Érase
una vez una niña pobre, tan hermosa como buena, que vivía con su malvada
madrastra en una casa del bosque.
-¿Del
bosque? El bosque está anticuado. Vaya, todo ese entorno rural ya empieza a
cansarme. No es un buen reflejo de la sociedad de hoy. ¿Por qué no la
trasladamos a un entorno urbano, para variar?
-Érase
una vez una niña pobre, tan hermosa como buena, que vivía con su malvada
madrastra en una casa en las afueras de la ciudad.
-Eso
está mejor. Pero debo cuestionar muy en serio el adjetivo pobre.
-¡Pero
era pobre!
-La
pobreza es relativa. Vivía en una casa, ¿no?
-Sí.
-Luego,
desde una perspectiva socioeconómica, no era pobre.
-¡Pero
el dinero no era suyo! La gracia del relato es que la malvada madrastra la obliga
a llevar harapos y a dormir junto a la chimenea...
-¡Ajá!
¡Tenían chimenea! ¿Desde cuándo los pobres tienen chimeneas? Ve al parque, ve
una noche a una estación de metro, ve a ver cómo duermen en cajas de cartón.
¡Entonces sabrás lo que es ser pobre!
-Érase
una vez una niña de clase media, tan hermosa como buena...
-Para
un momento. Creo que podemos eliminar lo de hermosa, ¿no? La mujer de hoy ya
tiene que lidiar con demasiados estereotipos físicos intimidatorios, con todas
esas bollicaos que salen en los anuncios. ¿No puedes hacerla, bueno, digamos,
más normal?
-Érase
una vez una niña con un ligero sobrepeso y cuyos dientes frontales sobresalían,
que...
-No
me parece divertido reírse del aspecto de la gente. Además, estás fomentando la
anorexia.
-¡No
me burlaba! Me limitaba a describir...
-Sáltate
la descripción. Las descripciones oprimen. Pero puedes decir de qué color era
la niña.
-¿De
qué color?
-Ya
me entiendes. Negra, blanca, roja, morena, amarilla. Ahí tienes las opciones.
Para tu información: basta ya de blancos. La cultura dominante esto, la cultura
dominante lo otro...
-No
sé de qué color era.
-Bueno,
lo más probable es que fuera del tuyo, ¿no crees?
-¡Pero
esto no tiene nada que ver conmigo! Es sobre una niña...
-Todo
tiene que ver contigo.
-Me
parece que no tienes ganas de oír esta historia.
-Oh,
bueno, sigue. Que sea étnica. Eso podría ayudar.
-Érase
una vez una niña de raza indeterminada, tan normal de aspecto como buena, que
vivía con su malvada...
-Otra
cosa. Buena y malvada. ¿No crees que podrías dejar atrás estos epítetos que
responden a puritanos juicios morales? Al fin y al cabo, son en gran parte de
puros condicionamientos, ¿no?
-Érase
una vez una niña tan normal de aspecto como adaptada a su entorno, que vivía
con su madrastra, que no era una persona abierta ni cariñosa porque había sido
maltratada durante la infancia.
-Mejor.
¡Aunque estoy harta de tantas imágenes femeninas negativas! Las madrastras
siempre aparecen como malas. ¿Por qué no la conviertes en un padrastro? Además,
así la historia tendría más sentido, considerando la conducta perversa que vas
a describir. Introduce látigos y cadenas. Todos sabemos cómo son de retorcidos
esos tipos reprimidos de mediana edad...
-¡Hey,
espera un momento! Yo soy un hombre de mediana edad...
-Vale,
señor Susceptible. No te des por aludido... Esto queda entre tú y yo. Sigue.
-Érase
una vez una niña...
-¿Cuántos
años tenía?
-No
sé. Era joven.
-Esto
acaba en boda, ¿no?
-Bueno,
no quiero revelarte la trama, pero... sí.
-Entonces
puedes borrar esa terminología paternalista condescendiente. Es una mujer,
colega. Una mujer.
-Érase
una vez...
-¿Qué
es eso de érase una vez? Ya basta del pasado. Háblame de ahora.
Xavier Vilató Ruiz, conocido artísticamente como Javier Vilató (Barcelona, 11 de noviembre de 1921 - París, 10 de marzo de 2000) desarrolló su carrera como pintor, grabador y escultor, entre Barcelona y París, donde llegó en 1946, gracias a una beca del Instituto Francés.
Sobrino de Pablo Picasso, hijo de su hermana Lola y del neuropsiquiatra Juan Bautista Vilató.
