Por razones que no nos han sido transmitidas, o más bien que varían según los países donde se cuenta esta historia, un joven llamado Hasan se encontraba en disposición de casarse con la hija única de un sultán.
Antes (los dos hombres se habían puesto de acuerdo respecto a este punto para dejar un sitio al destino) tenía que elegir entre dos trozos de papel plegados: en uno debía estar escrita la palabra «vida», en ese caso se celebraría el matrimonio; en el otro papel figuraría la palabra «muerte», y en ese caso al pretendiente le cortarían la cabeza al instante.
A pesar de aquel acuerdo, que Hasan firmó sin dudar, el sultán se desesperaba. Se decía: hay una posibilidad entre dos de que pierda a mi hija y una parte de mi fortuna en beneficio de un pobre desconocido. Una posibilidad entre dos. El riesgo es grande, se repetía el sultán. En otros momentos pensaba: ¿qué consecuencias podría acarrearme la muerte de ese joven?
Informó de su preocupación a su gran visir, un hombre carente de escrúpulos, y este le aconsejó, como algo natural y bastante corriente, según él, que escribieran la palabra «muerte» en ambos papeles. De ese modo desaparecía cualquier peligro.
El sultán se dejó convencer fácilmente.
Por suerte para él, Hasan estaba dotado de una inteligencia muy despierta. Había reflexionado sobre la propuesta del sultán y, en cierto modo, previó la trampa que le tendían.
Cuando llegó el día de la elección, entró con una sonrisa en la sala donde lo aguardaba el sultán, el visir, la corte entera y un verdugo armado con un sable muy largo que descansaba sobre un tajo.
Hasan se adelantó. Un sirviente le presentó los dos trozos de papel plegados. Sin dudar ni un instante, cogió uno, lo enrolló entre los dedos, se lo metió en la boca y se lo tragó.
-¿Qué has hecho? -gritó el sultán-. ¿Por qué te has comido el papel?
-He hecho mi elección -respondió Hasan- y me la he tragado.
Si quieres saber cuál es mi destino, abre el segundo papel.
El segundo papel, naturalmente, contenía la palabra «muerte». Hubo que deducir, pues, que Hasan había elegido y tragado la vida. El sultán no podía sino admitirlo y concederle la mano de su hija.
El ardid de Hasan es una de las astucias que los hombres han inventado para atrapar a la suerte en sus propias redes y poner la inteligencia, cueste lo que cueste, por encima del azar.
Jean-Claude Carrière - El círculo de los mentirosos
Había una vez un matrimonio que tenía
una hija y le habían encontrado marido.
El día de la boda estaban invitados todos los parientes, y después de la
ceremonia se sentaron a la mesa. En medio del banquete se quedaron sin vino. El
padre dijo a la hija recién casada:
-Baja a la
bodega a buscar más vino.
La
recién casada baja a la bodega, pone la botella debajo del tonel, abre la
espita y espera a que la botella se llene. Mientras esperaba, se puso a pensar:
«Hoy me he casado, dentro de nueve meses me nacerá un hijo, lo llamaré Cicco
Petrillo, lo vestiré, lo calzaré, crecerá... ¿y si Cicco Petrillo después se me
muere? ¡Ay, pobre hijo mío!». Y rompió a llorar desconsolada.
La espita
había quedado abierta y el vino se derramaba por la bodega. Los que estaban en
el banquete, espera que te espera; pero la novia no aparecía. El padre dijo a
su mujer:
-Baja a la
bodega a ver si a aquélla le ha dado por dormirse.
La madre fue
a la bodega y encontró a su hija llorando a cántaros.
-¿Qué has
hecho, hija? ¿Qué te ha pasado?
-Ah,
madre mía, estaba pensando que hoy me he casado, en nueve meses tendré un hijo
y le pondré Cicco Petrillo; ¿y si Cicco Petrillo después se me muere?
-¡Ay, mi
pobre nieto!
-¡Ay, mi
pobre hijo!
Y las dos
mujeres rompieron a llorar.
La
bodega, entre tanto, se inundaba de vino. Los que se habían quedado a la mesa,
espera que te espera; pero el vino no llegaba.
-Les habrá
pasado algo a las dos -dijo el padre-. Mejor voy a echar una ojeada.
Fue a la bodega y encontró a las dos mujeres
llorando como criaturas.
-¿Pero qué diablos os pasa? -preguntó.
