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viernes, 29 de junio de 2018

Toulouse-Lautrec


La corista        

Una vez, cuando  era más joven, más bonita y tenía mejor voz, Nikolai Petrovich Kolpakov, su admirador,  estaba en el chalet de ella sentado en una habitación del entresuelo. El día era intolerablemente caluroso y sofocante. Kolpakov acababa de comer y de beberse una botella entera de pésimo vino de Oporto, estaba de mal humor y tenía mal cuerpo. Ambos se aburrían y aguardaban a que menguara el calor para salir a dar un paseo. 
De pronto sonó un campanillazo en el recibimiento. Kolpakov, en mangas de camisa y zapatillas, se levantó de un salto y miró a Pasha inquisitivamente. 
-Será el cartero o quizá una de mis compañeras -dijo la cantante. 
Kolpakov no se hubiera cohibido ante el cartero o las compañeras de Pasha; pero, por si acaso, cogió su chaqueta y se metió en la habitación contigua mientras Pasha corría a abrir. Cuál no sería la sorpresa de ésta cuando vio en el umbral de la puerta no al cartero ni a una compañera, sino a una mujer desconocida, joven, hermosa y vestida con elegancia; a todas luces una señora.  
La desconocida estaba pálida y respiraba con esfuerzo, como sofocada de subir la escalera.  
-¿Qué desea? -preguntó Pasha. 
La señora no contestó al momento. Dio un paso adelante, miró en torno suyo y se sentó en una silla como si no pudiera seguir de pie a causa de la fatiga o por hallarse indispuesta. Sus labios pálidos se movían en silencio, tratando de decir algo. 
-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando al rostro de Pasha sus grandes ojos de párpados hinchados y enrojecidos. 
-¿Qué marido? -murmuró Pasha, quien de pronto se amedrentó a tal punto que se le helaron las manos y los pies.  
-El mío... Nikolai Petrovich Kolpakov 
-No..., no, señora... Yo no conozco a su marido. 
Transcurrió, un minuto en silencio. La desconocida se pasó varias veces un pañuelo por los labios pálidos y retuvo el aliento para dominar su estremecimiento interior. Mientras tanto Pasha permanecía inmóvil ante ella, como clavada en el sitio, y la miraba aterrada y perpleja.  
-¿Conque dice usted que no está aquí? -preguntó la señora con voz más firme y sonrisa un tanto extraña. 
-Yo... yo no sé a quién se refiere usted. 
-Es usted una mujer ruin, infame, abominable -murmuró la desconocida mirando a Pasha con odio y asco-. Sí, sí... infame. Me alegro mucho, sí, muchísimo, de poder decírselo por fin. 
Pasha tenía la sensación de causar en esta dama de ojos iracundos y dedos largos y finos, vestida de negro, la impresión de algo deshonesto y repugnante; y se avergonzó de su propio rostro carilleno y colorado, de su huella de viruela en la nariz y del flequillo en la frente que nunca lograba peinar hacia arriba. Y pensaba que si fuese delgada, sin polvos en la cara y sin el flequillo, podría disimular que no era persona decente, y no sería tan horrible y bochornoso estar de pie ante esa señora misteriosa y desconocida 
-¿Dónde está mi marido? -persistió ésta-. Pero no importa que esté o no esté aquí. Sólo quiero decir a usted que se ha descubierto una malversación de fondos que ha cometido y que le busca la policía... Le van a detener. ¡Eso es lo que ha hecho usted! La señora se levantó y, presa de agitación, empezó a deambular por la habitación. Pasha la observaba sin comprender nada por el miedo que sentía. 
-Hoy darán con él y le detendrán -dijo sollozando la señora, sollozos en que vibraban la amargura y la cólera-. ¡Sé quién le ha empujado a ese horror! ¡Mujer infame, abominable! ¡Criatura asquerosa y comprada! -(Ahí la señora encrespó los labios y arrugó la nariz del asco que sentía.)- Sé que soy impotente... ¡Óigame, mujer ruin!... ¡Me siento impotente y usted es más fuerte que yo, pero hay Uno que nos defenderá a mí y a mis hijos! ¡Dios lo ve todo! Él es justo. Él la castigará a usted por cada una de mis lágrimas, por cada una de mis noches en vela. Llegará la hora en que usted me recordará.
