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jueves, 30 de marzo de 2017

Cova St. Ignasi - Manresa


El atavío de la paz

En las grandes ciudades los misterios se siguen tan de cerca unos a otros, que el público lector y los amigos de Juanito Bellchambers han cesado de maravillarse de su repentina e inexplicable desaparición, hace un año. Este misterio concreto ha sido aclarado, pero la solución resul­tará tan extraña e increíble para la mentalidad del hombre medio, que sólo un grupo selecto de los que trataban a Bell­chambers podrá dar a la solución cierta verosimilitud.
-Bien sabido es que Juanito Bellchambers pertenecía al más exclusivista círculo de la élite neoyorquina. Sin osten­tación alguna, como aquella en la que incurren ciertos ex­céntricos que aspiran a hacerse conocer por la desmedida originalidad de su aspecto o riqueza, Juanito se presentaba siempre comme il faut en cuanto compatía a la distinción que debía presidir sus movimientos en los ámbitos de la buena sociedad.
Señalábase especialmente por su gusto de selección en materia de atavío. En esto constituía la desesperación de sus imitadores. Siempre correcto, exquisitamente atuendado y posesor de un ilimitado guardarropa, se le consideraba el hombre mejor vestido de Nueva York y, por lo tanto, de América. No existía en Gotham un sastre que no considerase una gloria el poderle vestir, aun sin recibir un centavo. Porque el modo que Bellchambers tenía de llevar la ropa constituía una propaganda viviente.
Los pantalones merecían su especial predilección. Nada en los que usaba se distanciaba mucho de la perfección. Tenía en su casa un hombre exclusivamente dedicado a plan­charle los pantalones, de los que poseía amplio repuesto. Sus amigos aseveraban que el límite máximo que Juanito con­cedía al uso de unos pantalones no pasaba de tres horas.
Un día, Bellchambers desapareció súbitamente. Durante cerca de media semana la desaparición no alarmó al círculo de sus amistades. Pero después se iniciaron los usuales mé­todos inquisitivos. Todos fracasaron. Juanito no había de­jado detrás de sí rastro alguno. Intentóse encontrar un móvil de su desaparición, pero tampoco existía. No tenía enemigos, ni deudas, ni estaba enamorado de mujer alguna, ni ninguna de él. En el Banco disponía de un saldo favorable de varios miles de dólares. Jamás había probado la menor inclinación hacia las extravagancias mentales y su tempe­ramento era sereno y ecuánime.
Empleáronse todos los medios oportunos para encontrar al desaparecido, mas en vano. Era uno de esos casos -más numerosos cada año que pasa- en los que la gente desapa­rece como la llama de una bujía, sin que quede detrás ni una voluta de humo como posible testigo de la causa del apagón.
En mayo, Tom Eyres y Lancelot Gilliam, dos antiguos amigos de Juanito, hicieron un viaje al otro lado del Atlán­tico. Viajando los dos por Italia y Suiza detuviéronse un día en un monasterio de los Alpes helvéticos, que les pareció ofrecer más amenidad que las que usualmente encuentra el turista. Y ello con redoblado motivo en una zona particu­larmente escabrosa de aquellas ingentes montañas. El mo­nasterio, por tal motivo, era casi inaccesible a los viajeros ordinarios. Los atractivos que el monasterio poseía, pero no anunciaba, eran, en primer lugar, un exclusivo y divino cordial preparado por los monjes y que se juzgaba superior al benedictino y al chartreuse.
Seguía en importancia al licor una campana de bronce, tan pura y finamente forjada, que se podía afirmar que su sonido no había cesado de sonar desde hacía trescientos años. Y, finalmente, se aseguraba que ningún inglés había pisado jamás aquel cenobio. Así, Eyres y Gilliam decidieron que semejantes extremos merecían corroboración.
Dos días les costó -y la ayuda de un par de guías- el recorrido hasta el monasterio de San Gondrau. Erguíase el edificio sobre un frío macizo, barrido por los vientos y rodeado de espesas masas de nieve continuamente renovadas y que ofrecían peligrosos resbaladeros y torbellinos. Los hermanos, que consideraban su deber acoger bien a los pocos frecuentes pasajeros, les brindaron inmediata hospitalidad. Diéronse a beber el precioso cordial, que ambos amigos encontraron muy potente y extremadamente revivificativo. Escucharon tañer su grande y continuamente resonante campana y supieron que eran, en efecto, los primeros viajeros ingleses que penetraban en el recinto, de pardos muros. Los primeros, sí, a pesar de que los británicos han pisado casi todos los rincones del mundo.
A las tres de la tarde los dos jóvenes gothamitas salieron con el hermano Cristóbal y se detuvieron en el grande y frío zaguán del monasterio, contemplando a los frailes que se dirigían al refectorio. Avanzaban pausadamente, de dos en dos, con las cabezas inclinadas, sin que sus pies, calzados con sandalias, produjeran apenas rumor sobre el embaldosado pavimento. Mientras la procesión desfilaba lentamente, Eyres, con repentino movimiento, asió a Gilliam por el brazo.