Vilató fue un artista vital, apasionado, enérgico, traductor de la luz y el color mediterráneos que lo acompañaron siempre, tanto en Barcelona, como el Midi francés o los veranos alicantinos. Defendió siempre la autenticidad, huyendo de los conceptos establecidos o de moda. Su obra, tan centrada en los temas de su entorno, expresa una manera de vivir la vida a través del arte.
La estrecha relación de Vilató con su tío llegó a ser casi fraternal, compartiendo tanto intereses artísticos como la atracción por el Mediterráneo o confidencias y secretos amorosos, un hecho que supuso un intercambio recíproco, más allá de ser una relación exclusivamente unívoca. Esto explica, por ejemplo, el papel destacado que Vilató tuvo en 1970 en la donación de las obras de su tío, custodiadas por su familia, en el Ayuntamiento de Barcelona, fondos clave del Museo Picasso.
La nueva escultura
Munich, 8 junio
No voy nunca a visitar estudios
de artistas. Porque me aburro; porque no sé qué decir; porque se encuentran
casi siempre las mismas cosas; porque todos ven en mí únicamente al que regala
cheques, al mecenas incompetente y fácil de engañar. Pero el otro día me dejé
tentar por un escultor checoslovaco, jovencísimo, desconocido, albino, que se
llama Matiegka.
-Venga -me dijo -. Verá lo que no
podrá ver en ningún museo, en ninguna exposición del mundo. He creado, después
de miles de años, una escultura nueva, no realizada jamás por nadie. Cuando
salió a abrirme me hizo pasar a una habitación más alta que larga -una especie
de pozo con techo de cristal - y sin ventanas. Fuera de algunas sillas y una
especie de trípode de hierro en el centro, la habitación estaba vacía; ni
yesos, ni bocetos, ni mármoles, nada que revelase el estudio de un escultor.
-¿Trabaja usted aquí?
-Trabajo aquí -contestó Matiegka
-. Siéntese y confiese su sorpresa. Ya le dije, sin embargo que había aprendido
a crear lo "nunca visto". ¡Yo también soy escultor! Pero no al modo
grosero de todos. La antigua escultura, maciza y pesada, herencia de los
egipcios y de los asirios, ha perdido ya toda su actualidad. Correspondía a una
civilización religiosa, monárquica, lenta, primitiva. Ahora somos ascetas,
anárquicos, dinámicos, cinemáticos. La escultura debe cambiar también. Fabricar
estatuas en mármol, en piedra, en bronce -aunque no sea más que en plata o en
madera -sería, ahora, como viajar en los carros de los faraones o vestirse con
la armadura de Bayardo. Es necesario, ante todo, cambiar la materia. Modelar
estatuas de nieve, como hizo Miguel Ángel en el patio del Palacio de los
Médicis, o de cera, como ha hecho Medardo Rosso era ya un progreso, pero
demasiado tímido. ¿No ha observado nunca a los niños, en las playas del mar
cuando construyen figuras de arena? ¿No se le ha ocurrido nunca observar a un
artista vendedor de helados que esculpe en la crema y en el hielo? Estos han
sido mis maestros.
»La única solución plástica posible consiste
en pasar de la inmovilidad a lo efímero. El arte perfecto, la música, late,
pasa y desaparece. El sonido es instantáneo, no perdura, y, sin embargo, es
potentísimo. Si todas las artes aspiran a la música, incluso la escultura debe
aproximarse a aquella divina cosa pasajera. Le daré ahora mismo el ejemplo.
Al decir esto, Matiegka, con sus
manos delicadas, destapó el trípode que se hallaba en medio del estudio y
colocó en él una pasta negruzca a la que prendió fuego. Una columna densa y
espesa de humo se alzó rectilínea, sobre el brasero. El fantástico escultor
cogió una especie de larga paleta con la mano derecha, luego otra con la
izquierda, y comenzó velozmente su trabajo, girando en torno al globo alargado
de humo, ayudándose, además de los instrumentos, con los brazos y con el
aliento. En menos de un minuto, la
oscura columna había adquirido el aspecto de una figura humana, de un fantasma
amarillo que a cada instante amenazaba con esfumarse. La masa se había
redondeado en la cúspide hasta parecer una cabeza, y, con un poco de buena
voluntad, se podían distinguir una veleidad de nariz y el conato de una
barbilla. El humo, espeso y graso, como el que sale de las viejas locomotoras
en reposo, se dejaba cortar por los mordiscos reiterados de las paletas.
Matiegka, palidísimo, se movía como un condenado; arrojaba el humo que
amenazaba confundir las dos piernas, soplaba ligeramente sobre los hombros de
la aérea estatua para hacerlos más verosímiles, o alejaba el alón humeante que
impedía definir las líneas de la obra. Finalmente se separó de su obra, se
acercó a mí y gritó:
-¡Mire! ¡Deprisa! ¡Imprima la forma en su memoria!
