Blogs que sigo

jueves, 31 de agosto de 2017

Fira del pá i de la xocolata


Carta de su padre       ( y 11)

¡Ja! ¡Ya sé que no soy un intelectual, pero supe vi­vir!
Un momento... dame tiempo... las cosas se borran... Sí -¿te imaginas cómo nos sentimos cuando Ottla nos dijo que tenías tuberculosis? Oh, como pudiste re­cordarme que una vez dije, en un ataque de mal hu­mor, a un ayudante inútil que tosía por la tienda -de­berías haber tenido que tratar con esos goyim pere­zosos- que se debería morir, perro enfermo. ¿Sabía yo que también tú contraerías tuberculosis? No fue culpa nuestra que se te pudrieran los pulmones. Tra­té de ensanchar tu pecho cuando eras pequeño, ense­ñándote a nadar. No deberías haberte ido nunca de tu propia casa, del cuidado de tus padres, a ese agujero de ratas en el Schonborpalais. Y el cuchitril de Berlín... A veces lo pasamos bien ¿verdad, Franz? Cuan­do tomábamos cerveza y salchichas después de las lec­ciones de natación. Por lo menos recordaste la cerve­za y las salchichas, cuando te estabas muriendo.
Una cosa más. Me ahoga, tengo que decirla. Sé que nunca responderás. Una vez escribiste «la palabra sólo es posible cuando uno quiere mentir». Tú eras dema­siado hipersensible para hablamos, Franz. Guardaste silencio, con la verdad: los que jugaban una partida de cartas, daban la vuelta en la cama al otro lado de la pared -era el sonido de la gente viva que no te gustaba. Tu venganza, que eras demasiado cobarde para ejecutar en vida, la has tomado aquí. No pode­mos yacer pacíficamente en nuestras tumbas, desente­rrados, desamortajados por la fama. Profanar la tum­ba de tus padres así como su lecho, ¿no te da ver­güenza? ¿No te da vergüenza, ahora? Bueno, de qué sirve pelearse. Yacemos juntos en la misma tumba: tú, tu madre y yo. Hemos terminado como siempre deberíamos haber estado, unidos. Descansa en paz, hijo mío. Ojalá me hubieras dejado a mí hacerlo.

Tu padre
Hermann Kafka

Nadine Gordimer

miércoles, 30 de agosto de 2017

Picasso


Carta de su padre       (10)