-Mira -cuchicheó.
-¿Qué?
-Ese monje que pasa delante de nosotros. El de este lado, que lleva la mano en el cordón. ¡Si no es Juanito Bellchambers no debo tener ojos!
Gilliam miró y reconoció al elegante desaparecido.
-¿Qué diablo -dijo, meditativo- podrá hacer Juanito aquí?
-No sé.
-Debemos engañarnos, Tommy. Nunca supe que Bell tuviese inclinación a las cosas religiosas. Precisamente le he oído a veces decir cosas capaces de hacerle comparecer ante el tribunal de guerra de cualquier iglesia.
-Es Bell, sin duda -dijo Eyres con firmeza-, o yo estoy muy necesitado de ir al oculista. Pero ¡pensar que Juanito Bellchambers, el alto canciller real de la gente distinguida y Mahatma de los tés de moda, se halle aquí en una especie de refrigeradora y metido en esa especie de albornoz de baño de color tabaco! No me es posible concebirlo. Vamos a preguntar al señor fraile que nos está haciendo los ho­nores.
Se solicitaron datos al hermano Cristóbal. Por entonces ya los demás habían pasado al refectorio. Pero el interpelado no sabía quién fuese Bellchambers. Después informó a los preguntantes. Los miembros de la comunidad abandonaban sus nombres mundanos al entrar en ella. Si los visitantes deseaban hablar con algún hermano, podían entrar en el refectorio e indicar de quién se trataba, porque seguramente el reverendo abad del monasterio les autorizaría a efec­tuarlo.
Eyres y Gilliam penetraron en el comedor y señalaron al hermano Cristóbal la persona que les interesaba. Era, en efecto, Juanito Bellchambers. Vieron su rostro claramente mientras se sentaba entre los demás hermanos, siempre con la cabeza inclinada sobre el plato de oscuro caldo.
El abad concedió la autorización que se solicitaba y los dos visitantes fueron introducidos en la sala de recibo y allí aguardaron.
Entró Juanito Bellchambers pisando blandamente el suelo con las sandalias y tanto Eyres como Gilliam le miraron con perplejidad y sorpresa.
Porque era, sin sombra de vacilación, Juanito Bellcham­bers, pero profundamente modificado. En su rostro cuidado­samente rasurado se pintaba una expresión clarísima de se­rena e interior felicidad. Tenía la figura airosamente erecta y sus ojos brillaban con una luz casi completamente beatífica. Iba, podía afirmarse, tan pulcro y elegante como en Nueva York, pero de una manera radicalmente distinta. Vestido iba, sí, pero con una sola prenda: una vestidura parda ceñida por un cordón.
Estrechó las manos de sus amigos con la gracia espontánea de siempre. Si alguien se sintió embarazado en el curso de aquella entrevista no fue Juanito Bellchambers quien lo manifestó. El cuarto carecía de asientos, y, en consecuencia, la conversación hubo de mantenerse en pie.
Eyres, un tanto cohibido, tomó la palabra.
-No sabes lo que nos alegramos de verte, amigo. No esperábamos de ningún modo venir a encontrarte aquí. No has tenido mala idea, claro está. La sociedad, en el fondo, es vergonzosamente frívola. Debe constituir un alivio el decidir buscar... Vaya, un retiro y la contemplación, y las oraciones y todo eso.
Bellchambers le atajó.
-Déjate de tontadas, hombre -dijo, jovialmente-. No temas que te presente una bandeja petitoria. Hago lo que los demás compañeros porque lo dispone la regla. Aquí me llaman el hermano Ambrosio. Me han concedido diez minutos para que habláramos. -Y añadió-: Veo, Gilliam, que llevas un nuevo tipo de chaleco. ¿Es la moda de Broadway?
-Lo es -respondió Gilliam, menos turbado-. Dime qué diablo... ¡No, maldición, no es eso! Ni esto tampoco, hombre. Quiero decir... En fin, observo con alegría que eres el mismo Juanito de siempre.
Eyres rogó, casi con lágrimas:
-Quítate esa estameña y ven con nosotros, Juanito. Todos se sentirán muy contentos. Esto no es para ti, Bell. Sé de media docena de muchachas que se pondrán más tristes que un sauce llorón cuando sepan lo que te pasa. Resigna el cargo, o pide dispensa, o haz cualquier cosa que te saque de esta fábrica de hielo. Vas a coger un catarro, Juanito. ¡Dios mío! ¡Si no llevas calcetines!
Bellchambers miróse los pies.
-No podéis comprenderme -repuso, sonriente y conciliador-. Muy amable es en vosotros el quererme hacer volver a vuestro lado, pero la antigua vida no me atrae. He alcanzado aquí el final objetivo de mis ambiciones. Me siento completamente feliz y contento. De modo que pienso pasar aquí el resto de mis días. ¿Veis esta ropa que llevo?
Bellchambers pasó la mano cuidadosamente por el flotante hábito.
-Al fin he dado -concluyó- con una prenda que no me forme rodilleras.
En aquel momento el profundo son de la broncínea campana reverberó en todos los ámbitos del monasterio. Debía ser una llamada a oraciones, porque el hermano Ambrosio inclinó la cabeza y se volvió, abandonando la estancia tras un ligero ademán de despedida al traspasar el pétreo umbral de la puerta. Y los dos hombres salieron del monasterio y no vieron más a su amigo.
Y ésta es la historia que Tom Eyres y Lancelot William contaron al regresar del último de sus viajes a Europa.

