Ser tan hermosos como nuestra pura estirpe nacional
Por eso a los argentinos
Nos quieren en todas partes
Porque somos el baluarte
De toda la humanidad
Por eso es que en la Argentina
Invierten de todas partes
Porque imperialismo aparte
Nos quieren homenajear.
No creas nunca que los argentinos
Somos más cretinos que el peor rufián
Y que además seamos pobres tipos
Con flor de complejo de inferioridad
Hay gente fea mala y envidiosa
Que con sus calumnias nos quieren ensuciar
Porque bien saben que grande que es nuestra sensibilidad
Si estamos lejos del terruño amado
Y un tango escuchado nos hace llorar
Porque inmediatamente recordamos
Lo felices que éramos viviendo allá
Donde violar las leyes era fácil
Y evadir impuestos un deporte más
Donde coimear era casi tan bueno como especular.
Por eso a los argentinos
Nos quieren en todas partes
Porque somos el baluarte
De toda la humanidad
Por eso los argentinos
Siempre fuimos tan unidos
Porque somos los más vivos
Mas vivos que no se qué.
Daniel Maturano - Eduardo Makaroff
¿Sabe como se suicida un argentino? Se sube a la
cima de su ego y se tira desde allí arriba”, le espeta el papa Francisco al
sociólogo francés Dominique Wolton.
“Así
somos”, dice Bergoglio, de 76 años de edad: “¿Sabe cual es el mejor negocio?:
Comprar un argentino por su valor y revenderlo al precio que él cree valer…”.
RAFAEL POCH, París. Corresponsal
La Vanguardia 10/09/2017
Acerca de la infalibilidad del Papa Marcapaginasporuntubo tiene una duda: ¿El Papa es infalible porque es Papa o porque es argentino?
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a todos los argentinos, a los que tienen el ego alto y a los que no, que de todo habrá en la viña del Señor, vamos, digo yo... ¡Ah, y también a Messi!
Anda uno así, como si hubiera despertado de un sueño no
tenido, así, todo despabilado y con grandes ojeras porque se ha pasado la noche
dando vueltas en la cama, o mejor dicho, en el bar, en los bares, por donde
quiera, qué sé yo, imaginando la ciudad sobre ruedas, la ciudad que pasa entre
nubes, uno corriendo por avenidas de árboles cortados, árboles que se
multiplican, y doblan la carrera de uno, aceras muy altas donde jamás se trepa
tu corazón, mamposterías siniestras, altos edificios fríos con terrazas de
vidrio, lugares sin amos, rincones secos, toldos amenazados por el viento y esos
papeles que brillan a lo lejos, esos desechos de escritura, pedazos de la
carta, creo yo, que un día te escribí y no me contestaste y la rompiste, como
se rompen todas las cosas que a uno le duelen, el primer juguete, el payaso de
madera que hacía maromas cuando se apretaba así, aquí abajo, donde se juntaban
las dos piernas y había un travesaño que le imponía las reglas de su
movimiento, las reglas de la maestra en la escuela, para que fuéramos prudentes
y buenos hijos de la patria, pero tú eras sólo una payasa desmelenada y yo más
payaso que tú con mis miedos y mi media lengua y mi aritmética sin hacer, esos
malditos problemas de regla de tres, que nunca entendí, porque eran regla de
uno, sólo uno tenía que resolver esa barbarie de tres es igual a X, cuando el
problema, la trigonometría, la regla de cálculo, las hijueputeces, eran sólo
uno, sólo uno, el número del comienzo donde no había posibilidades de regresarse
ni posibilidades de avanzar, porque era muy difícil todo ese camino lleno de
sustracciones y multiplicaciones y restas y divisiones y uno quería ser uno
porque el camino de los sueños prometía muchas ansias.
¿Qué se soñaba allí? Bastantes cosas, si lo supieras.
Demasiada geografía. Puro mapa en tela de hule o tela brillante. Las tierras y
los sueños eran puro mapa. Y las cosas muy arbitrarias, porque los dinosaurios
se mezclaban con la catedral de Nuestra Señora de París, o Notre Dame, como
decía la maestra, en su elegante francés. Pero yo no entendía que las cosas o
los asuntos se montaran unos sobre otros. No entendía, pero me gustaba. La
flora y la fauna confundidas con Bolívar y Napoleón. Tierras más arriba, es
decir, regla o puntero más arriba, porque estábamos en la salita pobre de la escuela
y la única manera de avanzar sobre el mundo eran los gráficos, el mapa sobre
todo, aunque para los efectos de la clase de ciencias también estaba el cuerpo
humano lleno de venas y estirones y sangre, láminas que siempre me dieron miedo
y parecían un turno de farmacia, pero no era eso de lo que hablaba sino lo
que estaba más arriba de Napoleón y Bolívar, lo que se doblaba y desdoblaba
cerca del Polo Norte, en el estrecho de Bering.
Y luego Groenlandia, donde ya era imposible seguir, porque
en mitad del hielo había una casita llamada iglú, y eso me daba mucha
risa, porque nadie podía vivir entre letras y quejidos de oso, y sobre todo,
según dijo la maestra, en casas parecidas a cubetas de frigidaire, como
se llamaban las neveras o heladeras que llegaron por primera vez. El mapa se
descorría luego en promontorios, estrechos y volcanes. Todos juntos. Era lo que
más complicaba nuestra manera de ver. Uno quería ordenarlos mejor que el autor
del mapa. Mejor que lo dicho por la maestra. Uno ponía todo eso en su sitio,
porque el orden de la tierra, del mundo, tenía que tener la medida de nuestro
corazón. Pero el mapa o lámina no salía ganando. Nuestro orden ponía el osito
de los lugares fríos en el país tropical, porque allí estabas tú, donde
querías que en tu cumpleaños te regalaran un peluche para tu regodearte con
sus ternuras y sus ojos bobos y tu qué sé yo y tu no quererme a mí.
¿Qué es lo que uno busca lleno de esperanzas? Bueno, esa lucha
cruel, me decía yo. El que no te asomaras a la ventana cuando yo te silbaba.
