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domingo, 30 de marzo de 2014

Biblioteca Pública del Estado "Jesús Delgado Valhondo" - Mérida







La B.P.E. de Mérida, como parte del sistema de lectura e información pública, tiene el objetivo de garantizar el acceso a la cultura, la información y las nuevas tecnologías mediante la prestación de unos servicios bibliotecarios de calidad y ser lugar de encuentro abierto a la diversidad cultural, promoviendo valores de interculturalidad, y de participación.

Encender una vela

El viejo príncipe Ping, señor de la gue­rra durante los Reinos combatientes, le dijo al anciano ciego que oficiaba en su corte como maestro de música:
-Me habría gustado mucho leer las palabras de los antiguos sabios, pero los asuntos del Estado y los campos de bata­lla me lo han impedido. Hoy, con más de setenta años, ¿no es demasiado tarde para empezar?
-Cuando anochece -respondió el mú­sico- enciendo una vela.
El príncipe se asombró de esta respuesta en boca de un ciego. Se irritó:
-¡Te abro mi corazón y me contestas con una chanza!
Impasible, el maestro de música prosiguió:
-Cuando se puede estudiar en plena juventud, es el sol de mediodía. En la ma­durez, la luz del crepúsculo. Y en la ve­jez, como dicen los antiguos sabios, ¡más vale encender una vela que maldecir la oscuridad!

(Pascal Fauliot - Cuentos de los sabios taoístas)

viernes, 28 de marzo de 2014

Sitges

     
     


El mérito

Un hombre de sesenta años que vivía en Estambul se casó por amor, a pesar de los consejos de sus amigos, con una joven y hermosa mujer.
El hombre era una persona célebre por su honor y rica, a la que con frecuencia se recurría para conocer su opinión acerca de asuntos delicados.
Le sucedió lo que a menudo sucede a los hombres de edad e imprudentes. Su joven mujer tomó un amante de su edad, al que veía clandestinamente en una casa de citas muy discreta, regentada por una vieja alcahueta.
Aunque ambas mujeres fueron muy hábiles, un día la relación salió a la luz. Unos amigos muy solícitos consideraron que era un deber, y un placer, informar de su infortunio al marido engañado. El hombre se en­cargó de verificar sus afirmaciones. Convocó a la alcahueta y, con ame­nazas, así como con la ayuda de una bolsa de plata, consiguió que confe­sara todo.
Hizo entonces llamar a su esposa, que algo se temía, y que no pudo negar la evidencia. Bajo las precisas acusaciones de su marido, la mujer lloró, se derrumbó e imploró todos los perdones del mundo por más que sabía que las leyes vigentes prohibían aquel perdón y que corría el riesgo de sufrir el repudio y la muerte.
El hombre, cuyo amor no se había debilitado aunque lo ocultase, le ordenó que subiera a su dormitorio y que aguardara su decisión. Ella le obedeció.
Durante toda la noche el hombre permaneció solo. Rezó, reflexionó sobre esas complejas nociones que son el amor y la fidelidad y releyó también el texto de las leyes, preguntándose si era de verdad posible es­tablecer unas obligaciones que se aplicaran a todos.
Volvió a rezar, reflexionó en lo más profundo de su ser, se cuestionó. Por fin tomó su decisión.
Temprano por la mañana, salió. Lo vieron en diferentes lugares de la gran ciudad. Hacia el final de la mañana volvió a su casa y pidió a los criados que prepararan comida para dos personas.
Cuando la comida estuvo lista, ordenó bajar a su esposa y le pidió que se sentara enfrente de él. Silenciosa, la mujer presentaba un rostro pálido y cansado, en el que todavía se veían las huellas de las lágrimas de la noche.
-Comamos -dijo el hombre.
Mientras les servían la comida, el marido recordó a su mujer que al día siguiente recibirían invitados y que ella tenía que ocuparse de que la cena transcurriera bien. Le dijo también que, un poco más tarde, irían unos obreros para arreglar una parte del tejado que se había hundido hacía poco y que contaba con ella para que los recibiera y los vigilara.
En resumen, el hombre se comportaba como lo habría hecho cualquier otro día, con normalidad. Nada parecía preocuparle.
La joven esposa estaba extrañada, inquieta incluso, por la actitud de su marido, de quien esperaba reproches y castigos.
Cuando empezaron a comer, el hombre le dijo:
-¿No despliegas tu servilleta?
En efecto, en su desconcierto, la mujer se había olvidado de coger su servilleta de la mesa. Al desplegarla, descubrió un estuche con el sello del mejor joyero de la ciudad.
Abrió el estuche y vio una joya magnífica.
-¿Para quién es? -preguntó la mujer sumida en el más profundo de los desconciertos.
-Para ti -le respondió su marido.
La mujer miraba la joya sin comprender, sin atreverse siquiera a tocarla.
Con voz temblorosa, por fin, dijo:
-Pero ¡yo no merezco recibirla!
-No -le replicó su marido-, pero yo he merecido regalártela.