O Henry

martes, 28 de marzo de 2017

Orihuela




El sudor

En el mar halla el agua su paraíso ansiado
y el sudor su horizonte, su fragor, su plumaje.
El sudor es un árbol desbordante y salado,
un voraz oleaje.

Llega desde la edad del mundo más remota
a ofrecer a la tierra su copa sacudida,
a sustentar la sed y la sal gota a gota,
a iluminar la vida.

Hijo del movimiento, primo del sol, hermano
de la lágrima, deja rodando por las eras,
del abril al octubre, del invierno al verano,
áureas enredaderas.

Cuando los campesinos van por la madrugada
a favor de la esteva removiendo el reposo,
se visten una blusa silenciosa y dorada
de sudor silencioso.

Vestidura de oro de los trabajadores,
adorno de las manos como de las pupilas.
Por la atmósfera esparce sus fecundos olores
una lluvia de axilas.

El sabor de la tierra se enriquece y madura:
caen los copos del llanto laborioso y oliente,
maná de los varones y de la agricultura,
bebida de mi frente. 

Los que no habéis sudado jamás, los que andáis yertos
en el ocio sin brazos, sin música, sin poros,
no usaréis la corona de los poros abiertos
ni el poder de los toros.

Viviréis maloliendo, moriréis apagados:
la encendida hermosura reside en los talones
de los cuerpos que mueven sus miembros trabajados
como constelaciones.

Entregad al trabajo, compañeros, las frentes:
que el sudor, con su espada de sabrosos cristales,
con sus lentos diluvios, os hará transparentes,
venturosos, iguales.