Dices que escribiste la carta porque querías explicar por qué no podías casarte. Yo escribo esta carta porque tú trataste de escribirla por mí. Eras capaz has­ta de quitarle eso a tu padre. Tú contestaste tu propia carta, antes de que yo pudiera hacerla. Fabricaste en tu carta lo que imaginabas que hubiese sido mi res­puesta. Para ahorrarme el trabajo... Una idea brillan­te, como dicen. Con tus grandes dotes de famoso es­critor, lo expresas todo mejor de lo que yo podría. Ahí estás tú, con una respuesta, antes que yo. Me quitas las palabras de la boca: mientras te acusas tú mismo, en mi nombre, de ser «demasiado listo, obsequioso, parásito e insincero», al echarme la culpa de tu vida eres -¡una vez más, la última vez!- finalmente de­masiado listo, obsequioso, parásito e insincero en la maniobra de robarle a tu padre la oportunidad de de­fenderse. Un genio. ¿Qué queda por decir de ti -qué bien te conoces muchacho, es terrible- si te defines como el tipo de sabandija que no sólo pica sino que al mismo tiempo chupa la sangre para mantenerse viva? Y ni siquiera acaba el retorcimiento, el engaño. A continuación confiesas que toda esa «corrección», esa «réplica» como tú, hombre educado, la llamas, «no tiene su origen en tu padre sino en ti mismo, Franz Kafka». Así que ya ves, aquí está la prueba, algo que yo sé que tú, con toda tu inteligencia, no puedes saber por mí: dices que siempre escribiste sobre mí, que todo era sobre mí, tu padre; pero era todo sobre ti. El escarabajo. El bicho que yacía de espaldas patalean­do al aire y no se podía levantar para ver América o la Gran Muralla de China. Tú, tú, tú mismo, tú mis­mo. Y en tu carta, después de que me defiendes con­tra ti, cuando finalmente haces tu confesión -lleno de razón de nuevo, con la razón de tu parte, siem­pre- te quedas con la última palabra, en prueba de tu santidad de la que yo no podía saber nada, enten­der nada, un hombre de negocios, un tendero. Esa es tu «verdad» sobre nosotros que tenías la esperanza de que «podría hacer nuestra vida y nuestra muerte más fáciles».
Cómo acabaste, Franz. La última mujer que te en­contraste. No fue deseo nuestro, Dios lo sabe. Vivir con esa judía oriental y en pecado. Te enviamos di­nero; eso es todo lo que podíamos hacer. Si hubiéra­mos ido a verte, si nos hubiéramos tragado nuestro orgullo, conociendo a esa mujer, nuestra presencia sólo te habría hecho sentirte peor. Está ahí en todo lo que has escrito, en todo lo que escriben sobre ti: todo lo que se relaciona con nosotros te deprimía y te ponía enfermo. Sabíamos que no te daba la comida adecuada, guisando como una gitana en un hornillo de alcohol. Te tenía en un agujero helado en Berlín... Dios me perdone (Brod se lo ha contado al mundo), tuve que darle la espalda en tu funeral.
Franz... Cuando te enviaron de Kurt Wolff Verlag ejemplares de «En la Colonia Penitenciaria» aquella vez... Me diste uno y yo dije «ponlo en la mesilla de noche». Dices que nunca lo volví a mencionar. Bue­no, ¿no comprendes?, yo no soy un hombre de letras. Te lo digo ahora. Leí un poquito, una página o dos de cada vez. Si hubieses visto ese libro, había una mar­ca de lápiz cada dos o tres páginas, para saber a la vez siguiente dónde me había quedado. No era como los libros que yo conocía -no tenía mucho tiempo para leer, trabajando como un esclavo desde pequeño, no era como tú, no me podía encerrar en una habita­ción con libros, cuando era joven. Me hubiera muerto de hambre. Pero eso ya lo sabes. ¿No puedes com­prender que me sentía -sí- no demasiado orgullo­so -que me daba vergüenza que supieras que no en­contraba fácil comprender lo que escribías, que me re­sultaba extraño?

Nadine Gordimer

martes, 29 de agosto de 2017

Orquídeas


Carta de su padre     (9)

