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domingo, 30 de noviembre de 2014

Biblioteca de Grado







                      

                    






 

Un famoso ardid

Por razones que no nos han sido transmitidas, o más bien que varían se­gún los países donde se cuenta esta historia, un joven llamado Hasan se encontraba en disposición de casarse con la hija única de un sultán.
Antes (los dos hombres se habían puesto de acuerdo respecto a este punto para dejar un sitio al destino) tenía que elegir entre dos trozos de papel plegados: en uno debía estar escrita la palabra «vida», en ese caso se celebraría el matrimonio; en el otro papel figuraría la palabra «muer­te», y en ese caso al pretendiente le cortarían la cabeza al instante.
A pesar de aquel acuerdo, que Hasan firmó sin dudar, el sultán se desesperaba. Se decía: hay una posibilidad entre dos de que pierda a mi hija y una parte de mi fortuna en beneficio de un pobre desconocido. Una posibilidad entre dos. El riesgo es grande, se repetía el sultán. En otros momentos pensaba: ¿qué consecuencias podría acarrearme la muer­te de ese joven?
Informó de su preocupación a su gran visir, un hombre carente de escrúpulos, y este le aconsejó, como algo natural y bastante corriente, según él, que escribieran la palabra «muerte» en ambos papeles. De ese modo desaparecía cualquier peligro.
El sultán se dejó convencer fácilmente.
Por suerte para él, Hasan estaba dotado de una inteligencia muy despierta. Había reflexionado sobre la propuesta del sultán y, en cierto modo, previó la trampa que le tendían.
Cuando llegó el día de la elección, entró con una sonrisa en la sala donde lo aguardaba el sultán, el visir, la corte entera y un verdugo arma­do con un sable muy largo que descansaba sobre un tajo.
Hasan se adelantó. Un sirviente le presentó los dos trozos de papel plegados. Sin dudar ni un instante, cogió uno, lo enrolló entre los dedos, se lo metió en la boca y se lo tragó.
-¿Qué has hecho? -gritó el sultán-. ¿Por qué te has comido el papel?
-He hecho mi elección -respondió Hasan- y me la he tragado.
Si quieres saber cuál es mi destino, abre el segundo papel.
El segundo papel, naturalmente, contenía la palabra «muerte». Hu­bo que deducir, pues, que Hasan había elegido y tragado la vida. El sul­tán no podía sino admitirlo y concederle la mano de su hija.
El ardid de Hasan es una de las astucias que los hombres han inven­tado para atrapar a la suerte en sus propias redes y poner la inteligencia, cueste lo que cueste, por encima del azar.