(Jean-Claude Carrière - El círculo de los mentirosos)

miércoles, 26 de marzo de 2014

FERS (Federación Española de Religiosos Socio-sanitarios)


Tipo de organización: Federación
Misión / Objetivos: La FERS es una asociación de Derecho Pontificio, con personalidad jurídica propia, integrada por los Superiores Mayores de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, dedicados, en España, parcial o totalmente a actividades sanitarias y asistenciales relacionadas con el mundo socio-sanitario. Como organismo eclesial se rige por las normas del Derecho Canónico y por sus propios Estatutos.
Se dedica a: Ayuda humanitaria, Voluntariado, Cooperación al desarrollo, Voluntariado ONG, Atención a enfermos y sus familias, ONG Sida

La matrona de Éfeso

Había una vez en Éfeso una matrona conocida por su virtud que provocaba la curiosidad incluso de las mu­jeres de las zonas aledañas. Pues bien, cuando su marido murió, no le bastó, como se acostumbra, seguir el cortejo con los cabellos despeinados y golpearse los senos desnu­dos a la vista del público, sino que tras acompañar al di­funto al mismo sepulcro y depositar el cuerpo en un hipo­geo al estilo griego, se instaló allí para velarlo y llorarlo noche y día.
Ni sus padres ni sus allegados lograron disuadirla de su aflicción y del afán de dejarse morir de hambre. Los mis­mos magistrados, por último, también tuvieron que dejarla después de ser rechazados.
Todo el mundo se lamentaba por esta mujer singular­mente ejemplar, que ya llevaba cinco días sin probar ali­mento. La acompañaba en su duelo una esclava fidelísima que mezclaba sus lágrimas con las de ella y se encargaba de encender la lámpara mortuoria cada vez que bajaba.
En la ciudad entera sólo se hablaba de ella. Los hombres de toda condición confesaban no conocer otro ejemplo más brillante de virtud y amor.
En esos días el gobernador de la provincia había conde­nado a unos ladrones a ser crucificados cerca de la capilla donde la matrona lloraba al reciente cadáver.
Un soldado hacía la guardia ante las cruces para impedir el robo o la sepultura de algún cuerpo. A la caída de la no­che, notó una luz bastante viva, que refulgía entre las tumbas, y los gemidos de la inconsolable viuda. Según el muy humano defecto de la curiosidad, quiso saber quién estaba allí o qué sucedía, y bajó a la cripta.
Al contemplar a tan hermosa mujer, su primera reac­ción fue quedar paralizado de miedo como si hubiera en­contrado algún fantasma o alguna aparición infernal. Pero cayó en la cuenta de lo que realmente pasaba al ver el cuerpo del muerto y al observar las lágrimas y el rostro araña­do de la mujer, es decir, que ésta no podía soportar la pér­dida de su marido pues todavía lo deseaba.
Enseguida trajo al monumento su frugal cena y se puso a exhortar a la desconsolada a acabar con su inútil tristeza y aliviar su pecho de gemidos que a nada conducían; que todos tenemos el mismo fin y la misma última morada, de­cía. Le desplegó, en resumen, todos los argumentos con los que se curan las úlceras del alma.
Exasperada la mujer con consuelo tan imprevisto, se gol­peó con más vehemencia el pecho, y extendía sobre el ina­nimado cuerpo los cabellos que se arrancaba. El soldado no cejó en su empeño y con igual persuasión trató de hacer comer a la triste joven.
La primera en tender una mano vencida a la amabilidad de la propuesta fue la esclava, provocada por el aroma del vino. No bien acabó de reconfortarse con la bebida y el ali­mento, se puso a atacar la resistencia de su ama, con estas palabras:
-¿De qué te servirá todo esto si el hambre acaba con­tigo, si te entierras viva, si entregas tu alma inocente antes que el destino lo haya decidido? «¿Crees, por ventura, que las cenizas o los manes sepultos lo advierten?». ¿Es que no quieres volver a vivir? ¿Quieres perseverar en este mu­jeril capricho en vez de gozar de los favores de la luz cuan­to te sea lícito? La vista misma de este cadáver te debe per­suadir a vivir.
Nadie escucha con desgana una invitación persuasiva para comer o para vivir. Al final, nuestra mujer, agotada por un ayuno de varios días, hizo treguas con su constancia y se atracó de comida con no menos avidez que la primera en rendirse, su esclava.
Vosotros conocéis seguramente las tentaciones que muy a menudo vienen con el estómago lleno... El sol­dado, usando la misma seducción con la que logró hacer que la matrona le tomara gusto a la vida, se lanzó esta vez al asedio de su castidad.
El joven no carecía de belleza ni de elocuencia a los ojos de la pudorosa viuda. La esclava le servía de alcahueta re­pitiendo a cada instante:
-«¿Vas a combatir ahora un amor que te agrada?».
¿Para qué alargarme más? La mujer rompió también el ayuno concerniente a esa parte del cuerpo, y nuestro per­suasivo soldado salió victorioso en ambas pruebas.
Se acostaron juntos, por consiguiente, no sólo aquella no­che, que fue la de su boda, sino también al día siguiente y al tercero. Las puertas de la cripta, por supuesto, las ha­bían cerrado para que cualquiera, conocido o desconocido, que viniere al sepulcro, creyese que la castísima esposa ha­bía expirado sobre el cuerpo de su marido.
Con esto, el soldado estaba encantado de la belleza de la mujer y de la seguridad del sitio. Compraba en el mercado todo lo bueno que sus recursos le permitían y, tan pronto caía la noche, lo llevaba a la tumba.
Aconteció que los padres de uno de los crucificados, al ver la custodia relajada, desclavaron y bajaron de noche a su hijo para rendirle el último servicio.
Mientras tanto, el soldado encomendado a la guardia con­tinuaba divirtiéndose. Cuando al día siguiente vio una cruz sin cadáver, temeroso del castigo que le esperaba, fue a con­tarle a la mujer lo sucedido.
-¡Pero no voy a esperar la sentencia del juez! -excla­mó él- Con esta espada haré justicia conmigo mismo por mi negligencia. Prepárame, pues, un sitio para morir, y que este fatal sepulcro sirva a la vez para tu amante y para tu marido.
No menos compasiva que honesta, la mujer le respondió:
-No permitan los dioses que tenga yo que presenciar los funerales de los dos hombres que más he querido. ¡Pre­fiero colgar al muerto que dejar morir al vivo!
Y sin desdecirse, le ordenó sacar del féretro el cuerpo de su marido y clavarlo en la cruz que se presentaba vacía.
El soldado ejecutó la brillante idea de la sagacísima mu­jer, y al día siguiente la gente se preguntaba toda maravi­llada cómo un muerto había podido colocarse en la cruz.
(Petronio)

lunes, 24 de marzo de 2014

Cuarto Centenario



Con la denominación de Cuarto Centenario, la editorial castellano-manchega ofrece soluciones de calidad a publicaciones planteadas desde una gran exigencia formal y, al mismo tiempo, la experiencia empresarial necesaria para favorecer el desarrollo cultural de dicha región.
Editorial Cuarto Centenario tiene claro que la calidad de las publicaciones comienza con una rigurosa selección de contenidos, busca el equilibrio entre diseño y función y utiliza los mejores medios técnicos en sus sistemas de producción. El respeto absoluto por el lector la obliga a poner en sus manos obras con las que pueda gozar desde el mismo momento en que las tiene ante sus ojos.