En cuanto a la siguiente con la que trataste de ca­sarte, sobre la que pusiste el grito en el cielo debido a mi comentario sobre las judías de Praga y la blusa, etc. -por una vez recuperaste el juicio y deshiciste la boda sólo dos días antes de que fuese a tener lugar. No es que yo hubiera podido influir sobre ti. ¿Desde cuando tenías en cuenta lo que tus padres pensaran? Cuando me dijiste que querías casarte con la hija del zapatero, naturalmente me preocupé. Por lo menos la chica Bauer procedía de una buena familia. Pero fui franco contigo, de hombre a hombre. Ya no eras un jovencito, un hombre no tiene que casarse con cual­quiera que iría con quien fuese.
Me di cuenta de lo que significaba esa boda, pobre hijo mío. Querías una mujer. Nadie comprendía eso mejor que yo, créeme, pues era un hombre sobrada­mente normal. Había lugares en Praga donde se po­día conseguir una mujer. (Me imagino que haya ocu­rrido lo que haya ocurrido, sigue y seguirá habiéndo­los.) Traté de ayudarte, me ofrecí a acompañarte yo mismo. Lo dije delante de tu madre la cual -sí, como tú escribes que tanto te chocó ver- estaba de acuer­do conmigo. Deseábamos tanto ayudarte que hasta tu propia madre era capaz de llegar a esos extremos.
Pero en esa carta tú no pensaste que yo podría com­prender nunca, me acusas de humillarte y de no sé qué otras cosas. ¿Querías casarte con una puta pero te resultaba insultante la idea de pagar a una?
En esa carta que escribiste unos pocos días después de que tú mismo abandonaras tu segundo intento de matrimonio, a los treinta y seis años, dices que tu pa­dre, como hombre de mundo, no sólo mostró «des­precio» por ti en esa ocasión, sino que cuando te ha­bía hablado como un padre de mente abierta cuando eras un jovencito, te había dado una información que había provocado todo el ridículo asunto de que nunca fueras capaz de casarte, nunca. Es decir, que veinte años antes de la pelea acerca de Julie Wohryzek, con «unas pocas palabras francas» (como tú dices) tu pa­dre te incapacitó para tomar esposa y te empujó «a la basura como si ése fuera mi destino». Recuerdas un paseo con tu madre y conmigo en la Josefsplatz cuando mostraste curiosidad sobre, bueno, los senti­mientos de los hombres hacia las mujeres y yo fui franco y sincero contigo y te dije que te podía acon­sejar sobre dónde ir para hacer esas cosas sin riesgo, sin traer a casa alguna enfermedad. Tenías dieciséis años, físicamente eras un hombre, no un niño ¿no? ¿No era hora de hablar de esas cosas?
¿Te digo lo que yo recuerdo? Un día te enfadaste con tu madre y conmigo porque no te habíamos edu­cado sexualmente (así dijiste). Ahora te quejas por­que yo traté de orientarte en esos asuntos. Lo hice, no lo hice. Decídete. Salte con la tuya. Sea lo que sea, tú creías que no te decidías a casarte a causa de lo que yo hice. Cuando creías que querías a la chica Bauer, ¿no cedí yo, para complacerte? A pesar de que no es­tabas en situación económica para casarte, aunque yo tenía de sobra preocupaciones, enfermo como estaba, ¿no me causaste bastantes problemas persuadiéndo­me de invertir en una fábrica de amianto mechulah? ¿No accedí? Y cuando la muchacha vino a Praga para conocer a tus padres y hermanos, tú escribiste «a mi familia le gusta casi más de lo que me gustaría que les gustase». Hasta esos extremos llegabas: no te po­día gustar nada que nos gustara a nosotros. ¿Por eso no pudiste casarte con ella?
Hace mucho tiempo, un largo camino... ah, todo des­aparece, se va desvaneciendo... Pero no he terminado. Espera.

Nadine Gordimer

lunes, 28 de agosto de 2017

Leyendo





Carta de su padre       (8)