¡Dentro de pocos segundos la estatua se desvanecerá como una melodía que acaba!
Y realmente, poco a poco, el humo,
alargándose, la deformaba; el fantasma se deshizo, se disolvió en una niebla
oscura que, lentamente, desaparecía por una abertura de la claraboya.
-¡La obra maestra ha muerto como
mueren todas las abras maestras! -exclamó Matiegka-. ¿Qué importa? Puedo volver
a hacer cuantas quiera. Cada obra es única y debe bastar para la alegría un
momento único. Que una estatua dure diez siglos o diez segundos, ¿qué
diferencia hay con relación a la eternidad, qué diferencia si tanto aquella de
mármol como ésta de humo, deben, al final, desaparecer?
Dejé a Matiegka entregado a su
entusiasmo, después de haber alabado como mejor supe la innegable originalidad
de su arte.
Cuando volvía al hotel pensaba
para mí mismo que la nueva escultura tiene, para los mecenas económicos, un
mérito enorme; no puede ser conservada ni transportada, y, por tanto, no puede
ser tampoco comprada.
Desde hace
algún tiempo, desde que enriquecí con la dichosa guerra mundial y me casé y
vinieron los hijos, no puedo ya contar un cuento. Antes solía contarlos bien.
¡Ay, entonces era libre! Ahora, en cambio: ¡los hijos! ¡Miedo me da que cunda
el mal ejemplo! ¿Pero por qué no acierto a decidirme? Quizá porque los negocios
me acostumbraron a los testimonios del señor cura, del notario, de un juez o de
cualquiera otra persona. "Ahí está don Fulano que lo diga."
Empero, solo,
sin testigos, venía yo una de estas noches de niebla y menuda llovizna
corriendo sobre la oscura carretera.
Sí: al timón de
mi automóvil, fijos los ojos en los haces de luz que derramaban los fanales del
vehículo, traía yo prisa y una rabia contenida, cierto temor inexplicable y muy
malos pensamientos, al ver que las luces opacas de unas linternas, como de
gentes que con sus manos las moviesen a todo lo ancho del camino, me obstruían
el paso.
Ni pitos de
sirenas, ni voces que denotaran el hecho de que acabase de ocurrir un accidente
desgraciado. "¿No será que tratan de asaltarme? ¿Y quién dice que sean
solamente ésos? Habrán de tener cómplices, ocultos a lado y lado. Entonces,
entonces... si no paro y los atropello, me disparan los otros por la espalda.
Pero, ¡qué demontre!, si aquí traigo cargado mi revólver. ¿A qué, pues, miedo y
tales aflicciones? Alguna vez tengo que usarlo" —pensé; apronté el arma, y
paré el auto.
—¡Qué hay!
—dije brusco y en voz alta.
Los de las
linternas se acercaron.
Me parecieron
cuatro infelices indios, de ésos que uno en seguida reconoce como el prototipo
de nuestros albañiles, mitad obreros industriales y mitad hombres de campo.
A la luz de mis
reflectores vi los ocho guaraches de sus pies, mientras se aproximaban. El
resto de sus indumentarias eran overoles azules, sombreros de petate y un
paliacate colorado al cuello.
—¿Qué hubo?
—volví a gritarles.
Entretanto
llegaban, con sus linternas en alto, me guardé la pistola debajo de la pretina
del pantalón, y para ganar facilidad de movimientos a la hora aviada, desabroché
los tres botones inferiores de mi chaleco, prevenido, por si acaso.
—¿Qué hubo?
—volví a gritarles cuando los tuve cerca y pude verles las caras.
Uno de ellos,
el de mayor edad, ya vejancón, usaba grandes bigotes caídos; dos aparentaban
unos treinta años, y el último, el más joven, menos de veinte.
—Patrón —dijo
el viejo—, tenemos de precisión que ir a México, porque debemos de entrar
tempranito, mañana lunes, al trabajo.
¿Acaso me
olvidé? ¿No dije al comienzo que aquella noche de marzo, cuando regresaba de
reponer las fuerzas con mi paseo del fin de semana, era la de un domingo? Creo
que sí, ¿o no?
A las palabras
del viejo, ardido yo por el miedo que me habían hecho pasar y animado de un
puntilloso, muy lógico, deseo de venganza, modulé ciertos ruiditos de chistante
desdén al par que meneaba en igual manera de significación negativa la cabeza.
—Se nos hizo
tarde, jefe —agregó uno de los otros indios.
Era bueno
tomarse tiempo de pensar, a la vez que atormentarlos un poco, y así, yo ni
aceptaba ni decidía negarme de palabra.