El que te hicieras la loca cuando salías del colegio Madre Ráfols, colegio de
monjas como un panal de abejas visto desde el cerro, cuando los muchachos
tontos, que éramos nosotros, nos montábamos en la piedra más alta para mirarlas
a ustedes en el recreo y creer que las podríamos ver y que ustedes nos podrían
ver, pero yo sabía, y nunca se lo dije a ninguno, que la vista no llegaba tan
lejos como el deseo nuestro y por eso era mejor elevar un volantín, llenarlo de
colores fabricar su cola entorchada con telas de distintos recortes y enviarles
un mensaje por la cuerda, mientras lo hacíamos caer, con rebotes, sobre el
patio del recreo, para gran estruendo de las monjas y las celadoras y las
internas que sabían que ése era un mensaje de los cielos, enviado por nosotros,
con la intercesión, pensábamos, de María Auxiliadora.
El hilo se enredaba en las piedras y nos
arrastrábamos entre espinas, ramas secas, troncos filosos, vidrios rotos, trozos
de tela vieja, arenas coloradas, porque estábamos, o estaba yo, empecinado en
esa fe de tocar tu pelo de virgen, tu manto azul y las flores tan ansiadas, las
flores que para ese momento cubrían todo el cielo bajo un ramo de luz, bajo un
ramo de colores que iba de un cerro a otro cerro, atravesaba toda la ciudad,
como un arco iris que se desangra y un olor a lluvia fresca sin llover, un olor
a nubes que se han quedado quietas y ese resplandor de otro mundo, de otro
paisaje pintado al atardecer, mientras algún bosque, algunos bosques con
árboldorados como los árboles de los libros, como los animales pequeños que
sufren en las cacerías y se desangran después en el mercado, porque corrían por
los pastos para dar su amor y la verdad era que ellos, como yo, habían perdido
la ilusión.
¿Sufría uno? Claro que sí. Por las noches había calenturas,
toses, insomnio, mal dormir. Sobre todo hacía mucha sed y daba miedo pararse a
buscar agua en el tinajero del corredor. Salían muertos. Salían ratas. Salían
ruidos extraños. Pero había que ir y darse tropezones en las rodillas con los
materos, chocar con sillas que no existían durante el día, pensar que esa
lucecita a lo lejos, en el solar del fondo, no era un cocuyo sino el ojo de un
muerto, el muerto que corría después en forma de bola encendida por la barda de
don Demetrio Juárez, la barda de la casa grande donde pudo haber sido enterrado
un baúl con monedas de oro y correas de plata y uniformes de la Guerra Federal. Todo
eso era como un castigo. El precio de un castigo. Porque uno no tenía por qué
estar corriendo esos riesgos con los fantasmas, estar solito en plena noche,
contra el sereno de la huerta, pensando en ti que no pensabas en mí, y todo se
hubiera arreglado si hubieras puesto los labios así, en forma de cucurucho,
desde lejos, desde la baranda del palco, en el Cinelandia, y hubieras movido
la mano de la boca hacia los aires y con ello hubieras echado a volar el beso
que nunca llegó. Pero el vacío entre el patio y tu sillón de preferencia era muy
grande. Yo estaba a la intemperie, porque los cines de ese tiempo no tenían un
techo para las localidades baratas, no tenían ni siquiera sillas, sino unos
duros bancos de madera, alineados, con dificultades para ver la pantalla, con
dolores en la espalda y un olor a meaos y cera de chicles y solamente quedaba
tirar los ojos al cielo para simular distracción y encerrarse otra vez en el chorrito
de humo, en la luz que venía desde las máquinas de proyección hasta la tela
blanca del fondo, hasta la pantalla de lona donde también el muchacho de la
película estaba vacío de amar y de llorar.
No me sentí traicionado, lo digo ahora. Me sentí peor. Me
sentí dejado de un lado, como se decía entonces. Me sentí, cosa que no se
cuenta, muñeco en el rincón, ruedita de reloj que jamás tendrá sitio, bicho que
camina hacia ninguna parte por entre las hojas secas, bicho que no molesta,
hoja en la orilla de la piedra, ramita, pedacito de tronco, flor oculta,
rama olvidada, pluma de pájaro reseca, piel de culebra que ha mudado, hormiga
en extravío, gotas que nadie escucha, pluma que ha dado vueltas en el cielo
sin saber dónde irá a caer, campana que nadie oye, qué sé yo.
No te hacía culpable. Tú no eras mala. Pero eras lejana.
No entendías cómo mi pecho se alzaba como el pecho de los cantantes en las
veladas, como el pecho del que no puede dormir y las tías deben traerle el
ungüento para que las brujas y los pájaros negros lo dejen dormir. Pero quien
no dejaba dormir eras tú. Por no mirarme cuando estaba junto a la pila de agua
bendita, cuando me subí al altar mayor para apagar las velas, cuando me puse a
repicar las campanas como si en cada golpe te diera los pedazos del alma, los
trozos del amor como decía una revista que vi yo en la estafeta de correos
donde la señorita Herminia, que la ocultaba con mucho pudor, porque en las
noches podrían venir los diablos a llevársela en cuerpo, en cuerpo solamente,
porque ya el alma la había perdido en prenderle lámparas a los santos y puro
rezar.
El asunto, después, consistió en investigar si yo tenía un
corazón. El mismo que perdí. ¿Pero lo perdí cómo, cuándo, en qué condiciones,
cuál grado de culpabilidad, qué grado de intención? De hacer memoria, recuerdo
que hay una carretera larga, una promesa de ciudad en vez de pueblo, una catedral
en lugar de iglesia, unas palomas volando y un carrito de heladero con una
campana para que vinieran todos los ángeles del mantecado, la fresa, el
chocolate, el durazno y el limón. Más tarde, el parque se volvió lleno de
árboles y bancos. Se volvió de parejas. Se puso de color. Se convirtió en
parque grande. Se disfrazó de música y olores. De gente que se besaba bajo las
matas de acacias. Las matas, o la mata, o el tronco seco, donde nos besamos tú
y yo.
Pero después, en ese mismo parque, tú andabas vestida de
azul, disfrazada de azul, casi parecida a una estrella, casi aquella tarde de
la película, casi lo que fuera... y yo te fui a esperar y compré un ramo de
astromelias y barquillas que derramaban su helado de tutifruti y me paré en la
grama más limpia, desde el lugar del parque donde todo se podía ver, donde tú
no me podías olvidar, cargado de flores y regalos, donde no era posible que tus
ojos no vieran mis presentes, lo que llamaban ofrendas en los libros, que no
vieras mi ilusión y dieras vueltas en los árboles de colores donde me quedé
solo para llorar tu amor.