                                                                                                                           M.   H.

domingo, 26 de marzo de 2017

Arte entre dos siglos


La quiebra
El hermoso Banco, de escaparates esmerilados y con una puerta de brillantes placas de cobre, en medio del barrio pobre, de casas sucias, habitadas por pobres gentes, parecía un príncipe que, no sabe cómo, se encontró de repente entre una multitud de mendigos. Y la multitud amaba a aquel príncipe. Trabajaba para él. Todas las miradas estaban fijas en él. Parecía traer el consuelo a aquella miseria. Era la esperanza del barrio.
Una larga hilera de gente, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se estacionaban los sábados por la tarde frente al Banco, después de haber recibido el salario de la semana. Uno tras otro, iban dejando sus pequeñas economías en las ventanillas de relu­cientes barrotes de cobre. Fue algo como una cere­monia mística de los tiempos antiguos, durante la cual los creyentes traían sus ofrendas al altar. Era la veneración al bello príncipe del barrio. Y el príncipe, por manos de los empleados, bien vestidos y cuidadosamente afeitados, aceptaba generosamente aquellas ofrendas. Los billetes de Banco, diez veces contados, llevando señales de las manos sucias de las pobres gentes, desaparecían tras las ventanillas.
Mucha gente ha entrado por la sólida puerta de relucientes placas de cobre. Otras muchas han salido por ella, llevando el dinero economizado en largos años de trabajo. Los pobres llevaban allí su dinero como si fueran a orar a un templo. Mas en aquel templo las oraciones estaban inscritas en un grueso libro y daban intereses. Y a las gentes les parecía que aquel templo, con empleados cuidadosamente afeitados en vez de sacerdotes, era más sólido y más importante que los demás.
II
Un buen día, el Banco cerró de pronto su puerta. Cesó de pagar a sus clientes. El príncipe había tra­bajado demasiado oro y su vientre estalló. Estaba muerto. O quizá simulaba la muerte.
La gran puerta reluciente no se abrió más. Se tornó muda e inmóvil. Inspiraba ahora un horror indecible. Los empleados, cuidadosamente afeitados, habían desaparecido. El príncipe se quitó la más­cara, y ahora todos vieron que era una terrible ara­ña, un vampiro gigantesco, que, habiéndose colocado en medio del barrio, como en el centro del corazón, chupó durante largos años su sangre, lentamente, obstinadamente, con una fría tranquilidad. Los es­caparates eran los ojos de aquel monstruo; la puerta amada de placas de cobre, era su boca. Ahora, la boca se había cerrado porque el monstruo estaba satisfecho.
Al principio, las víctimas de aquel monstruo no sintieron más que dolor; creyeron que era una he­rida fácil de curar. No sabían que estas heridas es­tán siempre envenenadas, aunque muy pronto lo comprendieron. Para muchos, la mordedura del vampiro tuvo trágicas consecuencias. David Rimcha, que tenía en el Banco todas sus economías, reuni­das en dieciocho años de penoso trabajo, se ahorcó. Anna Chemi, doncella del servir, que ahorraba su dinero para poder casarse con su novio, se envenenó. Pablo Rabin, propietario de una tiendecilla de ultra­marinos y padre de cinco criaturas, que reciente­mente había depositado todo su dinero en el Ban­co, sufrió un ataque de parálisis.
Los demás quedaron destrozados, desesperados, heridos en lo más hondo. Mujeres jóvenes enveje­cieron, enflaquecieron las mejillas, los corazones lle­nos de dolor. Los que valerosamente habían lucha­do contra las miserias de la vida, estaban ahora abatidos.
Una nube negra envolvía aquel pobre barrio. Parecía una epidemia. Los tentáculos monstruosos del vampiro gigantesco penetraron en todas partes, sembrando la desolación y los sufrimientos.
III
Un domingo por la tarde, los habitantes de aquel barrio se reunieron cerca de la puerta cerrada del Banco. No esperaban nada; sabían muy bien que la puerta no se abriría más. Habían venido simple­mente para echar una ojeada sobre los escaparates vacíos, aquellos ojos crueles del monstruo. ¡Como si la fuerza invisible de que disponía el monstruo continuase atrayendo a las gentes aun después de muerto! Ya hacía tres semanas que el Banco había cerrado, pero el barrio seguía agitado como una colmena de abejas que hubiera sido turbada.
En la acera estaba de pie Tina Berg, una joven de bello y pálido rostro y admirables ojos negros.
Un joven se aproximó a ella y le dijo:
-¡Buenas, Tina! Hace tres semanas que no te veo. ¿Dónde te metes?
-He estado ocupada -contestó ella, y se puso encarnada.
-Estás muy bien vestida. ¡Qué sombrero tan bonito!
-¿Te gusta?
-Sí. Y el traje también. Estás aún más guapa que de costumbre.
La miró con ojos amorosos.
-Te he buscado en todas partes, pero no he podido hallarte -continuó.
-He estado ocupada.
-¡Qué contento me he puesto al volver a encontrarte! ¿Vamos a dar un paseíto?
-¡No! -repuso ella lacónicamente.
-¿No quieres pasearte más conmigo?
-¡No!
Después de un corto silencio, el joven preguntó:
-¿Has perdido mucho dinero en el Banco?
Tina, con una amarga sonrisa, repuso:
-Todo lo que tenía. Todo lo que había ganado en dos años y medio.
Miró los escaparates vacíos del Banco y añadió:
-Pero eso no tiene importancia; yo lo ganaré otra vez.
-Naturalmente, no hay que desesperarse. Veo que ya te has comprado un traje nuevo y un som­brero. Además, eres tan joven...
Se inclinó sobre ella y, en voz baja y entrecortada, llena de felicidad, como hablan los jóvenes enamorados, le murmuró al oído:
-Te he buscado todas las tardes, te esperaba hasta las horas avanzadas de la noche... No podía dormir. Te amo de tal modo, Tina, que no puedo vivir sin ti. Casémonos dentro de un mes... ¿Quieres? Trabajaremos los dos... ¿Quieres?
Tina sonrió ligeramente.
-No me casaré contigo -repuso.
-Pero, ¡tú me lo habías prometido!
-Te lo había prometido antes de aquello... 
Y señaló con la cabeza el Banco cerrado.
-...Ahora, ya no quiero.
-Es igual, antes o después... Ya que me lo has prometido...
La joven bajó la cabeza y no respondió.
La acera estaba llena de líneas irregulares y de números que los niños habían dibujado para ju­gar. Tina levantó la cabeza, y mirando al joven a los ojos, dijo:
-Sí, una vez te prometí y ¡he de cumplir mi palabra!
-Sí, sí -confirmó el joven alegremente-. ¿Hablas en serio?
Ella sacó su pie por debajo de la falda de seda, que hasta ahora nunca había usado, y mirando su elegante bota amarilla, preguntó:
-¿Se dice que el Banco reembolsará el quince por ciento?
-Sí, eso me han dicho.
-Muy bien. Pues si tú quieres, puedes también coger de lo que yo te había prometido... el quince por ciento.
-No te comprendo.
-Es muy sencillo... Podrías tenerme... No te costará más que...
-¿El qué?
-No te costará caro. Mira...
Indicó, con su pie elegante, un sitio en la acera. Él siguió con la vista el pie de la joven y vio la cifra 3, que los niños habían pintado con tiza sobre las sucias piedras de la acera. El joven seguía sin comprender. Entonces, ella, con voz alterada, en la que se adivinaban las lágrimas, le dijo:
-¡No seas tonto! Me puedes tener por tres ru­blos. No vale la pena de que nos casemos...