La hora íntima

¿Quién pagará el entierro y las flores 
Si me muero de amores?

¿Quién, de entre los amigos, tan amigo
Para estar en el ataúd conmigo?

Quién, en medio del funeral
Dirá de mí: -Nunca hizo mal...

¿Quién, bebido, llorará en voz alta
El no haberme traído nada?

¿Quién deshojará violetas
En mi túmulo de poeta?

¿Quién lanzará tímidamente
En la tierra un grano de simiente?

¿Quién alzará el mirar cobarde
Hasta la estrella de la tarde?

¿Quién me dirá palabras mágicas
Capaces de empalidecer el mármol?

¿Quién, oculta en velos oscuros
Se crucificará en los muros?

Quién, con el rostro descompuesto,
Sonreirá: -Rey muerto, rey puesto...

¿Cuántas, inclinadas sobre el báratro
Sentirán los dolores del parto?

¿Cuál la que, blanca de recelo
Tocará el botón de su seno?

¿Quién, loca, ha de caer de hinojos,
A sollozar tantos sollozos
Que ha de despertar recelos?

Cuántos, los maxilares contraídos
La sangre latiendo en las cicatrices
Dirán: -Fue un amigo alegre...

¿Qué niño mirando a la tierra
y viendo moverse a un gusano
tendrá un aire de comprensión?

¿Quién, en circunstancia oficial
Ha de proponer mi pedestal?

¿Cuáles los que, venidos de la montaña
Tendrán circunspección tamaña
Que he de reír blanco de cal?

¿Cuál la que, el rostro surcado de viento
Lanzará un puñado de sal
En mi fosa de cemento?

¿Quién cantará canciones de amigo
En el día de mi funeral?

¿Cuál la que no estará presente
Por motivo circunstancial?

¿Quién clavará en el seno duro
Una lámina oxidada?

Quién, en su verbo inconsútil
Ha de orar: -La paz le sea dada.

Cuál el amigo que a solas consigo
Pensará: -No va a ser nada...

¿Quién será la extraña figura
A un tronco de árbol apoyada
Con un mirar frío y un aire de duda?

¿Quién se abrazará conmigo
Que tendrá que ser arrancada?

¿Quién va a pagar el entierro y las flores
Si me muero de amores?
(Vinicius de Moraes)


sábado, 22 de marzo de 2014

Elkar (2)