Al pasar mucho tiempo, Dios te trajo a mi destino. Digo yo
que Dios porque a quién sino a Dios se le hubiera ocurrido llegar tarde y no
pensar de que manera yo te podría querer. Dios se distrae por allí y olvida los
amores pobres que uno tiene, mis amores por ti, mi por ti muero y mi no puedo
vivir sin ti. Dios es olvidadizo o se burla de nosotros. No es para que nos
enojemos. Son cosas de Dios. Pero Dios no tenía por qué ser tan pendejo hasta
el punto de no saber cómo yo podría quererte. Entonces me puso a sufrir como aquél.
¿Quién sería aquél?... ¿Quién?... ¿Aquiles herido en ese potrero? ¿El
muchacho de la historieta tan burlado por su propia espada? ¿Un tal Romeo sin
una cuerda para subir a la ventana? ¿Quijano el Bueno con su única carta como
bandera? ¡Coño! Todo eso me lo aprendí en la escuela o quisieron enseñármelo y
así pasó.
Por eso sufrí tanto. O sufrió otro llamado aquél. Ese
que sufre en vida la tortura de llorar su propia muerte. O un poeta amigo que
yo no conocí y decía: «¡Ay si mi muerte muriera!...». Otro que hablaba de un
muerto enamorado. Y el viejo Antonio que sentía un golpe de ataúd como algo perfectamente
serio. Porque en el antiguo cementerio los muertos están ebrios de lluvia
antigua y sucia... Y hay que llorar la propia muerte. Como decía alguien: «¡No
quiero la muerte de los médicos! ¡Quiero mi propia muerte!». Y se murió lleno
de complicidades con el silencio, como su antepasado, ese que se fue con un
Cristo de metal clavado en el corazón, hasta que las putrefacciones lo
hicieran más digno.
En otras partes, otras gentes, más campesinas, lloran su
propia muerte. Yo las he visto entre pastizales, basuras y zamuros asomarse a
los cielos. La muerte propia tiene sus muñecos particulares. Algunos sonríen,
porque no tienen miedo. Otros bailan porque la muerte es un compás. Otros se
ponen con manos de imploración porque se van al cielo, a cualquier parte, en
cuerpo y alma. Los dioses de mi lugar son tan generosos, que no les preguntan a
los cadáveres a qué cielo pertenecen. A ellos les da lo mismo la eternidad. Y
se ponen a reír su propia muerte.
Pero como eres buena vas a salvar mi esperanza con tu amor.
No queda más nada. Ponte a fabricar muñecos de papel de periódicos, haz cintas,
cose, canta una canción. Si te pones a pasear por el supermercado, mirando las
vidrieras, como quien ve y no ve, te vuelves una reina de los cuentos, porque
todas las reinas son indiferentes, seguras, no miran hacia ningún lado porque
saben que todos las están mirando, sobre todo un idiota como yo, que mide cada
centímetro de tu blusa, los empujes de tus senos, así, tan como frutas y
después bajo hasta tu falda cortita, hasta tus piernas provocativas, tenues,
exhaustivas, singulares, piernas lisas, llameantes, para besarlas en sus
pequeños vellos medio rosados, para que hicieran ese gracioso arco en el paso
de la registradora, donde cuadraban el balance de las compras y ya tú te ibas
para siempre dejándome solitario entre las frutas, los dentífricos, las
pastillas de menta, unas hojas de afeitar y el pequeño almanaque de regalo.
Después te perdías entre los carritos de verduras, tu salida
hacia el estacionamiento, tu sonrisa, tu propina al muchacho que había llevado
los paquetes y tu adiós. Adiós quién sabe para quién, porque uno está tan solo
en su dolor. La cosa es el mismo peso de antes, en la escuela, en la escalera
de la plaza, en los bancos del templo cuando daban las seis y todas las palomas
se ponían a volar, como si quisieran coronarte o hacerte un arco de blancura y
aleteos, como si te quisieran poner distante del pobre enamorado que era yo,
lejano y temeroso, desde un banco de la plaza, donde lo único que caía a mi
favor eran una hojas amarillas cuando la tarde decía también adiós.
Quizás a esta distancia uno no ve mucho porque está ciego
en su penar. Asunto de verdades. Porque, ¿quién diablos está claro con tantas
lágrimas en los ojos, con tanta neblina sin explicación, con tanto rocío que
ha bajado de las nubes para que los pájaros le nieguen la vista, para que los
muñecos que representan los muertos, muertos de uno y de otro tiempo, nublaran
las tardes y entonces uno no te pudiera ver con alegría porque la pesadumbre
era lo propio en ese pueblo como la pesadumbre es lo propio de esta avenida,
después del supermercado, con todas las luces encendidas y los autos pasando
sin cesar, los autos rojos y amarillos y la luz verde que finalmente los deja
pasar para que tú te vayas con tus compras a otro lado del mundo y te pierdas en
las pasarelas de los edificios donde ya no se te puede ver porque uno está tan
ciego en su penar.
Hay, no nos engañemos, un punto cruel. Habría que ubicarlo
en otros límites, allá donde los árboles se vuelven marrones de puro disolverse
en hojas, allá donde los edificios no son más edificios sino manchas borrosas
que no abrigan a nadie, porque los afiches y las rayas de tizne y los escritos
insolentes no les permiten una vida independiente y además casi todos los locos
desmesurados del barrio depositan allí sus orines, ponen sus meaos tiernamente
en las paredes laterales mientras los bichitos y las hormigas marcan su
caminata interminable, su ejecución patriótica en torno a la edificación, su
silencio y su llanto nocturno que las asociaciones de vecinos jamás podrán ver
ni sentir porque el viento de la noche se les escapa como un pájaro extraviado
o un mendigo que recoge pedazos de cartón en la hora más solitaria donde a
veces se escucha un grito cruel. ¿Por qué cruel? Porque el odio es el punto
muerto de las almas, es la tumba que cavamos desde niños, aquella tarde de la
escuela y de la plaza, el desencuentro, el no habernos tropezado en la ciudad
radiosa, porque en el pueblo y la ciudad, si tú no apareces, como no apareciste
aquella vez, si no apareces como deberías aparecer ahora, todo se convierte en
una tumba horrenda del amor, se pierde la ilusión, y se maldice, porque uno se
ha quedao sin corazón.
