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sábado, 30 de mayo de 2015

Las Edades del Hombre - Teresa de Jesús



 El secreto de maese Cornille             

Francet Mamat, viejo tocador de pífano, que viene de cuando en cuando a pasar la velada conmigo bebiendo vino cocido, me contó la otra tarde un pequeño drama de aldea del que fue testigo mi molino hace unos veinte años. El relato del buen hombre me conmovió y voy a intentar repetirlo tal como lo escuché.
Imaginaos por un momento, lectores queridos, que estáis sentados ante un jarro de vino perfumado y que es un viejo to­cador de pífano el que os habla.
Nuestro país, mi buen señor, no ha sido siempre un lugar muerto y sin cantares como ahora. Antes había en él gran comer­cio de molienda, y, en diez leguas a la redonda, las gentes de las masías nos traían a moler su trigo. Todo alrededor del pueblo las colinas estaban cubiertas de molinos de viento. A derecha y a izquierda, sobre los pinos, no se veían más que aspas que giraban con el mistral, recuas de asnillos cargados de sacos, subiendo y bajando a lo largo de los caminos; y durante toda la semana daba gusto oír en lo alto el resta­llar de los látigos, el crujido de la lona y el «¡dia hue!» de los ayudantes molineros. El domingo íbamos en pandillas a los mo­linos. Allí arriba los molineros pagaban el moscatel. Las molineras eran hermosas como reinas, con sus pañoletas de encajes y sus cruces de oro. Yo llevaba mi pífano y se bailaban farándulas hasta la noche. Aquellos molinos, como ve usted, eran la alegría y la riqueza de nuestro país.
Desgraciadamente, los franceses de París tuvieron la idea de establecer un molino de vapor en la carretera de Tarascón. ¡Muy nuevo, muy bonito! La gente se acostumbró a enviar su trigo a la fábrica, y los pobres molinos de viento se quedaron  sin trabajo. Durante algún tiempo trataron de luchar, pero pudo más el vapor, y uno tras otro, ¡qué lástima! se vieron obligados a cerrar... Ya no se volvieron a ver llegar los asnillos... Las hermosas molineras ven­dieron sus cruces de oro... ¡Se acabó el moscatel! ¡Se acabó la farándula!... Ya podía soplar el mistral, las aspas permanecían quietas... Después, un buen día, el Ayuntamiento hizo derribar todos aquellos chamizos, y en su lugar se sembraron viñas y olivares.
Sin embargo, en medio de la catástrofe, un molino se sostenía y continuaba girando valientemente sobre su colina, en las mis­mas barbas de las fábricas. Era el molino de maese Cornille, el mismo en que estamos pasando la velada en este momento.
Maese Cornille era un viejo molinero, que había vivido durante sesenta años entre harina, y entusiasta de su oficio.
La instalación de las fábricas le había puesto como loco. Durante ocho días se le vio correr por el pueblo, alborotando la gente a su alrededor y diciendo que se quería envenenar a Provenza con la harina de las fábricas. «No vayáis allá -decía-;  esos bandidos, para hacer el pan, utilizan el vapor, que es una invención del diablo,  mientras que yo trabajo con el mistral y la tramontana, que son la respiración de Dios bendito...». Y hallaba un montón de hermosas palabras como éstas en alabanza de los molinos de viento, pero nadie las escuchaba.
Entonces, rabioso, el viejo se encerró en el molino, y vivió completamente solo como un animal salvaje. Ni siquiera quiso con­servar junto a él a su nieta Vivette, una niña de quince años que, desde la muerte de sus padres, no tenía más que a su abuelo en el mundo. La pobrecita tuvo que ganarse la vida, trabajando un poco por todas partes en las masías, en la recolección, los gusanos de seda o las aceitunas. Y, sin embargo, su abuelo parecía quererla mucho. A menudo hacía cuatro leguas a pie, bajo el sol abrasador para ir a verla a la masía en que trabajaba, y cuando estaba junto a ella, pasaba horas enteras mirándola llorando.
En la comarca se creía que el viejo molinero, al deshacerse de Vivette había obrado por avaricia; y no le hacía honor el dejar así a su nieta expuesta a las brutalidades de los lacayos y a todas las desdichas de las jóvenes de servir. Se encontraba también muy mal que un hombre de la reputación de maese Cornille y que hasta entonces se había respetado a sí mismo, anduviera ahora por las calles como un verdadero bohemio, con los pies descalzos, el gorro agujereado, la ropa hecha girones... Lo cierto era que el domingo, cuando le veíamos llegar a misa, nosotros los viejos nos avergonzábamos de él;  Cornille se daba cuenta tan bien que no se atrevía ya a sentarse en nuestro banco. Se quedaba siempre a los pies de la iglesia, junto a la pila de agua bendita, con los pobres. En la vida de maese Cornille había algo que no estaba claro. Nadie en el pueblo le llevaba trigo desde hacía mucho y, sin embargo, las aspas de su molino seguían trabajando como antes... Por la tarde se encontraba uno por los caminos al viejo molinero arreando por delante a su asno, cargado de grandes sacos de harina.
-Buenas tardes, maese Cornille -le gri­taban los campesinos-; ¿sigue marchando el molino?
-Sigue, hijos míos -contestaba el viejo vivamente-. Gracias a Dios no es trabajo lo que nos falta.
Entonces, si se le preguntaba de dónde demonios podía venir tanto trabajo, se llevaba un dedo a los labios y respondía gravemente: «¡Chitón! Trabajo para exportar...». Nunca se le pudo sacar más.
En cuanto a meter las narices en su molino, no había que soñarlo. Ni la misma Vivette entraba allí...