Lo que acabo de decir puede sorprender. Esa últi­ma parte, quiero decir. Pero desde que morí en 1931, sé que el mundo ha cambiado mucho. La gente, inclu­so padres e hijos, habla de cosas de las que no se de­bería hablar. La gente no se avergüenza de leer cual­quier cosa, incluso diarios privados, incluso cartas. No hay vergüenza en ninguna parte. En eso también te adelantaste a tu época, Franz. No te daba vergüenza escribir en tu diario, que tu amigo Brod publicaría -tú tenías que haber sabido que lo publicaría todo, que se ganaría la vida a nuestra costa- cosas que han llevado a uno de los famosos expertos en Kafka a es­tudiar los ruidos en nuestro piso de Praga. Sobre mí escribió: «No hubiera estado en consonancia con el ca­rácter de Hermann Kafka el reprimir los ruidos que le apetecía hacer durante el acoplamiento; no hubiera estado en consonancia con Kafka, que era ultrasensi­ble al ruido y haber crecido con esos ruidos a su alre­dedor, el mencionar el sufrimiento que le causaban.»
Dejaste escrito para que todos lo leyeran que ver el pijama de tu padre y el camisón de tu madre sobre la cama te asqueaba. Permíteme hablar también libre­mente, como todo el mundo. En esa cama fuiste he­cho. Eso me asquea a mí: tu asco de un lugar que te debería resultar sagrado, un lugar por el que deberías tener el mayor respeto. Sin embargo, tú eres el que se lamentó de mi vulgaridad cuando te sugerí que de­bías procurarte una mujer -comprada, alquilada ­en vez de tratar de probarte a ti mismo que eras un hombre al fin a los treinta y seis años, casándote con una buscona judía de Praga que agitaba sus tetas bajo su delgada blusa. Sí, me refiero a esa Julie Wohryzek, la hija del zapatero, tu segunda novia. Incluso tuviste la insolencia de lanzarme la observación a la cara, en esa carta que no enviaste pero que, de todos modos, he leído, lo he leído todo ahora, aunque dijiste que puse «En la Colonia Penitenciaria» en la mesilla de noche y no volví a mencionar el libro.
Tengo que hablar de otro asunto del que no trata­mos, padre e hijo, cuando ambos estábamos vivos -de acuerdo, fue culpa mía, quizá tengas razón, como ya he dicho eran otros tiempos... Mujeres. Tengo que sacar el tema porque -pobre hijo mío- el matri­monio era «el mayor temor» de tu vida. Eso has es­crito. Hablas de tus intentos de explicar por qué no podías casarte -de ellos depende «el éxito» de la carta entera que no enviaste. Según tú, casarse, fundar una familia, era «lo máximo que un ser humano po­día hacen>. Sin embargo, no podías casarte. ¿Cómo debe entender eso un ser humano corriente? Escri­biste más de un cuarto de millón de palabras a Felice Bauer, pero no podías ser su marido. Hiciste que tus padres pasaran por la comedia de ir hasta Berlín para una fiesta de compromiso (a propósito, hay una fo­tografía que hiciste sacar, la feliz pareja, en los libros que se escriben sobre ti). El compromiso se rompió, luego se rehizo, luego se rompió otra vez. ¿Te extra­ña? Cualquiera que entre en una librería o en una bi­blioteca puede leer lo que escribiste a tu novia cuando tu hermana Elli dio a luz a nuestra primera nieta. Sólo sentiste desagrado, repudio de tu cuñado porque «yo nunca tendré un hijo». No, no con la chica Bauer, no dentro de un matrimonio decente, como el hijo de cualquier otra persona, pero he averiguado que tuvis­te un hijo, eso dice Brod, con una mujer, Grete Bloch, a la que se tenía por la mejor amiga de la chica Bauer, que incluso actuó de casamentera entre vosotros. ¿Qué dices a eso? Quizás no lo sabías. No lo sé. (Así es como eras de irresponsable.) Dicen que ella se fue. Quizá nunca te lo dijo.

Nadine Gordimer

domingo, 27 de agosto de 2017

Cercle de Col·leccionistes de Castellar


Carta de su padre          (7)