El hundimiento de la Baliverna

Dentro de una semana comienza el juicio por el hundimiento de la Baliverna. ¿Qué será de mí?  ¿Vendrán a detenerme?
Tengo miedo. En vano me repito que nadie se presentará a declarar porque me tenga inquina, que el juez instructor no ha tenido siquiera la más mínima sospecha de mi responsabilidad; que, aunque me viera incriminado, sin duda me absolverían; que mi silencio no puede hacer daño a nadie; que, aun cuando me presentara espontáneamente para confesar, el acusado no se beneficiaría de ningún descargo. Nada de esto me consuela. Por lo demás, fallecido hace tres meses a causa de una enfermedad el comisario de cuentas Dogliotti, sobre quien pesaba la principal acusación, ahora sólo estará en el banquillo de los acusados el entonces asesor municipal de Asistencia. Pero se trata de una incriminación pro forma;  ¿cómo se le podría condenar, en realidad, si había tomado posesión de su cargo apenas cinco días antes? Si acaso, podría considerarse responsable al asesor precedente, pero éste había fallecido el mes anterior. Y la venganza de la ley no penetra en la oscuridad de las tumbas.
Aunque han pasado ya dos años del espantoso suceso, todo el mundo guarda de él un vivo recuerdo. La Baliverna era un enorme y más bien lúgubre edificio de ladrillo construido extramuros en el siglo XVII por los hermanos de San Celso. Desaparecida esta orden, en el XIX la construcción sirvió de cuartel y antes de la guerra seguía perteneciendo aún a la administración militar. Abandonado posteriormente, se había instalado en él, con la tácita aquiescencia de las autoridades, una muchedumbre de refugiados y de pobre gente que había perdido su hogar a causa de las bombas, vagabundos, pordioseros, gente que se había quedado sin nada, e incluso una pequeña comunidad de gitanos. Sólo con el tiempo el Municipio, al entrar en posesión del inmueble, había impuesto allí cierto orden, censando a los inquilinos, organizando los servicios indispensables y alejando a los individuos conflictivos. Pese a todo, la Baliverna, a causa también de diversos atracos habidos en la zona, tenía mala fama. Decir que era una cueva de ladrones sería una exageración. Pero no había nadie que pasara de buena gana de noche por sus alrededores.
Aunque en su origen la Baliverna surgió en pleno campo, con los siglos los suburbios de la ciudad prácticamente habían llegado hasta ella. Sin embargo, no había otras casas en su inmediata vecindad. Desolado y torvo, el cuartelón dominaba el terraplén del ferrocarril, los prados incultos y las miserables barracas de chapa, moradas de mendigos, esparcidas entre los cascotes y los desperdicios. Recordaba al mismo tiempo una prisión, un hospital y una fortaleza. De planta rectangular, medía alrededor de ochenta metros de largo por la mitad de ancho. En su interior, un vasto patio sin porticar.
Allí acompañaba yo a menudo los sábados o domingos por la tarde a mi cuñado Giuseppe, entomólogo, que encontraba en aquellos prados muchos insectos. Era un pretexto como otro cualquiera para que me diera un poco de aire y tener compañía. Debo decir que el estado del sombrío edificio me había llamado la atención desde la primera vez que lo vi. El mismo color de los ladrillos, los numerosos ventanucos abiertos en sus muros, sus remiendos, ciertas vigas dispuestas como puntales, daban a conocer su decrepitud. Y especialmente impresionante era su muro posterior, uniforme y desnudo, que no tenía más que unas pocas, irregulares y pequeñas aberturas más parecidas a aspilleras que a ventanas; por eso parecía mucho más alta que la fachada, a la que aligeraban galerías y ventanales. «¿No te parece que el muro se inclina un poco hacia fuera?», recuerdo que pregunté un día a mi cuñado. Él rió: «Esperemos que no. Pero es impresión tuya. Los muros altos siempre dan esa sensación».
Un sábado de julio nos hallábamos allí en una de estas excursiones. Mi cuñado se había llevado a sus dos hijas, todavía unas niñas, y a un colega suyo de la universidad, el profesor Scavezzi, también zoólogo, un tipo de unos cuarenta años, pálido y blando, que nunca me había resultado simpático por sus maneras jesuíticas y los humos que se daba. Mi cuñado decía de él que era un pozo de ciencia, además de una bellísima persona. A mí, sin embargo, me parece un imbécil: de otro modo no mostraría hacia mí esa suficiencia, y todo porque él es científico y yo sastre.