A Antón y a mí nos iban bien las cosas, pero la sociedad siempre acaba castigando a aquellas personas a las que no puede compadecer, de modo que a nuestro alrededor ya se había extendido la opinión de que ambos se lo debíamos todo a la suerte, a una atrabiliaria e inmerecida buena suerte. Posiblemente Antón y yo habíamos sido muy afortunados. O al menos algo afortunados. Antón ya había ganado su cátedra de derecho y yo publicaba en revistas americanas artículos de física teórica, en los que elucubraba sobre el tamaño del universo, la antimateria o los agujeros negros. Y sí, a lo mejor tenía sentido el argumento de que éramos unos tipos con suerte, pero nadie recordaba la desesperación con que la habíamos buscado.
Después de peregrinar por el extranjero, llevado cada uno por los avatares académicos de su especialidad, ambos recalamos casi al mismo tiempo en nuestra universidad de origen, lo cual suponía regresar, en un gesto algo melodramático, a la ciudad en la que habíamos nacido. Resulta asombrosa la capacidad de una ciudad para vengarse. La venganza de tu ciudad natal (una venganza demoledora, abstracta, líquida) se compone de una suma de venganzas concretas que nunca llegan a ejecutarse, venganzas que suelen ir aumentando su tamaño imaginario en almacenes clandestinos, en tinglados, en las sucias dársenas del alma. Hay cosas que nunca se hacen abiertamente, hay cosas que nunca se dicen a la cara y, cuanto más pequeña sea la ciudad en que uno vive, mayor es también el número de cosas que nunca se hacen abiertamente, que nunca se dicen a la cara, y menor aún la posibilidad de que se hagan o se digan algún día. La ciudad de Antón, la mía, era una ciudad pequeña, quizás mucho más pequeña de lo que correspondía a sus dimensiones geográficas. Por decirlo de otro modo: nuestra ciudad era más grande de lo que cabría imaginar a la vista del ínfimo tamaño de su alma.
Hay una norma que regula la convivencia en las ciudades pequeñas: que la verdad nunca se dice pero, como la ciudad es pequeña, la verdad al final se puede ver. En ellas uno vive cercado por una telaraña de relaciones que no se confunden con la amistad, aunque se aproximan perversamente a ella. Las ciudades pequeñas son un hervidero de máscaras: compañeros de trabajo, conocidos y parientes a los que se ve y se sigue viendo año tras año, sin la más mínima posibilidad de intimar con ellos, pero sin la más mínima tampoco de olvidarlos de una vez y para siempre. Con todas esas personas se acaban formalizando comportamientos castos, pudorosos, recatados; una civilidad que proscribe la emisión de palabras sinceras, la franqueza, la manifestación carnal, voluptuosa, de la obscena verdad.
Claro que eso yo no podría reprochárselo ni a mi ciudad ni a ninguno de sus habitantes. Realmente, yo no creía en la sinceridad. La sinceridad es una monserga. La sinceridad guarda una espoleta que amenaza con dinamitarlo todo al más mínimo descuido. Uno debe vigilarse a sí mismo para reprimir sus arrebatos de sinceridad. Décadas de amor, amistad o cortesía pueden saltar por los aires tras un ataque de sinceridad aguda. La sinceridad, en fin, es una impertinencia y su práctica no trae beneficios para nadie. Aún más, gracias a su general ausencia el mundo se nos hace aceptable y mantiene, mal que bien, un precario equilibrio. La sociedad resulta soportable en tanto en cuanto mintamos a la gente y la gente nos mienta. De hecho, yo odiaba a las personas que se precian de ser sinceras y las odiaba por comprender que los retóricos amantes de la verdad suelen ser en realidad los más grandes embusteros, los farsantes más impenitentes.
Seamos sinceros: un mundo de personas sinceras sería insostenible. Gracias a que nos defendemos de la realidad con una empalizada de patrañas somos capaces de conservar la autoestima, de aguantarnos los unos a los otros e incluso de aguantar el universo, que muy probablemente sea en sí mismo una mentira, una mentira piadosa y bien trabada, dirigida a enmascarar alguna remota verdad. Porque la sinceridad es una conducta depravada que despierta los peores instintos de la gente. En la hipótesis de un mundo de personas sinceras llegaría a tal extremo el número de asesinatos, violaciones, represalias y venganzas que el planeta estallaría como un globo de aire perforado por la aguja. Solo la mentira preserva al planeta de semejante catástrofe, y en eso no hay nada triste o penoso, porque la mentira no enturbia la vida: la mentira simplemente consigue que la vida, turbia o no, sea posible.
Otra cosa es que la sinceridad se permita maniobrar con claridad en círculos estrictos, entre personas escogidas. En esos secretos y amicísimos jardines, en esos íntimos parterres, la verdad puede cultivarse celosamente como una flor frágil y delicada, tanto más delicada cuanto más letales sean sus espinas. La verdad es cosecha tan arriesgada que debe contar con pocos beneficiarios. Y como Antón era mi amigo, yo consideraba que teníamos derecho a ser sinceros el uno con el otro. Por eso me atormentaba comportarme ante él como un hipócrita, como un impostor, como un magnánimo embustero. Y sentía la necesidad de acabar con esa farsa.
Antón tenía un aliento apestoso y esa condición le retrataba mejor que cualquier otra. Alguna sustancia nauseabunda brotaba de sus entrañas y retrepaba por su esófago como un veneno letal. A Antón le bastaba pronunciar una palabra para que esta viniera envuelta en una vaharada pestilente. Cierta patología no identificada impedía que pudiera abrir la boca sin desencadenar el retroceso de la humanidad entera, tras haber experimentado una náusea colectiva. Yo ignoraba el origen de aquel aliento abominable, pero llevaba muchos años padeciéndolo y contemplando cómo los demás lo padecían.
La rotundidad de aquel hedor había generado una conjura comunitaria para no confesárselo jamás. Así como los cornudos se enteran de la infidelidad más tarde que cualquiera (o incluso no llegan a enterarse nunca), la halitosis de Antón era un hecho desgraciado sobre el que se había urdido un voluminoso corpus de chistes, murmuraciones, leyendas urbanas y anécdotas reales o imaginarias, pero del que nada sabía su desdichado inspirador.