Todo lo que hacía por ti era dreck. Te sentías «despreciado, condenado, aplastado» por mí. Pero a mí me despreciabas. La única diferencia es que yo no era tan fácil de aplastar ¿eh? ¿Cuántas veces trataste de irte de casa y no pudiste? Todo está ahí, en tus dia­rios, en los libros que escriben sobre ti. ¿Y esa otra obra maestra tuya, El Proceso? Un padre y un hijo se pelean y entonces el hijo va y se ahoga, diciendo «Que­ridos padres, siempre os he querido, de todos mo­dos...» El maravilloso descubrimiento sobre esa histo­ria, quizás te interese saberlo, es que demuestra que lo más probable es que Hermann Kafka no quería que su hijo creciera y fuera un hombre, como tampoco su hijo quería arreglárselas sin la protección de sus pa­dres. ¡El meshuggener que escribió eso, ojalá le apro­veche! No desearía que tuviese que tratar de vivir con­tigo como nosotros tuvimos que hacer. Cuando tu amigo jorobado enseñó en secreto a tu madre una car­ta lamentatoria tuya, para evitarle la obligación de ir a la fábrica de amianto para ayudar al marido de tu propia hermana, Brod ocultó una cosa que habías escrito. Pero ahora todo está publicado, todo, todo, todas las cosas horribles que tú pensabas sobre tu fami­lia. «Los odio a todos»: padre, madre, hermanos.
No podías arreglártelas sin nosotros -sin mí-. Sólo te fuiste cuando tenías casi treinta y dos años, una edad a la que todo hombre tiene ya una esposa e hijos, un hogar propio.
Siempre dependiste de alguien. Tu amigo Brod, po­bre diablo. Si no hubiera sido por el pequeño joroba­do, ¿qué habría sido hoy de tu existencia? Entre los hornos crematorios que acabaron con tus hermanas y el fuego que deseabas que quemara tus manuscritos, no habría quedado nada. El tipo de hombres que in­ventaste, la Gestapo, confiscó todos los papeles tuyos que había en Berlín y nunca se ha encontrado el me­nor rastro de ellos, ni siquiera los grandes expertos en Kafka que meten sus narices en todas partes. De­cías que querías a Max Brod más que a ti mismo. No me extraña nada. Te gustaba la idea que él tenía de ti, que tú sabías que no eras tú (ves, algunas veces no soy tan grob, tan falto de educación, tan ignorante de todo lo que no sean productos comerciales de fanta­sía, quizás saqué de ti alguna «intuición»). Ciertamen­te, yo no reconocería a mi propio hijo como te des­cribía Brod: «el aura que emanaba de Kafka de ex­traordinaria fuerza, algo que no he encontrado nunca en ninguna parte, ni siquiera en grandes hombres fa­mosos... la infalible solidez de sus intuiciones nunca toleró una sola laguna ni dijo nunca una palabra in­significante... Tenía una actitud positiva hacia la vida, irónicamente tolerante ante las idioteces del mundo y por lo tanto llena de humor triste». Debo decir que ni tu madre que aguantaba tus caprichos cuando re­gresaba después de todo un día de pie en la tienda, ni tus hermanos que representaban tus obras para complacerte, ni tu padre que se rompía el alma por su familia nos beneficiamos de tu tolerancia. Tus her­manas (con la excepción de Ottla, sobre quien admi­tes haber ejercido una mala influencia, animándola a dejar la tienda y trabajar en una granja como una cam­pesina, a morirse de hambre contigo comiendo hor­talizas, a casarse con aquel goy) eran unas idiotas que se reían tontamente, en tu opinión. Tu madre nunca disfrutó del apoyo de un hijo fuerte. Nunca nos pro­porcionaste motivo de risa, triste o como fuera. Y tú apenas me hablabas, ni una insignificante palabra. ¿De quién era la culpa de que tú fueras esa persona que describes «deambulando por la isla en la laguna, donde no hay ni libros ni puentes, oyendo la música pero sin ser oído»? No cruzarías una carretera, y me­nos un puente, para saludar, para ser agradable a otras personas, te encerrabas en tu habitación y te tapona­bas los oídos con Oropax para no oír la música de la vida, sí, los sonidos de la cocina, de la gente que iba y venía (¿qué es lo que debíamos haber hecho, pasar a través de puertas cerradas?), incluso el canto de los canarios te fastidiaba, la risa, la ocasional riña fami­liar, la cama que crujía donde la gente normal casada hacía el amor.

Nadine Gordimer

sábado, 26 de agosto de 2017

America's Got Talent








Carta de su padre      (6)

