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miércoles, 22 de agosto de 2018

Fundación Lázaro Galdiano




El cocodrilo (2)

Resonaba su voz débil y apagada como si viniese de muy lejos. Hubiera podido creerse que algún gracioso apostado en la estancia contigua con la boca pegada a un almohadón, se desgañitaba gritando para simular, con objeto de distraer al público situado en la otra habitación, un diálogo entre dos gañanes en una estepa o en lo hondo de un barranco, espectáculo que más de una vez pude admirar en casa de algún amigo con motivo de la nochebuena. 
-Iván Matveich, maridito mío, ¿estás vivo todavía? -balbuceaba Elena Ivanovna. 
-Sí, vivo y sano -respondió Iván Matveich-. Gracias a la protección del Altísimo, me tragó el cocodrilo sin hacerme el menor daño. Sólo una cosa me apura: ¿cómo considerarán mis jefes este contratiempo? Porque ya sabes que había sacado mi pasaporte para el extranjero y ahora me encuentro en la panza de un cocodrilo, donde no se está del todo mal... 
-¡Pero maridito, qué más da, con tal que te saquen de ahí! -interrumpió Elena Ivanovna. 
-¡Sacarlo de ahí...! -exclamó el dueño del bicho-. No consentiré que a mi cocodrilo le pongan la mano encima. De ahora en adelante, el público se atropellará por entrar a verle. Cobraré a veinte kopeks la entrada, y Carlos no tendrá necesidad de que le echen de comer. 
-¡Gracias a Dios! -añadió la madre. 
-Tienen razón -observó Iván Matveich con sosegado acento-. Ante todo hay que considerar las cosas desde el punto de vista económico. 
-Amigo mío -exclamé yo-, ahora mismo corro a ver a nuestro jefe para presentar la oportuna demanda, pues de sobra veo que nosotros solos no lograremos salir del paso. 
-Lo mismo creo yo -respondió Iván Matveich-, pero en nuestra época de crisis comercial, es bastante difícil abrirle la panza a un cocodrilo sin pagar indemnización. Así que hay que plantearse una cuestión previa: ¿Cuánto pedirá el domador por el cocodrilo? y a esta pregunta, ha de seguir otra como corolario: ¿Quién habrá de pagar? Porque ya sabes que no soy rico... 
-Como no pidas un anticipo sobre tu sueldo... -insinué yo tímidamente. 
Pero el domador me cortó la palabra. 
-No estoy dispuesto a vender mi cocodrilo; ni por tres mil rublos lo daría. Por lo menos, tendría que darme cuatro mil. Con lo que ha pasado, el público formará cola a la puerta del local. Tendrán que darme pon él cinco mil rublos. 
En una palabra, que quería aprovecharse. La más sórdida avaricia se traslucía en su rostro. 
-Basta ya. ¡Me voy! -exclamé indignado. 
-¡Y yo también, yo también! -lloriqueaba Elena Ivanovna-. ¡Iré a ver a Andrés Ossipich y le enterneceré con mis lágrimas! 
-¡No, eso no, mujercita mía! -interrumpió con viveza Iván Matveich que hacía mucho tiempo estaba celoso de aquel caballero. Sabía que su mujer era propensa a soltar el raudal de las lágrimas delante de un hombre culto porque el llanto le sentaba muy bien. Luego, dirigiéndose a mí, continuó-: Tampoco a ti te lo aconsejo. No sabemos lo que podría resultar de esa gestión. Mas sí te ruego vayas hoy mismo a ver a Timotei Semionich; es un hombre de costumbres rancias, bastante tonto y, lo que más importa, muy leal. Salúdale en mi nombre y cuéntale el percance con todos sus pormenores. Al mismo tiempo le entregarás siete rublos que me ganó la última vez que jugamos nuestra partidita; ese rasgo de probidad nos granjeará sus simpatías. Es hombre cuyo consejo puede valemos mucho. Entretanto, llévate de aquí a Elena Ivanovna... Sosiégate, alma mía -añadió dirigiéndose a su esposa-. Todos esos aspavientos me fatigan y quisiera descansar un poco. Después de todo, no se está tan mal aquí, por más que todavia no he tenido tiempo de reconocer bien este inesperado asilo. 