La llegada de Antón a un cóctel, a la presentación de un libro o a una reunión de profesores venía precedida por un alud de risas electrizantes, de esas que se acumulan en completo desconcierto cuando es el tema, más que el ingenio de los comentaristas, el que alimenta el regocijo. Su aparición hacía de amigos y colegas una agrupación de conjurados. Unidos por la posesión del secreto, todos forzaban la mandíbula y contraían los labios para reprimir las primeras sonrisas. Y luego, cuando por fin Antón se incorporaba al grupo, los más próximos recibían los sulfúricos compuestos de su aliento, otros más previsores retrocedían, anticipando una urgente visita al excusado (para reírse a gusto, para vomitar bajo el efecto de la vaharada, o simplemente para salvarse de la misma), y algunos otros, por último, respondían desde lejos al saludo de Antón con una risa destemplada e inoportuna, una risa que ocultaba a duras penas la clave tremenda del enigma.
En esas ocasiones, Antón hacía conmigo un aparte.
—Jorge, ¿cómo es esto? Apenas aparezco todos sonríen. ¿Es que tengo monos en la cara?
Monos en la cara. Una repentina asociación de ideas me hacía pensar entonces en primates enjaulados, en la pestilencia de un suelo terroso donde se mezclaran heces, orines, y restos de fruta y cacahuetes, pero no había peligro de que se me escapara alguna zoológica ironía, porque yo lograba recomponer el gesto tras el impacto del hedor, retrocedía lo suficiente como para evitar otra embestida química y respondía con cruel inexactitud:
—Son tus andares, Antón, siempre te lo he dicho: tienes unos andares algo cómicos.
Los andares anátidos de Antón. Aquello era cierto. A veces una verdad terrible se oculta tras una verdad menor. Pero eso no es lo peor de todo: una verdad menor nos hace aún más miserables, pues confirma en el que la recibe el fraudulento argumento de que somos de fiar.
Me sentía mal comportándome de ese modo pero confieso que, cuando mi amigo no estaba, yo también participaba de los chistes, alimentaba la difusión del hilarante anecdotario, colaboraba en la invención de nuevas hipérboles que acrecían la leyenda de su aliento turbador. Muchos lances de la vida de Antón solo se hacían explicables a la luz de aquel estigma: su juvenil obstinación por conquistar a Silvia y la obstinación con que ella lo rechazó durante años; su tormentosa aventura veraniega con una mujer vieja y difícil; su crónica dificultad a la hora de hacer amigos; su extraña y dolorosa soledad, que él no lograba explicarse.
El universo había conspirado para que Antón no tuviera noticia de aquella vertiente decisiva de su identidad. Eso no era un suceso extraordinario, porque el universo conspira del mismo modo para que los tipos pesados nunca sepan que lo son, para que los narradores de chistes malos se imaginen muy graciosos, para que a los racistas de taberna nadie los contradiga, para que los cónyuges engañados prolonguen su candorosa ignorancia, para que los apodos crueles lleguen a oídos de todos salvo a los de su víctima... Y yo era amigo de Antón, y Antón además me quería, y lo hacía con un afecto tan cálido que lograba enternecerme, un afecto al que yo procuraba asistir de lado, de lejos, de espaldas, a distancia, por correo, por teléfono, por control remoto, siempre bajo la premisa de no enfrentarme a su mirada (con el fin de que no leyera en mis ojos la verdad), ni a su boca (con el fin de evitarme otra azufrosa emanación). Antón jamás supo de Boca de Fuego, su álter ego, aquel personaje de ficción que había alcanzado en la ciudad proporciones míticas y del que se contaban cosas cada vez más inverosímiles: Boca de Fuego, héroe de cómic dotado de un arma invencible; Boca de Fuego, fanático de la guerra química; Boca de Fuego, legendario dragón con forma humana; dos gases de Boca de Fuego serían combustibles?; ¿no debería Boca de Fuego trabajar como anestesista? Yo asistía con deslealtad a aquellos derroches de imaginación colectiva.
Resuelto a acabar con ese estado de cosas, decidí contar a mi amigo la verdad. Además, yo me había casado y todo se estaba volviendo más difícil. Como Antón frecuentaba ahora nuestro hogar tuve que arrancar de mi mujer el juramento de que jamás le hablaría de su horrendo aroma bucal, pero teníamos dos hijos pequeños (a los que Antón colmaba de besos y regalos cada vez que venía a visitarnos) y me aterraba la llegada del momento en que los niños empezaran a hablar y manifestaran al fin lo que era obvio. Como se sabe, la crueldad de los niños llega al extremo de decir todo lo que pasa por sus cabezas sin reparar en el daño que producen. Los niños, de hecho, son unos seres diabólicos que profieren verdades como puños. Solo la edad nos introduce en la civilización. Y con ella en la gentileza del silencio, o en la misericordia de la mentira.
Pero Antón era mi amigo y yo sentía el imperativo moral de que supiera al fin de su desgracia, y que supiera de ella por mis labios, porque en otro caso la revelación de su halitosis no sería solo el acceso a una monstruosa verdad, sino también la demostración de una singular hipocresía, la mía, que se había prolongado a lo largo de los años y las décadas. Una tarde de invierno, después de que hubiera anochecido, me armé de valor, llamé a mi amigo y le exigí una cita. Fue una de esas llamadas expeditivas, sin explicaciones, que siempre despiertan en el emplazado un mal presentimiento. Antón acudió al encuentro con gesto preocupado.
—Jorge, ¿qué es lo que ocurre? —comenzó—. ¿Puedo ayudarte en algo?
Dudé un momento, pero una bofetada de aliento nauseabundo borró de mi conciencia todo signo de debilidad. Recordé el deber que me había impuesto y la necesidad de liquidar aquel remolino de embustes: tenía que hacer entrega a Antón de la monstruosa verdad y tenía que hacerlo de inmediato, en la seguridad de que una revelación semejante no podría venir acompañada de ninguna anestesia.
—Escucha, Antón —dije entonces, dispuesto a llevar mi franqueza hasta el final—. Tienes un aliento insoportable, tu boca emite un olor asqueroso que se extiende a metros de distancia. Perdóname, tenía que decírtelo. Yo soy tu amigo, Antón. Podemos, debemos hacer algo. Quizás algún especialista...