Cuando se pasaba por delante, se veía la puerta siempre cerrada, las grandes aspas siempre en movimiento, el viejo asno ramoneando el césped de la plataforma, y un gran gato flaco que tomaba el sol en el borde de la ventana y nos miraba con aire maligno.
Todo esto olía a misterio, y despertaba comentarios por doquier. Cada cual explicaba a su modo el secreto de maese Cor­nille, pero el rumor general era que en aquel molino había todavía más sacos de escudos que de harina.
Sin embargo, todo se descubrió al fin.
He aquí cómo:
Un buen día, mientras la juventud bai­laba al son de mi pífano, me di cuenta de que el mayor de mis hijos y la pequeña Vivette se habían enamorado uno de otro.
En el fondo no me contrarió, pues después de todo, el nombre de Cornille era honrado entre nosotros, y además me hubiera gus­tado ver correr por la casa aquel gorrion­cillo de Vivette. Sólo que como nuestros enamorados tenían muchas ocasiones de estar juntos, quise, para evitar accidentes, reglamentar el asunto en seguida, y subí hasta el molino para decir dos palabras al abuelo... ¡Ah, el viejo brujo! ¡Había que ver cómo me recibió! Imposible hacerle abrir la puerta. Le expliqué el asunto como pude, por el ojo de la llave; y mien­tras hablé, allí estuvo todo el tiempo aquel pícaro gato flaco resoplando como un de­monio sobre mi cabeza.
El viejo no me dejó acabar, y me gritó groseramente que me volviera con mi pífano; y que si quería casar a mi hijo, podía ir a buscar mozas a la fábrica... Pensad si me herviría la sangre al oír aquellas desconsideradas palabras; pero aun  así tuve la prudencia necesaria para contenerme, y dejando a aquel viejo loco con su muela regresé a anunciar a mis hijos el contratiempo... Aquellos pobres corderillos no podían creerlo; me pidieron por favor les dejara subir juntos al molino para hablar al abuelo... No tuve el valor de negarme, y ¡prrrrt! allá van mis  ena­morados.
Cuando llegaron arriba, maese Cornille acababa de salir. La puerta estaba cerrada con dos vueltas; pero el bendito viejo, al marcharse, había dejado fuera la escalera e inmediatamente se les ocurrió a los jó­venes entrar por la ventana, ver un poco lo que había en aquel famoso molino...
¡Cosa singular! La habitación de la muela estaba vacía... Ni un saco, ni un grano de trigo; ni rastro de harina en las paredes ni sobre las telarañas... Ni siquiera se res­piraba ese buen olor cálido de trigo triturado que perfuma los molinos. El rodezno estaba cubierto de polvo, y el gran gato flaco dormía encima.
La habitación inferior tenía el mismo aire de miseria y abandono: una mala cama, algunos harapos, un pedazo de pan en un tramo de escalera, y luego, en un rincón, tres o cuatro sacos reventados, de los que se escapaban escombros y tierra blanca.
¡Allí estaba el secreto de maese Cornille! Aquel cascote era lo que paseaba por los caminos, para salvar el honor del molino y hacer creer que se hacía harina en él... ¡Pobre molino! ¡Pobre Cornille! Desde hacia mucho las fábricas le habían arrebatado su último trabajo. Las aspas seguían dando vueltas, pero la muela giraba en vacío.
Los jóvenes volvieron llorando a contarme lo que habían visto. El corazón se me partió al oírles... Sin perder un minuto, corrí a casa de los vecinos, les conté en dos palabras lo que pasaba, y convinimos en que había de llevar inmediatamente al molino de Cornille cuanto trigo había en las casas... Dicho y hecho. Todo el pueblo se puso en camino, y llegamos allá arriba con una procesión de burros cargados de trigo, ¡y éste era trigo de verdad!
El molino estaba abierto de par en par...
A la puerta, maese Cornille, sentado sobre un saco de cascote, lloraba con la cabeza entre las manos. Acababa de darse cuenta, al volver, de que durante su ausencia al­guien había entrado en su casa y sorpren­dido su triste secreto.
-¡Pobre de mí! -decía-. Ahora no me queda sino morir...  El molino está deshonrado.
Y sollozaba hasta partir el alma, llamando a su molino con toda clase de nom­bres, hablándole como a una persona de verdad.
En aquel momento llegaban los asnos a la plataforma, y todos nos pusimos a gritar muy fuerte, como en los buenos tiempos de los molineros:
-¡Ah del molino!... ¡Eh, maese Cornille!
Y he aquí que los sacos se amontonan ante la puerta, y el hermoso grano rojo se desparrama por tierra por todas partes...
Maese Cornille abría mucho los ojos.
¡Había cogido trigo en el hueco de su vieja mano, y decía, riendo y llorando a la vez:
-¡Es trigo!.., ¡Dios mío! ¡Trigo bueno!... Dejadme que lo contemple.
Después, volviéndose hada nosotros:
-¡Ah! Bien sabía yo que volveríais a mí... Todos esos fabricantes son unos ladrones.
Queríamos llevarle en triunfo al pueblo.
-No, no, hijos míos; lo primero tengo que dar de comer a mi molino... ¡Imaginaos! ¡Hace tanto tiempo que no se ha llevado nada a los dientes!
Y todos teníamos lágrimas en los ojos al ver al pobre viejo bregar de derecha a izquierda abriendo los sacos, vigilando la muela, mientras el grano se trituraba y el fino polvo de trigo se elevaba al techo.
Hay que hacernos justicia: desde aquel día no permitimos que al viejo molinero le faltase trabajo. Después, una mañana, murió maese Cornille y las aspas de nues­tro último molino dejaron de girar, esta vez para siempre... Muerto Cornille, no tuvo seguidores. ¡Qué queréis, señor!... todo tiene fin en este mundo, y hay que creer que pasó la época de los molinos de viento lo mismo que la de las barcazas en el Ródano, la de los parlamentos y la de las casacas con grandes flores.
A. Daudet

