¡Ja! ¡Ya sé que no soy un intelectual, pero supe vivir!
Un momento... dame tiempo... las cosas se borran... Sí
-¿te imaginas cómo nos sentimos cuando Ottla nos dijo que tenías tuberculosis?
Oh, como pudiste recordarme que una vez dije, en un ataque de mal humor, a un
ayudante inútil que tosía por la tienda -deberías haber tenido que tratar con
esos goyim perezosos- que se debería morir, perro enfermo. ¿Sabía yo
que también tú contraerías tuberculosis? No fue culpa nuestra que se te
pudrieran los pulmones. Traté de ensanchar tu pecho cuando eras pequeño, enseñándote
a nadar. No deberías haberte ido nunca de tu propia casa, del cuidado de tus
padres, a ese agujero de ratas en el Schonborpalais. Y el cuchitril de Berlín...
A veces lo pasamos bien ¿verdad, Franz? Cuando tomábamos cerveza y salchichas
después de las lecciones de natación. Por lo menos recordaste la cerveza y
las salchichas, cuando te estabas muriendo.
Una cosa más. Me ahoga, tengo que decirla. Sé que nunca
responderás. Una vez escribiste «la palabra sólo es posible cuando uno quiere
mentir». Tú eras demasiado hipersensible para hablamos, Franz.
Guardaste silencio, con la verdad: los que jugaban una partida de cartas, daban
la vuelta en la cama al otro lado de la pared -era el sonido de la gente viva
que no te gustaba. Tu venganza, que eras demasiado cobarde para ejecutar en
vida, la has tomado aquí. No podemos yacer pacíficamente en nuestras tumbas,
desenterrados, desamortajados por la fama. Profanar la tumba de tus padres
así como su lecho, ¿no te da vergüenza? ¿No te da vergüenza, ahora? Bueno, de
qué sirve pelearse. Yacemos juntos en la misma tumba: tú, tu madre y yo. Hemos
terminado como siempre deberíamos haber estado, unidos. Descansa en paz, hijo
mío. Ojalá me hubieras dejado a mí hacerlo.
Dices que escribiste la carta porque querías explicar por
qué no podías casarte. Yo escribo esta carta porque tú trataste de escribirla
por mí. Eras capaz hasta de quitarle eso a tu padre. Tú contestaste tu
propia carta, antes de que yo pudiera hacerla. Fabricaste en tu carta lo que
imaginabas que hubiese sido mi respuesta. Para ahorrarme el trabajo... Una
idea brillante, como dicen. Con tus grandes dotes de famoso escritor, lo
expresas todo mejor de lo que yo podría. Ahí estás tú, con una respuesta, antes
que yo. Me quitas las palabras de la boca: mientras te acusas tú mismo, en mi
nombre, de ser «demasiado listo, obsequioso, parásito e insincero», al echarme
la culpa de tu vida eres -¡una vez más, la última vez!- finalmente demasiado
listo, obsequioso, parásito e insincero en la maniobra de robarle a tu padre la
oportunidad de defenderse. Un genio. ¿Qué queda por decir de ti -qué bien te
conoces muchacho, es terrible- si te defines como el tipo de sabandija que no
sólo pica sino que al mismo tiempo chupa la sangre para mantenerse viva? Y ni
siquiera acaba el retorcimiento, el engaño. A continuación confiesas que toda
esa «corrección», esa «réplica» como tú, hombre educado, la llamas, «no tiene
su origen en tu padre sino en ti mismo, Franz Kafka». Así que ya ves, aquí está
la prueba, algo que yo sé que tú, con toda tu inteligencia, no puedes
saber por mí: dices que siempre escribiste sobre mí, que todo era sobre
mí, tu padre; pero era todo sobre ti. El escarabajo. El bicho que yacía de
espaldas pataleando al aire y no se podía levantar para ver América o la Gran Muralla de
China. Tú, tú, tú mismo, tú mismo. Y en tu carta, después de que me defiendes
contra ti, cuando finalmente haces tu confesión -lleno de razón de nuevo, con
la razón de tu parte, siempre- te quedas con la última palabra, en prueba de
tu santidad de la que yo no podía saber nada, entender nada, un hombre de
negocios, un tendero. Esa es tu «verdad» sobre nosotros que tenías la esperanza
de que «podría hacer nuestra vida y nuestra muerte más fáciles».