Jean-Claude Carrière - El círculo de los mentirosos

viernes, 28 de noviembre de 2014

Titelles Guinyol Didó




Cicco Petrillo

Había una vez un matrimonio que tenía una hija y le habían encontrado marido. El día de la boda estaban invitados todos los parientes, y después de la ceremonia se sentaron a la mesa. En medio del banquete se quedaron sin vino. El padre dijo a la hija recién casada:
-Baja a la bodega a buscar más vino.
La recién casada baja a la bodega, pone la botella debajo del tonel, abre la espita y espera a que la botella se llene. Mientras esperaba, se puso a pensar: «Hoy me he casado, dentro de nueve meses me nacerá un hijo, lo llamaré Cicco Petrillo, lo vestiré, lo calzaré, crecerá... ¿y si Cicco Petrillo después se me muere? ¡Ay, pobre hijo mío!». Y rompió a llorar desconsolada.
La espita había quedado abierta y el vino se derramaba por la bodega. Los que estaban en el banquete, espera que te espera; pero la novia no aparecía. El padre dijo a su mujer:
-Baja a la bodega a ver si a aquélla le ha dado por dormirse.
La madre fue a la bodega y encontró a su hija llorando a cántaros.
-¿Qué has hecho, hija? ¿Qué te ha pasado?
-Ah, madre mía, estaba pensando que hoy me he casado, en nueve meses tendré un hijo y le pondré Cicco Petrillo; ¿y si Cicco Petrillo después se me muere?
-¡Ay, mi pobre nieto!
-¡Ay, mi pobre hijo!
Y las dos mujeres rompieron a llorar.
La bodega, entre tanto, se inundaba de vino. Los que se habían quedado a la mesa, espera que te espera; pero el vino no llegaba.
-Les habrá pasado algo a las dos -dijo el padre-. Mejor voy a echar una ojeada.
Fue a la bodega y encontró a las dos mujeres llorando como criaturas.
-¿Pero qué diablos os pasa? -preguntó.                                               
-¡Ah, hombre, si supieras! Estamos pensando que ahora esta hija nuestra se casó, y muy prontito nos dará un nieto, y a este nieto le vamos a poner Cicco Petrillo; ¿y si Cicco Petrillo se nos muere?
-¡Ah! -gritó el padre-. ¡Pobre Cicco Petrillo!
Y los tres se pusieron a llorar en medio del vino.
El novio, al ver que nadie volvía, dijo:
-¿Pero qué diablos estarán haciendo ahí abajo? Vamos a ver qué pasa.
Y bajó.
-¿Pero qué os ha pasado que estáis llorando? -preguntó al oír ese gimoteo.
Y la novia:
-¡Ay si supieras! Estábamos pensando que ahora acabamos de casarnos,­ y tendremos un hijo y le pondremos Cicco Petrillo. ¿Y si Cicco Petrillo se nos muere?
El novio al principio se quedo mirándolos por si se trataba de una broma, pero cuando entendió que le hablaban en serio perdió los estribos y empezó a dar gritos:
-Que erais un poco tontos -dice-, eso me lo imaginaba, pero hasta tal punto -dice-, la verdad, no me lo suponía. Y ahora -dice-, ¿tengo que perder mi tiempo con estos imbéciles? ¡Pero qué esperanza! -dice-. Me voy y se acabó. ¡Sí, señor! -dice-. Y en cuanto a ti, querida mía, quédate tranquila que no me verás nunca más. ¡A menos que llegara a encontrarme con tres locos peores que vosotros! -dice, y se va. Salió de la casa y ni siquiera se volvió para saludar.
Caminó hasta un río, donde había un hombre que quería descargar avellanas de una barca con ayuda de una horquilla.
-¿Qué haces con esa horquilla, buen hombre?
-Hace rato que lo intento, pero no logro levantar ni una.
-Pero hombre, ¿por qué no pruebas con la pala?
-¿Con la pala? Claro, ni se me había ocurrido.
«¡Vaya otro!, piensa el novio. «Éste es todavía más bestia que toda la familia de mi mujer.»
Caminó hasta llegar a otro río. Había un campesino que se afanaba por dar de beber a dos bueyes con una cuchara.
-¿Pero qué estás haciendo?
-¡Ya llevo tres horas y todavía no logro calmar la sed a estas bestias!
-¿Y por qué no les dejas meter el hocico en el agua?
-¿El hocico? Ah, es cierto. No se me había ocurrido.
-«¡Y van dos!», se dijo el novio, y siguió su camino.
Caminó hasta que en la copa de una morera vio una mujer que sos­tenía con las manos un par de calzoncillos.
-¿Que haces ahí, buena mujer?
-¡Oh, si supieras! -le respondió-. Mi marido murió y el cura me dijo que subió al Paraíso. Yo estoy esperando que vuelva a bajar y se meta de nuevo en sus pantalones.
«¡Y con ésta tres!», pensó el novio. «Me parece que no encuentro sino gente más tonta que mi mujer. ¡Mejor que me vuelva a casa!»
Así lo hizo y se sintió contento, pues bien se dice que en el país de los ciegos el tuerto es el rey.        

Italo Calvino Cuentos populares italianos (Roma)


El texto atribuido en las redes a Gabriel García Márquez, fue escrito al parecer por el ventrílocuo mexicano Johnny Welch, como parte del show de su marioneta "El Mofles".