Si Satanás pudiera amar, dejaría de ser malvado. (Teresa de Jesús)

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Carmen

jueves, 28 de mayo de 2015

Os santiños de pedra do Colexio de San Xerome


Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo

En Santiago había un deán al que le gustaba mucho aprender las ciencias mágicas, y oyó decir que don Illán de Toledo sabía de esto más que nadie que hubiese en aquel tiempo; y por ello se fue para Toledo para aprender aquella ciencia. Y el día en que llegó a Toledo, se dirigió enseguida a casa de don Illán, y lo halló que estaba leyendo en una habitación muy apartada; y en cuanto llegó lo recibió muy bien y le dijo que no quería que le dijese por que había venido hasta que hubiese comido. Y se preocupó mucho por él, y le hizo preparar muy buenos aposentos y todo lo que le hizo falta, y le dio a entender que se alegraba mucho con su llegada.
Y después que hubieron comido, se apartó con él y le contó la razón por la que había venido hasta allí, y le rogó con mucha insistencia que le enseñase aquella ciencia que él tanto deseaba aprender. Y don Illán le dijo que él era deán y hombre de gran condición, y que podía llegar a una posición muy alta y los hombres que tienen una buena posición, una vez que han conseguido a su gusto lo que desean, olvidan muy pronto lo que otros han hecho por ellos y él se temía que, cuando hubiese aprendido todo lo que deseaba saber, no le haría tanto bien como le prometía. Y el deán le prometió y  aseguró que, por cualquier bien que alcanzase, nunca haría  más  que lo que él le mandase. 
Y en esta charla estuvieron desde que hubieron comido  hasta que fue la hora de cenar. Y cuando el trato estuvo ya  arreglado, dijo don Illán al deán que aquella ciencia no se podía aprender más que en un lugar muy apartado, y que esa  misma noche le quería enseñar donde iban a estar hasta que hubiese aprendido lo que él quería saber. Y le cogió de la mano y lo llevó a una habitación. Y alejándose de los demás; llamó a una muchacha de su casa y le dijo que preparase perdices para cenar esa noche, pero que no las pusiese a asar hasta que él lo mandase.
Y cuando hubo dicho esto, llamó al deán; y penetraron  juntos por una escalera de piedra muy bien labrada y fueron descendiendo por ella mucho rato, de modo que parecía que estaban tan bajos que pasaba el río Tajo por encima de ellos. Y cuando llegaron al final de la escalera, hallaron un alojamiento muy bueno, y había allí una habitación muy adornada donde estaban los libros y el estudio donde habían de leer. Nada más sentarse, estaban fijándose en qué libros iban a comenzar, y estando ellos en esto, entraron dos hombres por la puerta y le dieron una carta que le enviaba su tío el arzobispo, por la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que enviaba rogar que, si le quería ver vivo, se fuese enseguida con él. Al deán le apenaron mucho estas noticias; uno, por la enfermedad de su tío; y lo otro, porque temió que había de dejar el estudio que había comenzado. Pero decidió no dejar aquel estudio tan pronto, y escribió unas cartas de respuesta y las envió a su tío el arzobispo.
Al cabo de tres o cuatro días llegaron otros hombres a pie, que traían otras cartas al deán en las que le hacían saber que el arzobispo se había muerto, y que estaban todos los de la iglesia en la elección y que confiaban, por la merced de Dios, que le elegirían a él, y por esta razón que no se preocupase por ir a la iglesia, pues mejor sería para él que lo eligiesen estando en otra parte que no estando en la iglesia.
Y al cabo de siete u ocho días, llegaron dos escuderos muy bien vestidos y muy bien dispuestos, y cuando se acercaron a él, le besaron la mano y le enseñaron las cartas de cómo le habían elegido arzobispo.  Cuando don Illán oyó esto, fue al electo y le dijo como agradecía mucho a Dios que estas buenas noticias le llegaran a su casa, y pues Dios tanto bien le había hecho, que le pedía por merced que el deanazgo que quedaba libre lo diese a un hijo suyo. Y el electo le dijo que le pedía que le dejase que aquel deanazgo fuese para su hermano; pero que él le favorecería, de modo que estuviera contento, y que le pedía que se fuese con él a Santiago y llevase a aquel hijo suyo. Don Illán le dijo que lo haría.