Llegados a la Baliverna, nos pusimos a rodear el muro posterior que ya he descrito. Se extiende allí una amplia superficie de terreno polvoriento donde los chavales solían jugar al fútbol. De hecho, en cada extremo había plantados unos palos para señalar las dos porterías. Aquel día, sin embargo, no había chavales. En su lugar, había varias mujeres con niños que tomaban el sol en el borde del campo, a lo largo del escalón herboso en que muere la gravilla de la carretera.
Era la hora de la siesta y del interior del falansterio no llegaban mas que algunas voces aisladas. Sin ninguna brillantez, un sol perezoso golpeaba el oscuro murallón; de las ventanas salían palos cargados de ropa tendida a secar, la cual colgaba como muertas banderas absolutamente inmóviles; no corría, de hecho, ni un soplo de viento.
Mientras los otros estaban absortos buscando insectos, a mí, viejo aficionado al alpinismo, me entraron ganas de probar a escalar por el destartalado muro: los agujeros, los bordes salientes de algunos ladrillos, viejos hierros empotrados aquí y allá en las fisuras, ofrecían asideros adecuados. No tenía la menor intención de subir hasta arriba del todo. No era más que por el gusto de estirarme, de ejercitar los músculos. Un deseo, si se quiere, algo pueril.
Sin dificultad, me elevé un par de metros a lo largo de la pilastra de un portón ahora tapiado. Llegado a la altura del arquitrabe, extendí la mano derecha hacia un abanico de herrumbrosos barrotes de hierro con forma de lanza que cerraba el luneto (en aquella cavidad quizá hubiera habido antiguamente la imagen de algún santo).
Una vez bien aferrada la punta de una lanza, quise izarme a pulso, pero esta cedió, rompiéndose en pedazos. Por suerte, no me hallaba más que a un par de metros del suelo. Intenté, si bien en vano, sujetarme con la otra mano. Perdido el equilibrio, salté hacia atrás y caí de pie sin ninguna otra consecuencia que un fuerte golpe. El barrote de hierro, desmenuzado, me siguió.
Prácticamente al mismo tiempo, detrás del barrote de hierro se desprendió otro, más largo, que ascendía verticalmente del centro del abanico hasta una especie de ménsula que estaba encima. Debía de tratarse de una especie de puntal colocado allí con fines de refuerzo. Privada así de su sostén, también la ménsula -imaginad una lámina de piedra larga como tres ladrillos- cedió, si bien no llegó a caer; quedó allí inclinada, medio colgada en el vacío. 
No terminó aquí, no obstante, el estropicio que provoqué de forma involuntaria. La ménsula sostenía un viejo palo de cerca de metro y medio de alto que a su vez contribuía a soportar una especie de balcón (sólo entonces se me revelaban todos estos desperfectos que a primera vista se perdían en la extensión del muro). Este palo no estaba más que encajado entre los dos salientes, no fijado al muro. Con la ménsula fuera de su sitio, al cabo de dos o tres segundos el palo se venció hacia fuera y yo apenas tuve tiempo de saltar hacia atrás para evitar que me diera en la cabeza. Se estrelló en el suelo con un ruido sordo.
¿Había acabado todo? Por si acaso, me alejé del muro hacia el grupo de mis compañeros, distante una treintena de metros. Éstos se hallaban de pie, vueltos los cuatro hacia mí. Con todo, no me miraban. Con una expresión que nunca olvidaré, tenían la vista clavada en el muro, muy por encima de mi cabeza. Y de repente mi cuñado gritó: "¡Dios mío, mira! ¡Mira!».
Yo me volví. Por encima del balconcillo, pero más a la derecha, el murallón, en aquel punto compacto y regular, se hinchaba. Imaginad un trozo de tela extendido detrás del cual empuja una punta. Al principio de todo hubo un leve temblor que serpenteó por la pared; luego apareció una gibosidad larga y sutil; luego los ladrillos se separaron, abriendo sus estropeadas dentaduras; y; entre regueros de polvorientos desprendimientos, se abrió una grieta tenebrosa. 
¿Duró unos minutos o unos instantes? No sabría decirlo. En aquel momento -llamadme loco-, de la profunda cavidad del edificio salió un estruendo triste, semejante a un son de trompeta bastarda. Y por todos los alrededores en una gran extensión se oyó un prolongado aullar de perros.
En este punto mis recuerdos se agolpan: yo, corriendo a más no poder para tratar de alcanzar a mis compañeros ya lejanos; las mujeres del borde del campo, en pie de un salto, chillando, una de ellas revolcándose por el suelo; la figura de una muchacha medio desnuda asomándose, movida por la curiosidad, por uno de los ventanucos más altos mientras debajo de ella se abría ya de par en par el abismo; y, por una décima de segundo, la visión alucinante del muro viniéndose abajo en el vacío. Entonces, detrás de los jirones de la cumbre, también la entera masa que se hallaba detrás, más allá del patio, se movió lentamente, arrastrada por la fuerza irresistible de la ruina.