-¡Ah, hombre, si supieras! Estamos pensando
que ahora esta hija nuestra se
casó, y muy prontito nos dará un nieto, y a este nieto le vamos a poner Cicco
Petrillo; ¿y si Cicco Petrillo se nos muere?
-¡Ah! -gritó el padre-. ¡Pobre Cicco
Petrillo!
Y los tres se pusieron a llorar en medio
del vino.
El novio, al
ver que nadie volvía, dijo:
-¿Pero qué
diablos estarán haciendo ahí abajo? Vamos a ver qué pasa.
Y bajó.
-¿Pero qué os
ha pasado que estáis llorando? -preguntó al oír ese gimoteo.
Y la novia:
-¡Ay si
supieras! Estábamos pensando que ahora acabamos de casarnos, y tendremos un
hijo y le pondremos Cicco Petrillo. ¿Y si Cicco Petrillo se nos muere?
El novio al
principio se quedo mirándolos por si se trataba de una broma, pero
cuando entendió que le hablaban en serio perdió los estribos y empezó a dar gritos:
-Que erais un
poco tontos -dice-, eso me lo imaginaba, pero hasta tal punto -dice-, la verdad, no
me lo suponía. Y ahora -dice-, ¿tengo
que perder mi tiempo con estos imbéciles? ¡Pero qué esperanza! -dice-. Me voy y
se acabó. ¡Sí, señor! -dice-. Y en cuanto a ti, querida mía, quédate tranquila
que no me verás nunca más. ¡A menos que llegara a encontrarme con tres locos
peores que vosotros! -dice, y se va. Salió de la casa y ni siquiera se volvió
para saludar.
Caminó hasta
un río, donde había un hombre que quería descargar avellanas de una barca con
ayuda de una horquilla.
-¿Qué haces
con esa horquilla, buen hombre?
-Hace rato
que lo intento, pero no logro levantar ni una.
-Pero hombre,
¿por qué no pruebas con la pala?
-¿Con la
pala? Claro, ni se me había ocurrido.
«¡Vaya otro!, piensa el novio. «Éste es todavía
más bestia que toda la familia de mi mujer.»
Caminó hasta
llegar a otro río. Había un campesino que se afanaba por dar de beber a dos
bueyes con una cuchara.
-¿Pero qué
estás haciendo?
-¡Ya llevo
tres horas y todavía no logro calmar la sed a estas bestias!
-¿Y por qué no les dejas meter el hocico en el
agua?
-¿El hocico?
Ah, es cierto. No se me había
ocurrido.
-«¡Y
van dos!», se dijo el novio, y
siguió su camino.
Caminó hasta que en la copa de una morera vio una mujer que sostenía con las
manos un par de calzoncillos.
-¿Que
haces ahí, buena mujer?
-¡Oh, si
supieras! -le respondió-. Mi marido murió y el cura me dijo que subió al
Paraíso. Yo estoy esperando que vuelva a bajar y se meta de nuevo en sus
pantalones.
«¡Y con ésta tres!», pensó el novio. «Me parece
que no encuentro sino gente más tonta que mi mujer. ¡Mejor que me vuelva a
casa!»
Así lo hizo y se sintió
contento, pues bien se dice que en el país de los ciegos el tuerto es el rey.
Italo Calvino- Cuentos populares italianos (Roma)
El texto atribuido en las redes a Gabriel
García Márquez, fue escrito al parecer por el ventrílocuo mexicano Johnny
Welch, como parte del show de su marioneta "El Mofles".
9
de julio. - Es incontable el número de personas que piensan que no se
han de morir nunca, que están absolutamente seguras -en virtud de la seguridad
inconsciente, que es la más fuerte- de quedarse para siempre en esta tierra.
Casi todo el mundo, quizá todo el mundo. El hombre no está construido para
pensar en la muerte. No solamente no piensa que ha de morir, sino que -si por
azar lo piensa- lo encuentra inconcebible.
Cada
día pasa ante nuestros ojos uno u otro entierro.
Lo
encontramos natural. Es decir: encontramos natural que los otros se mueran;
absurdo que, personalmente, la muerte nos golpee. En virtud de este curioso
fenómeno defensivo, la capacidad racional del hombre se encuentra
permanentemente minimizada por esta amnesia. Vivir implica una capacidad
racional limitada, incompleta. Así, la razón humana, abstraída de la presencia
de la muerte, se convierte en lo que exactamente es: un puro juego pedante.