Y fíjate en lo judío que eres, a pesar de tu despre­cio por nosotros, judíos, tu familia judía. Contestas a las preguntas con preguntas. He descubierto que ése es tu estilo, tu famoso estilo literario: tu condición de judío. ¿Escribiste o no el siguiente cuento, o piececi­lla, o como quieras llamado, que tu amigo Brod guar­dó íntegro y tú bien sabías que no quemaría ni una sola palabra? «Una vez en una sesión espiritista un nuevo espíritu anunció su presencia y se desarrolló la siguiente conversación con él. El espíritu: Perdone. El portavoz: ¿Qué quieres? El espíritu: Irme. El porta­voz: Pero si acabas de llegar. El espíritu: Es una equivocación. El portavoz: No, no es una equivocación. Has venido y te quedarás. El espíritu: Acabo de empezar a encontrarme enfermo. El portavoz: ¿Gra­vemente? El espíritu: Gravemente. El portavoz: ¿Fí­sicamente? El espíritu: ¿Físicamente? El portavoz: Contestas con preguntas. Eso no vale. Tenemos formas de castigarte, así que te aconsejo que contes­tes, porque entonces te despediremos enseguida. El espíritu: ¿Enseguida? El portavoz: Enseguida. El es­píritu: Dentro de un minuto. El portavoz: No sigas de esa forma lamentable...»
Preguntas sin respuestas. Enigmas. Tú escribiste «Sólo puedo vivir en la contradicción. Pero esto, sin duda, se puede aplicar a todo el mundo, porque vi­viendo uno muere, muriendo, uno vive». ¡Habla por ti! Pues ¿quién te creías tú que eras cuando te dio ese capricho, su profeta Jesucristo? ¿Qué querías? ¿El Cie­lo eterno de los goyim? ¿Qué querías decir cuando un hombre perdido, lejos de su país natal, dice a alguien con quien se encuentra «Estoy en tus manos», y el otro dice, «No. Eres libre y por eso estás perdido». ¿Qué sentido tiene escribir sobre una mujer «la espe­ro tendido para no encontrarme con ella»? Hay sólo uno de tus enigmas que creo que comprendo y eso sólo porque durante cuarenta y dos años, bendito sea Dios, he tenido que tratar contigo yo mismo. «Una jaula fue a la busca de un pájaro.» Eso eres tú. La jau­la, no el pájaro. No sé por qué. Quizá se me ocurra la razón. Como digo, si una persona lo quiere, puede saberlo todo, aquí.
Toda esa cháchara sobre irte. Llamabas a tu hogar (más enigmas) «mi prisión-mi fortaleza». Te queja­bas -en letra impresa, todo terminó en letra impre­sa, hijo mío- de que tu habitación era sólo un pasi­llo, lugar de paso, entre el salón y el dormitorio de tus padres. Te quejabas de que tenías que escribir con lápiz porque te quitamos la tinta para impedirte que escribieras. Era por tu bien, por tu salud -ya eras un hombre adulto, un abogado titulado, pero sabes que no sabías cuidar de ti mismo-. Garrapateando la mi­tad de la noche, habrías estado demasiado cansado para trabajar adecuadamente por las mañanas, habrías perdido tu trabajo en la Assicurazioni Generali (¿o era entonces en la Arbeiter-Unfall-Versicherungs-­Anstall für das Konigreich Bohmen?, mi memoria no mejora nada, aquí). Yo no estaba hecho de dinero. No podía haber seguido manteniendo a todos para siem­pre.
Has publicado cada insignificante desacuerdo fami­liar. Según tú, era una cosa terrible que no queríamos que salieras cuando hacía mal tiempo, que tu pobre madre quería que te abrigaras. Tú con tu delicada sa­lud, siempre achacoso -no heredaste mi constitu­ción-; ¡sólo pudieron conmigo al final una vida en­tera de duro trabajo, el negocio, las preocupaciones fa­miliares! Dejaste constancia de que no podías ir a dar un paseo sin que tus padres protestaran, pero a los veintiocho años seguías viviendo en casa. Irte. Pobre­cito mío. Apenas podías desplazarte hasta la habita­ción de al lado. Te encerrabas cuando venían visitas. Siempre arrastrándote hasta la cama, durmiendo durante el día (ah, sí, tú, no podías dormir por la no­che, como el resto de la gente) desperdiciando la vida durmiendo. Inventaste América en vez de tener las agallas de emigrar, levantarte de la cama, hacer tu equipaje e irte, construirte una nueva vida. Incluso esa chica a la que dejaste dos veces plantadas lo logró. ¿Sa­bías que Felice sigue viva todavía, ahora, en alguna parte de América? Es una mujer muy vieja, con biznietos. No la metieron en los campos de exterminio que, según dice esa gente tan educada, tú ya conocías antes de que ocurrieran... Tu tío Alfredo te iba a en­contrar trabajo allá, en Madeira, las Azores,... Dios sabe en qué otros lugares. Nieto de un carnicero ri­tual, un Schochet, por eso no podías soportar comer carne, dicen, yeso es lo que te hizo débil e indeciso. Así que eso también fue culpa mía, porque mi pobre padre tenía que ganarse la vida. Cuando tu madre no estaba en el piso, te habrías dejado morir de hambre de no haber sido por mí. ¿Y cuál fue el resultado? Re­sentías tanto lo que yo te daba que ibas a vaciarte el estómago. ¡Como quien ha sido envenenado! Y no te olvidaste de escribirlo, tampoco: «Tengo el sentimiento de que las cosas repugnantes han de salir.»