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Bibliotecas



9 de julio. - Es incontable el número de personas que piensan que no se han de morir nunca, que están abso­lutamente seguras -en virtud de la seguridad incons­ciente, que es la más fuerte- de quedarse para siempre en esta tierra. Casi todo el mundo, quizá todo el mundo. El hombre no está construido para pensar en la muerte. No solamente no piensa que ha de morir, sino que -si por azar lo piensa- lo encuentra inconcebible.
Cada día pasa ante nuestros ojos uno u otro entierro.
Lo encontramos natural. Es decir: encontramos na­tural que los otros se mueran; absurdo que, personal­mente, la muerte nos golpee. En virtud de este curioso fenómeno defensivo, la capacidad racional del hombre se encuentra permanentemente minimizada por esta amnesia. Vivir implica una capacidad racional limita­da, incompleta. Así, la razón humana, abstraída de la presencia de la muerte, se convierte en lo que exacta­mente es: un puro juego pedante. En todo aquello, en cambio, que es inaccesible a la proyección de la muerte -en el sistema de las constataciones de la matemática, por ejemplo- la razón juega un gran papel y sus cons­trucciones parecen marmóreas y definitivas.
Me ha gustado siempre convivir con personas de más edad que la que reza en mi fe de bautismo. Los jó­venes de mi edad me han aburrido siempre. No he con­seguido nunca hacer el menor caso a algún condiscípu­lo mío. Todos mis amigos me aventajan, al menos, en quince años. Esto me ha llevado a ver de cerca algunas cosas. Casi todos los errores que he visto cometer a mis amigos han tenido por origen la creencia de que habían de vivir siempre. Y al contrario: casi todos sus aciertos han sido producidos por la misma ilusión, por idéntica fantasmagoría.
La creencia individual en la permanencia física en esta tierra es el motor de las acciones de los hombres y de las mujeres. La posibilidad de que estas acciones acaben en fracaso o acaben en éxito apenas se plantea. Nuestro organismo vive cegado por la ilusión de la permanencia física. Lo que los observadores y naturalistas presentan como móviles de las acciones humanas -el dinero, la sensualidad, el vientre- son las formas externas de una vanidad más profunda: la ilusión de permanecer.
Los idealistas postulan el hambre de inmortalidad de nuestro espíritu como una realidad viva. En la prác­tica, este sentimiento apenas lo comprende nadie y muy poca gente lo obedece. No podría ser de otra manera, cegados como estamos por la ilusión de que personal­mente somos indestructibles. Es decir: la ilusión de la inmortalidad del espíritu se hace, en general, mucho más difícil de entender que la ilusión de la inmortalidad de la materia individualizada y concreta. El espectáculo del mundo nos lleva, en cada momento, a constatar nuestra propia destrucción. Pero no lo creemos. No es que la naturaleza se esconda a nuestros ojos: son nues­tros ojos los que se cierran ante la naturaleza. Somos nosotros los que nos ocultamos -puerilmente.
Ahora bien: sin la creencia en que no moriremos nunca, ¿qué habría en este mundo? Habría una vida átona, pasiva, incierta. En virtud de aquella ilusión, el hombre acomete las cosas más absurdas, las más enor­mes y dolorosas empresas. Algunos, los avaros, por ejemplo, llevan una vida de perros, pensando que vivi­rán siempre. Sea como sea, este espejismo es enorme­mente positivo. El hecho de que el hombre pueda apli­car el cálculo a muchas de sus acciones superficiales y no lo pueda aplicar a sus profundas locuras, es, desde el punto de vista general, un gran bien.
Cuando las facultades literarias creadoras se le oscu­recieron, Tolstoi escribió el Diario, que es un documento elaborado con la obsesión de la presencia de la muerte. Parece que él solía escribir de noche. Después de haber anotado lo que la jornada le había dado de sí, el escritor cerraba su escrito añadiendo la fecha del día siguiente seguida de las tres iniciales que en ruso corresponden a las tres letras: s.m.v., o sea: si mañana vivo. No seré yo, después de lo que acabo de escribir, quien encuentre esta obsesión incomprensible. Lo único que digo es que es una obsesión inútil, insoportable, horrible.
Josep Pla - El cuaderno gris


Cuarteta
  
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur,
muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?

Jorge Luis Borges - Del Diván de Almotásim el Magrebí (siglo XII)

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Joan Martí

lunes, 24 de noviembre de 2014

Y la sal? ... (Valle Salado de Añana)



El Valle Salado de la localidad alavesa de Añana es actualmente uno de los paisajes culturales más espectaculares y mejor conservados de Europa. Su valor no radica únicamente en su particular arquitectura o en sus más de 1.200 años documentados de historia, ni siquiera en sus características geológicas, su biodiversidad o en sus valores paisajísticos, sino en la unión en perfecta armonía de todo ello en un contexto privilegiado.
En la villa más antigua de Álava, y en lo que hace 200 millones de años fueron las aguas de un vasto mar, se levanta el valle Salado de Salinas de Añana. Un soberbio paisaje cultural (monumento) al aire libre formado por más de 5000 eras: plataformas sobre las que se vierte la muera -agua salada- para la obtención de sal por evaporación solar. Una peculiar y extensa red de canales de madera distribuye el agua hasta los puntos más recónditos del Valle Salado.


“El oro viene del sur, la sal del norte
y el dinero del país del hombre blanco,
pero los cuentos maravillosos
y la palabra de Dios
sólo se encuentran en Tombuctú.”

Poema árabe del siglo XIII.