Se fueron para Santiago. Cuando llegaron allí, fueron muy bien recibidos y muy honradamente. Y después de que llevaban allí un tiempo, llegaron un día mensajeros del Papa para el arzobispo con unas cartas, en las que le daba el obispado de Tolosa y le concedía la gracia de poder dar el arzobispado a quien quisiese. Cuando don Illán oyó esto, reprochándole con mucho ahínco lo que con él había pasado, le pidió por favor que se lo diese a su hijo; y el arzobispo le rogó que consintiese en que fuese para un tío suyo, hermano de su padre. Y don Illán le dijo que bien veía que le hacía un gran agravio, pero que aceptaba esto con tal de que fuese seguro que se lo repararía más adelante. Y el obispo le prometió forzosamente que lo haría así, y le rogó que se fuese con él a Tolosa y llevase a su hijo. Y después de que llegaron a Tolosa, fueron muy bien recibidos por condes y por cuantos hombres nobles había en la región. Y después que hubieron vivido allí hasta dos años, llegaron los mensajeros del Papa con sus cartas de cómo el Papa le hacía cardenal y le concedía la gracia de que diese el obispado de Tolosa a quien quisiere. Entonces fue don Illán a él y le dijo que, puesto que tantas veces le había incumplido lo que había acordado, aquí ya no había lugar para poner excusa ninguna para que no diese alguna de aquellas dignidades a su hijo. Y el cardenal le pidió que le consintiera que tuviese aquel obispado un tío suyo, hermano de su madre, que era un buen hombre anciano; pero que, puesto que él era cardenal, se fuese con él para la corte, que allí había mucho en que recompensarle. Y don Illán se lamentó mucho, pero aceptó lo que el cardenal quiso, y se fue con él para la corte.
Y después de que llegaron allí, fueron bien recibidos por los cardenales y por cuantos en la corte eran y estuvieron allí mucho tiempo. Y don Illán insistiendo cada día al cardenal para que le hiciese alguna merced a su hijo, y él le presentaba excusas.
Y estando así en la corte, se murió el Papa; y todos cardenales eligieron a aquel cardenal como Papa. Entonces fue a él don Illán y le dijo que ya no podía excusarse de cumplir lo que había prometido. El Papa le dijo que no insistiese tanto, que siempre había momento para hacerle alguna merced cuando fuese oportuno. Y don Illán se comenzó a lamentar mucho, reprochándole todo lo que le había prometido y nunca había cumplido, y diciéndole que aquello se temía él la primera vez que habló con él y, puesto que había alcanzado tal posición y no cumplía lo que le había prometido, ya no quedaba ninguna oportunidad para esperar de él ningún bien. De estas quejas se lamentó mucho el Papa y le comenzó a maltratar, diciéndole que si le insistía más, le echaría en una cárcel, que era hereje y encantador, que bien sabía que no tenía otro medio de vida ni otro oficio en Toledo, donde vivía, más que vivir por aquella ciencia mágica.
Después de que don Illán vio lo mal que le recompensaba el Papa lo que por él había hecho, se despidió de él, y ni siquiera le quiso dar el Papa para comer por el camino. Entonces don Illán le dijo al Papa que, puesto que no tenía otra cosa para comer, tendría que volverse a las perdices que había mandado asar aquella noche, y llamó a la mujer y le dijo que preparara las perdices.
Cuando esto dijo don Illán, se encontró el Papa en Toledo convertido en deán de Santiago, como lo era cuando allí llegó, y fue tan grande la vergüenza que pasó, que no supo que decir. Y don Illán le dijo que se fuese en buena hora y que bastante había probado su condición, y que lo tendría por muy mal empleado si comiese su parte de las perdices.
Conde Lucanor