-¿Cómo reconocer? ¿Pero es que ves algo ahí dentro? -exclamó Elena Ivanovna, muy alegre. 
-Impenetrables tinieblas me rodean -respondió el infortunado cautivo-, pero puedo palpar y, por así decirlo, ver con las manos. Así, pues, hasta la vista. Quédate tranquila y no te prives de distracciones. Hasta mañana. En cuanto a ti, Semíon Semionich, ven a verme esta noche y, como eres distraído y podrías olvidarte, hazte un nudo en el pañuelo. 
Confieso que no me disgustaba la idea de salir de allí, pues estaba cansado y empezaba a aburrirme. Me apresuré, pues, a coger del brazo a Elena Ivanovna y sacarla del local. 
-Esta noche les costará a ustedes la entrada veinticinco kopeks -nos previno el domador. 
-¡Oh, Dios mío, qué interesada es esta gente! -dijo Elena Ivanovna mirándose en todas las lunas del Pasaje, comprobando con satisfacción visible que las recientes emociones la habían embellecido. 
-Es el punto de vista económico -le respondí un poco emocionado y enorgullecido de acompañar a una mujer tan hermosa. 
-¿El punto de vista económico? -repitió ella con su simpática vocecita-. pues yo no he entendido nada de lo que dijo Iván Matveich acerca de ese condenado punto de vista económico. 
-Yo se lo explicaré a usted. 
Y me puse a disertar sobre los beneficiosos resultados de la acumulación de capitales extranjeros en nuestra patria, con tanta mayor facilidad cuanto que aquella misma mañana había leído en Las Noticias de Petersburgo y en El Cabello sendos artículos sobre el referido tema. 
Me escuchó ella un rato y me interrumpió diciendo: 
-¡Qué raro es todo eso...! ¿Acabará usted de contarme todas esas sandeces? Dígame, ¿estoy muy colorada? 
Aproveché la ocasión para asestarle una galantería. 
-No está usted colorada -le dije-. ¡Está usted exquisita! 
-¡Vaya con el mequetrefe! -murmuró encantada. Luego añadió, inclinando graciosamente la cabeza-: ¡Cómo compadezco a mi pobre marido...! -y de pronto-: Pero, Dios mío, dígame usted cómo se las va a arreglar para merendar ahí dentro... y... y... ¿si tiene necesidad de alguna cosa? 
-Su pregunta me coge de improviso -le respondí, algo desconcertado. Si he de decir verdad, no había caído en ello. ¡Verdaderamente, las mujeres son más prácticas que nosotros cuando se trata de los problemas de la existencia! 
-Pobre. ¡Cómo ha ido a meterse ahí! ¡En esas tinieblas no podrá proporcionarse ninguna distracción! ¡Y pensar que ni siquiera me queda un retrato suyo...! ¡Ah! ¡Aquí me tiene usted viuda o poco menos! -y esbozó una encantadora sonrisa que demostraba hasta qué punto le parecía interesante su nuevo estado-. ¡De todos modos, me da mucha lástima! 
Así expresaba la natural congoja de una mujer que acaba de perder a su marido. La acompañé a su casa y me obligó a que me quedase a cenar. Luego, después de tomar una tacita de café, logré apaciguarla y la dejé para ir a reunirme con Timotei Semionich, convencido de que todo hombre que tuviese un hogar y una posición respetable había de encontrarse a aquella hora en su casa. 
He escrito este primer capítulo en el estilo que conviene al argumento de mi relato. Pero estoy resuelto a emplear en lo sucesivo un tono menos elevado, si bien más natural, y lealmente se lo advierto al lector. 

(Sigue)