Cómo acabaste, Franz. La última mujer que te encontraste.
No fue deseo nuestro, Dios lo sabe. Vivir con esa judía oriental y en pecado.
Te enviamos dinero; eso es todo lo que podíamos hacer. Si hubiéramos ido a
verte, si nos hubiéramos tragado nuestro orgullo, conociendo a esa mujer,
nuestra presencia sólo te habría hecho sentirte peor. Está ahí en todo lo que
has escrito, en todo lo que escriben sobre ti: todo lo que se relaciona con
nosotros te deprimía y te ponía enfermo. Sabíamos que no te daba la comida
adecuada, guisando como una gitana en un hornillo de alcohol. Te tenía en un
agujero helado en Berlín... Dios me perdone (Brod se lo ha contado al mundo),
tuve que darle la espalda en tu funeral.
Franz... Cuando te enviaron de Kurt Wolff Verlag
ejemplares de «En la
Colonia Penitenciaria» aquella vez... Me diste uno y yo dije
«ponlo en la mesilla de noche». Dices que nunca lo volví a mencionar. Bueno,
¿no comprendes?, yo no soy un hombre de letras. Te lo digo ahora. Leí un
poquito, una página o dos de cada vez. Si hubieses visto ese libro, había una
marca de lápiz cada dos o tres páginas, para saber a la vez siguiente dónde me
había quedado. No era como los libros que yo conocía -no tenía mucho tiempo
para leer, trabajando como un esclavo desde pequeño, no era como tú, no me
podía encerrar en una habitación con libros, cuando era joven. Me hubiera
muerto de hambre. Pero eso ya lo sabes. ¿No puedes comprender que me sentía
-sí- no demasiado orgulloso -que me daba vergüenza que supieras que no encontraba
fácil comprender lo que escribías, que me resultaba extraño?
En cuanto a la siguiente con la que trataste de casarte,
sobre la que pusiste el grito en el cielo debido a mi comentario sobre las
judías de Praga y la blusa, etc. -por una vez recuperaste el juicio y
deshiciste la boda sólo dos días antes de que fuese a tener lugar. No es que yo
hubiera podido influir sobre ti. ¿Desde cuando tenías en cuenta lo que tus
padres pensaran? Cuando me dijiste que querías casarte con la hija del
zapatero, naturalmente me preocupé. Por lo menos la chica Bauer procedía de una
buena familia. Pero fui franco contigo, de hombre a hombre. Ya no eras un jovencito,
un hombre no tiene que casarse con cualquiera que iría con quien fuese.
Me di cuenta de lo que significaba esa boda, pobre hijo
mío. Querías una mujer. Nadie comprendía eso mejor que yo, créeme, pues era un
hombre sobradamente normal. Había lugares en Praga donde se podía conseguir
una mujer. (Me imagino que haya ocurrido lo que haya ocurrido, sigue y seguirá
habiéndolos.) Traté de ayudarte, me ofrecí a acompañarte yo mismo. Lo dije
delante de tu madre la cual -sí, como tú escribes que tanto te chocó ver-
estaba de acuerdo conmigo. Deseábamos tanto ayudarte que hasta tu propia madre
era capaz de llegar a esos extremos.
Pero en esa carta tú no pensaste que yo podría comprender
nunca, me acusas de humillarte y de no sé qué otras cosas. ¿Querías casarte con
una puta pero te resultaba insultante la idea de pagar a una?
En esa carta que escribiste unos pocos días después de que
tú mismo abandonaras tu segundo intento de matrimonio, a los treinta y seis
años, dices que tu padre, como hombre de mundo, no sólo mostró «desprecio»
por ti en esa ocasión, sino que cuando te había hablado como un padre de mente
abierta cuando eras un jovencito, te había dado una información que había
provocado todo el ridículo asunto de que nunca fueras capaz de casarte, nunca.