En todo aquello, en cambio, que es inaccesible a la proyección de la muerte -en
el sistema de las constataciones de la matemática, por ejemplo- la razón juega
un gran papel y sus construcciones parecen marmóreas y definitivas.
Me
ha gustado siempre convivir con personas de más edad que la que reza en mi fe
de bautismo. Los jóvenes de mi edad me han aburrido siempre. No he conseguido
nunca hacer el menor caso a algún condiscípulo mío. Todos mis amigos me
aventajan, al menos, en quince años. Esto me ha llevado a ver de cerca algunas
cosas. Casi todos los errores que he visto cometer a mis amigos han tenido por
origen la creencia de que habían de vivir siempre. Y al contrario: casi todos
sus aciertos han sido producidos por la misma ilusión, por idéntica
fantasmagoría.
La
creencia individual en la permanencia física en esta tierra es el motor de las
acciones de los hombres y de las mujeres. La posibilidad de que estas acciones
acaben en fracaso o acaben en éxito apenas se plantea. Nuestro organismo vive
cegado por la ilusión de la permanencia física. Lo que los observadores y
naturalistas presentan como móviles de las acciones humanas -el dinero, la sensualidad,
el vientre- son las formas externas de una vanidad más profunda: la ilusión de
permanecer.
Los
idealistas postulan el hambre de inmortalidad de nuestro espíritu como una
realidad viva. En la práctica, este sentimiento apenas lo comprende nadie y
muy poca gente lo obedece. No podría ser de otra manera, cegados como estamos
por la ilusión de que personalmente somos indestructibles. Es decir: la
ilusión de la inmortalidad del espíritu se hace, en general, mucho más difícil
de entender que la ilusión de la inmortalidad de la materia individualizada y
concreta. El espectáculo del mundo nos lleva, en cada momento, a constatar
nuestra propia destrucción. Pero no lo creemos. No es que la naturaleza se
esconda a nuestros ojos: son nuestros ojos los que se cierran ante la
naturaleza. Somos nosotros los que nos ocultamos -puerilmente.
Ahora
bien: sin la creencia en que no moriremos nunca, ¿qué habría en este mundo?
Habría una vida átona, pasiva, incierta. En virtud de aquella ilusión, el
hombre acomete las cosas más absurdas, las más enormes y dolorosas empresas.
Algunos, los avaros, por ejemplo, llevan una vida de perros, pensando que vivirán
siempre. Sea como sea, este espejismo es enormemente positivo. El hecho de que
el hombre pueda aplicar el cálculo a muchas de sus acciones superficiales y no
lo pueda aplicar a sus profundas locuras, es, desde el punto de vista general,
un gran bien.
Cuando
las facultades literarias creadoras se le oscurecieron, Tolstoi escribió el Diario,
que es un documento elaborado con la obsesión de la presencia de la muerte.
Parece que él solía escribir de noche. Después de haber anotado lo que la
jornada le había dado de sí, el escritor cerraba su escrito añadiendo la fecha
del día siguiente seguida de las tres iniciales que en ruso corresponden a las
tres letras: s.m.v., o sea: si mañana vivo. No seré yo, después de lo que acabo
de escribir, quien encuentre esta obsesión incomprensible. Lo único que digo es
que es una obsesión inútil, insoportable, horrible.
Josep Pla - El cuaderno gris
Cuarteta
Murieron otros, pero ello
aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo
ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de
Yaqub Almansur,
muera como tuvieron que morir las
rosas y Aristóteles?
Jorge Luis Borges - Del Diván de Almotásim el Magrebí (siglo XII)
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Joan Martí
El Valle Salado de la localidad alavesa de
Añana es actualmente uno de los paisajes culturales más espectaculares y mejor
conservados de Europa. Su valor no radica únicamente en su particular
arquitectura o en sus más de 1.200 años documentados de historia, ni siquiera
en sus características geológicas, su biodiversidad o en sus valores
paisajísticos, sino en la unión en perfecta armonía de todo ello en un contexto
privilegiado.
En la villa más antigua de Álava, y en lo que
hace 200 millones de años fueron las aguas de un vasto mar, se levanta el valle
Salado de Salinas de Añana. Un soberbio paisaje cultural (monumento) al aire
libre formado por más de 5000 eras: plataformas sobre las que se vierte la
muera -agua salada- para la obtención de sal por evaporación solar. Una
peculiar y extensa red de canales de madera distribuye el agua hasta los puntos
más recónditos del Valle Salado.