Seguí hablando durante algunos minutos, encadenando argumentos estúpidos, reflexiones absurdas, como el modo más seguro de diferir el instante terrible de comprobar su reacción. Es curioso, hay momentos en la vida en que, de alguna forma oscura, las personas alcanzamos cierta capacidad profética. Antón aún no había salido de su asombro (no había movido un solo músculo, no había formulado la más mínima respuesta), cuando todas las consecuencias de mi decisión se me hicieron visibles: por ejemplo, que iba a dejar de ser mi amigo y que jamás volvería a dirigirme la palabra. Aquella tarde nuestra amistad estalló en pedazos, como un cristal sobre el que alguien hubiera disparado un proyectil.
A la cólera de los primeros días le siguió la distancia, la hostilidad velada, la ausencia de su voz en el teléfono, las cómicas maniobras con las que me evitaba en los pasillos de la universidad. Vagas informaciones proporcionadas por terceros relataban que Antón había acudido a un especialista y que se había sometido a prolongados tratamientos. Las tenaces emanaciones de su estómago, los caldos gástricos, las bacterias, cualquiera que fuera el agente responsable de aquella podredumbre, pudo al fin ser conjurado. A partir de entonces, no hubo ocasión en que yo no viera a Antón mascando obstinadamente caramelos de menta, chicles de clorofila, o hablando de lado, al sesgo, en línea oblicua, como garantizando que el hálito de sus palabras no incidiera en el rostro de los otros.
Gracias a mí Antón pudo superar su intolerable mal aliento. Pero yo no estaba seguro de haber obrado correctamente. Debido a aquel estúpido arrebato había perdido a mi amigo y todo el mundo sabe que no hay enemistad más feroz ni hostilidad más manifiesta que la de un amigo que ya ha dejado de serlo: al fin y al cabo, se trata de alguien que sabe de nosotros demasiado, algo incómodo para los dos. Porque la sinceridad tiene estas cosas: su poder contaminante, su carácter fétido y amargo, su insufrible mal olor, un olor del que procuro alejarme cada vez que lo emiten los otros, y un olor que reprimo en mi garganta incluso cuando estoy con gente a la que quiero. La vida a ras de tierra es un inmenso agujero negro, más negro que todos los agujeros negros que salpican el universo. Yo creí en un tiempo remoto que la verdad podía ser un regalo, pero ahora lo único que deseo es no perder a los míos, aunque eso me exija asumir estrategias retorcidas, comportamientos maquiavélicos, conductas tan innobles y perversas que llegan incluso a avergonzarme. Por ejemplo, ser amable.
Una vez, amables escuchas, un comerciante llamado Basat fue a la ciudad de Tashne. Un viejo amigo suyo, magistrado de aquel lugar, lo recibió en su casa, con muchas ceremonias y muestras de afecto, y la más grande fue un obsequio: un pájaro qush tallado en madera, pintado de rojo y púrpura, que era el símbolo de su ministerio: de honor y justicia.
Basat, por un momento, no supo qué decir, pues era una pieza, así lo pensó, muy rica y muy costosa. Pese a ser del tamaño de un qush verdadero, estaba llena de detalles sutiles: las plumas de las alas podían contarse, y tocarlas semejaba tocar plumas verdaderas; el pico tenía los agujeros diminutos por los que un pájaro respira, las garras parecían de hueso, los ojos eran negros y relucían... Por fin, Basat murmuró algunas palabras de agradecimiento, aseguró al juez su estima y su lealtad, y los dos se abrazaron, con mucha gravedad y respeto.
Más tarde, en su dormitorio, Basat envolvió la estatuilla en una tela suave, para evitar que se dañara en el largo viaje de regreso, y la puso cerca de las bolsas de su equipaje, para guardarla con prontitud cuando llegara el momento. Luego pasaron varios días, y Basat tal vez cumplió el propósito de su viaje a Tashne, tal vez no, pero lo que importa es que una noche, la víspera de su partida, volvió a su alcoba e hizo su equipaje: guardó su ropa sucia, sus útiles de limpieza, algunos recuerdos, y primero se sintió confundido, después irritado, por último furioso.
Porque no halló, por ninguna parte, a su pájaro qush.
No alzó la voz de inmediato: antes miró bajo la cama, buscó en todos los cajones y armarios, salió al balcón y volvió a entrar... Pero luego denunció el robo, y el juez enfureció también, y ordenó que la estatuilla fuera buscada por toda la casa.
—Pero en cuanto hallemos al culpable —aseguró a Basat—, le daremos un castigo ejemplar. Nuestras leyes son justas.
Al cabo de varias horas fueron llevadas ante el magistrado, que aguardaba con Basat, una de sus sirvientas y una estatuilla.
—Pero ella niega haberla robado —explicó el mayordomo—, y debo decir, señor, con perdón, con el debido respeto, que me cuesta no creerle porque es una muchacha honesta, muy hacendosa. Su..., su nombre es Hasi, señor; es hija de Raouda, la cocinera, a quien usted recordará. Y la figura estaba en su cuarto, a plena vista...
El juez lo despidió con un ademán. Basat vio que, en efecto, Hasi era muy joven y no parecía una persona maliciosa: sus ojos eran límpidos y su barbilla firme. Pero estaba atemorizada. Sus piernas temblaban, y sólo la ayuda de un par de mozos, que la sostenían de los brazos, le impedía caer al suelo.
Basat frunció el ceño, sí, porque se dijo que no debía fiarse de apariencias, y preguntó:
—¿Esta es?
Y la muchacha: «Señor, señor, yo no, yo le juro», pero el juez la hizo callar y le tendió la estatuilla a Basat. —¿Quiere ver si es la que le di?
Basat obedeció, y la pieza era tan exquisita como la que recordaba. El pájaro estaba en la misma posición, con las alas desplegadas como a punto de echar a volar, el pico abierto...
—Si no es la mía, es igual —dijo.
—¿Pero es la que desapareció de su habitación? ¿Está seguro? Hasi dijo: «Por favor, señor...»
—Mi amigo —dijo el juez—, considere que, debo decirlo, el pájaro qush es popular aquí, y su forma la repiten muchos artesanos.