—Por favor,
patrón, como ya no pasan los camiones... y como usted lleva nuestro mismo
rumbo.
Intervino el
más joven:
—Sólo semos
albañiles... —y sonrió, inocente o malicioso en alusión velada.
Observé su
vista socarrona en un rostro demasiado perspicaz, y tan claro fue para mí lo
que insinuaban, que negarme sería como demostrar señales de aquel miedo y
rebajarme. ¡Y esto no!
—¡Acomódense
ustedes tres en el asiento de atrás! —dispuse—. Tú, viejo, ven adelante
conmigo.
Al punto se
apagaron las linternas, y a la carrera cumplieron mis órdenes.
No cesaba la
llovizna.
Libré del freno
a mi automóvil, aceleré y seguí la marcha.
Los de atrás
sólo dijeron unas cuantas frases, que recuerdo bien:
—¿Cómo estará
Usebita?
—Pos ya ves.
—Tan bonita.
—Tan luciditos
sus siete años.
Y en adelante
se pertrecharon en un mutismo empecinado. Nada de una risa, ni la menor muestra
de expansión, de franqueza propia de habitantes de otras tierras, sino el
mutismo ése que impone zozobra, desconfianza, sospechas, o doblega, deprime,
aplasta el ánimo. Además, la oscuridad al filo de continuos precipicios... las
circunstancias... esa tenaz llovizna fúnebre y hasta las linternas, cuya
visión, con sus opacas luces agitándose en la bruma, estaban todavía en mi
retina...
De lejos, ya el
aliento del viejo despedía tufos de un alcohol tan malo que sentí, ahora de
cerca, al volver la cara y hablarme, un asco insoportable. "¡Indio
borracho!"
—Esta agüita no
entrará ni siquiera cuatro dedos dentro de la tierra, ¿verdad patrón?
—¡Ujú!
—respondí, conteniendo el resuello.
Tras breve
silencio, insistió:
—Ni dos dedos,
ni dos dedos, ¿no cree, patrón?
"¡Indio
borracho!" —pensé de nuevo y no le contesté.
—¿No cree,
patrón?
—Sí, claro
—dije. Había que armarse de paciencia.
Otro intervalo,
y lo mismo:
—Ni tanto así,
¿eh, patroncito?
Y luego, a cada
rato:
—Pos ni
tantito, ni tantito puede ser... ¿verdad, señor?
Corría el coche
a toda su marcha y volví a sentir miedo. ¡Estas cosas del instinto! Ya se sabe
lo que son los indios con su lenguaje de retruécanos, y con la misma cantinela;
¿qué querría decir éste, o dar a entender a los otros, que continuaban
clavados, fijos, en su mutismo empecinado? ¡Si fuesen de veras piedras,
inofensivas piedras... pero son seres humanos!
Por cierto que
aún lloviznaba y la carretera estaba desierta, dentro de un negror frío de
neblina espesa.
Mis temores
venían a ráfagas; mas lograba disiparlos al pensar en la seguridad de mi
revólver.
—Ni dos dedos,
¿eh, jefe?
—¡Aja!
—Ni uno...
—¡Ujú!
Y persistía:
—Ni siquiera
uno... Ni siquiera un dedo, ni tanto así...
—Claro.
—Porque esta
agüita sólo la manda Dios para refrescar las siembritas...
—Naturalmente.
—Para refrescar
las siembritas y no para que entre mucho en la tierra... ¿verdad?
—Verdad.
—¿Verdad?
¿Verdad que sí, patrón?
De pronto el
motor del automóvil empezó a mostrar síntomas de haberse calentado con exceso.
En cuanto
llegamos al primer pueblo, paré y dije a los hombres lo que pasaba.
El viejo se
ofreció a ir a una tienda próxima para traer una cubeta de agua.
Y entonces,
mientras una luz fuerte destacaba su lejana figura frente al marco de la
tienda, el más joven de los tres que se quedaron, acercó su rostro a mis
espaldas y dijo desde atrás:
—¡Patrón!
Volví la
cabeza.
—Es mi padre,
patrón.
Se detuvo como
hace todo indio para tomar resuello, y otro dijo:
—El padre está
bebido.
El joven
continuó:
—Perdone, pos
dice todo eso porque venimos de nuestro pueblo a donde juimos a enterrar a mi
hermanita… La mera verdá, patrón, que semos albañiles.
Yo no pedía
ninguna explicación; pero el tercero añadió aún:
—No quiere que
l'almita se moje allí abajo, dentro el cuerpecito.
Continuaron la
oscuridad, el misterio y la llovizna, la llovizna, el misterio y la oscuridad
en el camino...
