Blogs que sigo

lunes, 30 de mayo de 2016

Buena siembra, buena cosecha




Yamamba

El Zen hace que nos desprendamos de nuestras maneras de pensar habituales. Más allá de los conceptos y de las palabras, nos transmite una verdad que apunta directamente al corazón del hombre.
* * *
Érase una vez... dos monjes que iban de regreso hacia su convento, cerca de Edo. Se habían retrasado a causa de una pareja de campesinos que les habían pedido que bendijeran a su hijo recién nacido, y también su casa y su rebaño. Por cortesía, y por caridad, habían bebido uno o dos vasos de sake. Ahora se encontraban en el lindero del bosque y ya caía la noche.
Uno de los dos monjes era ciego y su compañero lo guiaba:
-No temas nada, Djiro -dijo el monje guía-, tenemos que atravesar el bosque, donde viven, según las leyendas, monstruos y brujas, pero yo abro bien los ojos y te protegeré contra todos los peligros.
Y añadió, con una voz a la que daba firmeza:
-¡Cógete de mi brazo y avancemos intrépidamente!
Los dos monjes llegaron al corazón del bosque cuando, de pronto, una tarasca abominable salió de entre la espesura. Era Yamamba, la vieja bruja desdentada, la espantosa dama de los bosques. Era inmensa, con grandes ventanas de la nariz, una nariz monstruosa y unos ojos inyectados en sangre en los que parecían girar ruedas de fuego. Su lengua rojo escarlata le colgaba hasta la cintura. Sus cabellos grises y sucios flotaban en el viento. Tenía unos largos brazos de esqueleto terminados en unas garras de pesadilla, y sus pies peludos golpeaban el suelo con rabia. Todos los huesos del cuerpo del monje que servía de guía se pusieron a temblar.
-¿Qué tienes, hermano? Ya no oigo tu voz y siento que te tambaleas junto a mí. ¡Háblame, te lo ruego!
El monje clarividente, paralizado de terror, no podía emitir ningún sonido. Y la horrible Yamamba seguía avanzando, tendiendo hacia los dos monjes sus garras aceradas; sus ojos se enrojecían y su boca se torcía en una risa espantosa.
-Noto que no estás bien -dijo el ciego-; no entiendo por qué, pero deja que te sostenga y te guíe yo ahora, apóyate en mí.
Y con paso firme el ciego arrastró a su compañero en dirección a Yamamba, a la que no veía.
El monstruo, estupefacto, vio como los dos monjes avanzaban directamente hacia él. No manifestaban ningún miedo y parecían indiferentes a su aspecto aterrador. Entonces Yamamba sacó su enorme lengua roja y viscosa desde el abismo de su boca hasta sus pies peludos. Fulminó a los monjes con su mirada incandescente, abrió y cerró sus garras amenazadoras. Todo fue en vano. Conducidos con mano firme por el ciego, los dos monjes seguían avanzando.
Yamamba, vencida, se desvaneció en el aire y desapareció.
* * * 
Este relato da que pensar: de los dos, ¿quién era el verdadero impedido?