La muchacha abrió la boca pero volvió a cerrarla. Estaba muy angustiada, y a Basat se le ocurrió que, tal vez, su amigo era muy severo. Pero no dijo nada. Examinó una vez más el pájaro de madera, y en verdad se demoró tanto como pudo: le daba vueltas entre sus manos, lo acercaba a sus ojos...
Y siempre que lo hacía, miraba de reojo a Hasi y la veía cada vez más temblorosa, con la boca torcida en una mueca. Entonces recordó que la estatuilla debía ser muy valiosa. Demasiado, acaso, para una sirvienta, por acaudalado que fuese su patrón.
—Me parece —comenzó, y la cara de la muchacha pasó a ser una de puro terror. Entonces ya no dudó.
Pensó, es verdad, en ser compasivo. Tal vez ella ni siquiera había pensado en la necesidad de esconderla. Seguramente desconocía su verdadero valor.
Pero pensó también: siempre me he tenido por un hombre honesto. Y un delito es siempre un delito. Así que dijo:
—Es la mía.
—No se hable más —dijo el juez, y se volvió a ver a Hasi—. Niña —comenzó—, no debiste...
Pero ella dio un solo grito, agudo y discordante, y se desmayó. Los dos mozos la levantaron y se la llevaron.
Cuando estuvieron solos, Basat y el juez permanecieron en silencio por un momento. Entonces el juez dijo:
—Mi amigo, escuche. Como le dije, las leyes de Tashne son justas. Sin embargo, creo que en este caso deberíamos castigar la mentira, más que el robo, porque alguien puede robar en caso de extrema necesidad, pero la mentira siempre corrompe a quien la dice y a quien la cree. Si usted no tiene inconveniente, por supuesto.
—¿Cuál sería el castigo? —preguntó Basat, que sabía poco de tales asuntos y hasta entonces no había pensado que en Tashne, muchos de ustedes lo saben sin duda, la ley tiene fama de imparcial, pero también de inflexible y rigurosa.
—Para los ladrones —dijo el juez—el castigo es la amputación de las dos manos, y para los mentirosos la de la lengua. Sinceramente, estoy pensando que esa niña sufrirá menos siendo muda que manca.
Basat, como el día de su llegada, no supo qué decir.
Luego pensó que su amigo tenía razón, y que a veces hay que pronunciarse por el mal menor, y esa misma tarde presenció cómo Hasi recibía su castigo en el patio central de la casa. Lo vio desde un balcón elevado, en compañía de su anfitrión, y no pudo dejar de conmoverse ante los gritos de la muchacha, que no dejó de protestar su inocencia. Decía que la estatuilla era suya, que había ahorrado durante años para comprarla. Calló hasta que la forzaron a mantener la boca abierta, para que el verdugo pudiera usar su cuchillo y más tarde su cauterio.
Poco después, de vuelta en la estancia de la casa, el magistrado pidió con gesto grave que los sirvientes trajeran el equipaje de Basat, quien deseaba marcharse de inmediato de Tashne.
—Se ha hecho justicia —le dijo su amigo, y Basat entendió que buscaba consolarlo.
Y cuando tuvo sus bolsas de viaje, Basat abrió una de ellas para guardar su qush, envuelto de nuevo en una tela suave, y en la bolsa descubrió un envoltorio igual que el que tenía en la mano. Y en el envoltorio había otro pájaro qush.
El suyo, el que en verdad era suyo, de la misma fina artesanía, de la misma belleza. Había confundido el envoltorio con una camisa sucia.
Basat se quedó mirando las dos figuras; hasta las levantó, una en cada mano, porque no podía creer lo que veía. Y todos los demás las vieron también.
Lo prendieron porque el juez, su amigo, debía preservar incluso las formas y los rituales de la ley. Lo llevaron a una cárcel. Y otro juez, para que no hubiera sospecha de ruindad o contubernio, lo juzgó y le hizo dos preguntas:
—¿Se le dijo que la pieza no era única? —fue la primera.
Basat respondió: «Sí».
—¿Entiende que, como usted se encuentra aquí, debe sujetarse a las leyes de Tashne? —fue la segunda.
Basat, que seguía aturdido por la sorpresa, respondió: «Sí».
Pero su ánimo flaqueó ante el verdugo y pidió clemencia a gritos. Luego lo forzaron a arrodillarse, a abrir la boca, y sintió el frío del acero entre los dientes. Pasó un día solo, acostado en una celda, con una tela ensangrentada en la boca. Por la noche, incapaz de dormir, incapaz de sosegarse, a la vez furioso y lleno de vergüenza, quiso confortarse, como se confortan o se engañan los héroes de los cuentos cuando sufren una gran pena, y se entregó a imaginar: se dijo que todo aquello era un sueño, y que pronto estaría despierto. Quiso verse feliz y a salvo, entero, en su propia ciudad. Pero su ensueño resistía, se escapaba de su voluntad y lo llevaba al patio cuadrado de la prisión, al recuerdo del dolor, al espanto indecible de sus propios gritos, a las caras de quienes habían presenciado la ejecución de su sentencia y que no lo miraban con odio ni siquiera con burla sino con indiferencia, aburridos de verlo mutilado así y no muerto con heridas espantosas.
Su sueño difería de sus recuerdos sólo en un rostro nuevo, que lo miraba entre los otros. Era el de la muchacha, Hasi. Una punta de tela salía por entre sus labios apretados. Y estaba llorando, vio el hombre, y nunca podría decirle por qué lloraba.
Si aquella tarde mi tía Julia no me hubiese pedido quedarme con los niños, yo no habría salido al parque. De no haber ido, no me hubiese cruzado con Laia, quien casualmente y entre el alboroto de los niños sumergidos en el mundo del juego, me informó sobre la charla que daban en la okupa aquella noche -del mismo modo que hubiese podido hablar del mal tiempo o del atentado sucedido recientemente en Barcelona-. No obstante, me habló del evento, al que no se me hubiese ocurrido asistir de no haberme interesado el tema o de no haber estado disponible. Asimismo, caso de no haber ido, tampoco me habría reencontrado con ese viejo conocido, con quien tiempo atrás ya habíamos soñado despiertos, conversando ajenos al paso del tiempo sobre lo emocionante de lanzarse a lo desconocido, para aprender a ver con otros ojos lo que en “nuestro mundo” nos rodea y tomamos automáticamente como definitivo.