Nadine Gordimer

viernes, 25 de agosto de 2017

Bellvitge




Carta de su padre       (5)

A lo largo de varias páginas insistes (en esa carta secreta) sobre mi uso de expresiones vulgares yiddish, sobre mi «insignificante dosis de judaísmo», que era «puramente social» y por ello significaba que no po­díamos «encontrarnos en el judaísmo» aunque sólo fuera. ¡Esto dicho por ti! Cuando eras un muchacho y tenía que arrastrarte a los servicios del Yom Kippur una vez al año te sentabas allí inventando historias sobre animales impuros que se acercaban al Arca, el objeto más santo de la fe judía. Cuando creciste, acu­diste exactamente una sola vez a la sinagoga Altneu. Los que escriben libros sobre ti dicen que debió de ser por complacerme. Me sorprendería. Cuando des­cubriste de repente que eras judío, después de todo, naturalmente tu judaísmo era muy intelectual, nada que ver con las costumbres judías que me enseñaron a guardar en el shtetl de mi padre, empujando la ca­rretilla a la edad de siete años. Aprendiste tu judaís­mo en el Teatro Yiddish. ¡Qué gente estupenda!. Esos actores itinerantes sinvergüenzas de los que te hiciste amigo en el Café Savoy. Tu amigo el actor Jizckak Lowy. Nada que ver con la familia de tu madre, gracias a Dios. No dejaría que un hombre así la saludara siquiera. Tuviste la insolencia de traerlo a casa de tus padres y yo entendí que era mi deber hablarle de tal forma que nunca más se atreviera a volver. (¡Ja!. Yo solía mirar por la ventana, y observado dando vuel­tas a la intemperie, fuera del edificio, esperándote.) Y la Tschissik, esa nafke, una de sus actrices. He ave­riguado que tú creías estar enamorado de ella, una mu­jer casada (si es que a esa forma de vivir se la puede llamar matrimonio). Aparte de la señorita Bauer, nunca te gustó más que un tipo vulgar de mujeres. Lo digo otra vez tal como lo dije entonces: si te acuestas con perros, te levantas con pulgas. Te enfadaste mu­chísimo (sí, tú, esa vez) te enfureciste con tu padre cuando te lo dijo. Y cuando te recordé mi dolencia de corazón, te justificaste de nuevo, como de costumbre, diciendo (lo recuerdo como si fuera hoy) «me esfuer­zo mucho por reprimirme». Pero ahora he leído tus diarios, los muertos no necesitan entrar furtivamente en tu dormitorio y leerlos a tus espaldas (que es de lo que nos acusabas a tu madre y a mí), he leído lo que escribiste después, que tú percibías, en mí, tu pa­dre, «como siempre en momentos de crisis, la exis­tencia de una sabiduría que yo sólo puedo oler». ¡Así que tú sabías, mientras me desafiabas, sabías que yo tenía razón!.
La realidad es que tú eras antisemita, Franz. Nunca te interesó lo que le pasaba a tu propia gente. Los ac­tos de vandalismo contra los judíos en las calles, en las casas y tiendas, que se produjeron mientras cre­cías, no he encontrado ni una palabra sobre ellos en tus diarios, en tus cuadernos. Tú sólo imaginabas ju­díos. Los imaginabas torturados en lugares como tu Colonia Penitenciaria. Quizás. No quiero pensar qué significaba eso.
Bien, hacia el final estudiaste hebreo, tú y tu her­mana Ottla teníais la loca fantasía de ir a Palestina. ¡Tú, que para entonces apenas podías respirar, reco­giendo patatas en un Kibbutz! El libro más reciente sobre ti dice que te oponías a la «mentalidad de ten­dero» del tipo de judío que era tu padre. Pero eran tu padre el tendero, los botones y hebillas, galones, cintas, peinetas, gemelos, corchetes, cordones de za­patos, marcos para fotografías, calzadores, novedades y baratijas los que suministraban el pan que te per­mitía soñar. Eras antisemita, Franz, si es que es po­sible que un judío se parta a sí mismo por la mitad. (Para ti, me imagino, cualquier cosa es posible.) Di­jiste a Ottla que casarse con ese goy de Josef Davis era mejor que casarse con diez judíos. Cuando tu gran amigo Brod escribió un libro llamado «Las judías» tú escribiste que había demasiadas en él. Las veías como lagartijas (animales otra vez, animales rastreros).
«Por muy contentos que nos sintamos de contem­plar una sola lagartija en un sendero en Italia, nos ho­rrorizaría ver cientos de lagartijas reptando unas so­bre otras en un bote de conservas.» ¿De dónde sacas­te esas ideas? No de tu casa, eso lo sé.