Es decir, que veinte años antes de la pelea acerca de Julie Wohryzek, con «unas
pocas palabras francas» (como tú dices) tu padre te incapacitó para tomar
esposa y te empujó «a la basura como si ése fuera mi destino». Recuerdas un
paseo con tu madre y conmigo en la Josefsplatz cuando mostraste curiosidad sobre,
bueno, los sentimientos de los hombres hacia las mujeres y yo fui franco y
sincero contigo y te dije que te podía aconsejar sobre dónde ir para hacer
esas cosas sin riesgo, sin traer a casa alguna enfermedad. Tenías dieciséis
años, físicamente eras un hombre, no un niño ¿no? ¿No era hora de hablar de
esas cosas?
¿Te digo lo que yo recuerdo? Un día te enfadaste
con tu madre y conmigo porque no te habíamos educado sexualmente (así
dijiste). Ahora te quejas porque yo traté de orientarte en esos asuntos. Lo
hice, no lo hice. Decídete. Salte con la tuya. Sea lo que sea, tú creías que no
te decidías a casarte a causa de lo que yo hice. Cuando creías que
querías a la chica Bauer, ¿no cedí yo, para complacerte? A pesar de que no estabas
en situación económica para casarte, aunque yo tenía de sobra preocupaciones,
enfermo como estaba, ¿no me causaste bastantes problemas persuadiéndome de
invertir en una fábrica de amianto mechulah? ¿No accedí? Y cuando la
muchacha vino a Praga para conocer a tus padres y hermanos, tú escribiste «a mi
familia le gusta casi más de lo que me gustaría que les gustase». Hasta esos
extremos llegabas: no te podía gustar nada que nos gustara a nosotros. ¿Por
eso no pudiste casarte con ella?
Hace mucho tiempo, un largo camino... ah, todo desaparece,
se va desvaneciendo... Pero no he terminado. Espera.
Lo que acabo de decir puede sorprender. Esa última parte,
quiero decir. Pero desde que morí en 1931, sé que el mundo ha cambiado mucho.
La gente, incluso padres e hijos, habla de cosas de las que no se debería
hablar. La gente no se avergüenza de leer cualquier cosa, incluso diarios
privados, incluso cartas. No hay vergüenza en ninguna parte. En eso también te
adelantaste a tu época, Franz. No te daba vergüenza escribir en tu diario, que
tu amigo Brod publicaría -tú tenías que haber sabido que lo publicaría todo,
que se ganaría la vida a nuestra costa- cosas que han llevado a uno de los
famosos expertos en Kafka a estudiar los ruidos en nuestro piso de
Praga. Sobre mí escribió: «No hubiera estado en consonancia con el carácter de
Hermann Kafka el reprimir los ruidos que le apetecía hacer durante el
acoplamiento; no hubiera estado en consonancia con Kafka, que era ultrasensible
al ruido y haber crecido con esos ruidos a su alrededor, el mencionar el
sufrimiento que le causaban.»
Dejaste escrito para que todos lo leyeran que ver el
pijama de tu padre y el camisón de tu madre sobre la cama te asqueaba.
Permíteme hablar también libremente, como todo el mundo. En esa cama fuiste hecho.
Eso me asquea a mí: tu asco de un lugar que te debería resultar sagrado, un
lugar por el que deberías tener el mayor respeto. Sin embargo, tú eres el que
se lamentó de mi vulgaridad cuando te sugerí que debías procurarte una mujer
-comprada, alquilada en vez de tratar de probarte a ti mismo que eras un
hombre al fin a los treinta y seis años, casándote con una buscona judía de
Praga que agitaba sus tetas bajo su delgada blusa. Sí, me refiero a esa Julie
Wohryzek, la hija del zapatero, tu segunda novia. Incluso tuviste la insolencia
de lanzarme la observación a la cara, en esa carta que no enviaste pero que, de
todos modos, he leído, lo he leído todo ahora, aunque dijiste que puse «En la Colonia Penitenciaria»
en la mesilla de noche y no volví a mencionar el libro.