[MALÍ]

Tras veinticinco días, llegamos a Tagázá, una aldea sin cultivos y cuya singularidad consiste en que sus casas y mezquita estén edificadas con pedruscos de sal gema, mientras los techos son cueros de camello. El suelo es arenoso, sin árboles. Hay allá una mina de sal, en la que se encuentran, excavando, enormes placas de sal superpuestas, como si hubieran sido labradas y luego amontonadas bajo tierra. Un camello sólo alcanza a transportar dos de estas placas.
En el lugar no habitan más que los esclavos de los Massüfa, que trabajan en la mina de sal y se alimentan con dátiles traídos del Draa [Dar´a] y Siyilmása, de la carne de los camellos y del anli [mijo] proveniente del Sudán. Los negros, procedentes de su país, llegan hasta aquí para trocar mijo por sal y una carga de este producto, en Iwálátan, se vende entre ocho y diez meticales de oro, pero en la ciudad de Mállí [Malí] sube a veinte, treinta y hasta cuarenta meticales. Los negros se sirven de la sal como moneda, igual que si fuera oro o plata, la cortan en pedazos y con ella negocian. Pese a su escasa importancia, en Tagázá se cierran tratos por muchísimos quintales de oro en polvo. Allí pasamos diez días entre grandes rigores, porque su agua es salobre y es el lugar con más moscas que he visto. En él se hace acopio de agua para entrar en el desierto que hay a continuación y que se extiende a lo largo de diez jornadas de marcha, sin aguadas, a no ser raramente. Sin embargo, nosotros encontramos agua en abundancia en charcas que las lluvias formaran. Cierto día dimos con un estanque natural, entre dos colinas rocosas, cuya agua era dulce y con la que nos hartamos y lavamos nuestras ropas. En este desierto abundan las trufas y los piojos hasta el punto de que la gente se coloca en el cuello hilos con azogue que los matan.
Ibn Battuta - A través del Islam

sábado, 22 de noviembre de 2014

Especias

















A. A. y W. C.

Londres, 3 agosto

Salgo de un inmenso restaurante de lujo. ¡Horrible!
Nada más repugnante que todas aquellas bocas que se abren, que aquellos millares de dientes que mastican. Los ojos atentos, ávidos, brillantes; las  mandíbulas que se contraen y se mueven; las mejillas que, poco a poco, se vuelven encarnadas... La existencia de los comedores públicos es la prueba máxima de que el hombre no ha salido todavía de la fase animalesca. Esta falta de vergüenza, hasta en aquellos que se creen nobles, refinados, espirituales, me espanta. El hecho de que la mente humana no ha asociado todavía la manducación y la defecación, demuestra nuestra grosera insensibilidad. Sólo algunos monarcas de Oriente y los Papas de Roma han llegado a comprender la necesidad de no tener testigos en uno de los momentos más penosos de la servidumbre corporal, y comen solos, como deberíamos hacer todos. 
Llegará un tiempo en que causará estupefacción nuestra costumbre de comer en compañía - ¡al aire libre y en presencia de extraños! -, como hoy sentimos disgusto al leer que Diógenes, el cínico, satisfacía en medio de la plaza sus más inmundos instintos. La necesidad de engullir fragmentos de plantas y de animales para no morir, es una de las peores humillaciones de nuestra vida, uno de los más torpes signos de nuestra subordinación a la tierra y a la muerte. ¡Y en vez de satisfacerla en secreto, la consideramos como una fiesta, hacemos de ella una ceremonia visible, la ofrecemos como espectáculo cotidiano, con la indiferencia de los brutos!
En mi caso, en el Nuevo Partenón, he suprimido desde hace tiempo la costumbre cuaternaria de las comidas en común. En los corredores hay puertas cerradas con un cartelito encima donde aparecen las dos letras A.A. Todos los huéspedes saben que allí dentro, a cualquier hora, se halla comida y bebida. Son cuartitos pequeños, pero luminosos, con una sola mesa y una silla única. El que tiene hambre va allí dentro y se encierra. Cuando se ha saciado sale, sin ser visto, y vuelve a sus ocupaciones o a su vagar. Camareros encargados de aquel servicio visitan algunas veces al día aquellos gabinetes, hacen desaparecer los platos sucios y proveen de alimentos bien preparados que se mantienen calientes durante muchas horas. En la proximidad de cada cabina de alimentación hay un water-closet con los últimos perfeccionamientos higiénicos.
¿Dentro de cuántos siglos será adoptado mi sistema en todas las moradas de los hombres?
G. Papini - Gog