Henri Brunel

sábado, 28 de mayo de 2016

Estatues vivents - Joan Gabarró


La máscara

En el casino de la ciudad de X se organizó con "fines benéficos un baile de máscaras o, como lo llamaban las señoritas de la localidad, un bal paré.
Eran las doce de la noche. Los intelectuales, que no llevaban máscara ni bailaban -eran cinco almas- es­taban sentados en la sala de lectura tras una gran mesa e, hincando narices y barbas en los periódicos, leían, dor­mitaban, «meditaban», según expresión del corresponsal de la localidad de los periódicos centrales, un señor muy liberal.
Del salón llegaban los sones de una contradanza. Por delante de la puerta, dando fuertes pisadas y con tinti­neo de vajilla, no cesaban de pasar, diligentes, los laca­yos. En la sala de lectura, en cambio, reinaba un pro­fundo silencio.
-¡Me parece que aquí estaremos más cómodos! -se oyó que decía, de pronto, una voz baja: estrangulada, como si saliera de una chimenea-. ¡Venid acá! ¡Hacia aquí, muchachos!
La puerta se abrió y entró en la sala de lectura un hombre ancho de espaldas, rechoncho, disfrazado de co­chero, llevando un sombrero con una pluma de pavo y con máscara. Detrás de él entraron dos damas con anti­faces y un lacayo con una bandeja. Sobre la bandeja ha­bía una barriguda botella de licor, unas tres botellas de vino tinto y vasos.
-¡Venid! Aquí incluso estaremos más frescos -dijo el hombre-. Pon la bandeja sobre la mesa... ¡Siéntense, mamzelle! Je vu pri a la trimontran! Y ustedes, señores, apártense un poco... ¡aquí no tienen nada que hacer!
El hombre se tambaleó un poco y de un manotazo tiró dela mesa varias revistas.
-¡Ponla aquí! Y ustedes, señores lectores; apártense; no hay tiempo para ocuparse aquí de periódicos y de política... ¡Déjenlo!
-¡Le rogaría que no armara tanto escándalo! -dijo uno de los intelectuales, mirando a la máscara a través de las gafas-. Esto es la sala de lectura y no el ambi­gú... Éste no es sitio para beber.
-¿Por qué no? ¿Acaso la mesa se tambalea o puede hundirse el techo? ¡Vaya! Pero... ¡no hay tiempo para hablar! Dejen los periódicos... Ya han leído un poco y basta; ya así son muy inteligentes, además, se estropean la vista, pero lo que más importa es que lo quiero yo y basta.
El lacayo puso la bandeja sobre la mesa y, echándose la servilleta al brazo, se quedó de pie cerca de la puerta. Las damas en seguida hicieron honor al vino tinto.
-¡Cómo puede haber hombres tan inteligentes que para ellos los periódicos sean mejores que estas bebidas! -empezó de nuevo el hombre de la pluma de pavo sirviéndose licor-. Pero, en opinión mía, honorables seño­res, estiman ustedes los periódicos porque no tienen con qué pagar lo que beben. ¿No es como lo digo? ¡Ja, ja!...
¡Están leyendo!, Bien, ¿qué hay escrito ahí? ¡Señor de los lentes! ¿De qué trata lo que lee? ¡Ja, ja! ¡Venga, déjalo ya! ¡No te hagas el sueco! ¡Mejor es que bebas!
El hombre con pluma de pavo se alzó y arrancó el periódico, de las manos del señor con gafas. Éste palide­ció, luego se puso rojo y miró asombrado a los demás intelectuales; ellos le miraron a él.
-¡Usted se pasa de la raya, señor mío! -dijo, furio­so-. ¡Usted convierte la sala de lectura en una taberna, usted se permite armar escándalo, arrancar de las manos los periódicos! ¡No se lo toleraré! ¡No sabe usted con quién trata, señor mío! ¡Soy Zhestiakov, director del Banco!...
-¡Me importa un bledo que seas Zhestiakov! Y a tu periódico, mira el honor que le hago...                                                                                     
El hombre levantó el periódico y lo rompió en peda­zos.
-¿Pero qué es esto, señores? -balbuceó Zhestiakov, pasmado-. Esto es extraño, esto... esto es hasta sobre­natural...