martes, 26 de mayo de 2015

Reus


La presencia de la rosa heráldica es general en toda Europa. En Reus se ha convertido en un emblema desde tiempos inmemoriales, ya que ha protagonizado los escudos locales, al menos, desde el 1391, fecha del primero que conocemos, conservado en el Libro de Cuentas del Común. La rosa heráldica generalmente tiene cinco pétalos, pero también podía tener ocho, como la que aparece bajo el escudo citado, que podemos ver reproducido en varias losas de la plaza del Castillo.
Aunque no sabemos el motivo por el que la ciudad adopta la rosa como símbolo local, parece que el origen está en la donación que hizo el cardenal Pedro Roger de Belfort -señor feudal de Reus y futuro papa Gregorio XI- el 1349 de una de las seis rosas de su escudo para usarla como icono de la villa. Más adelante, la leyenda del 1592 -que explica como la Virgen de la Misericordia deja representada una rosa en la mejilla de Isabel Besora para demostrar su aparición para salvar a los habitantes de Reus de la peste-, dió aún más relevancia a la rosa como símbolo municipal.

El juez y las patatas

Un juez se fue de vacaciones a casa de uno de sus primos, que era campesino. Al tercer día, el juez, que empezaba a aburrirse viendo a su primo muy ocupado, le propuso ayudarlo.
-¿Qué sabes hacer? -le preguntó el campesino.
El juez reflexionó un instante y no pudo ofrecer ninguna respuesta satisfactoria. El campesino reflexionó por su parte y encontró un trabajo fácil. Condujo al juez hasta una granja cuyo suelo se encontraba cubierto de patatas que acababan de ser arrancadas.
-Esto es lo que vas a hacer -le dijo-. Vas a guardar estas patatas en tres categorías: las grandes, las pequeñas y las medianas. Hasta la noche.
El campesino se fue y se pasó todo el día trabajando los campos. Al regresar, cuando era ya casi de noche, abrió la puerta de la granja y vio que las patatas estaban exactamente en el mismo sitio donde las había dejado por la mañana.
El juez estaba en medio de la granja, con aire abatido, el rostro cubierto de sudor, despeinado. Tenía una patata en la mano. 
-¿Qué ha pasado? -preguntó el campesino.
 El juez alargó el brazo y le entregó la patata, preguntándole con voz quebrada: 
-¿Es una grande, una pequeña o una mediana?  

