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martes, 21 de agosto de 2018

France



El cocodrilo (1)

UN ACONTECIMIENTO EXTRAORDINARIO O EL RELATO VERÍDICO QUE REFIERE COMO A UN CABALLERO DE CIERTA EDAD Y DE MUCHO RESPETO SE LO TRAGO VIVITO y COLEANDO EL COCODRILO DEL "PASAJE» y LO QUE DE ELLO RESULTÓ 


¡Hola, Lambert! ¿Dónde está 
Lambert? 
¿Has visto a Lambert? 


Fue el 13 de enero del año 1865, a las doce y media del día en punto, cuando Elena Ivanovna -esposa de Iván Matveich, mi sabio amigo y, ¿por qué no decirlo?, también compadre al mismo tiempo que primo segundo, sintió la comezón súbita de ver el cocodrilo que exhibían en el Pasaje. 
Iván Matveich no tenía nada que hacer precisamente ese día pues acababa de obtener licencia. Hasta tenía ya en el bolsillo su billete del ferrocarril para un viaje al extranjero que se proponía emprender, más bien por gana de ver cosas nuevas que por razones de salud. No se opuso a la ardiente curiosidad de su esposa porque la compartía. 
-¡Excelente ida! -dijo muy orondo-. ¡Vamos a ver al cocodrilo! En vísperas de emprender un viaje por Europa, no está mal trabar conocimiento con los indígenas de nuestro país. 
Y en el acto ofreció el brazo a su cónyuge, y ambos se encaminaron hacia el Pasaje. Yo les acompañé, a fuer de amigo de la casa y siguiendo inveterada costumbre. 
Nunca vi al Iván Matveich de tan buen humor como aquella inolvidable tarde. ¡Ah! ¡No sabemos leer el porvenir! 
No bien hubo entrado en el Pasaje, se quedó embobado ante la magnificencia del establecimiento y, llegado al sitio en que se exhibía el monstruo, manifestó su intención de pagarme los veinticinco kopeks que costaba la entrada, cosa increíble en él. 
Introducidos en una salita, notamos que, además del cocodrilo, había allí loros de la especie de las cacatúas y algunos monos encerrados en una jaula colocada hacia el fondo. Junto a la entrada, a lo largo de la pared de la izquierda, vimos una gran tina de cinc, especie de bañera cubierta de un enrejado de alambre y con muy poca agua. Aquella tina servía de morada a un cocodrilo enorme que allí se estaba muy tranquilo sin dar más señales de vida que un tablón, como si hubiese perdido todas sus naturales facultades al contacto de nuestro húmedo clima, tan inclemente para los extranjeros. Aquel primer vistazo que dimos al monstruo nos dejó completamente helados. 
-¡Y eso es un cocodrilo! -dijo Elena Ivanovna con tono de desencanto-. Yo me lo había figurado de otro modo. 
Sin duda se lo imaginaba engarzado en brillantes. El dueño del cocodrilo, un alemán, se acercó hasta nosotros y se nos quedó mirando con arrogancia. 
-Razón tiene -me dijo al oído Iván Matveich-. Razón tiene para estar tan orgulloso, pues le consta que no hay otro cocodrilo en Rusia más que el suyo. 
Yo cargué aquella trivial observación en la cuenta del extraordinario buen humor de mi amigo y pariente, pues, por lo general, era un poquito envidioso. 
-No parece estar vivo su cocodrilo -observó Elena Ivanovna, que, intimidada por el descaro del dueño del monstruo, le dirigió su más graciosa sonrisa con la esperanza de bajarle los humos, según el procedimiento que suelen seguir las mujeres. 
-Perdón, señora -respondió el alemán., desollando cruelmente el ruso y, acto seguido, levantó la rejilla de alambre y se puso a hostigar al cocodrilo con una varilla. Para. dar señales de vida, el pérfido monstruo movió ligeramente las patas y la cola, levantó los morros y lanzó una suerte de prolongado resuello. 
-¡Bueno, bueno, no te enfades, Carlitos! -dijo suavemente el alemán, con muestras de amor propio halagado. 
-¡Qué feo es el tal cocodrilo! ¡Me da miedo! -murmuró coquetona Eleva Ivanovna-. Estoy segura que voy a soñar con él. 
-En sueños no habrá de hincarle el diente, señora -observó el alemán con galantería. Luego, se puso a reírse el chiste; pero sus risas no hallaron eco. 
-Vamos a ver los monos, Semión Semionich -dijo Elena Ivanovna dirigiéndose exclusivamente a mí-. ¡Me muero por ver los monos. Los hay tan bonitos... mientras que ese cocodrilo es horrible! 
-No temas nada, mujercita -exclamó Iván Matveich, pavoneándose y echándoselas de valiente-; este tránsfuga del reino de los faraones no nos hará ningún daño. 
Y se quedó junto a la bañera. A poco, se puso a hacerle cosquillas al cocodrilo en las narices con el pico de su guante, con objeto, según después nos confesó, de incitarle a lanzar otro resoplido. El dueño del bicho siguió a Elena Ivanovna -¡una señora!- hasta la jaula de los monos. Todo marchaba a pedir de boca Y no era de temer ningún contratiempo. 