“El oro viene del sur, la sal del norte
y el dinero del país del hombre blanco,
pero los cuentos maravillosos
y la palabra de Dios
sólo se encuentran en Tombuctú.”
Poema árabe del siglo XIII.
[MALÍ]
Tras veinticinco días, llegamos a Tagázá, una aldea sin cultivos y cuya
singularidad consiste en que sus casas y mezquita estén edificadas con
pedruscos de sal gema, mientras los techos son cueros de camello. El suelo es
arenoso, sin árboles. Hay allá una mina de sal, en la que se encuentran,
excavando, enormes placas de sal superpuestas, como si hubieran sido labradas y
luego amontonadas bajo tierra. Un camello sólo alcanza a transportar dos de
estas placas.
En el lugar no habitan más que los esclavos de los Massüfa, que
trabajan en la mina de sal y se alimentan con dátiles traídos del Draa [Dar´a]
y Siyilmása, de la carne de los camellos y del anli [mijo] proveniente del
Sudán. Los negros, procedentes de su país, llegan hasta aquí para trocar mijo
por sal y una carga de este producto, en Iwálátan, se vende entre ocho y diez
meticales de oro, pero en la ciudad de Mállí [Malí] sube a veinte, treinta y
hasta cuarenta meticales. Los negros se sirven de la sal como moneda, igual que
si fuera oro o plata, la cortan en pedazos y con ella negocian. Pese a su
escasa importancia, en Tagázá se cierran tratos por muchísimos quintales de oro
en polvo. Allí pasamos diez días entre grandes rigores, porque su agua es
salobre y es el lugar con más moscas que he visto. En él se hace acopio de agua
para entrar en el desierto que hay a continuación y que se extiende a lo largo
de diez jornadas de marcha, sin aguadas, a no ser raramente. Sin embargo,
nosotros encontramos agua en abundancia en charcas que las lluvias formaran.
Cierto día dimos con un estanque natural, entre dos colinas rocosas, cuya agua
era dulce y con la que nos hartamos y lavamos nuestras ropas. En este desierto
abundan las trufas y los piojos hasta el punto de que la gente se coloca en el
cuello hilos con azogue que los matan.
Salgo de un inmenso restaurante
de lujo. ¡Horrible!
Nada más repugnante que todas
aquellas bocas que se abren, que aquellos millares de dientes que mastican. Los
ojos atentos, ávidos, brillantes; las
mandíbulas que se contraen y se mueven; las mejillas que, poco a poco,
se vuelven encarnadas... La existencia de los comedores públicos es la prueba
máxima de que el hombre no ha salido todavía de la fase animalesca. Esta falta
de vergüenza, hasta en aquellos que se creen nobles, refinados, espirituales,
me espanta. El hecho de que la mente humana no ha asociado todavía la
manducación y la defecación, demuestra nuestra grosera insensibilidad. Sólo
algunos monarcas de Oriente y los Papas de Roma han llegado a comprender la
necesidad de no tener testigos en uno de los momentos más penosos de la
servidumbre corporal, y comen solos, como deberíamos hacer todos.
Llegará un tiempo en que causará
estupefacción nuestra costumbre de comer en compañía - ¡al aire libre y en
presencia de extraños! -, como hoy sentimos disgusto al leer que Diógenes, el
cínico, satisfacía en medio de la plaza sus más inmundos instintos. La necesidad
de engullir fragmentos de plantas y de animales para no morir, es una de las
peores humillaciones de nuestra vida, uno de los más torpes signos de nuestra
subordinación a la tierra y a la muerte. ¡Y en vez de satisfacerla en secreto,
la consideramos como una fiesta, hacemos de ella una ceremonia visible, la
ofrecemos como espectáculo cotidiano, con la indiferencia de los brutos!