-Se ha enfadado -dijo el hombre riéndose-. ¡Hay que ver, hay que ver, qué miedo! Hasta las piernas se me doblan. ¡Pues verán, honorables señores! Bromas aparte, no tengo ganas de hablar con ustedes... y como quiero quedarme solo aquí con las mamzelles y divertir­me, les ruego que no chisten y salgan... ¡Por favor! ¡Se­ñor Belebujin, vete con los perros cerdosos! ¿Arrugas la jeta? Te digo que salgas, pues sal. Y aprisita, ¡a mí no me vengas con pamplinas, si no quieres que te salte algún coscorrón por la cresta cuando menos lo esperes!
-Pero, ¿cómo es esto? -preguntó el tesorero del tri­bunal para huérfanos, Belebujin, enrojeciendo y enco­giéndose de hombros-. Ni siquiera llego a comprender­lo... Un insolente cualquiera entra aquí y... de pronto, ¡tales cosas!
-¿Qué palabra es esa de insolente? -gritó el hom­bre de la pluma de pavo irritándose y dando tal puñe­tazo en la mesa que los vasos saltaron en la bandeja-. ¿A quién lo dices? ¿Crees que puedes soltarme las pala­bras que te vengan en gana porque voy con máscara? ¡Y tú eres un grano de pimienta! ¡Sal de aquí, ya que te lo digo yo! Director del Banco, ¡lárgate antes de que te lo diga de otro modo! ¡Salid todos y que no quede aquí ni un granuja! ¡Hala, con los perros cerdosos!
-¡Pues ahora lo vamos a ver! -dijo Zhestiakov, a quien hasta las gafas se le empañaron de sudor-¡Ya le enseñaré yo! ¡Eh, llama al encargado de guardia! ¡Que venga aquí!
Un minuto después entró el encargado de guardia, un hombre pequeño y pelirrojo, con una cintita azul en la solapa, sofocado por el baile.
-¡Haga el favor de salir! -comenzó-. ¡Éste no es lugar para beber! ¡Vaya al ambigú, tenga la bondad!
-¿De dónde sales tú? -preguntó el hombre de la máscara-. ¿Acaso te he llamado?
-¡Le ruego que no me trate de tú y haga el favor de salir!
-Mira, simpático: te doy un minuto de tiempo... ya que eres el encargado de turno y la persona principal, saca de aquí a esos artistas del brazo. A mis mamzelles no les gusta que haya aquí gente extraña... Se sienten cohibidas, pero yo, por mi dinero, quiero que se pongan en su aspecto natural.
-¡Por lo visto ese bruto no comprende que no está en una cuadra! -gritó Zhestiakov-. ¡Que venga Evs­trat Spiridónich! ¡Llámenle!
-¡Evstrat Spiridónich! -gritaron por el casino-. ¿Dónde está Evstrat Spiridónich?
Evstrat Spiridónich, un vejete en uniforme de policía, no tardó en presentarse.
-¡Le ruego que salga de aquí! -chilló con voz ron­ca, con los terribles ojos saliéndole de las órbitas y agi­tando sus teñidos bigotes.
-¡Me ha asustado! -dijo el hombre, riéndose a car­cajadas, con gran satisfacción-. ¡Oh, oh, me ha asus­tado! ¡Qué miedo, que Dios me castigue! Los bigotes, como los de un gato; los ojos, desencajados... ¡Je, je, je!
-¡Le ruego que no discuta! -gritó con todas sus fuerzas Evstrat Spiridónich, poniéndose a temblar-. ¡Sal de aquí! ¡Te mandaré sacar!
En la sala de lectura se armó un ruido inimaginable. Evstrat Spiridónich, rojo como un cangrejo, gritaba pa­taleando. Zhestiakov gritaba. Belebujin gritaba. Gritaban todos los intelectuales, pero todas las voces quedaban cu­biertas por la espesa y grave voz de bajo del hombre de la máscara. La confusión se hizo general, se interrumpió el baile, y el público del salón se dirigió en masa a la sala de lectura.
Evstrat Spiridónich, para causar mayor impresión, llamó a todos los policías que había en el casino y se sen­tó a escribir el proceso verbal.
-Escribe, escribe -decía la máscara metiéndole el dedo bajo la pluma-. ¡Desdichado de mí!  ¿Qué me espera ahora? ¡Pobre cabecita mía! ¿Pero por qué busca usted la perdición de un pobre huerfanito como yo? ¡Ja, ja! Bueno, ¡qué le vamos a hacer! ¿Está preparado el proceso verbal? ¿Han firmado todos? Bien, ahora mi­ren... ¡Uno... dos... tres!