Osip Dimov

viernes, 24 de marzo de 2017

Del Realismo a la Abstracción


La pata de palo                         

Voy a contar el caso más espantable y prodigioso que buenamente imaginarse puede, caso que hará erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el corazón más intrépido, mientras dure su memoria entre los hombres y pase de generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan mala y tan desventurada suerte. ¡Oh cojos!, escarmentad en pierna ajena y leed con atención esta historia, que tiene tanto de cierta como de lastimosa; con vosotros hablo, y mejor diré con todos, puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que no se halle expuesto a perderlas.
Érase que en Londres vivían, no ha medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de palo, famosos ambos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por su rara habilidad en su oficio. Y basta decir que ésta era tal, que aun los de piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de madera hasta el punto de haberse hecho de moda las piernas de palo, con grave perjuicio de las naturales. Acertó en este tiempo nuestro comerciante a romperse una de las suyas, con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que cortársela, y aunque el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego que se encontró sin pierna, no dejó de alegrarse pensando en el artífice, que con una de palo le habría de librar para siempre de semejantes percances. Mandó llamar a Mr. Wood al momento (que éste era el nombre del estupendo maestro per­nero), y como suele decirse, no se le cocía el pan, imaginándose ya con su bien arre­glada y prodigiosa pierna que, aunque hombre grave, gordo y de más de cuarenta años, el deseo de experimentar en sí mismo la habilidad del artífice, le tenía fuera de sus casillas.
No se hizo esperar mucho tiempo, que era el comerciante rico y gozaba renombre de generoso.
-Mr. Wood -le dijo-, felizmente ne­cesito de su habilidad de usted.
-Mis piernas -repuso Wood-, están a disposición de quien quiera servirse de ellas.
-Mil gracias; pero no son las piernas de usted, sino una de palo lo que necesito.
-Las de ese género ofrezco yo -replicó el artífice- que las mías, aunque son de carne y hueso, no dejan de hacerme falta.
-Por cierto que es raro que un hombre como usted que sabe hacer piernas que no hay más que pedir, use todavía las mismas con que nació.
-En eso hay mucho que hablar; pero al grano: usted necesita una pierna de palo, ¿no es eso?
-Cabalmente -replicó el acaudalado co­merciante-; pero no vaya usted a creer que se trata de una cosa cualquiera, sino que es menester que sea una obra maestra, un milagro del arte.
-Un milagro del arte, ¡eh!-repitió mís­ter Wood.
-Sí, señor, una pierna maravillosa y cueste lo que costare.
-Estoy en ello; una pierna que supla en un todo la que usted ha perdido.
-No, señor; es preciso que sea mejor todavía.
-Muy bien.
-Que encaje bien, que no pese nada, ni tenga yo que llevarla a ella, sino que ella me lleve a mí.
-Será usted servido.
-En una palabra, quiero una pierna..., vamos, ya que estoy en el caso de elegirla, una pierna que ande sola.
-Como usted guste.
-Conque ya está usted enterado.
-De aquí a dos días -respondió el per­nero-, tendrá usted la pierna en casa, y prometo a usted que quedará complacido.
Dicho esto se despidieron, y el comer­ciante quedó entregado a mil sabrosas y lisonjeras esperanzas, pensando que de allí a tres días se vería provisto de la mejor pierna de palo que hubiera en todo el reino unido de la Gran Bretaña. Entre tanto, nuestro ingenioso artífice se ocupaba ya en la construcción de su máquina con tanto empeño y acierto, que de allí a tres días, como había ofrecido, estaba acabada su obra, satisfecho sobremanera de su ade­lantado ingenio.                                          
Era una mañana de mayo y empezaba a rayar el día feliz en que habían de cumplirse las mágicas ilusiones del despernado comerciante, que yacía en su cama muy ajeno de la desventura que le aguardaba. Faltábale tiempo ya para calzarse la prestada pierna, y cada golpe que sonaba a la puerta de la casa retumbaba en su corazón. «Ese será», se decía a sí mismo; pero en vano, porque antes que su pierna llegaron la lechera, el cartero, el carnicero, un amigo suyo y otros mil personajes insignificantes, creciendo por instantes la impaciencia y ansiedad de nuestro héroe, bien así como el que espera un frac nuevo para ir a una cita amorosa y tiene al sastre por embus­tero. Pero nuestro artífice cumplía mejor sus palabras, y ¡ojalá que no la hubiese cumplido entonces! Llamaron, en fin, a la puerta, y a poco rato entró en la alcoba del comerciante un oficial de su tienda con una pierna de palo en la mano, que no parecía sino que se le iba a escapar.
-Gracias a Dios -exclamó el banquero-, veamos esa maravilla del mundo.
-Aquí la tiene usted -replicó el oficial-, y crea usted, que mejor pierna no la ha hecho mi amo en su vida.
-Ahora veremos -y enderezándose en la cama, pidió de vestir, y luego que se mudó la ropa interior, mandó al oficial de piernas que le acercase la suya de palo para probársela. No tardó mucho tiempo en calzársela. Pero aquí entra la parte más lastimosa. No bien se la colocó y se puso en pie, cuando sin que fuerzas humanas fuesen bastantes a detenerla, echó a andar la pierna de por sí sola con tal seguridad y rapidez tan prodigiosa, que, a su des­pecho, hubo de seguirla el obeso cuerpo del comerciante. En vano fueron las voces que éste daba llamando a sus criados para que le detuvieran. Desgraciadamente, la puerta estaba abierta, y cuando ellos lle­garon, ya estaba el pobre hombre en la calle. Luego que se vio en ella, ya fue imposible contener su ímpetu. No andaba, volaba; parecía que iba arrebatado por un torbellino, que iba impelido de un hu­racán. En vano era echar atrás el cuerpo cuanto podía, tratar de asirse a una reja, dar voces que le socorriesen y detuvieran, que ya temía estrellarse contra alguna tapia, el cuerpo seguía a remolque el impulso de la alborotada pierna; si se esforzaba a cogerse de alguna parte, corría peligro de dejarse allí el brazo, y cuando las gentes acudían a sus gritos, ya el malhadado banquero había desaparecido. Tal era la violencia y rebeldía del postizo miembro. Y era lo mejor, que se encontraba algunos amigos que le llamaban y aconsejaban que se parara, lo que era para él lo mismo que tocar con la mano al cielo.
-Un hombre tan formal como usted -le gritaba uno-  en calzoncillos y a escape por esas calles, ¡eh!, ¡eh!
Y el hombre, maldiciendo y jurando y haciendo señas con la mano de que no podía absolutamente pararse.
Cuál le tomaba por loco, otro intentaba detenerle poniéndose delante y caía atropellado por la furiosa pierna, lo que valía al desdichado andarín mil injurias y pi­cardías. El pobre lloraba; en fin, desespe­rado y aburrido se le ocurrió la idea de ir a casa del maldito fabricante de piernas que tal le había puesto.
Llegó, llamó a la puerta al pasar; pero ya había traspuesto la calle cuando el maestro se asomó a ver quién era. Sólo pudo divisar a lo lejos un hombre arrebatado en alas del huracán que con la mano se las juraba. En resolución, al caer la tarde, el apresurado varón notó que la pierna lejos de aflojar, aumentaba en velocidad por instantes. Salió al campo y, casi exánime y jadeando, acertó a tomar un camino que llevaba a una quinta de una tía suya que allí vivía. Estaba aquella respetable se­ñora, con más de setenta años encima, to­mando un té junto a la ventana del par­lour y como vio a su sobrino venir tan chusco y regocijado corriendo hacia ella, empezó a sospechar si habría llegado a per­der el seso, y mucho más al verle tan des­honestamente vestido. Al pasar el desven­turado cerca de sus ventanas, le llamó y muy seria, empezó a echarle una exhorta­ción muy grave acerca de lo ajeno que era en un hombre de su carácter andar de aquella manera.
-¡Tía!, ¡tía! ¡También usted! -respondió con lamentos su sobrino perniligero.
No se le volvió a ver más desde entonces, y muchos creyeron que se había ahogado en el canal de la Mancha al salir de la isla. Hace, no obstante, algunos años que unos viajeros recién llegados de América afir­maron haberle visto atravesar los bosques del Canadá con la rapidez de un relámpago. Y poco hace se vio un esqueleto desarmado o vagando por las cumbres del Pirineo, con  notable espanto de los vecinos de la co­marca, sostenido por una pierna de palo. Y así continúa dando la vuelta al mundo con increíble presteza. la prodigiosa pierna, sin haber perdido aún nada de su primer arranque, furibunda velocidad y movimien­to perpetuo.