¿Dije que tenía
yo dos hijos: una niña y un niño? Pues la niña enfermó.
Y ahora, duro
como soy de corazón, así que ha muerto ella, me pongo blando a veces en el
auto. Llueve y recuerdo tal un soplo:
Le Corbusier, una figura clave de la arquitectura del siglo XX, fue pionero en los estudios de mejora de las viviendas de las clases más bajas y propuso nuevas formas de arquitectura eficiente en ciudades muy pobladas. Le Corbusier fue, a su vez, un artista multidisciplinario, con una obra que se extiende también a la pintura y la fotografía, uniendo arte y arquitectura.
La muestra es un itinerario completo por todas las fases de la obra de Le Corbusier a través de una extensa colección de dibujos, pinturas, proyectos arquitectónicos y maquetas de edificios, piezas procedentes mayoritariamente de la Fondation Le Corbusier en París y del MoMA de Nueva York. El visitante podrá contemplar desde el trabajo realizado en los primeros años del artista en Suiza, hasta el final de sus días en el Mediterráneo, pasando por Estambul, Atenas, Roma, París, Ginebra, Moscú, Barcelona, Nueva York y la India.
Exposición organizada por The Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York y producida por la Obra Social "la Caixa".
El verdugo Wan Lung
Durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming, vivía un
verdugo llamado Wan Lung. Era un maestro en su arte, y su fama se extendía por
todas las provincias del imperio. En aquellos días las ejecuciones eran
frecuentes, y a veces había que decapitar a quince o veinte personas en una
sola sesión. Wan Lung tenía la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una
sonrisa amable, silbando alguna melodía agradable, mientras escondía detrás de
la espalda su espada curva, para decapitar al condenado con un rápido
movimiento cuando éste subiera al patíbulo.
Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida; pero su realización
le costó cincuenta años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a un
condenado con un mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la
inercia, la cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como
queda un plato sobre la mesa cuando se retira repentinamente el mantel.
El gran día de Wang Lung llegó por fin, cuando ya tenía setenta y ocho
años. En ese día memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis
clientes para que se reunieran con las sombras de sus antepasados. Como de
costumbre, se encontraba al pie del patíbulo, y ya habían rodado por el polvo
once cabezas rapadas, impulsadas por su inimitable mandoble de maestro. Su
triunfo coincidió con el duodécimo condenado. Cuando el hombre empezó a subir
los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una
velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su lugar,
mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que le había ocurrido.
Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung:
-¡Oh cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando
despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?
Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida
se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con
exquisita cortesía, dijo al condenado:
-Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.
Esto sucedió
durante una visita mía a Bagdad, en 1928.
En esa época,
yo era corresponsal en el Oriente Medio de la cadena de diarios Ullstein, y me
habían enviado para informar sobre una de las crisis habituales de gobierno en
el Irak. Al llegar, solicité una entrevista con el rey Feisal Ibn Hussein. Me
recibió Tahsin Bey, el ayudante del rey, con un deslumbrante uniforme blanco;
lo habían puesto al tanto de mi llegada que, como correspondía al
representante de la cadena de periódicos más importante de Europa, también
había sido anunciada en los diarios locales. Tahsin Bey me recibió amablemente;
pero cada vez que yo abordaba el tema de la política, o de mi audiencia con Su
Majestad, mi interlocutor desviaba la conversación y con una sonrisa amistosa
me preguntaba qué estudian los muchachos en los colegios europeos. Después de
las tazas rituales de café dulce y amargo, y de una conversación que
languidecía tristemente, se puso de pie y dio fin a la entrevista con esta
pregunta:
-Y ahora,
¿cuándo tendremos el honor de recibir la visita de su señor padre?
Evidentemente,
creía que el representante de Ullstein debía ser un señor respetable, maduro,
que había enviado a su hijo para que lo precediera con una visita de cortesía.
Demostré estar a la altura de la situación, respondiendo con una urbana
reverencia:
Es el nombre dado a
los hombres que vivían en bandas armadas fuera de la ley en el nordeste
brasileño desde mediados del siglo XIX hasta la década de 1930. La gran mayoría
vivía del robo de grandes haciendas y del bandolerismo, tornándose en un problema
social de la región pero pasando a ser parte del folklore brasileño.