Silencio una vez más. La señora seguía yendo y viniendo por el cuarto retorciéndose las manos. Pasha, irresoluta, continuaba observándola alelada, sin comprender nada, esperando que la visitante hiciera algo terrible. 
-Yo, señora, no sé nada -exclamó de pronto, rompiendo a llorar. 
-¡Miente usted! -gritó la dama mirándola con ojos brillantes de ira-. ¡Lo sé todo! ¡Hace ya tiempo que la conozco! Sé que él ha estado viniendo aquí todos los días durante el mes pasado.  
-Bueno ¿y qué? ¿Es culpa mía? Aquí vienen muchos de visita, pero a nadie obligo a venir. Cada cual puede hacer lo que quiera.  
-¡Le digo a usted que se ha descubierto una malversación de fondos ajenos! Y por una mujer... como usted... mi marido ha llegado al extremo de cometer un delito. Escuche -agregó la señora en tono severo, deteniéndose ante Pasha-. Es usted una mujer sin conciencia que vive sólo para hacer el mal. Ése es su fin en la vida. Pero no es posible que se haya hundido usted tanto que no le quede una pizca de humanidad. Él tiene mujer, hijos..., ¡recuérdelo! Hay un medio, sin embargo, de salvarnos de la miseria y la vergüenza Si hoy puedo juntar novecientos rublos le dejarán en paz. ¡Nada más que novecientos rublos! 
-¿Qué novecientos rublos? -preguntó Pasha con voz débil-. Yo... no sé... Yo no he tomado... 
-No le pido a usted novecientos rublos... No tiene usted dinero y no es eso lo que le pido, sino otra cosa... Por lo común, los hombres hacen regalos de joyas a mujeres como usted. Devuélvame tan sólo los regalos que le ha hecho mi marido.                  
-¡Señora, él nunca me ha dado nada! -dijo quejosa Pasha, empezando a comprender. 
-¿Entonces dónde está el dinero? Él ha derrochado el suyo, el mío y el ajeno... ¿Dónde lo ha metido? ¡Escuche, se lo ruego! Hace un momento estaba agitadísima y le he dicho cosas desagradables. Discúlpeme. Sé que debe usted odiarme pero si no ha perdido por completo la compasión ¡póngase en mi lugar! Le imploro que me dé usted las joyas. 
-Hmm... -dijo Pasha encogiéndose de hombros- Lo haría con gusto, pero que Dios me castigue si miento. Su marido nunca me ha dado nada. Nunca jamás. Pero sí, tiene usted razón -corrigió la cantante, turbada de pronto-. Una vez me dio dos cositas. Espere un instante. Se las doy a usted si las quiere. 
Pasha abrió uno de los cajoncitos de su tocador y sacó una pulsera de oro hueco y una delgada sortija con un rubí. 
-¡Aquí tiene! -dijo, alargando ambas cosas a la visitante. 
La señora se soliviantó; un espasmo le cruzó el semblante. Se consideraba ultrajada. 
-¿Qué es lo que me da usted aquí? -dijo-. No pido una limosna, sino las cosas que no pertenecen a usted..., las cosas que por su condición le ha sacado usted a mi marido..., a ese hombre débil y desgraciado... Cuando el jueves la vi a usted con él en el muelle llevaba usted broches y pulseras de alto precio. ¡Así, pues, de nada le vale hacerse la inocente conmigo! Se lo pido por última vez: ¿me da esos regalos o no? 
-¡Pues sí que tiene gracia! -dijo Pasha, empezando a ofenderse-. Le juro que nunca he recibido nada de su Nikolai Petrovich salvo esa sortija y esa pulsera. Nunca me ha dado nada, sino esas cosas y unos pastelillos. 
-¡Pastelillos! -exclamó la desconocida riendo-. ¡En casa los niños no tienen qué comer y él trae aquí pasteles! ¿Conque no me entrega usted esas cosas? 
Sin recibir contestación, la señora se sentó, fijó los ojos en un punto y pareció cavilar sobre algo. 
-¿Qué hacer ahora? -murmuró-. Si no consigo reunir novecientos rublos quiere decirse que es la ruina de él... y también la mía y la de los niños. ¿Qué voy a hacer? ¿Matar a esa infame o ponerme de rodillas ante ella? 