En mi caso, en el Nuevo Partenón,
he suprimido desde hace tiempo la costumbre cuaternaria de las comidas en
común. En los corredores hay puertas cerradas con un cartelito encima donde
aparecen las dos letras A.A. Todos los huéspedes saben que allí dentro, a
cualquier hora, se halla comida y bebida. Son cuartitos pequeños, pero
luminosos, con una sola mesa y una silla única. El que tiene hambre va allí
dentro y se encierra. Cuando se ha saciado sale, sin ser visto, y vuelve a sus
ocupaciones o a su vagar. Camareros encargados de aquel servicio visitan
algunas veces al día aquellos gabinetes, hacen desaparecer los platos sucios y
proveen de alimentos bien preparados que se mantienen calientes durante muchas
horas. En la proximidad de cada cabina de alimentación hay un water-closet con
los últimos perfeccionamientos higiénicos.
¿Dentro de cuántos siglos será
adoptado mi sistema en todas las moradas de los hombres?
Finalmente, hacían
su aparición, por en medio de la emocionada muchedumbre, dos hombres que
transportaban el arroz y la carne en una especie de gran fuente de cobre o
profundo barreño, de cinco pies de ancho, a modo de un gran brasero de un solo
pie. En toda la tribu sólo había una fuente de semejante tamaño, y por su borde
podía leerse cincelada en floridos caracteres árabes esta inscripción: «A la
gloria de Dios, y confiando en su última misericordia, la propiedad de su pobre
suplicante, Auda abu Tayi.» Cada anfitrión que debía agasajarnos se la pedía
prestada; y como mi cerebro y mi cuerpo acelerados me producían insomnio, desde
mis mantas veía yo bajo la primera luz cómo cruzaba el campo la famosa fuente
en una u otra dirección, averiguando por su meta dónde íbamos a comer aquel
día.
El cuenco
aparecía lleno hasta los bordes, formando el blanco arroz en torno una orla de
un pie de ancho y seis pulgadas de profundidad, que encerraba patas y costillas
de carnero hasta rebosar. Se necesitaban dos o tres víctimas para formar un
centro piramidal de carne a la altura de lo que prescribía la etiqueta. Las
piezas del centro eran las cabezas hervidas, sostenidas verticalmente sobre sus
degollados cuellos, de modo que las orejas, marronáceas como hojas secas,
sobresalían sobre la orla de arroz. Las mandíbulas abiertas hacia arriba
dejaban ver el interior de la garganta junto con la lengua, aún rosada, que
colgaba sobre los dientes inferiores, y sus blancos incisivos daban a la
pirámide una blanca corona, que sobresalía ampliamente sobre los pelos del
morro y los labios, que parecían abrirse en una negra mueca de burla.
Todo este montón
de carne y arroz era depositado sobre el suelo en el espacio vacío que había
ante nosotros, donde quedaba humeando, mientras una procesión de ayudantes
aparecía llevando las pequeñas ollas y sartenes de cobre donde se había
efectuado el asado. De ellas, y ayudándose con descascarillados cuencos de
peltre, sacaban y colocaban sobre la fuente principal el interior y el exterior
de la oveja; pequeños trozos de amarillo intestino, blancos trozos de unto de
la cola, marronáceos músculos y brillosos trozos de piel, todo ello nadando en
la manteca líquida y la grasa del cocimiento. Los circunstantes observaban con
ansiedad, musitando exclamaciones cuando sobrenadaba algún trozo jugoso.
La grasa
quemaba. De vez en cuando alguno de los ayudantes dejaba caer su
correspondiente asa con una exclamación, y se introducía sin la menor
vacilación los dedos en la boca para enfriárselos; pero seguían con su faena,
hasta que sus cucharones empezaban a resonar en el fondo de las perolas, y con
un gesto de triunfo rescataban intactos los hígados de un escondite en el
fondo, y coronaban con ellos las bostezantes mandíbulas.
Entre dos
levantaban cada olla y la inclinaban, dejando caer el líquido sobre la carne,
hasta que el cráter de arroz quedaba colmado, y los granos sueltos de los
bordes nadaban en la abundancia; y aún seguían vertiéndolo, hasta que, en medio
de gritos de asombro de todos, resbalaba sobre los bordes, y formaba un pequeño
charco sobre el polvo. Era el toque final de derroche, y el momento señalado
para que el anfitrión nos llamara a comer.
Fingíamos
nosotros no haber oído, como exigían las buenas maneras; finalmente lo oíamos y
nos mirábamos con sorpresa entre nosotros, urgiéndonos unos a otros a acudir
los primeros; Nasir se alzaba tímidamente, y tras él íbamos todos a hincar una
rodilla en torno a la fuente, arracimándonos y apretujándonos los veintidós para
los que apenas había espacio en torno a la comida. Nos remangábamos las mangas
hasta el codo, y precedidos por Nasir con un «En nombre de Dios, el
Misericordioso, el Compasivo», empezábamos a meter todos los dedos a la vez.