Jean-Claude Carrière

domingo, 24 de mayo de 2015

Quesos Flor Valsequillo

     
   
EL VASO DE LECHE                               

Afirmado en la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía en la mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con la otra mano atendía la pipa.
Entre unos vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar y avanzó des­pués caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos, distraído o pensando.
Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:
-I say; look here! (Oiga, mire).
El joven, levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma:
-Hallow! What? (¡Hola! ¿Qué?)
-Are you hungry? (¿Tienes hambre?)
Hubo un breve silencio. Durante el cual el joven pareció reflexionar y hasta dio un paso más corto que los demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mien­tras dirigía al marinero una sonrisa triste:
-No, I am not hungry. Thank you, sailor (No, no tengo hambre. Muchas gracias, marinero).
-Very well (Muy bien).
Sacóse la pipa de la boca el marinero, escupió y colocándola, de nuevo entre los labios, miró hacia otro lado. El joven, avergonzado de que su aspecto desper­tara sentimientos de caridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su negativa.
Un instante después un magnífico vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandes zapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y este, sin llamarlo previamente, le gritó:
-Are you hungry?
No había terminado aún su pregunta cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el marinero tenía en las manos, contestó apresuradamente:
-Yes, sir, I am very much hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre).
Sonrió el marinero. El paquete voló en el aire y fue a caer entre las manos ávidas del hambriento. Ni siquiera dio las gracias y abriendo el envoltorio calentito aún, sentóse en el suelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante de puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdo­naría no saber el suficiente como para pedir de comer a uno que hable este idioma.
El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la escena.
Él también tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres largos días. Y más por timidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de los vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los marineros algún paquete que contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no podría hacerlo nunca. Y cuando, como en el caso reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las rechazaba heroicamente, sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.
Seis días hacía que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un vapor inglés procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de un vapor en que servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus ocu­paciones a un austriaco pescador de centollos, y en el primer barco que pasó hacia el norte embarcóse ocultamente.
Lo descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a trabajar en las calderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron, y allí que­dó, como un fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio alguno.
Mientras estuvo allí el vapor, pudo comer, pero después... La ciudad enorme, que se alzaba más allá las callejuelas llenas de tabernas y posadas pobres, no le atraía; parecíale un lugar de esclavitud, sin aire, oscuro sin esa grandeza amplia del mar y entre cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y muere aturdida por un trafago angustioso.
Estaba poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas como un brazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven, había hecho viajes por las costas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos trabajos y faenas; faenas y trabajos que en tierra casi no tenían aplicación.
Después que se fue el vapor anduvo y anduvo, es­perando del azar algo que le permitiera vivir de algún modo mientras volvía a sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto tenía poco movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron.
Ambulaban por allí infinidad de vagabundos de pro­fesión; marineros sin contrata, como él, desertados de un vapor o prófugos de algún delito; atorrantes abandonados al ocio, que se mantienen de no se sabe qué, mendingando o robando, pasando los días como las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué extraños acontecimientos, o no esperando nada, individuos de las razas y pueblos más exóticos y extraños, aún de aquellos en cuya existencia no se cree hasta haber visto un ejemplar vivo.