Como no podría ser de otra manera, él no tenía mejores planes para luego. Conseguimos unas cervezas y fuimos a charlar a la playa, aprovechando la claridad con que la luna casi llena interrumpía la oscuridad absoluta.
Llegado el momento, confesé en voz alta por primera vez la decisión que había tomado meses atrás.
-Yo me largo.
-¿Te vas? ¿A dónde?
-A descubrir el mundo.
Puede que Los Titiriteros jugasen con Quim su primer movimiento en la que se presagiaba como una larga partida: me acababan de proporcionar compañero de camino, pues no vaciló un instante en sumarse a la iniciativa.
***
Probablemente, si mis padres no fuesen un par de viajeros empedernidos, a mi nunca me hubiese dado tan fuerte por ahí… O puede que sí.
***
Cuando, un tiempo después, hubimos reunido todo lo necesario partimos dejando “nuestro mundo” a un lado, para adentrarnos en aquél que todavía no habíamos tenido oportunidad de conocer… sin la menor noción sobre cuando nos volveríamos a reunir con los nuestros. Ese era el precio por saciar nuestra sed de curiosidad hacia lo que habría y cómo serían las cosas “más allá”.
Es en este punto donde se pone divertida la partida, jugando el factor sorpresa el papel principal…, junto con -por supuesto- el de Los Titiriteros, quienes parecen divertirse de lo más dirigiendo no sólo nuestros hilos, sino los de todos aquellos que se cruzan en nuestro camino. El resultado de esta conjunción: la aventura garantizada.
Algunas veces Los Titiriteros, que parecen estar siempre pendientes, se limitarán a pasar turno; otras optarán por mover, colocando la “ficha” ideal en nuestro camino, con el fin de responder a algunos de nuestros más recientes deseos o necesidades, y dotando así al juego de un giro del todo imprevisible.
Fue remarcable, por ejemplo, el movimiento de hilos ejecutado para permitirnos reencontrarnos con unos buenos amigos conocidos semanas atrás, de quienes nos despedimos olvidando por completo intercambiar contactos. En aquél caso, se tuvieron que dar a un tiempo nuestro paso por una población en la que ignorábamos ellos se hallaban, a la vez que estacionásemos para acercarnos a contemplar el lago; junto con el hecho, por su parte, que tuviesen que realizar una llamada urgente, para la que necesitasen recargar crédito, puesto que se les había acabado en aquél preciso instante. La sorpresa de la imprevista confluencia condujo al gozo de abrazos que detienen la calzada, seguido por varios kilómetros de recorrido compartido, adobados por el placer de la buena conversación y reflexión.
O, por señalar otro caso, si entre tomar la ruta A o la B, llegamos a tomar la A, se nos rompe el motor en mitad del desierto. Sólo porqué nos obsequiaron con la voz pertinente para advertirnos de los obstáculos que dificultaban el acceso por la primera, nos decantamos por la segunda. Casualidades de la vida, ésta nos conducía por el lugar de residencia de la mamá de un poco tratado por nosotros, pero bien estimado amigo de papá. Aun siendo ella consciente de nuestro paso ligero por allá, y sin conocernos en absoluto, nos abrió la puerta de su casa y las de su corazón. Habiéndonos despedido después de un más que agradable aunque fugaz lapso de tiempo con ella y su familia, rearrancamos decididos a devorar kilómetros, cuando llegados al medio de la nada, un sospechoso TAC-TAC-TAC-TAC desinfla nuestro globo de ilusión. La urgencia de un mecánico de imperativa confianza nos devuelve al hogar de nuestra amorosa anfitriona y sus chicas, quienes salpicarían de alegría la tediosa espera, estrechando lazos que ya no se van a desatar.
No menos llamativa fue la que nos jugaron hoy mismo, a punto de desistir de encontrar la información adecuada sobre unas reservas nacionales a las que nos habían recomendado efusivamente ir -en el país donde los “puntos de información turística” confunden con datos incompletos y contradictorios-. Nos disponíamos a seguir camino con intención de acampar lo más cerca posible de ellas. Fue el momento óptimo para que la batería del auto dictaminase fallar. Esta situación, atrajo a nosotros a un curioso personaje que no dudó en brindarnos su tiempo, energía y ánimos hasta que el rugido de nuestro furgón logró deleitarnos de nuevo. Habiendo simpatizado, la charla se prolongó hasta el punto en que nos fuese imposible pensar en avanzar camino antes del anochecer. ¿De qué modo, si no de éste, hubiésemos ido a acampar al único espacio tranquilo del lugar? Allí estaban ellos, como esperándonos. Nuestros proveedores de toda la información precisada y futuros amigos viajeros.
Éstas -entre una infinidad de otras- imprimen una huella en el alma de quien las vive, enriqueciéndola desde la espontaneidad y un conjunto de factores en serie, cuyo jugoso fruto resulta en un cambio de rumbo del todo inesperado en el camino a seguir, complementado por entrañables amistades que, sin lugar a dudas, quedarán entre los más valiosos souvenirs de todo viaje.
Silvia Ripoll Gadea
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a las autoras de la misma, Rosa Belda y Silvia.
Cierta noche cerrada, cuando ya la Osa había girado de la mano del
Boyero y los pueblos mortales todos reposaban agobiados de fatiga,
presentándose entonces el Amor sacudió los cerrojos de mi puerta.
-«¿Quién -dije yo- a mis puertas así llama?
¿Mis sueños así me desbaratas?».
Y Amor: «Abre -me dice-. Una criatura soy: no
te amedrentes. Estoy calado y en noche sin luna voy errante».
Tuve compasión de sus palabras, luz encendí
al punto y fui a abrirle. Y un niño portador de arco allí contemplo, con alas y
una aljaba. Junto al fuego hice se sentase, con mis manos a las suyas di calor,
en tanto que su pelo de la humedad libraba.
Y Amor, curado ya del frío, «probemos, ea,
este arco -me propone-, por si el nervio con la lluvia está dañado».
Lo tensa y,
como un tábano, me hiere del hígado en el centro. Y brinca y entre risas:
«Huésped, alégrate conmigo, que sana tenemos nuestra arma, por más que tú
penarás del corazón».