Tengo que hablar de otro asunto del que no tratamos,
padre e hijo, cuando ambos estábamos vivos -de acuerdo, fue culpa mía, quizá
tengas razón, como ya he dicho eran otros tiempos... Mujeres. Tengo que sacar
el tema porque -pobre hijo mío- el matrimonio era «el mayor temor» de tu vida.
Eso has escrito. Hablas de tus intentos de explicar por qué no podías casarte
-de ellos depende «el éxito» de la carta entera que no enviaste. Según tú,
casarse, fundar una familia, era «lo máximo que un ser humano podía hacen>.
Sin embargo, no podías casarte. ¿Cómo debe entender eso un ser humano
corriente? Escribiste más de un cuarto de millón de palabras a Felice Bauer,
pero no podías ser su marido. Hiciste que tus padres pasaran por la comedia de
ir hasta Berlín para una fiesta de compromiso (a propósito, hay una fotografía
que hiciste sacar, la feliz pareja, en los libros que se escriben sobre ti). El
compromiso se rompió, luego se rehizo, luego se rompió otra vez. ¿Te extraña?
Cualquiera que entre en una librería o en una biblioteca puede leer lo que
escribiste a tu novia cuando tu hermana Elli dio a luz a nuestra primera nieta.
Sólo sentiste desagrado, repudio de tu cuñado porque «yo nunca tendré un hijo».
No, no con la chica Bauer, no dentro de un matrimonio decente, como el hijo de
cualquier otra persona, pero he averiguado que tuviste un hijo, eso dice Brod,
con una mujer, Grete Bloch, a la que se tenía por la mejor amiga de la chica
Bauer, que incluso actuó de casamentera entre vosotros. ¿Qué dices a eso?
Quizás no lo sabías. No lo sé. (Así es como eras de irresponsable.) Dicen que
ella se fue. Quizá nunca te lo dijo.
Todo lo que hacía por ti era dreck. Te sentías «despreciado,
condenado, aplastado» por mí. Pero a mí me despreciabas. La única
diferencia es que yo no era tan fácil de aplastar ¿eh? ¿Cuántas veces trataste
de irte de casa y no pudiste? Todo está ahí, en tus diarios, en los libros que
escriben sobre ti. ¿Y esa otra obra maestra tuya, El Proceso? Un padre y
un hijo se pelean y entonces el hijo va y se ahoga, diciendo «Queridos padres,
siempre os he querido, de todos modos...» El maravilloso descubrimiento sobre
esa historia, quizás te interese saberlo, es que demuestra que lo más probable
es que Hermann Kafka no quería que su hijo creciera y fuera un hombre, como
tampoco su hijo quería arreglárselas sin la protección de sus padres. ¡El meshuggener
que escribió eso, ojalá le aproveche! No desearía que tuviese que tratar
de vivir contigo como nosotros tuvimos que hacer. Cuando tu amigo jorobado
enseñó en secreto a tu madre una carta lamentatoria tuya, para evitarle la
obligación de ir a la fábrica de amianto para ayudar al marido de tu propia
hermana, Brod ocultó una cosa que habías escrito. Pero ahora todo está
publicado, todo, todo, todas las cosas horribles que tú pensabas sobre tu familia.
«Los odio a todos»: padre, madre, hermanos.
No podías arreglártelas sin nosotros -sin mí-. Sólo te
fuiste cuando tenías casi treinta y dos años, una edad a la que todo hombre tiene
ya una esposa e hijos, un hogar propio.