La señora hundió el rostro en el pañuelo y rompió a llorar. 
-¡Se lo imploro! -se la oyó sollozar tras el pañuelo-. Ha sido usted quien ha arruinado y destrozado a mi marido; ¡sálvele ahora!... Sé que no le tiene usted lástima, pero los niños..., los niños... ¿Qué culpa tienen ellos? 
Pasha se imaginó a los pequeños llorando de hambre en una esquina y también rompió a llorar. 
-¿Pero qué puedo hacer yo, señora? -preguntó-. Usted dice que soy una infame y que he arruinado a Nicolai Petrovich, pero le juro ante Dios que nunca he recibido de él regalo alguno... En nuestro grupo de coristas sólo hay una, Mota, que tiene un protector rico. Todas las demás vivimos de pan y agua. Nikolai Petrovich es un hombre educado, un caballero fino, por eso le he recibido. Nosotras no podemos permitirnos el lujo de escoger 
-¡Le pido las joyas! ¡Deme las joyas! Aquí me tiene llorando..., humillándome... Vea que me pongo de rodillas ante usted. ¡Por favor! 
Pasha lanzó, un grito de terror y se retorció; los brazos. Tenía la sensación de que esta señora hermosa y pálida, que hablaba con tanta finura como los actores dc teatro, podía efectivamente caer de rodillas ante ella; y por el solo hecho de ser tan altanera y noble se exaltaría con ello y  rebajaría a la corista. 
-¡Bien, le daré a usted las joyas! -dijo Pasha nerviosamente, secándose los ojos-. ¡Tómelas, pero no me las dio Nikolai Petrovich! Me las dieron otros caballeros. Tómelas si las quiere. 
Pasha tiró del cajón superior de la cómoda, sacó de él un broche de diamantes, una sarta de corales, unas sortijas, una pulsera, y se lo dio todo a la señora. 
-Tome estas joyas si las quiere, pero repito que el marido de usted nunca me ha hecho regalo alguno. ¡Tómelas, y buen provecho le hagan! -agregó, ofendida por la amenaza de la señora de hincarse de rodillas-. Y si es usted una señora y su esposa legítima, reténgale en casa. ¡Sí, reténgale allí! ¡Como si yo le hubiera pedido que viniera aquí! Él vino de su propio acuerdo! 
La señora miró a través de las lágrimas las joyas que Pasha le entregaba y dijo: 
-Esto no es todo. Todo ello apenas vale quinientos rublos. 
Pasha sacó violentamente de la cómoda un reloj de oro, una cigarrera y un par de gemelos y dijo alzando los brazos: 
-Ya no queda más... ¡Rebusque usted misma! 
La visitante suspiró. Con manos trémulas envolvió las joyas en el pañuelo y se fue sin decir palabra ni hacer el menor gesto de despedida. 
Abrióse la puerta de la habitación vecina y salió Kolpakov. Estaba pálido y sacudía la cabeza nerviosamente, como si acabara de tomar una poción amarga. En sus ojos brillaban las lágrimas. 
-¿Qué joyas me ha regalado usted? -dijo Pasha lanzándose sobre él-. ¡A ver, dígame cuándo! 
-Regalos... ¡Valiente fruslería! ¡Regalos! -exclamó Kolpakov, sacudiendo todavía la cabeza-. ¡Dios mío! ¡Y ella ha llorado delante de ti, se ha humillado!... 
-Y yo vuelvo a preguntarle: ¿cuándo me ha hecho usted algún regalo? -gritó Pasha. 
-¡Dios mío! ¡Y ella, una mujer decente, orgullosa, pura..., dispuesta a caer de rodillas ante esta... ramera! ¡Y yo lo he permitido! 
Se cogió la cabeza entre las manos y gimió: 
-¡No, no me lo perdonaré nunca! ¡Apártate de mí, zorra! -gritó, separándose de Pasha con asco y estirando los brazos trémulos para mantenerla a distancia-. ¡Ella, dispuesta a caer de rodillas! ¿Y ante quién? ¡Ante ti! ¡Dios santo! 
Se vistió a toda prisa y, apartando a Pasha con repugnancia, se dirigió a la puerta y salió. 
Pasha se dejó caer en el sofá llorando amargamente. Ya se arrepentía de haber entregado sus cosas tan impulsivamente y, por añadidura, se sentía ultrajada. Recordaba que tres años antes un hombre de negocios le había dado una paliza sin motivo alguno, sí, sin motivo alguno. Y ese recuerdo la hizo llorar con mayor amargura aún. 

