En las grandes ciudades los misterios se siguen
tan de cerca unos a otros, que el público lector y los amigos de Juanito
Bellchambers han cesado de maravillarse de su repentina e inexplicable desaparición,
hace un año. Este misterio concreto ha sido aclarado, pero la solución resultará
tan extraña e increíble para la mentalidad del hombre medio, que sólo un grupo
selecto de los que trataban a Bellchambers podrá dar a la solución cierta
verosimilitud.
-Bien sabido
es que Juanito Bellchambers pertenecía al más exclusivista círculo de la élite neoyorquina. Sin ostentación alguna, como aquella en la que
incurren ciertos excéntricos que aspiran a hacerse conocer por la desmedida
originalidad de su aspecto o riqueza, Juanito se presentaba siempre comme il faut en cuanto compatía a la distinción que debía presidir sus
movimientos en los ámbitos de la buena sociedad.
Señalábase especialmente por su gusto de selección en materia de atavío.
En esto constituía la desesperación de sus imitadores. Siempre correcto,
exquisitamente atuendado y posesor de un ilimitado guardarropa, se le
consideraba el hombre mejor vestido de Nueva York y, por lo tanto, de América.
No existía en Gotham un sastre que no considerase una gloria el poderle vestir,
aun sin recibir un centavo. Porque el modo que Bellchambers tenía de llevar la
ropa constituía una propaganda viviente.
Los pantalones
merecían su especial predilección. Nada en los que usaba se distanciaba mucho
de la perfección. Tenía en su casa un hombre exclusivamente dedicado a plancharle
los pantalones, de los que poseía amplio repuesto. Sus amigos aseveraban que el
límite máximo que Juanito concedía al uso de unos pantalones no pasaba de tres
horas.
Un día,
Bellchambers desapareció súbitamente. Durante cerca de media semana la
desaparición no alarmó al círculo de sus amistades. Pero después se iniciaron
los usuales métodos inquisitivos. Todos fracasaron. Juanito no había dejado
detrás de sí rastro alguno. Intentóse encontrar un móvil de su desaparición,
pero tampoco existía. No tenía enemigos, ni deudas, ni estaba enamorado de
mujer alguna, ni ninguna de él. En el Banco disponía de un saldo favorable de
varios miles de dólares. Jamás había probado la menor inclinación hacia las
extravagancias mentales y su temperamento era sereno y ecuánime.
Empleáronse
todos los medios oportunos para encontrar al desaparecido, mas en vano. Era uno
de esos casos -más numerosos cada año que pasa- en los que la gente desaparece
como la llama de una bujía, sin que quede detrás ni una voluta de humo como
posible testigo de la causa del apagón.
En mayo, Tom
Eyres y Lancelot Gilliam, dos antiguos amigos de Juanito, hicieron un viaje al
otro lado del Atlántico. Viajando los dos por Italia y Suiza detuviéronse un
día en un monasterio de los Alpes helvéticos, que les pareció ofrecer más
amenidad que las que usualmente encuentra el turista. Y ello con redoblado
motivo en una zona particularmente escabrosa de aquellas ingentes montañas. El
monasterio, por tal motivo, era casi inaccesible a los viajeros ordinarios.
Los atractivos que el monasterio poseía, pero no anunciaba, eran, en primer
lugar, un exclusivo y divino cordial preparado por los monjes y que se juzgaba superior al benedictino y al
chartreuse.
Seguía en
importancia al licor una campana de bronce, tan pura y finamente forjada, que
se podía afirmar que su sonido no había cesado de sonar desde hacía trescientos
años. Y, finalmente, se aseguraba que ningún inglés había pisado jamás aquel
cenobio. Así, Eyres y Gilliam decidieron que semejantes extremos merecían
corroboración.
Dos días les
costó -y la ayuda de un par de guías- el recorrido hasta el monasterio de San
Gondrau. Erguíase el edificio sobre un frío macizo, barrido por los vientos y
rodeado de espesas masas de nieve continuamente renovadas y que ofrecían
peligrosos resbaladeros y torbellinos. Los hermanos, que consideraban su deber
acoger bien a los pocos frecuentes pasajeros, les brindaron inmediata
hospitalidad. Diéronse a beber el precioso cordial, que ambos amigos
encontraron muy potente y extremadamente revivificativo. Escucharon tañer su
grande y continuamente resonante campana y supieron que eran, en efecto, los
primeros viajeros ingleses que penetraban en el recinto, de pardos muros. Los
primeros, sí, a pesar de que los británicos han pisado casi todos los rincones
del mundo.
A las tres de
la tarde los dos jóvenes gothamitas salieron con el hermano Cristóbal y se
detuvieron en el grande y frío zaguán del monasterio, contemplando a los
frailes que se dirigían al refectorio. Avanzaban pausadamente, de dos en dos,
con las cabezas inclinadas, sin que sus pies, calzados con sandalias,
produjeran apenas rumor sobre el embaldosado pavimento. Mientras la procesión
desfilaba lentamente, Eyres, con repentino movimiento, asió a Gilliam por el
brazo.
-Mira
-cuchicheó.
-¿Qué?
-Ese monje que
pasa delante de nosotros. El de este lado, que lleva la mano en el cordón. ¡Si
no es Juanito Bellchambers no debo tener ojos!
Gilliam miró y
reconoció al elegante desaparecido.