Elena Ivanovna quedó encantada con los monos y les dedicó toda su atención. Chillaba de alborozo y, fingiendo no ver al dueño, se distraía descubriendo semejanzas entre algunos de aquellos animalejos con talo cual de sus amigos. Yo pasaba un buen rato, pues aquellos parecidos eran siempre exactos. El alemán, no sabiendo si debería reírse o no, concluyó por volverse mustio... 
En aquel preciso momento, un terrible alarido, que podría calificarse hasta de sobrenatural, resonó en la sala. No sabiendo qué pensar, me quedé alelado, sin moverme de mi sitio. Luego, oyendo gritar también a Elena Ivanovna, me volví a toda prisa, ¿y qué dirán que vi? 
Pues vi, ¡oh, Dios mío!, al infortunado Iván Matveich, a quien el cocodrilo había cogido por mitad del cuerpo con sus formidables mandíbulas y, levantándolo en el aire, lo zarandeaba horizontalmente en el espacio sin dejar ver de su cuerpo más que las piernas que sacudía desesperadamente. En un instante desapareció del todo mi pobre amigo y pariente. Pero como yo permaneciera inmóvil, pude observar todos los pormenores del accidente con apasionada atención, con la más viva curiosidad que jamás sintiera, de suerte que se los puedo referir punto por punto. 
¡Qué susto -pensé-, si me hubiese yo encontrado en el pellejo de Iván Matveich! 
Pero volvamos a lo ocurrido. Poniendo en acción sus terribles quijadas, el cocodrilo empezó por tirar de los pies del pobre Iván Matveich y luego, soltándolo un poco, porque mi sabio amigo pugnaba por escapar y se agarraba a la bañera, se lo engulló hasta la cintura. Después, desasiéndolo otro poco, continuó devorándolo de varias sentadas, poco a poco, de suerte que Iván Matveich fue desapareciendo lentamente de nuestra vista. Por último, de un bocado definitivo, se tragó el animal a mi sabio amigo todo entero y de modo tal que se podía ver cómo se lo iba metiendo en el cuerpo. 
Iba yo a lanzar también un grito, cuando por un pérfido juego de la suerte, el cocodrilo, molesto sin duda por la inusitada enormidad de aquel bolo alimenticio, hizo otro esfuerzo y, al abrir por vez postrera sus colosales fauces, pudimos ver de nuevo el apurado semblante de mi pariente, cuyos anteojos rodaron al fondo de la tina. Hubiérase dicho que aquella cabeza humana sólo apareció de nuevo para lanzar una suprema mirada sobre las cosas de este mundo y dar un último adiós a todas las alegrías de esta vida. 
Mas ni siquiera tuvo tiempo de realizar ese designio. El cocodrilo, que había cobrado ánimos, hizo otro esfuerzo y se engulló definitivamente la cabeza. Aquella reaparición y desaparición de una cabeza humana dotada aún de vida, resultaba un espectáculo espantoso; pero, al mismo tiempo -quizá por la rapidez de aquel escamoteo y por la caída de los lentes-, no dejaba de tener sus ribetes de ridículo, por lo cual no me fue posible contener la risa. pero, haciéndome cargo de lo inconveniente de mi conducta en tal momento -¿no era yo amigo de la casa?-, me dirigí vivamente a Elena Ivanovna con un tono de condolida simpatía. 
-¡Adiós para siempre nuestro Iván Matveich! -le dije. No pienso siquiera expresar la intensa emoción de que dio muestras la joven en tanto se desarrollaba la escena descrita. Al principio, después de lanzar aquel alarido, se quedó como petrificada y miraba todo aquel descalabro casi con indiferencia, muy desencajados los ojos. Luego se echó a llorar, y yo le estreché las manos. 
En aquel momento, enloquecido de espanto, el dueño del cocodrilo se puso a dar palmadas, y levantando los ojos al cielo, exclamó: 
-¡Oh, mi cocodrilo, mi Carlos de mi vida! ¡Madre! ¡Madre! ¡Madre! 
Ante aquellos gritos se abrió la puerta del fondo y apareció la madre, con su cofia en la cabeza. Era una mujer ya de edad, morena y despechugada, que se abalanzó a su hijo lanzando estridentes chillidos. 
Se produjo entonces un espantoso revuelo. Elena, como una poseída, no se cansaba de repetir: «¡Que lo zurren! ¡Que lo zurren!» Tan pronto se encaraba con el alemán como con su madre, suplicándoles, inconscientemente sin duda, que le pegasen no sé a quién ni por qué causa. En cuanto al domador y su madre, no se preocupaban lo más mínimo de nosotros, y lloraban a moco tendido junto a la bañera. 
-Es cosa perdida. ¡Va a reventar de un momento a otro! ¡Acaba de tragarse a un funcionario enterito! -gemía el domador. 
-¡Pobre Carlos! ¡Nuestro querido Carlos! ¡Se morirá! -aullaba la madre. 