José de Espronceda

miércoles, 22 de marzo de 2017

Biblioteca Castro


El ejemplo de la lámpara

Había un anciano de vacilante memoria. Muy deseoso de instruirse, fue a ver a un hombre cuyos conocimientos lo habían hecho famoso y lo interrogó acerca del olvido. El hombre le habló. El anciano, satisfecho, regresó a su celda. Pero, en cuanto hubo cerrado la puerta, se dio cuenta de que ya había olvidado lo que acababan de decirle.
Regresó junto al santo y lo interrogó por segunda vez. El santo le contestó lo mismo. El anciano regresó a su celda. En cuanto hubo cerrado la puerta, lo había vuelto a olvidar.
Un poco más tarde, tras otros intentos parecidos, se encontró con el santo y le contó su problema:
-Olvido todo lo que me dices, y ya no me atrevo a interrogarte.
-Ve a encender una lámpara -le dijo el santo.
El anciano obedeció. Regresó con una lámpara encendida.
-Trae otras lámparas -le dijo el santo-. Enciéndelas todas con la primera.
El anciano así lo hizo. Pronto hubo varias lámparas encendidas.
-¿Acaso la primera lámpara -le dijo el santo- ha sufrido algún daño por el hecho de haber encendido varias lámparas con su llama?
-No -dijo el anciano.
-Entonces, no lo dudes -le dijo el santo-. Cada vez que quieras venir a interrogarme, te responderé.

Jean-Claude Carrière

lunes, 20 de marzo de 2017

Pontevedra









¿Alguien ha llamado?