-¿Qué diablo
-dijo, meditativo- podrá hacer Juanito aquí?
-No sé.
-Debemos
engañarnos, Tommy. Nunca supe que Bell tuviese inclinación a las cosas
religiosas. Precisamente le he oído a veces decir cosas capaces de hacerle
comparecer ante el tribunal de guerra de cualquier iglesia.
-Es Bell, sin
duda -dijo Eyres con firmeza-, o yo estoy muy necesitado de ir al oculista.
Pero ¡pensar que Juanito Bellchambers, el alto canciller real de la gente
distinguida y Mahatma de los
tés de moda, se halle aquí en una especie de refrigeradora y metido en esa
especie de albornoz de baño de color tabaco! No me es posible concebirlo. Vamos
a preguntar al señor fraile que nos está haciendo los honores.
Se solicitaron
datos al hermano Cristóbal. Por entonces ya los demás habían pasado al
refectorio. Pero el interpelado no sabía quién fuese Bellchambers. Después
informó a los preguntantes. Los miembros de la comunidad abandonaban sus
nombres mundanos al entrar en ella. Si los visitantes deseaban hablar con algún
hermano, podían entrar en el refectorio e indicar de quién se trataba, porque
seguramente el reverendo abad del monasterio les autorizaría a efectuarlo.
Eyres y
Gilliam penetraron en el comedor y señalaron al hermano Cristóbal la persona
que les interesaba. Era, en efecto, Juanito Bellchambers. Vieron su rostro
claramente mientras se sentaba entre los demás hermanos, siempre con la cabeza inclinada
sobre el plato de oscuro caldo.
El abad
concedió la autorización que se solicitaba y los dos visitantes fueron
introducidos en la sala de recibo y allí aguardaron.
Entró Juanito
Bellchambers pisando blandamente el suelo con las sandalias y tanto Eyres como
Gilliam le miraron con perplejidad y sorpresa.
Porque era,
sin sombra de vacilación, Juanito Bellchambers, pero profundamente modificado.
En su rostro cuidadosamente rasurado se pintaba una expresión clarísima de serena
e interior felicidad. Tenía la figura airosamente erecta y sus ojos brillaban
con una luz casi completamente beatífica. Iba, podía afirmarse, tan pulcro y
elegante como en Nueva York, pero de una manera radicalmente distinta. Vestido
iba, sí, pero con una sola prenda: una vestidura parda ceñida por un cordón.
Estrechó las
manos de sus amigos con la gracia espontánea de siempre. Si alguien se sintió
embarazado en el curso de aquella entrevista no fue Juanito Bellchambers quien
lo manifestó. El cuarto carecía de asientos, y, en consecuencia, la
conversación hubo de mantenerse en pie.
Eyres, un
tanto cohibido, tomó la palabra.
-No sabes lo que nos alegramos de verte, amigo. No esperábamos de ningún
modo venir a encontrarte aquí. No has tenido mala idea, claro está. La
sociedad, en el fondo, es vergonzosamente frívola. Debe constituir un alivio el
decidir buscar... Vaya, un retiro y la contemplación, y las oraciones y todo eso.
Bellchambers
le atajó.
-Déjate de
tontadas, hombre -dijo, jovialmente-. No temas que te presente una bandeja
petitoria. Hago lo que los demás compañeros porque lo dispone la regla. Aquí me
llaman el hermano Ambrosio. Me han concedido diez minutos para que habláramos.
-Y añadió-: Veo, Gilliam, que llevas un nuevo tipo de chaleco. ¿Es la moda de
Broadway?
-Lo es -respondió
Gilliam, menos turbado-. Dime qué diablo... ¡No, maldición, no es eso! Ni esto
tampoco, hombre. Quiero decir... En fin, observo con alegría que eres el mismo
Juanito de siempre.
Eyres rogó,
casi con lágrimas:
-Quítate esa
estameña y ven con nosotros, Juanito. Todos se sentirán muy contentos. Esto no
es para ti, Bell. Sé de media docena de muchachas que se pondrán más tristes
que un sauce llorón cuando sepan lo que te pasa. Resigna el cargo, o pide
dispensa, o haz cualquier cosa que te saque de esta fábrica de hielo. Vas a
coger un catarro, Juanito. ¡Dios mío! ¡Si no llevas calcetines!
Bellchambers
miróse los pies.
-No podéis
comprenderme -repuso, sonriente y conciliador-. Muy amable es en vosotros el
quererme hacer volver a vuestro lado, pero la antigua vida no me atrae. He
alcanzado aquí el final objetivo de mis ambiciones. Me siento completamente
feliz y contento. De modo que pienso pasar aquí el resto de mis días. ¿Veis
esta ropa que llevo?
Bellchambers pasó la mano cuidadosamente por el flotante hábito.
-Al fin he dado -concluyó- con una prenda que no me forme rodilleras.
En aquel
momento el profundo son de la broncínea campana reverberó en todos los ámbitos
del monasterio. Debía ser una llamada a oraciones, porque el hermano Ambrosio
inclinó la cabeza y se volvió, abandonando la estancia tras un ligero ademán de
despedida al traspasar el pétreo umbral de la puerta. Y los dos hombres
salieron del monasterio y no vieron más a su amigo.
Y ésta es la historia que Tom Eyres y Lancelot William contaron al
regresar del último de sus viajes a Europa.
O Henry