Al día siguiente, convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir a cualquier medio para procurarse alimentos.
Caminando, fue a dar delante de un vapor que había llegado la noche anterior y que cargaba trigo. Una hi­lera de hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados sacos, desde los vagones, atravesando una planchada hasta la escotilla de la bodega, donde los estibadores recibían la carga.
Estuvo un rato mirando hasta que atrevióse a hablar con el capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y animosamente formó parte de la larga fila de cargadores.
Durante el primer tiempo de la jornada trabajó bien; pero después empezó a sentirse fatigado y le vinieron vahídos, vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al hombro, viendo a sus pies  la abertura formada por el costado del vapor y el murallón del muelle, en el fondo del cual, el mar, manchado de aceite  y cubierto de desperdicios, glogloteaba sordamente.
A la hora de almorzar hubo un breve descanso y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y otros comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo a descansar, disimulando su hambre.
Terminó la jornada completamente agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo último. Mientras los tra­bajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz, y cuando se hubo marchado el último, acercóse a él y confuso y titubeante, aunque sin contarle lo que le sucedía, le preguntó si podían pagarle inmediatamente o si era posible conseguir un adelanto a cuenta de lo ganado.
Contestóle el capataz que la costumbre era pagar al final del trabajo y que todavía sería necesario trabajar el día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por otro lado, no adelantaban un centavo.
-Pero -le dijo- si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No tengo más.
Le agradeció el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue.
Le acometió entonces una desesperación aguda. ¡Te­nía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo do­blegaba como un latigazo; veía todo a través de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sin embargo, no habría podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era oscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía que estaba aplastado por un gran peso.
Sintió de pronto como una quemadura en las entra­ñas, y se detuvo. Se fue inclinando, inclinando, doblán­dose forzadamente y creyó que iba a caer. En ese instante, como si una ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se veía desde ella, el  rostro de su madre y el de sus hermanos, todo lo que él quería y amaba apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la fatiga... Después, poco a poco, cesó el desvanecimiento y se fue enderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin se irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al suelo.
Apuró el paso, como huyendo de un nuevo mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer a cualquier parte sin pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, que le pegaran, a que lo mandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien veces repitió mentalmente esta palabra: comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdió su sentido, dejándole una impresión de vacío caliente en la cabeza.
No pensaba huir; le diría al dueño: «Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no tengo con qué pagar... Haga lo que quiera.»
Llegó hasta las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontró una lechería.
Era un negociocito muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol. Detrás del mostra­dor estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.
Eligió ese negocio. La calle era poco transitada.
Habría podido comer en uno de los figones que estaban junto al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y bebía.
En la lechería no había sino un cliente. Era un ve­jete de anteojos, que con la nariz metida entre las ho­jas de un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la silla. Sobre la mesita había un vaso de leche a medio consumir.
Esperó que se retirara, paseando por la acera, sin­tiendo que poco a poco se le encendía en el estómago la quemadura de antes, y esperó cinco, diez, hasta quince minutos. Se cansó y paróse a un lado de la puerta, desde donde lanzaba al viejo unas miradas que parecían pedradas.
¡Qué diablos leería con tanta atención! Llegó a imaginar que era un enemigo suyo, quien, sabiendo sus intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o una frase que le indicara que no tenía derecho a permanecer una hora sentado, y leyendo, por un gasto tan reducido.
Por fin el cliente terminó su lectura, o por lo menos, la interrumpió. Se bebió de un sorbo el resto de leche que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiéndose a la puerta, salió; era un vejete con trazas de carpintero y barnizador.
Apenas estuvo en la calle, afirmóse los anteojos, metió de nuevo la nariz en las hojas del periódico y se fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer con más detenimiento.
Esperó que se alejara y entró. Un momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendo dónde sentarse; por fin eligió una mesa y dirigióse hacia ella; pero a mitad de camino se arrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose después en un rincón.­
Acudió la señora, pasó un trapo por la cubierta de la mesa y con voz suave, en la que se notaba un dejo de acento español, le preguntó:
-¿Qué se va usted a servir?
Sin mirarla, le contestó:
-Un vaso de leche.
-¿Grande?
-Sí, grande.
-¿Sólo?
-¿Hay bizcochos?
-No;  vainillas.
-Bueno, vainillas.
Cuando la señora se dio la vuelta él se restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene frío y va a beber algo caliente.
Volvió la señora y colocó ante él un gran vaso de leche y un platillo lleno de vainillas, dirigiéndose a su puesto detrás del mostrador.
Su primer impulso fue el de beberse la leche de un trago y comerse después las vainillas pero enseguida  se arrepintió; sentía que los ojos de la mujer lo miraban con curiosidad. No se atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de ánimo y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse, sin probar lo que había pedido.
Pausadamente tomó una vainilla, humedecióla en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbo de leche y sintió que la quemadura, ya encendida en su estóma­go, se apagaba y deshacía. Pero, en seguida, la rea­lidad de su situación desesperada surgió ante él y algo apretado y caliente subió desde su corazón hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a sollozar, a sollozar a gritos, y aunque sabía que la señora lo estaba mirando no pudo rechazar ni deshacer aquel nudo ardiente que se estrechaba más y más. Resistió, y mientras resistía comió apresuradamente, como asustado, temiendo que el llanto le impidiera comer. Cuando terminó con la leche y las vainillas se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.
Afirmó la cabeza en las manos y durante mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia; con ganas de llorar, como si nunca hubiese llorado.
Inclinado estaba y llorando, cuando sintió que una mano le acariciaba la cansada cabeza y que una voz de mujer, con un dulce acento español, le decía:
-Llore, hijo, llore...
Una nueva ola de llanto le arrasó los ojos y lloró con tanta fuerza como la primera vez, pero ahora no angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo penetraba, apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta. Mientras lloraba pa­recióle que su vida y sus sentimientos se limpiaban como un vaso bajo un chorro de agua, recobrando la claridad y firmeza de otros días.
Cuando pasó el acceso de llanto, se limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo. Levantó la cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste.
En la mesita, ante él, había un nuevo vaso lleno de leche y otro platillo colmado de vainillas; comió lentamente, sin pensar en nada, como si nada le hubie­ra pasado, como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba detrás del mostrador.
Cuando terminó ya había oscurecido y el negocio se iluminaba con una bombilla eléctrica. Estuvo un rato sentado, pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin ocurrírsele nada oportuno.
Al fin se levantó y dijo simplemente:
-Muchas gracias, señora; adiós...
-Adiós, hijo... -le contestó ella.
Salió. El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el llanto. Caminó un rato sin dirección, tomando después por una calle que bajaba hacia los muelles. La noche era hermosísima y grandes estrellas aparecían en el cielo de verano.
Pensó en la señora rubia que tan generosamente se había conducido e hizo propósitos de pagarle y recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos pensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta que no quedó ninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos de su vida pasada.
De pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando con firmeza y decisión.
Llegó a la orilla del mar y anduvo de un lado para otro elásticamente, sintiéndose rehacer, como si sus fuerzas interiores, antes dispersas, se reunieran y amalgamaran sólidamente.
Después la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormiguero y se sentó sobre un montón de bolsas.
Miró el mar. Las luces del muelle y las de los barcos se extendían por el agua en un reguero rojizo y dorado, temblando suavemente. Se tendió de espaldas, mirando al cielo largo rato. No tenía ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía vivir, nada más.
Hasta que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar.