-¡Nos deja huérfanos y sin pan! -añadía el hombre. 
-¡Que lo zurren! ¡Que lo zurren! -vociferaba incansable Elena Ivanovna, colgada de un faldón del abrigo del alemán. 
-Se puso a hostigar a mi cocodrilo. ¿Qué tenía su marido de usted que hostigármelo? -rezongaba el domador, desasiéndose-. Si revienta mi Carlos, tendrá usted que indemnizarme. Era mi hijo, mi hijo único. 
Confieso que el egoísmo de aquel alemán y la sequedad de corazón de su madre me indignaban no poco. Pero los ininterrumpidos gritos de Elena Ivanovna: «¡Que lo zurren! ¡Que lo zurren!» me apuraban todavía más y concluyeron por cautivar toda mi atención. Yo tenía un poco de miedo. Pero había interpretado mal el sentido de aquellas peregrinas exclamaciones. Me imaginaba que Elena Ivanovna, habiendo perdido momentáneamente la razón pero deseosa no obstante de vengar a su querido Iván Matveich, proclamaba su derecho a una satisfacción y pedía que castigasen al cocodrilo dándole de palos. Pero ella quería dar a entender, en realidad, otra cosa muy distinta. 
Procurando tranquilizarla, supliqué a Elena Ivanovna que no emplease aquella desagradable palabra de zurrar porque, en aquel sitio, en pleno Pasaje, ante una asamblea de personas ilustradas, a dos pasos de la sala donde en aquel mismo momento daba el señor Lavrov su curso público, la expresión de un deseo tan reaccionario resultaba no sólo inverosímil sino hasta inadmisible, y de un momento a otro podría dar lugar a que cayesen sobre nuestras espaldas las silbantes cuerdas de las disciplinas críticas del señor Stepanov. 
Para colmo de males, se justificaron al punto mis temores. Se descorrió la cortina que cerraba el cuarto donde se hallaba expuesto el cocodrilo y compareció en el umbral un individuo que llevaba barba y bigotes y que, con el sombrero en la mano, inclinaba hacia nosotros la parte superior de su cuerpo conservando prudentemente su base de sustentación en el vestíbulo para no verse en la precisión de desembolsar el precio de la entrada. 
-Señora -dijo el desconocido, realizando prodigios de equilibrio para mantener su cabeza en la sala donde nosotros estábamos y al mismo tiempo no sacar los pies del vestíbulo-, señora, una aspiración tan retrógrada no dice bien de su inteligencia y sólo puede provenir de cierta falta de fósforo en su cerebro. La Crónica del Progreso, así como nuestros periódicos satíricos, no podrán menos de anatematizar a usted... 
Mas no puedo rematar su discurso. El dueño del establecimiento recobró a la sazón sus sentidos, y notando con horror la presencia gratuita de aquel individuo en la sala del cocodrilo, arremetió furiosamente contra el incógnito progresista y lo echó del local a puñetazos. Ambos desaparecieron detrás de la cortina y comprendí al punto que todo aquel revuelo era injustificado porque Elena Ivanovna era totalmente inocente de la intención que le atribuían de querer infligir al cocodrilo el humillante castigo de los vergajazos. Pedía, ni más ni menos, que le abrieran la barriga para sacarle de allí a su querido Iván Matveich. 
-¡De modo que querría usted que me matasen a mi cocodrilo! -vociferó el domador-. Antes preferiría diez veces que matasen a su esposo... Mi padre exhibía ya al público ese cocodrilo; mi abuelo lo había exhibido antes; lo exhibo yo ahora y mi hijo lo exhibirá cuando yo me muera. ¡El mundo entero ha de ver ese cocodrilo! A mí me conocen en toda Europa, mientras a usted no la conoce nadie; y tendrá que pagarme una indemnización. 
-¡Eso, eso! -gritó la alemana furiosa-. No les dejaremos salir de aquí hasta que nos indemnicen, porque nuestro pobre Carlitos va a reventar. 
-Indudablemente, sería inútil matarlo -añadí yo con toda flema, tratando de llevarme a Elena Ivanovna a casa-. Porque nuestro querido Iván Matveich seguramente que a estas horas se encuentra ya en la gloria. 
-Querido amigo -exclamó de pronto con gran asombro nuestro, la voz de Iván Matveich-, querido amigo, yo creo que sería más conveniente avisar al comisario de policía porque sólo la intervención de la fuerza pública será capaz de convencer a este alemanote. 
Aquellas palabras, pronunciadas con voz entera, que atestiguaban una extraordinaria presencia de ánimo, nos dejaron estupefactos hasta tal punto, que, en el primer momento, nos resistíamos a dar crédito a nuestros oídos. Sin embargo, nos aproximamos a toda prisa a la bañera donde se rebullía el cocodrilo y nos pusimos a escuchar al desgraciado cautivo con una atención sostenida, aunque algo escéptica. 

(Sigue)