En esta ciudad hay barrios de calles arboladas y casas bajas, casi todas con zaguán, muchas tienen patios con mace­tas y jaulas de canarios. A uno le parece que estas casas -en donde viven buenas gentes, no ricas ni demasiado pobres- ­huelen siempre a limpio, a jabón en panes, a lejía, y que son frescas y a la vez abrigadas, y que en ellas no pueden vivir si­no personas honestas y pacíficas.
En una de estas casas viven don Juan y su esposa Noemí, protagonistas de la pequeña historia que se va a na­rrar, y con ellos vivía hasta hace un par de años Diego, su único hijo, graduado de visitador social, de poco más de veinte años.
La señora Noemí tiene los cabellos de color castaño claro, como tantas mujeres, pero ya muy entrecanos. Ella usa la misma ropa de hace dos años, casi exactamente la misma: una falda gris, una blusa de color marfil y una chaqueta de punto de color desleído. Lleva los cabellos más bien cortos y peinados sin afectación; no tiene más de cincuenta años -qui­zá tenga menos- pero aparenta algunos más; apenas si se pin­ta los labios cuando sale, en las mañanas, con la cesta de las compras. Éstas son sus únicas salidas, además de atrás dos o tres por semana, a la iglesia de la parroquia. Don Juan, su es­poso, en cambio, sale más, pero tampoco va muy lejos, ape­nas si a la plazoleta cercana, y una que otras veces al café de la esquina. Pero nunca salen juntos: cuando uno sale el otro se queda, atento al teléfono o al llamador de la puerta. Don Juan está jubilado; ha sido durante treinta y dos años un em­pleado impecable, como los de antes, de la Dirección General de Aduanas. Durante todos esos años vivieron en paz y que­riéndose a su manera, o como todo el mundo. Y se mudaron muchas veces de casa; es decir, cada vez que la Dirección de Aduanas lo cambiaba de lugar de trabajo, siempre en provin­cias fronterizas, como es natural. Y aquí, en esta ciudad, ter­minó como jefe de vistas. Nunca se metió en política porque ésa fue una actividad para él muy lejana o ajena, y tal vez porque le pareció que para la política, los discursos, el Parlamento, era necesario ser abogado o algo así, y nunca se creyó capacitado para eso. Él, desde joven, había llegado a conocer instintivamente sus límites y se atuvo a ellos; de allí su bienestar e incluso su dulzura. Ahora su actividad se resumía a estar más tiempo en casa y, en las mañanas, dar un breve paseo por el barrio donde al cabo de muchos años de ahorro había logrado comprar esta casa, de una sola planta, aunque sin jardín delantero, gracias a un préstamo hipotecario a largo plazo del plan nacional de viviendas. En realidad había comprado primero el terreno, pequeño, pero sin embargo lo suficiente como para tener un jardín con un par de limone­ros en el fondo, y en el terreno edificaron la casa conforme a los planos del Banco Hipotecario. La casa era de una planta; él hubiese preferido que fuese de dos, con un pequeño galli­nero en el fondo, pero esto no entraba en los programas de préstamos del banco para empleados menores. De todos mo­dos, allí estaba la casita, con su frente de color rosado, que hacía mucho necesitaba una pintura, en un barrio de vivien­das modestas y armónicas. En esta casa creció el hijo, un ni­ño sano pero sin embargo pálido y nervioso, al que frecuen­temente debía darle a beber unas cucharadas de tónicos recetados por don Cosme, el médico de la mutual. El padre lo recordaba ahora como un chico sensible y enamoradizo, que un día lloró al observar a un mendigo que pedía limos­na con un niño durmiendo en el suelo junto a sí. Otra vez se había obstinado en entablillar la pata de un gato vagabundo herido, apaleado quizá, que había aparecido en los fondos de la casa, al que cuidó con dedicación y dio de comer, hasta que el gato estuvo repuesto y huyó. Su madre, entonces, había observado, perpleja, que a ese gato no le agradaba la comida envasada para gatos sino la de perros; eso lo supo cuan­do compró la comida por error y el gato devoró la que era para perros. Por aquel tiempo el hijo estuvo enamorado de Adela -¿o se llamaba Clara?- Martínez, la hija del herrero vecino. No iban al mismo colegio, pero se encontraban a la salida y caminaban juntos hasta la casa. Otras veces él iba hasta la herrería y allí se pasaba las tardes de visita, incluso cuando ella no estaba o no salía, observando trabajar en la fragua o la bigornia al herrero, un gallego menudo y taciturno. Largas horas sin que ninguno hablase una palabra. La chica tiempo después enfermó de un edema pulmonar y murió.
Don Juan se había jubilado un año antes de que el hijo, aquella noche, no regresara a su casa. De modo que ya iban a ser tres los años que estaba retirado, pero sólo algunas mañanas acudía al banco de la plaza y aprovechaba allí para comentar algunas noticias con los demás.
Doña Noemí, aunque iba con frecuencia a la iglesia, no siempre se confesaba. El padre Raúl era su confesor y la conocía desde muchos años atrás, cuando llegó a esta parro­quia de la ciudad desde un pueblo vecino, perseguido por una extraña alergia que, sobre todo en ciertas mañanas al co­mienzo del verano, le deformaba los párpados, los labios y las orejas y convertía su cara en un odre hinchado y tumefacto, que algunos murmuradores tenían como síntoma de una su­puesta afición a la bebida. Ella en realidad no tenía nada que confesar, o muy poco, y esto de poco no llegaba a ser peca­do. Pero iba porque se sentía muy reconfortada luego de ha­cerlo, e incluso sus dolores reumáticos parecían disminuir o desaparecer cuando ella, de rodillas, se incorporaba del con­fesionario y caminaba unos pasos hasta el banco, donde cumplía con su breve penitencia. La última vez la confesión había sido más breve que de costumbre. El padre Raúl sufría un fuerte ataque de su alergia. Ella había comenzado a hablar pero a poco las ganas de llorar la ahogaban y no pudo conti­nuar y escuchó la voz atormentada del padre Raúl, que dijo: "Si Dios es grande, también su misericordia lo ha de ser".