El hombre se levantó, se irguió cuanto le permitía su estatura y se arrancó la máscara. Después de haber des­cubierto su rostro de borracho y después de haber mira­do a todos los presentes, satisfecho por el efecto produci­do se dejó caer en la butaca, y prorrumpió en alegres carcajadas. Y, en efecto, la impresión que había produ­cido era extraordinaria. Todos los intelectuales se mira­ron desconcertados y palidecieron; algunos se rascaron el pescuezo. Evstrat Spiridónich lanzó un gemido como el hombre que, sin querer, ha cometido una gran estupidez.
Todos reconocieron en el alborotador; al millonario de la localidad, al fabricante, ciudadano de honor heredi­tario; Piatigórov, famoso por sus escándalos, por sus ac­tos de beneficencia y, como más de una vez se había di­cho en el periódico local, por su amor a la instrucción.
-Bien, ¿os vais o no? -preguntó Piatigórov después de un minuto de silencio.
Los intelectuales, sin decir palabra, salieron de pun­tillas de la sala de lectura y Piatigórov cerró tras ellos la puerta.
-¡Tú sabías que era Piatigórov! -chillaba un minuto después, a media voz, Evstrat Spiridónich, sacudiendo por el hombro al lacayo que había llevado el vino a la sala de lectura-. ¿Por qué callabas?
-¡No me mandaron hablar!
-No me mandaron hablar... Si te meto un mes en chirona, maldito seas, entonces sabrás si «no mandaron hablar». ¡Fuera de aquí! Y ustedes, señores, también se han portado -prosiguió, dirigiéndose a los intelectua­les-. ¡Han levantado una revuelta! ¡Como si no hubie­sen podido salir de la sala de lectura por unos diez mi­nutitos! Ahora, a ver quién sale del atolladero. Ah, señores, señores... ¡No me gusta esto, como hay Dios!
Los intelectuales vagaron por el casino tristes, descon­certados, con aire de culpables, cuchicheando, como si presintieran alguna desgracia. Sus esposas e hijas, al en­terarse de que Piatigórov estaba «ofendido» y enojado, enmudecieron y comenzaron a retirarse a sus casas. Se interrumpió el baile.
A las dos, Piatigórov salió de la sala de lectura borra­cho y tambaleándose. Entró en el salón, se sentó cerca de la orquesta y se durmió al son de la música; luego, inclinó tristemente la cabeza y se puso a roncar.
-¡No toquéis! -indicaron por señas, los dirigentes, a los músicos-. ¡Tss!... Egor Nílich duerme...
-¿No manda usted que se le acompañe a su casa, Egor Nílich? -preguntó Belebujin, inclinándose al oído del millonario.
Piatigórov torció los labios como si quisiera soplarse una mosca de la cara.
-¿No manda usted que se le acompañe a su casa -re­pitió Belebujin- o que se le haga venir el coche?
-¿Eh? ¿Quién eres tú?... ¿qué quieres?
-Acompañarle a su casa... Ya  es hora de ir a la mu...
-A ca-sa quiero ir... ¡Acompáñame!
Belebujin resplandeció de satisfacción y comenzó a le­vantar a Piatigórov. Se precipitaron a ayudarle otros in­telectuales y, sonriendo agradablemente, levantaron al ciudadano de honor hereditario y lo condujeron con toda precaución al coche.
-Pegársela de este modo a todo un corro, sólo puede hacerlo un artista, un hombre de talento 
-decía alegre­mente Zhestiakov,  poniéndole en el asiento-. ¡Estoy li­teralmente asombrado, Egor Nílich! Todavía, me estoy riendo... Ja, ja... ¡Y nosotros, venga a encalabrinarnos y llamar a uno y a otro! ¡Ja, ja! ¿Lo cree? Ni en el tea­tro me he reído nunca tanto... ¡Es el colmo de la comicidad! ¡Toda la vida recordaré esta inolvidable velada!
Acompañado Piatigórov, los intelectuales recobraron su alegría y se sosegaron.
-Me ha dado la mano al despedirme –articuló Zhestiakov, muy contento-. Esto significa que nada, que no está enfadado...
-¡Dios lo quiera! -suspiró Evstrat Spiridónich-. ¡Es un canalla, un hombre vil, pero se trata de un bienhe­chor!... ¡No se puede!...