Las áridas regiones del oeste de
Pernambuco reciben el nombre de sertão, caracterizadas por ser una planicie de
poca fertilidad y de vastos prados aptos para el pastoreo, debido a su difícil
acceso estas zonas se convirtieron en refugio, durante casi un siglo, de un
variopinto grupo de disidentes locales conocidos como los cangaceiros; este
nombre surge por el modo de llevar las municiones cruzadas al pecho, como el
cangazo que tiran los bueyes. La gran mayoría de los cangaceiros eran hombres que se dedicaban al bandolerismo, incluyendo entre sus delitos a secuestros, robos de almacenes, violaciones, e incendios, aunque algunos llegaban a incluir a sus familias y esposas en esta clase de vida. Numerosos campesinos pobres apoyaban a los cangaceiros cuando éstos se rebelaban contra los abusos de un fazendeiro, pero la lealtad de los cangaceiros solía cambiar con frecuencia: si bien en ocasiones aterrorizaban a los ricos en defensa de los pobres, otras veces ofrecían sus servicios a los hacendados para someter o dominar a los peones o jornaleros que se mostraban «desobedientes».
El más conocido jefe de estos grupos fue Virgulino Ferreira más conocido por Lampião. Después de la Revolución de 1930, el régimen de Getúlio Vargas desplegó una feroz represión policial y militar contra los cangaceiros al considerarlos "causantes de desorden social"; como resultado a inicios de la década de 1940 casi la totalidad de cangaceiros fueron muertos o capturados.
Ideas de Canario
Un hombre dedicado a los estudios de ornitología, llamado Macedo,
contó a un grupo de amigos un suceso tan extraordinario que nadie le creyó.
Algunos llegan a suponer que Macedo perdió el juicio. He aquí el resumen del
relato.
A principios del mes pasado -dijo
él-, yendo por una calle, pasó un tílburi. A toda carrera que casi me arrojó
al suelo. Pude eludir la embestida
saltando al interior de una tienda de baratillos. Ni el estrépito del caballo y
del vehículo, ni mi entrada intempestiva hicieron que el dueño del local se
incorporara: siguió durmiendo, allá en
el fondo, cabeceando en una silla plegable. Era un guiñapo de hombre, barba de
color paja sucia, la cabeza encasquetada en un gorro deshilachado, que
probablemente no había encontrado comprador. No se adivinaba en él ninguna
historia; sí se podía, en cambio, presumir la de algunos de los objetos que
vendía; tampoco se sentía en él la tristeza austera y desengañada de las vidas
que fueron vidas.
El local era oscuro, abarrotado
de cosas viejas, retorcidas, rotas, ajadas, oxidadas como las que suelen
encontrarse en tiendas de ese tipo, todo en ese semidesorden propio de un
negocio de compraventa. Semejante hibridez era, en su innegable banalidad, interesante.
Ollas sin tapa, tapas sin olla, cotones, zapatos, cerraduras, una pollera
negra, sombreros de paja y de felpa, marcos, largavistas, sacones, un florete,
un perro embalsamado, un par de
chinelas, guantes, macetas, charreteras, una bolsa de terciopelo, dos perchas,
una ballesta de bodoque, un termómetro, sillas, una litografía del finado
Sisson, un juego de chaquete, dos máscaras de alambre para el próximo carnaval,
todo eso y el resto que no vi o no
recuerdo, colgado o expuesto en cajas de cristal, igualmente viejas. Allí
dentro había más cosas y en cantidad, y con el mismo aspecto, predominando los
objetos grandes, cómodas, sillas, camas, unos sobre otros, perdidos en la
oscuridad.
Estaba por salir, cuando vi una
jaula colgada de la puerta. Aunque era tan vieja como el resto, faltaba, para
que tuviese el mismo aspecto desolador de todo lo demás, que estuviese vacía.
No estaba vacía. Dentro de ella saltaba un canario. El color, la vivacidad y la
gracia del pajarito infundían a aquel montón de destrozos una nota de vida y de
juventud. Era el último pasajero de algún naufragio, que allí había ido a parar
íntegro y alegre como antes de la catástrofe. Apenas lo miré, empezó a saltar hacia abajo y hacia arriba, de
varilla en varilla, como si quisiera decir que en medio de aquel cementerio
resplandecía un rayo de sol. No atribuyo esta imagen al canario, sino porque me
dirijo a gente proclive a la retórica; a decir verdad, él no pensó ni en el
cementerio ni en el sol, según me confesó después. Yo, subyugado por el placer
que me produjo aquel paisaje, me sentí indignado con el destino del pájaro, y
murmuré por lo bajo palabras de amargura.
-¿Quién sería el dueño execrable
de este animalillo, que tuvo el coraje de deshacerse de él por algunas monedas?
¿Qué mano indiferente, no queriendo retener a ese compañero del dueño difunto,
lo dio de regalo a algún pequeño, que lo vendió para poder comprar golosinas?