Nadine Gordimer

jueves, 24 de agosto de 2017

Gegants


Carta de su padre        (4)

Fíjate en lo que querías que yo admitiera, bajo las hermosas palabras del gran escritor. Si algo va mal, alguien tiene que tener la culpa ¿no? No éramos mu­ñecos de paja, movidos como marionetas. Uno de nos­otros tenía que tener la culpa. Y no me digas que crees que podías ser tú. El más fuerte es siempre el culpable, ¿no es así? No soy un pensador profundo como tú, sólo un pequeño comerciante de novedades, pero ¿no es ésa una ley de vida? «El efecto que tenía sobre mí era el efecto que no podías evitar tener.» ¿Piensas que yo creeré que me estás haciendo un cum­plido, perdonándome, cuando me diriges el peor in­sulto que un padre podría recibir? Si lo que yo soy es lo que es culpable, entonces yo soy culpable, hasta la última gota de sangre de mi corazón, y sea lo que sea ha sobrevivido a mi cuerpo, de lo que soy, de estar vivo y de haber engendrado un hijo. ¡Tú! ¿Es eso? Por tu causa yo no debería haber vivido en absoluto.
Siempre fuiste un genio excelente (no importa tu genio literario) para sacarme de quicio. Y sabías que era malo para mi corazón. Ahora, que importa... pero, y Dios es testigo, me exasperas... me haces...
Bien.
Lo único que sé es que soy culpable para siempre. Tú te has ocupado de que sea así. Está escrito, y no sólo por ti. Hay mucha gente que escribe libros sobre Kafka, Franz Kafka. Tengo la culpa hasta del nom­bre que he transmitido, nuestro apellido. Kavka es grajo en checo, quizá ésa es la razón de tu obsesión con los animales. ¡Dafke!. Insecto, mono, perro, ra­tón, ciervo, qué no te imaginabas a ti mismo. Dicen que el cuento del escarabajo es una obra maestra, gra­cias a mí. Yo soy quien te trató como a una especie inferior y te inspiró... Te despiertas convertido en in­secto, das una conferencia convertido en mono. ¿Pien­sa alguno de esos maravillosos eruditos lo que signi­ficaba para mí tener un hijo que no tenía el suficiente respeto propio como para sentirse un hombre?
Tienes pasión por los animales, pero permíteme que te recuerde que cuando estabas en casa de Ottla en Züran no querías ni desvestirte delante de un gato que ella había traído para cazar ratones...
Sin embargo, imaginabas que venía un dragón a tu dormitorio. Y decía (un dragón educado, noch) «Atraído hasta aquí por tu deseo... Me ofrezco a ti». Tu deseo, Franz: ajj, tu deseo de monstruos, de per­versión. Describes a una persona (tú, por supuesto) en una loca fantasía, viviendo con un caballo. No hay más que escucharte: «… durante un año viví con un caballo igual que, digamos, un hombre viviría con una muchacha a la que respeta pero que lo rechaza». Incluso llamaste al caballo con un nombre de mucha­cha. Eleanor. Dime, ¿es ese el tipo de cuento que es­cribiría un joven normal? ¿Es decente que la gente lea esas cosas, mucho después de tu muerte? Pero está publicado, todo está publicado.
Y lo peor de todo, lo del animal de la sinagoga. Una especie de rata, de comadreja, una marta lo lla­mas tú. Cuentas cómo corría por todos lados durante la oración, corriendo a lo largo de la celosía de las mu­jeres e incluso bajando por la cortina ante el Arca de la Alianza. Un schende, un animal correteando duran­te el servicio divino. Aunque sólo sea un cuento, sólo a ti se te ocurriría. Qué falta de respeto.

Nadine Gordimer