Aquella tarde, vestidos como para una visita, habían ido otra vez a entrevistarse con el funcionario policial que el gobierno había puesto para atender este tipo de denuncias, y quedaron muy sorprendidos cuando el funcionario conjeturó que tal vez el hijo hubiese huido con alguna mujer. "Piénsenlo y hagan memoria. Después nos avisan", dijo entonces el funcionario. ¿Una mujer? Podía acaso ser verdad, ¿pero con cuál? Él no salía con nadie, al menos que ellos supiesen. Y ahora pensaban en esto con cierto asombro: en  los dos o tres últimos años no habían sabido de ninguna mujer cerca suyo, y atribuyeron esto al trabajo intenso de su hijo, primero en la Obra de Ayuda Parroquial y después en su total entrega  a los pobres infelices de eso que llamaban villas miseria. "El buscaba algo", piensa la madre, "algo que quizá no busca la mayoría, pero tal vez no sabía qué." De regreso a casa ellos pensaron en todas las mujeres posibles con alguna de las cuales pudiera haber huido su hijo, pero ninguna hipótesis prosperaba. No, no era posible. ¿Y por qué huir? En algunos carnavales, cuando era poco más que un adolescente, había regresado al amanecer, tal vez con copas de más y aún a mediodía seguía durmiendo, cuando ella le llevó el desayuno. Parecía entonces más joven así, sólo un chico, con rastros de barra de labios en la cara. Ahora tenía veinticuatro años y no se había casado. Pero alguien en concreto, una mujer perdu­rable, no habían conocido. Ambos recordaron, después de pensarlo mucho, a Nora, una muchacha muy delgada con grandes ojos oscuros, que parecía enferma. Doña Noemí un día se lo dijo y a él no le gustó, y nunca más volvió a aludir­la ni a salir con ella, que después se casó con un médico, se fue al Chaco y fue desgraciada.
El funcionario aquel dijo que se quedaran tranquilos y que en todo caso volviesen cuando supieran algo, y que la policía y las autoridades velan por la seguridad de todos. Y aunque esto lo repitió varias veces, ellos -ahora- comen­zaban a pensar que aquello no eran más que palabras, y las palabras sólo son como la sombra de los hechos.
Ayer fue una mañana de sol, de un sol de otoño tibio y claro. Había poca gente en la plaza y algunas mujeres lava­ban las veredas porque aún era temprano; al cabo de un mo­mento el sol pareció ocultarse. Un señor, al que nunca había visto, sacó a pasear a su perro. Y luego otra vez la luz del sol fue clara, como una tibia tregua en este país envejecido y triste.
Don Juan se puso a pensar en toda la gente que conocía o que había conocido, algunos habían muerto y otros se ha­bían ido y pensó entonces qué intenso es el anhelo de mu­chos argentinos por cambiar de sitio donde vivir, por reali­zar su destino de vagabundos. Sólo unos cuantos quedaban aquí. Don Lucas, por ejemplo, viudo, pensionado y lector de los diarios, que anteayer le había contado sobre la apari­ción de algunos cuerpos mutilados flotando en el río; el diario no decía de quiénes eran los cadáveres, y él se pre­guntó qué harían con ellos. ¿Qué hacen con los cadáveres mutilados? Un cadáver mutilado no tiene nombre ni pa­rientes, ni amigos, no tiene dinero, no tiene importancia. Él no leía los diarios, como don Lucas; en realidad nunca lo había hecho. Y ahora se preguntaba por qué no había ad­quirido esa costumbre. Observó su reloj -el de la torre de la iglesia hacía muchos años que estaba estropeado a causa de un rayo-, todavía tenía tiempo, su mujer salía de com­pras alrededor de las diez. Entre los dos se relevaban para estar en la casa, que nunca -desde que el hijo desapare­ció- volvió a quedar sola. Y aun de noche, desde enton­ces, dejaban una luz, una pequeña luz encendida alum­brando la entrada. "Vendrá, los dos sabemos que volverá una noche, o una tarde, tal vez una mañana bien tempra­no, con una valija, y nos contará dónde estuvo, nos lo dirá todo, apresuradamente, antes de ir a ducharse y mudar de ropa, y luego nos lo volverá a contar con menos prisa, sen­tados, otra vez, los tres, alrededor de la mesa en la cocina." Él, por momentos, se daba cuenta de que esto bien podría ser sólo una fantasía, pero lo complacía volver a imaginar­lo de tiempo en tiempo; y todo eso era casi real, ya que las fantasías tienen poder porque son persuasivas.
Tampoco doña Noemí tenía ahora muchas amigas, en realidad nunca las había tenido; sus más íntimas no vivían en esta ciudad y ya casi no escribían. Pero ella siempre esta­ba ansiosa de hablar con alguien, alguien que dijera la ver­dad, aunque no hablase mucho. Pero no lo encontraba, por­que quizá fuera más difícil hacerse de amigos cuando uno está triste o es desgraciado.
Ahora está nublado, es un atardecer más bien sombrío. Las luces de las calles se acaban de encender y parecen pálidas o empañadas. También hoy don Juan ha ido a sentarse en aquel banco de la plaza pero don Lucas no acudió. Es­taría enfermo, porque es viudo y no se cuida demasiado. Él estuvo todo el tiempo solo, observando a unos chicos, viéndolos jugar. Jugaban con nada, sin alborotar demasiado. Cuando él era chico no iba a las plazas a jugar, iba a nadar al río. Escuchó, cercanas, unas campanadas y otra vez miró su reloj. "Tengo más que estos chicos", pensó, viendo cómo ya se desbandaban. "Puesto que he sido niño y he llegado a vie­jo. ¿Y ellos, llegarán a serlo?" Después se puso un poco triste. "Un hombre viejo tiene de todo, claro; pero a todo le fal­ta algo." Fue cuando las luces se encendieron y comenzó a andar en dirección de la casa. La pequeña luz del zaguán también ya estaba encendida y doña Noemí tejía sentada junto a la mesa de la cocina.
-¿Alguien ha llamado? -pregunta.
-No -dice ella-. Pero a estas horas dicen que las líneas están sobrecargadas. Más de noche, a lo mejor.
-Sí -dice él.
-¿Comerás algo? Queda un pedazo de pastel en el horno.
-No.
-Tampoco yo tengo hambre -dice ella.

Héctor Tizón