Siempre dependiste de alguien. Tu amigo Brod, pobre
diablo. Si no hubiera sido por el pequeño jorobado, ¿qué habría sido hoy de tu
existencia? Entre los hornos crematorios que acabaron con tus hermanas y el
fuego que deseabas que quemara tus manuscritos, no habría quedado nada. El tipo
de hombres que inventaste, la
Gestapo, confiscó todos los papeles tuyos que había en Berlín
y nunca se ha encontrado el menor rastro de ellos, ni siquiera los grandes
expertos en Kafka que meten sus narices en todas partes. Decías que querías a
Max Brod más que a ti mismo. No me extraña nada. Te gustaba la idea que él
tenía de ti, que tú sabías que no eras tú (ves, algunas veces no soy tan grob,
tan falto de educación, tan ignorante de todo lo que no sean productos
comerciales de fantasía, quizás saqué de ti alguna «intuición»). Ciertamente,
yo no reconocería a mi propio hijo como te describía Brod: «el aura que
emanaba de Kafka de extraordinaria fuerza, algo que no he encontrado nunca en
ninguna parte, ni siquiera en grandes hombres famosos... la infalible solidez
de sus intuiciones nunca toleró una sola laguna ni dijo nunca una palabra insignificante...
Tenía una actitud positiva hacia la vida, irónicamente tolerante ante las
idioteces del mundo y por lo tanto llena de humor triste». Debo decir que ni tu
madre que aguantaba tus caprichos cuando regresaba después de todo un día de
pie en la tienda, ni tus hermanos que representaban tus obras para complacerte,
ni tu padre que se rompía el alma por su familia nos beneficiamos de tu
tolerancia. Tus hermanas (con la excepción de Ottla, sobre quien admites
haber ejercido una mala influencia, animándola a dejar la tienda y trabajar en
una granja como una campesina, a morirse de hambre contigo comiendo hortalizas,
a casarse con aquel goy) eran unas idiotas que se reían tontamente, en tu
opinión. Tu madre nunca disfrutó del apoyo de un hijo fuerte. Nunca nos proporcionaste
motivo de risa, triste o como fuera. Y tú apenas me hablabas, ni una
insignificante palabra. ¿De quién era la culpa de que tú fueras esa persona que
describes «deambulando por la isla en la laguna, donde no hay ni libros ni
puentes, oyendo la música pero sin ser oído»? No cruzarías una carretera, y menos
un puente, para saludar, para ser agradable a otras personas, te encerrabas en
tu habitación y te taponabas los oídos con Oropax para no oír la música de la
vida, sí, los sonidos de la cocina, de la gente que iba y venía (¿qué es lo que
debíamos haber hecho, pasar a través de puertas cerradas?), incluso el canto de
los canarios te fastidiaba, la risa, la ocasional riña familiar, la cama que
crujía donde la gente normal casada hacía el amor.
Y fíjate en lo judío que eres, a pesar de tu desprecio
por nosotros, judíos, tu familia judía. Contestas a las preguntas con
preguntas. He descubierto que ése es tu estilo, tu famoso estilo literario: tu
condición de judío. ¿Escribiste o no el siguiente cuento, o piececilla, o como
quieras llamado, que tu amigo Brod guardó íntegro y tú bien sabías que no
quemaría ni una sola palabra? «Una vez en una sesión espiritista un nuevo
espíritu anunció su presencia y se desarrolló la siguiente conversación con él.
El espíritu: Perdone. El portavoz: ¿Qué quieres? El espíritu: Irme. El portavoz:
Pero si acabas de llegar. El espíritu: Es una equivocación. El portavoz: No, no
es una equivocación. Has venido y te quedarás. El espíritu: Acabo de empezar a
encontrarme enfermo. El portavoz: ¿Gravemente? El espíritu: Gravemente. El
portavoz: ¿Físicamente? El espíritu: ¿Físicamente? El portavoz: Contestas con
preguntas. Eso no vale. Tenemos formas de castigarte, así que te aconsejo que
contestes, porque entonces te despediremos enseguida. El espíritu: ¿Enseguida?
El portavoz: Enseguida. El espíritu: Dentro de un minuto. El portavoz: No
sigas de esa forma lamentable...»
Preguntas sin respuestas. Enigmas. Tú escribiste «Sólo
puedo vivir en la contradicción. Pero esto, sin duda, se puede aplicar a todo
el mundo, porque viviendo uno muere, muriendo, uno vive». ¡Habla por ti! Pues
¿quién te creías tú que eras cuando te dio ese capricho, su profeta Jesucristo?