A. Chejov

jueves, 26 de mayo de 2016

Semana Santa - Palencia




El alquimista negro y su perro

De Zhou Zhou, el alquimista negro, se cuenta que en cierta ocasión atrapó a un perro calleje­ro y le enseñó a comprender el lenguaje humano. Era un perrillo negro y feo, y a nadie le agradaba su pre­sencia, pero Zhou Zhou lo llevaba consigo a todas partes. El perrillo ladraba, movía el rabo, se comía las mondas o las golosinas que le arrojaban, y nadie sabía que era capaz de comprender el lenguaje de los hombres y que todo lo que oía se quedaba grabado en su memoria. Zhou Zhou llevó a su perrillo a una casa del mundo flotante, y el animal se iba paseando por las diferentes habitaciones y escuchaba las con­versaciones filosóficas y también las cosas que se de­cían los hombres y las mujeres cuando se abrazaban sobre la esterilla. Había muchos altos funcionarios, poetas y administradores que acudían a aquella casa, y Zhou Zhou estaba seguro de que el perro había es­cuchado disertaciones inolvidables, o incluso secretos de estado. En otra ocasión, lo llevó al palacio de la Garza Blanca, donde vive la sobrina del emperador, y le dejó que vagara por los balcones, que entrara en el gineceo y que escuchara todas las conversaciones prohibidas a los oídos de los hombres.
El perro parecía triste y alicaído, y entonces Zhou Zhou le enseñó a hablar.
-Ahora cuéntame lo que has oído -le dijo el alquimista.
-Es todo demasiado triste -dijo el perro-. Para un perro, los hombres sois tan parecidos entre sí como una gota de agua a otra. Entonces, ¿por qué os odiáis tanto los unos a los otros? ¿Por qué os tenéis tanto miedo?
-¿Eso es todo lo que tienes que decirme? -dijo el filósofo airado.
-No, hay otra cosa más -dijo el perro-. Vuélveme a mi condición original.

Andrés Ibáñez

martes, 24 de mayo de 2016

Esteve Paluzie - Grup de lectura





A enredar los cuentos

-Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.
-¡No, Roja!
-¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”
-¡Que no, Roja!
-¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.
-No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.
-Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.
-¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.
-Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”
-¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”
-Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…
-¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!
-Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.
-¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.
-Exacto. Y el caballo dijo… 
-¿Qué caballo? Era un lobo
-Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.
-Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?
-Bueno, toma la moneda.
Y el abuelo siguió leyendo el periódico.

Gianni Rodari

domingo, 22 de mayo de 2016

Van Gogh

(Entrada dedicada a Ana Fontanals)








