicando (perdón otra vez, hay palabras que realmente no suenan muy bien). Si llega tarde solo verá su propia cara, la misma de siempre, Sebastián, tan angulosa, tan mística. Pero eso es lo de menos. Lo grave sucede cuando la curiosidad lo impulsa a apurarse y lo obliga a llegar demasiado temprano, para averiguar cómo prepara el espejo su “mise en scène”. Eso puede ser fatal, porque los espejos no toleran la curiosidad. Y sucederá que, al arrancar el paño que lo cubre y enfrentarlo, se encontrará usted con que está vacío, con que no refleja nada, con que su imagen en el espejo no existe y por lo tanto, claro, usted tampoco. Es una platónica verdad. Al no verse en el espejo, sin duda se llevará usted las manos a la cabeza, en un gesto de terror y asombro. Pero como usted no existe, descubrirá que no tiene manos ni cabeza. Intentará salir corriendo pero tampoco le será posible, pobre Sebastián, pues tampoco tendrá piernas. Y se quedará por siempre allí, atrapado en un espejo vacío que alguna vez retornará a la colección de la eterna señora Hipólita y reflejará, para otro cliente como usted, joven y desgarbado, la imagen ascética de Sebastián, oh Sebastián pálido de terror, solo durante un minuto y a la hora en que se pone el sol.

Eduardo Gudiño Kieffer


martes, 18 de septiembre de 2018

Japón



La escuela del hambre

Esta historia transcurre en el siglo XVII en Japón, durante un periodo de hambre.
Un campesino que no tenía con qué alimentar a su familia se acuerda de la costumbre que promete una fuerte recompensa al que sea capaz de desafiar y vencer al maestro de una escuela de sable.
Aunque no había tocado un arma en su vida, el campesino desafía al maestro más famoso de la región. El día fijado, delante de un publico numeroso, los dos hombres se enfrentan. El campesino, sin mostrarse nada impresionado por la reputación de su adversario, lo espera a pie firme, mientras que el maestro de sable estaba un poco turbado por tal determinación.
“¿Quién será este hombre?”, piensa. “Jamás ningún villano hubiera tenido el valor de desafiarme. ¿No será una trampa de mis enemigos?”
El campesino, acuciado por el hambre, se adelanta resueltamente hacia su rival. El Maestro duda, desconcertado por la total ausencia de técnica de su adversario. Finalmente, retrocede movido por el miedo. Antes incluso del primer asalto, el maestro siente que será vencido. Baja su sable y dice:
-Usted es el vencedor. Por primera vez en mi vida he sido abatido. Entre todas las escuelas de sable, la mía es la más renombrada. Es conocida con el nombre de “La que en un solo gesto lleva diez mil golpes”. ¿Puedo preguntarle, respetuosamente, el nombre de su escuela?
-La escuela del hambre -responde el campesino.

Anónimo