¿Qué querías? ¿El Cielo eterno de los goyim? ¿Qué querías decir cuando
un hombre perdido, lejos de su país natal, dice a alguien con quien se
encuentra «Estoy en tus manos», y el otro dice, «No. Eres libre y por eso estás
perdido». ¿Qué sentido tiene escribir sobre una mujer «la espero tendido para
no encontrarme con ella»? Hay sólo uno de tus enigmas que creo que comprendo y
eso sólo porque durante cuarenta y dos años, bendito sea Dios, he tenido que
tratar contigo yo mismo. «Una jaula fue a la busca de un pájaro.» Eso eres tú.
La jaula, no el pájaro. No sé por qué. Quizá se me ocurra la razón. Como digo,
si una persona lo quiere, puede saberlo todo, aquí.
Toda esa cháchara sobre irte. Llamabas a tu hogar (más
enigmas) «mi prisión-mi fortaleza». Te quejabas -en letra impresa, todo
terminó en letra impresa, hijo mío- de que tu habitación era sólo un pasillo,
lugar de paso, entre el salón y el dormitorio de tus padres. Te quejabas de que
tenías que escribir con lápiz porque te quitamos la tinta para impedirte que
escribieras. Era por tu bien, por tu salud -ya eras un hombre adulto, un
abogado titulado, pero sabes que no sabías cuidar de ti mismo-. Garrapateando
la mitad de la noche, habrías estado demasiado cansado para trabajar
adecuadamente por las mañanas, habrías perdido tu trabajo en la Assicurazioni Generali
(¿o era entonces en la
Arbeiter-Unfall-Versicherungs-Anstall für das Konigreich
Bohmen?, mi memoria no mejora nada, aquí). Yo no estaba hecho de dinero. No
podía haber seguido manteniendo a todos para siempre.
Has publicado cada insignificante desacuerdo familiar.
Según tú, era una cosa terrible que no queríamos que salieras cuando hacía mal
tiempo, que tu pobre madre quería que te abrigaras. Tú con tu delicada salud,
siempre achacoso -no heredaste mi constitución-; ¡sólo pudieron conmigo al
final una vida entera de duro trabajo, el negocio, las preocupaciones familiares!
Dejaste constancia de que no podías ir a dar un paseo sin que tus padres
protestaran, pero a los veintiocho años seguías viviendo en casa. Irte. Pobrecito
mío. Apenas podías desplazarte hasta la habitación de al lado. Te encerrabas
cuando venían visitas. Siempre arrastrándote hasta la cama, durmiendo durante
el día (ah, sí, tú, no podías dormir por la noche, como el resto de la gente)
desperdiciando la vida durmiendo. Inventaste América en vez de tener las
agallas de emigrar, levantarte de la cama, hacer tu equipaje e irte,
construirte una nueva vida. Incluso esa chica a la que dejaste dos veces
plantadas lo logró. ¿Sabías que Felice sigue viva todavía, ahora, en alguna
parte de América? Es una mujer muy vieja, con biznietos. No la metieron en los
campos de exterminio que, según dice esa gente tan educada, tú ya conocías
antes de que ocurrieran... Tu tío Alfredo te iba a encontrar trabajo allá, en
Madeira, las Azores,... Dios sabe en qué otros lugares. Nieto de un carnicero
ritual, un Schochet, por eso no podías soportar comer carne, dicen,
yeso es lo que te hizo débil e indeciso. Así que eso también fue culpa mía,
porque mi pobre padre tenía que ganarse la vida. Cuando tu madre no estaba en
el piso, te habrías dejado morir de hambre de no haber sido por mí. ¿Y cuál fue
el resultado? Resentías tanto lo que yo te daba que ibas a vaciarte el
estómago. ¡Como quien ha sido envenenado! Y no te olvidaste de escribirlo,
tampoco: «Tengo el sentimiento de que las cosas repugnantes han de salir.»