Siguió un trueno aterrador, como cuando centenares de Liberator descargaban sus bombas al mismo tiempo. Y mientras se expandía velocísima una nube de polvo amarillenta que ocultó aquella inmensa tumba, la tierra tembló.
Me veo luego de camino hacia casa, ansioso de alejarme del lugar funesto, con la gente, a la cual había llegado la noticia con velocidad asombrosa, mirándome horrorizada, quizá por mi ropa llena de polvo. Pero lo que no olvido de ningún modo son las miradas cargadas de espanto y de piedad de mi cuñado y de sus dos hijas. Mudos, me miraban como se mira a un condenado a muerte (¿o era pura sugestión mía?).
Una vez en casa, cuando supieron lo que había visto, no se asombraron de que estuviera trastornado, ni de que durante algunos días permaneciese encerrado en mi cuarto sin hablar con nadie, negándome incluso a leer los periódicos (entreví solo uno, en las manos de mi hermano que había entrado a interesarse por mí; en primera plana había una fotografía enorme con una hilera interminable de furgones negros).
¿Había provocado yo la hecatombe? ¿Acaso la rotura del barrote de hierro había propagado, por una monstruosa progresión de causas a efectos, la ruina a toda la mastodóntica edificación? ¿O quizá sus primeros constructores habían dispuesto con diabólica maldad un secreto juego de masas en equilibrio por el cual bastaba mover aquel insignificante barrote para que todo se viniera abajo? ¿Y mi cuñado, o sus hijas, o Scavezzi? ¿Habían reparado en lo que yo había hecho? Y, suponiendo que no fuera así, ¿por qué desde entonces Giuseppe parece evitarme? ¿O acaso soy yo mismo el que, por temor a traicionarme, he maniobrado de forma inconsciente para verlo lo menos posible?
Por otro lado, ¿acaso no resulta inquietante la insistencia del profesor Scavezzi en frecuentarme? Pese a su modesta situación económica, desde entonces se ha mandado hacer en mi sastrería una decena de trajes. Siempre que viene a probarse luce su sonrisita hipócrita y no cesa de observarme. Es, además, puntilloso hasta la exasperación; aquí hay una arruguita que no tiene por qué estar, allí una espalda que no cae bien, o los botones de las mangas, o la longitud de las solapas, siempre hay algo que arreglar. Para cada traje son seis o siete pruebas. Y de cuando en cuando me pregunta: «¿Recuerda aquel día?». «¿Qué día?», replico yo. «¡Pues el día de la Baliverna!» Parece que guiñe los ojos con astutos sobreentendidos. Yo digo: «¿Cómo podría olvidarlo?». Él menea la cabeza: «Claro... ¿cómo podría?».
Naturalmente, yo le hago descuentos extraordinarios, acabo incluso perdiendo dinero. Pero él aparenta no darse cuenta de nada. «Desde luego», dice, «usted es caro, pero vale la pena, lo confieso». Y yo entonces me pregunto: ¿es un idiota, o se divierte con estas pequeñas y viles extorsiones?
Sí. Es posible que solo él me viera en el acto de romper el fatal barrote de hierro. Quizá lo ha entendido todo, podría denunciarme, desatar contra mí el odio de la gente. Pero es taimado y no habla. Viene a encargarse un traje nuevo, no me pierde de vista, saborea por anticipado la satisfacción de dejarme suspenso cuando menos me lo espero. Yo soy el ratón y él el gato. Juguetea conmigo y al final, de improviso, me soltará el zarpazo. Y aguarda el juicio, disponiéndose a dar un golpe de efecto. En el momento más oportuno se pondrá de pie. «Yo soy el único que sabe quien provocó el hundimiento», gritará, «yo lo vi con mis propios ojos».
Hoy ha venido otra vez para probarse un terno de franela. Más melifluo que de costumbre. «¡Esto da ya las boqueadas!» «¿A qué se refiere?» «¿Que a qué me refiero?  ¡Al juicio! ¡En la ciudad no se habla de otra cosa! Cualquiera diría que vive usted en las nubes, je, je.» «¿Habla usted del hundimiento de la Baliverna?» «Eso es, de la Baliverna... Je, je, ¿quién sabe si no saldrá al final el verdadero culpable?»
Luego se va, saludándome con exageradas ceremonias. Lo acompaño hasta la puerta. Espero a que haya bajado un tramo entero de escaleras para cerrar. Se ha ido. Silencio. Tengo miedo.
(Dino Buzzati)


(Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Castillo García)