Esperanza, número equivocado

Esperanza siempre abre el periódico en la sección de sociales y se pone a ver las novias. Suspira: “Ay, señorita Diana, cuándo la veré a usted así”. Y examina infatigable los rostros de cada uno de las felices desposadas. “Mire, a esta le va a ir de la patada…” “A esta otra pue’que y se le haga…” “Esta ya se viene fijando en otro. Ya ni la amuela. Creo que es el padrino…” Sigue hablando de las novias obsesiva y maligna. Con sus uñas puntiagudas —“me las corto de triangulito, pa arañar, así se las había de limar la señorita”—, rasga el papel y bruscamente desaparece la nariz del novio, o la gentil contrayente queda ciega: “Mire niña Diana, qué chistosos se ven ahora los palomos”. Le entra una risa larga, larga, larga, entrecortada de gritos subversivos: “Hi ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! ¡Hiiii!”, que sacude su pequeño cuerpo de arriba abajo. “No te rías tanto, Esperanza, que te va a dar hipo”.
A veces Diana se pregunta por qué no se habrá casado Esperanza. Tiene un rostro agradable, los ojos negros muy hundidos, un leve bigotito y una patita chueca. La sonrisa siempre en flor. Es bonita y se baña diario.
Ha cursado cien novios: “No le vaya a pasar lo que a mí, ¡que de tantos me quedé sin ninguno!”. Ella cuenta: “Uno era decente, un señor ingeniero, fíjese usted. Nos sentábamos el uno al lado del otro en una banca del parque y a mí me daba vergüenza decirle que era criada y me quede silencia”.
Conoció al ingeniero por un “equivocado”. Su afición al teléfono la llevaba a entablar largas conversaciones. “no señor, está usted equivocado. Esta no es la familia que usted busca, pero ojalá  fuera”. “Carnicería ‘La Fortuna’” “No, es una casa particular pero qué fortuna…” Todavía hoy, a los cuarenta y ocho años, sigue al acecho de los equivocados. Corre al teléfono con una alegría expectante: “Caballero yo no soy Laura Martínez, soy Esperanza…” Y a la vez siguiente: “Mi nombre es otro, pero en ¿qué puedo servirle?” ¡Cuánto correo del corazón! Cuántos “Nos vemos en la puerta del cine Encanto. Voy a llevar un vestido verde y un moño rojo en la cabeza”… ¡Cuántas citas fallidas! ¡Cuántas idas a la esquina a ver partir las esperanzas! Cuántos: “¡Ya me colgaron!” Pero Esperanza se rehace pronto y tres o cuatro días después, allí está nuevamente en servicio dándole vuelta al disco, metiendo el dedo en todos los números, componiendo cifras al azar a ver si de pronto alguien le contesta y le dice como Pedro Infante: “¿Quiere usted casarse conmigo?” Compostura, estropicio, teléfono descompuesto, 02, 04, mala manera de descolgarse por la vida, como una araña que se va hasta el fondo del abismo colgada del hilo del teléfono. Y otra vez a darle a esa negra carátula de reloj donde marcamos puras horas falsas, puros: “Voy a pedir permiso”, puros: “Es que la señora no me deja…”, puros: “¿Qué de qué?” porque Esperanza no atina y ya le está dando el cuarto para las doce.
Un día el ingeniero equivocado llevó a Esperanza al cine, y le dijo en lo oscuro: “Oiga señorita, ¿le gusta la natación?” Y le puso la mano en el pecho. Tomada por sorpresa, Esperanza respondió: “Pues mire usted ingeniero, ultimadamente y viéndolo bien, a mí me gusta mi leche sin nata”. Y le quitó la mano.
Durante treinta años, los mejores de su vida, Esperanza ha trabajado de recamarera. Sólo un domingo por semana puede asomarse a la vida de la calle, a ver a aquella gente que tiene “su” casa y “su” ir y venir.
Ahora ya de grande y como le dicen tanto que es de la familia, se ha endurecido. Con su abrigo de piel de nutria heredado de la señora y su collar de perlas auténticas, regalo del señor, Esperanza mangonea a las demás y se ha instituido en la única detentadora de la bocina. Sin embargo, su voz ya no suena como campana en el bosque y en su último “equivocado” pareció encogerse, sentirse a punto de desaparecer, infinitamente pequeña, malquerida, y, respondió modulando dulcemente las palabras: “No señor, no, yo no soy Isabel Sánchez, y por favor, se me va a ir usted mucho a la chingada”.

Elena Poniatowska Amor