A lo largo de varias páginas insistes (en esa carta
secreta) sobre mi uso de expresiones vulgares yiddish, sobre mi «insignificante
dosis de judaísmo», que era «puramente social» y por ello significaba que no podíamos
«encontrarnos en el judaísmo» aunque sólo fuera. ¡Esto dicho por ti! Cuando
eras un muchacho y tenía que arrastrarte a los servicios del Yom Kippur una vez
al año te sentabas allí inventando historias sobre animales impuros que se
acercaban al Arca, el objeto más santo de la fe judía. Cuando creciste, acudiste
exactamente una sola vez a la sinagoga Altneu. Los que escriben libros sobre ti
dicen que debió de ser por complacerme. Me sorprendería. Cuando descubriste de
repente que eras judío, después de todo, naturalmente tu judaísmo era muy
intelectual, nada que ver con las costumbres judías que me enseñaron a guardar
en el shtetl de mi padre, empujando la carretilla a la edad de siete años.
Aprendiste tu judaísmo en el Teatro Yiddish. ¡Qué gente estupenda!. Esos
actores itinerantes sinvergüenzas de los que te hiciste amigo en el Café Savoy.
Tu amigo el actor Jizckak Lowy. Nada que ver con la familia de tu madre, gracias
a Dios. No dejaría que un hombre así la saludara siquiera. Tuviste la
insolencia de traerlo a casa de tus padres y yo entendí que era mi deber
hablarle de tal forma que nunca más se atreviera a volver. (¡Ja!. Yo solía
mirar por la ventana, y observado dando vueltas a la intemperie, fuera del
edificio, esperándote.) Y la
Tschissik, esa nafke, una de sus actrices. He averiguado
que tú creías estar enamorado de ella, una mujer casada (si es que a esa forma
de vivir se la puede llamar matrimonio). Aparte de la señorita Bauer, nunca te
gustó más que un tipo vulgar de mujeres. Lo digo otra vez tal como lo dije
entonces: si te acuestas con perros, te levantas con pulgas. Te enfadaste muchísimo
(sí, tú, esa vez) te enfureciste con tu padre cuando te lo dijo. Y cuando te
recordé mi dolencia de corazón, te justificaste de nuevo, como de costumbre,
diciendo (lo recuerdo como si fuera hoy) «me esfuerzo mucho por reprimirme».
Pero ahora he leído tus diarios, los muertos no necesitan entrar furtivamente
en tu dormitorio y leerlos a tus espaldas (que es de lo que nos acusabas a tu
madre y a mí), he leído lo que escribiste después, que tú percibías, en mí, tu
padre, «como siempre en momentos de crisis, la existencia de una sabiduría
que yo sólo puedo oler». ¡Así que tú sabías, mientras me desafiabas,
sabías que yo tenía razón!.
La realidad es que tú eras antisemita, Franz. Nunca te
interesó lo que le pasaba a tu propia gente. Los actos de vandalismo contra
los judíos en las calles, en las casas y tiendas, que se produjeron mientras
crecías, no he encontrado ni una palabra sobre ellos en tus diarios, en tus
cuadernos. Tú sólo imaginabas judíos. Los imaginabas torturados en lugares
como tu Colonia Penitenciaria. Quizás. No quiero pensar qué significaba
eso.
Bien, hacia el final estudiaste hebreo, tú y tu hermana
Ottla teníais la loca fantasía de ir a Palestina. ¡Tú, que para entonces apenas
podías respirar, recogiendo patatas en un Kibbutz! El libro más reciente sobre
ti dice que te oponías a la «mentalidad de tendero» del tipo de judío que era
tu padre. Pero eran tu padre el tendero, los botones y hebillas, galones,
cintas, peinetas, gemelos, corchetes, cordones de zapatos, marcos para
fotografías, calzadores, novedades y baratijas los que suministraban el pan que
te permitía soñar. Eras antisemita, Franz, si es que es posible que un judío
se parta a sí mismo por la mitad. (Para ti, me imagino, cualquier cosa es
posible.) Dijiste a Ottla que casarse con ese goy de Josef Davis era
mejor que casarse con diez judíos. Cuando tu gran amigo Brod escribió un libro
llamado «Las judías» tú escribiste que había demasiadas en él. Las veías como
lagartijas (animales otra vez, animales rastreros).