Yo era siempre
cauto, ya que la grasa líquida estaba tan caliente para mis inhabituados dedos
que raramente podía resistirla, así que me dedicaba a jugar con algún trozo de
carne que sobresaliera y estuviera más frío, hasta que las excavaciones de los
demás me permitían recoger una porción de arroz. Podíamos amasar entre los
dedos (con tal de no emplear las palmas) buenas bolas de arroz y grasa, o
hígado y carne, suavemente apelmazadas, y llevárnoslas con ayuda del pulgar y
el índice doblado hasta la boca. Con la habilidad precisa y el amasado correcto
la albóndiga se desprendía limpiamente de la mano; pero, cuando un exceso de
manteca y fragmentos sueltos quedaban pegados a los dedos, había que lamerlos
cuidadosamente para que el siguiente intento se desprendiera con mayor
facilidad.
Según la pila de
carne iba consumiéndose (nadie se preocupaba por el arroz: el lujo era la
carne) uno de los principales howeitat que comía con nosotros sacaba su daga,
con empuñadura de plata incrustada de turquesas, pieza firmada por Mohammed ibn
Zari, de Yauf, y empezaba a cortar la carne de los huesos más largos en
grandes tacos fáciles de arrancar con los dedos, ya que era necesario asarla
muy tierna, para poder cogerla fácilmente con la mano derecha, que es la única
honorable.
Nuestro
anfitrión se mantenía en pie cerca del círculo, animando a todos a comer con
piadosas expresiones. A toda velocidad masticábamos, arrancábamos, cortábamos y
tragábamos, sin pararnos siquiera a hablar, ya que la conversación podía
resultar un insulto para la calidad de la comida, aunque era educado sonreír a
modo de gracias cuando algún huésped amigo pasaba un trozo escogido, o cuando
Mohammed el Dheilan con toda gravedad alcanzaba algún hueso mondo con una
bendición. En tales ocasiones solía yo devolver el cumplido con algún
intragable y espantoso montón de tripas, ligereza que era muy del gusto de los
howeitat, pero que el grave y aristocrático Nasir veía con desaprobación.
Al cabo algunos
quedábamos casi hartos, y empezábamos a jugar y a escarbarnos los dientes,
mirando a uno y otro lado, hasta que el resto dejaba al fin de comer, el codo
sobre la rodilla, la mano colgando de la muñeca sobre la fuente para escurrirla
mientras grasas, manteca y granos sueltos de arroz empezaban a coagularse en
forma de una masa blanca que dejaba los dedos pegados. Cuando todos habían
dejado ya de comer, Nasir se aclaraba significativamente la garganta, y todos
nos levantábamos apresuradamente con un: «¡Dios te lo premie, oh anfitrión!»,
para ir a agruparnos entre los vientos de las tiendas, mientras los siguientes
veinte huéspedes heredaban nuestros restos.
T. H. Lawrence - Los siete pilares de la sabiduría
¡Bueno, ya estábamos sentados alrededor del
cordero! Cogí el tenedor y el cuchillo que me ofrecían, y me dispuse a trinchar
el pedazo de carne más próximo. Me costaba trabajo, la mesita era demasiado
baja, y también lo era el asiento: hundido en él, los codos me tropezaban con
las rodillas. Además, yo no tenía ganas: era temprano, el cordero estaba ya
frío, se había solidificado la grasa en espesos pegotes sobre la fuente, y, a decir
verdad, los tendones, los tejidos amarillentos, la piel reseca, no hacían demasiado
apetitosa aquella masa negruzca de carne. A mí se me resistía, a decir verdad.
Y era sobre todo la cabeza, ahí en el centro de la fuente, con el hueco del ojo
vaciado y la risa de los descarnados dientes, lo que más me quitaba el apetito.
Pero ¿cómo rehusar al convite? Me ayudaría —pensé— con el arroz blanco, por más
que, según pude comprobar apenas me llevé un poco a la boca, estaba todo impregnado
de la misma grasa. Haciendo de tripas corazón, y demorándome cuanto podía en
cada bocado, me atuve al deber de no desairarles el festín, mientras ellos, por
su parte, se aplicaban al cordero con un placer que no admitía disimulo.