 Manuel Rojas

viernes, 22 de mayo de 2015

Paradiso-Gutenberg

  

   
La perla

Alguien vino a mí en un sueño y me dio una caja de marfil diciendo:
-Acepta este regalo.
Cuando me desperté, encontré la caja en la almohada. La abrí extrañado y vi una perla del tamaño de una avellana.
De vez en cuando se la enseñaba a un amigo o a un experto, y le preguntaba:
-¿Qué te parece esta incomparable perla?
El hombre movía la cabeza y decía riendo:
-¿Qué perla? La caja está vacía.
Yo me quedaba atónito por el hecho de que negaran lo que estaba delante de mis ojos.
Hasta ahora, no he encontrado a nadie que me crea. A pesar de todo, la desesperación no ha llegado a mi corazón.
Naguib Mahfuz


Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Librería Pastor (León)

miércoles, 20 de mayo de 2015

Córdoba, sultana y mora, judía y cristiana





Adelfos

Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron;
-soy de la raza mora, vieja amiga del Sol-,
que todo lo ganaron y todo lo perdieron.
Tengo el alma de nardo del árabe español.
Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna...
De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer.
En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos...
y la rosa simbólica de mi única pasión
es una flor que nace en tierras ignoradas
y que no tiene aroma, ni forma, ni color.
Besos, ¡pero no darlos! Gloria, ¡la que me deben!
que todo como un aura se venga para mí;
que las olas me traigan y las olas me lleven,
y que jamás me obliguen el camino a elegir.
¡Ambición! No la tengo. ¡Amor! No lo he sentido.
No ardí nunca en un fuego de fe ni gratitud.
Un vago afán de arte tuve... Ya lo he perdido.
Ni el vicio me seduce, ni adoro la virtud.
De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.
No se ganan, se heredan, elegancia y blasón...
Pero el lema de casa, el mote del escudo,
es una nube vaga que eclipsa un vano sol.
Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme,
lo que hago por vosotros hacer podéis por mí...
¡Que la vida se tome la pena de matarme,
ya que yo no me tomo la pena de vivir!...
Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
De cuando en cuando un beso sin ilusión ninguna.
¡El beso generoso que no he de devolver! 

Manuel Machado


NOTICIAS: "La mayoría de los hombres de Europa descienden de las tres mismas personas" (El Confidencial, martes 19 de Mayo de 2015)
Nota complementaria aportada por Marcapáginasporuntubo: ...pero para decirnos eso no hay que pagar a unos investigadores. Ya lo decía la Biblia: Sem, Cam y Jafet, los hijos de Noé, únicos supervivientes del Diluvio Universal.


“Cualquier fe es una forma de ceguera. Cuando decimos: 'La fe es creer lo que no vemos', en ese mismo instante la fe nos impide ver lo que vemos”. (José Luis Sampedro)

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Natalia Castells