«Por muy contentos que nos sintamos de contemplar una
sola lagartija en un sendero en Italia, nos horrorizaría ver cientos de
lagartijas reptando unas sobre otras en un bote de conservas.» ¿De dónde sacaste
esas ideas? No de tu casa, eso lo sé.
Fíjate en lo que querías que yo admitiera, bajo las
hermosas palabras del gran escritor. Si algo va mal, alguien tiene que tener la
culpa ¿no? No éramos muñecos de paja, movidos como marionetas. Uno de nosotros
tenía que tener la culpa. Y no me digas que crees que podías ser tú. El más
fuerte es siempre el culpable, ¿no es así? No soy un pensador profundo como tú,
sólo un pequeño comerciante de novedades, pero ¿no es ésa una ley de vida? «El
efecto que tenía sobre mí era el efecto que no podías evitar tener.» ¿Piensas
que yo creeré que me estás haciendo un cumplido, perdonándome, cuando me
diriges el peor insulto que un padre podría recibir? Si lo que yo soy es lo
que es culpable, entonces yo soy culpable, hasta la última gota de sangre de mi
corazón, y sea lo que sea ha sobrevivido a mi cuerpo, de lo que soy, de
estar vivo y de haber engendrado un hijo. ¡Tú! ¿Es eso? Por tu causa yo no
debería haber vivido en absoluto.
Siempre fuiste un genio excelente (no importa tu genio
literario) para sacarme de quicio. Y sabías que era malo para mi corazón.
Ahora, que importa... pero, y Dios es testigo, me exasperas... me haces...
Bien.
Lo único que sé es que soy culpable para siempre. Tú
te has ocupado de que sea así. Está escrito, y no sólo por ti. Hay mucha gente
que escribe libros sobre Kafka, Franz Kafka. Tengo la culpa hasta del nombre
que he transmitido, nuestro apellido. Kavka es grajo en checo, quizá ésa
es la razón de tu obsesión con los animales. ¡Dafke!. Insecto, mono,
perro, ratón, ciervo, qué no te imaginabas a ti mismo. Dicen que el cuento del
escarabajo es una obra maestra, gracias a mí. Yo soy quien te trató como a una
especie inferior y te inspiró... Te despiertas convertido en insecto, das una
conferencia convertido en mono. ¿Piensa alguno de esos maravillosos eruditos
lo que significaba para mí tener un hijo que no tenía el suficiente respeto
propio como para sentirse un hombre?
Tienes pasión por los animales, pero permíteme que te
recuerde que cuando estabas en casa de Ottla en Züran no querías ni desvestirte
delante de un gato que ella había traído para cazar ratones...
Sin embargo, imaginabas que venía un dragón a tu
dormitorio. Y decía (un dragón educado, noch) «Atraído hasta aquí por tu
deseo... Me ofrezco a ti». Tu deseo, Franz: ajj, tu deseo de monstruos, de perversión.
Describes a una persona (tú, por supuesto) en una loca fantasía, viviendo con
un caballo. No hay más que escucharte: «… durante un año viví con un caballo
igual que, digamos, un hombre viviría con una muchacha a la que respeta pero
que lo rechaza». Incluso llamaste al caballo con un nombre de muchacha.
Eleanor. Dime, ¿es ese el tipo de cuento que escribiría un joven normal? ¿Es
decente que la gente lea esas cosas, mucho después de tu muerte? Pero está
publicado, todo está publicado.
Y lo peor de todo, lo del animal de la sinagoga. Una
especie de rata, de comadreja, una marta lo llamas tú. Cuentas cómo corría por
todos lados durante la oración, corriendo a lo largo de la celosía de las mujeres
e incluso bajando por la cortina ante el Arca de la Alianza. Unschende,
un animal correteando durante el servicio divino. Aunque sólo sea un
cuento, sólo a ti se te ocurriría. Qué
falta de respeto.