Y el canario, deteniéndose en la
varilla, trinó lo siguiente:
-Seas tú quien fueres,
ciertamente no estás en tu sano juicio. No tuve un dueño execrable, ni fui
entregado a ningún niño que me vendiese. Solo una imaginación enferma puede ser
capaz de tales conjeturas; ve a tratarte, amigo…
-¿Cómo? -lo interrumpí yo, sin
tiempo para asombrarme-. ¿Pretendes hacerme creer que tu dueño no te vendió a
esta casa? ¿No fue la miseria o la indolencia quien te trajo a este cementerio
como un rayo de sol?
-No sé que quiere decir sol o
cementerio. Si los canarios que has visto suelen usar el primero de esos
nombres, tanto mejor, porque es lindo,
pero presumo que te confundes.
-Perdón, pero tú no estás aquí por propia iniciativa; alguien
debió traerte, salvo que tu dueño haya sido desde siempre el hombre que está
allí sentado.
-¿Dueño? El hombre que está allí
sentado es mi criado, me da agua y comida todos los días. Con tal regularidad
que yo, si tuviese que pagarle sus servicios, debiera contar con mucho; pero
los canarios no pagan a sus criados. En verdad, si el mundo es propiedad de los canarios, sería extravagante que ellos
pagasen por lo que hay en él.
Pasmado por las respuestas, no
sabía qué admirar más, si el lenguaje o las ideas. El lenguaje, aunque me
parecía humano, salía del ave en trinos graciosos. Miré a mi alrededor, para
cerciorarme de que estaba despierto; la calle era la misma, el local era el
mismo sitio oscuro, triste y húmedo. El canario, moviéndose de un lado a otro, esperaba que yo le hablase. Le
pregunté entonces si tenía nostalgia del
espacio azul e infinito…
-Pero, mi querido amigo, -trinó
el canario-, ¿qué quiere decir espacio azul e infinito?
-Perdóname, pero… ¿qué piensas de
este mundo? ¿Qué es el mundo?
-El mundo, -retrucó el canario
con aire profesoral-, el mundo es una tienda de baratillos, con una pequeña
jaula de tacuara cuadrada que cuelga de un clavo; el canario es el señor de la jaula que habita y
del negocio que la rodea. Todo lo demás es ilusión y mentira.
En eso estábamos cuando el
viejo se despertó y se acercó a mí
arrastrando los pies. Me preguntó si quería comprar el canario. Indagué si lo
había adquirido como el resto de los
objetos que vendía, y supe que sí, que
lo comprara a un peluquero, junto con
una colección de navajas.
-Las navajas están en muy buen
estado -concluyó él.
-Lo que quiero es el
canario.
Le pagué lo que quería. Mandé a
comprar una jaula más amplia, circular,
de madera y alambre, pintada de blanco y ordené que la ubicasen en el balcón de
mi casa, de dónde el pajarito podía ver
el jardín, la fuente y un poco de cielo azul.
Yo tenía la intención de realizar
un largo estudio del fenómeno, sin decir
nada a nadie, hasta poder asombrar al siglo con mi extraordinario
descubrimiento. Empecé por alfabetizar la lengua del canario, por estudiar su estructura, las relaciones con la música, los
sentimientos estéticos del ave, sus ideas y reminiscencias. Tras este análisis
filológico y psicológico, me introduje decididamente en la historia de los canarios, su origen, los
primeros siglos, geología y flora de las islas Canarias; traté de saber si se
trataba de un pájaro con sentido de la
orientación marítima, etcétera. Conversábamos largas horas; mientras yo tomaba
mis apuntes, él esperaba, saltando de
aquí para allá, trinando.
No teniendo más familia que dos
criados, les ordenaba que no me interrumpiesen, ni siquiera cuando el motivo
fuese una carta o un telegrama urgente, o alguna visita de importancia. Dado
que ambos estaban al par de mis
ocupaciones científicas, la orden les pareció natural, y no sospecharon que el
canario y yo nos entendíamos.
Demás está decir que dormía poco,
me despertaba dos o tres veces en la noche, deambulaba, me sentía
afiebrado. Finalmente, retornaba al trabajo, para releer, agregar, corregir. Rectifiqué más de una
observación, ya sea porque la entendí mal, o porque él no me la había expresado
con claridad. La definición del mundo fue una de ellas. Tres semanas después de
la entrada del canario a mi casa, le pedí que me repitiese esa definición.
-El mundo, -respondió él-, es un
jardín muy basto con una fuente en el medio, flores y arbustos, algo de césped,
aire claro y un poco de azul en lo alto; el canario, dueño del mundo, habita en
una jaula amplia, blanca y circular, de donde contempla cuanto lo rodea. Todo
lo demás es ilusión y mentira.
El lenguaje también sufrió algunas
rectificaciones, y a ciertas conclusiones, que al principio me habían parecido
simples, luego las vi como temerarias.
Aún no podía escribir la monografía que habría de enviar al Museo Nacional, al
Instituto Histórico y a las universidades alemanas, no porque me faltase
información, sino porque deseaba, ante todo, acumular las observaciones
necesarias y ratificarlas. En los últimos días, no salía de casa, no contestaba las cartas, no quise
saber nada de amigos ni de parientes.
Todo yo era un canario. De mañana, uno de los criados tenía a su cargo limpiar
la jaula y ponerle agua y comida. El pajarito no le decía nada, como si supiese
que a aquel hombre le faltaba formación
científica. La atención que, por lo demás, le concedía el sirviente, era
absolutamente sumaria: él no amaba a los pájaros.
Un sábado amanecí enfermo, la
cabeza y la columna me dolían. El médico ordenó reposo total; estaba agotado
por el exceso de estudio, no debía leer ni pensar; ni siquiera debía enterarme
de lo que ocurría en la ciudad y en el mundo. Así estuve cinco días; al sexto
me levanté y solo entonces supe que el
canario, mientras el criado se ocupaba de él, había huido de la jaula. Lo
primero que sentí fueron ganas de estrangular al criado; la indignación me sofocó, caí en la
silla, mudo, alelado. El culpable se defendió, juró haber tomado todos los
recaudos, el pajarito había logrado huir gracias a su astucia…
-¿Pero no lo buscaron?
-Sí, señor; al principio se trepó
al tejado, yo lo seguí, el huyó, fue
hacia un árbol, después se escondió no sé dónde. Desde ayer no hago más que
averiguar, pregunté a los vecinos, a los jardineros de las quintas cercanas,
nadie sabe nada.
Sufrí mucho; felizmente el
agotamiento estaba superado, y luego de algunas horas pude salir al balcón y al
jardín. Ni rastros del canario. Pregunté, corrí de aquí para allá, pedí que me
informaran y nada. Ya había organizado las notas para redactar la monografía, que de todas maneras quedaría
truncada e incompleta, cuando fui a visitar a un amigo, dueño de una de las quintas
más hermosas y grandes de los alrededores. Paseábamos por ella antes de cenar,
cuando oí trinar esta pregunta:
-Hola, señor Macedo ¿por dónde
andaba que hace tanto que no lo veo?
Era el canario; estaba en la rama
de un árbol. Pueden imaginarse cómo me quedé, y lo que le dije. Mi amigo creyó
que yo estaba loco; ¿pero qué me
importaba lo que podía pensar? Le hablé al canario con ternura, le pedí que
prosiguiéramos nuestra conversación, en nuestro tan querido mundo, compuesto
por un jardín y una fuente, un balcón y una jaula blanca y circular…
-¿Qué jardín? ¿Qué fuente?
-Nuestro mundo, mi querido
pajarito.
-¿Qué mundo? Tú no pierdes tus malas costumbres de profesor.
El mundo, concluyó solemnemente, es un espacio infinito y azul, con un sol en
lo alto.
Indignado, le respondí que,
si tuviese que creerle, el mundo podía
ser cualquier cosa; hasta una tienda de baratillos…
-¿Una tienda de baratillos? -trinó
él a pulmón pleno-. ¿Es que acaso existen las tiendas de baratillos?
Y bien, amigos, nos toca a Marcapaginasporuntubo organizar el sorteo de esta quincena. Entrarán en él todos los comentarios publicados en cada una de las entradas de este blog desde hoy hasta las 24 horas del día 28. Para ello os ofrecemos 8 mps de Bibliotecas del País Vasco "Paisajes del mundo" (colorido, cultura, diversidad, tolerancia), 6 de la Editorial dÉpoca y los dos últimos editados por la Sombrerería Albiñana... Y que Dios reparta suerte.
El comentario premiado se hará público el 1 de marzo.
El siguiente sorteo tendrá lugar en el blog de Chelo, Algo más que papel.
Primer premio del IV Concurso de Microrelatos convocado por Sombrerería Albiñana
Período de prueba
-Ése -le dije a la dependienta sin dudar.
-¿Éste? -preguntó ella entregándome el sombrero gris del escaparate. Me lo encasqueté y esperé las impresiones que mi aspecto causaba entre los demás clientes.
-Me recuerda usted al actor de Casablanca -dijo una sesentona que en ese momento elegía una pamela. Sonreí a la mujer, apagué la grabadora y salí de la sombrerería con otra prueba irrefutable, un testimonio más para cerrarle la boca al incrédulo de mi psiquiatra, que se niega a darme el alta definitiva negándose a asumir que soy el hijo legítimo del gran Bogart.