A. Chejov

miércoles, 27 de junio de 2018

Archivo Diocesano de Santiago de Compostela


Entre la espada y la pared 

El espacio que queda entre la espada y la pared es exiguo. Si huyendo de la espada, retrocedo hasta la pared, el frío del muro me congela; si huyendo de la pared trato de avanzar en sentido contrario, la espada se clava en mi garganta. Cualquier alternativa, pues, que pretenda establecerse entre ellas es falsa, y como tal, la denuncio. Tanto el muro como la espada sólo pretenden mi aniquilación, mi muerte, por lo cual me resisto a elegir. Si la espada fuera más benigna que el muro, o la pared, menos lacerante que el filo de aquélla, cabría la posibilidad de decidirse, pero cualquiera que las observe -la espada, la pared- comprenderá enseguida que sus diferencias son sólo superficiales. Sé que tampoco es posible dilatar mi muerte tratando de vivir en el corto espacio que media entre la pared y la espada. No sólo el aire se ha enrarecido, está lleno de gases y de partículas venenosas: además, la espada me produce pequeños cortes (que yo disimulo por pudor) y el frío de la pared congestiona mis pulmones, aunque yo toso con discreción. Si consiguiera escurrirme (imposible salvación), la espada y el muro quedarían enfrentados; pero su poder, faltando yo entre ambos, habría disminuido tanto que posiblemente el muro se derrumbara y la espada enmoheciera. Pero no existe ningún resquicio por el cual pueda huir, y cuando consigo engañar a la espada, la pared se agiganta, y si me separo de la pared, la espada avanza. 
He procurado distraer la atención de la espada proponiéndole juegos, pero es muy astuta, y cuando deja de apuntar a mi garganta, es porque dirige su filo hacia mi corazón. En cuanto al muro, es verdad que a veces olvido que se trata de una pared de hielo, y, cansado, busco apoyo en él: no bien lo hago, un escalofrío mortal me recuerda su naturaleza. 
He vivido así los últimos meses. No sé por cuánto tiempo aún podré evitar el muro, la espada. El espacio es cada vez más estrecho y mis fuerzas se agotan. Me es indiferente mi destino: si moriré de una congestión pulmonar o me desangraré a causa de una herida; esto no me preocupa. Pero denuncio definitivamente que entre la espada y la pared no existe lugar donde vivir. 

Cristina Peri Rossi

lunes, 25 de junio de 2018

18 Trobada d´intercanvi de Plaques de Cava - Sitges


Mi muerte  

Hablo poco. Hablo poco y cada vez hablo menos. En primer lugar porque me distraigo y olvido el tema de las conversaciones y en segundo lugar porque las personas no esperan que les responda sino que las oiga, lo que es fácil si asientes de vez en cuando y dices  
-Pues claro  
cuando me miran con las cejas levantadas a la espera de aprobación y aplauso. Me he hecho un especialista del  
-Pues claro  
que sé pronunciar por lo menos en veintitrés tonos diferentes según el humor y el ímpetu  
(o la falta de él)  
del interlocutor, y si me preguntan con sorpresa  
-¿Pues claro qué?  
tuerzo la boca en una sonrisa enigmática y sutilmente aprobadora para que el otro, tranquilizado, deshaga sus dudas, me dé en el hombro una palmada satisfecha, suelte con alivio  
-Me di cuenta enseguida de que estabas de acuerdo conmigo  
y se lance a un relato sinuoso en cuya primera curva me pierdo, aunque vuelva a murmurar pensando quién sabe en qué  
-Pues claro  
en los intervalos de silencio que de vez en cuando me abren, destinados a mi admiración y a mi aplauso. Porque yo puedo no hablar  
(y no hablo)  
pero estoy de su parte, estoy siempre de su parte, y estoy de su parte por no haber escuchado nada y porque detesto argumentar, tener razón, opiniones, convicciones, motivos. Por eso me limito al  
-Pues claro y al asentimiento mudo. Concentrado. Fruncido el ceño. Fraternal. Algunas veces sustituyo esta forma de aplauso por un suspiro que significa  
-A mí me lo vas a decir  
o por el adverbio  
-Exactamente   
que al contrario de lo que se pueda imaginar es el más vago, inocuo y estimulante de los comentarios, aquel que posibilita a mi compañero explorar diversas variantes de su tema, cotejarlas, elegirlas, rechazarlas, enfrentar unas con otras, valorar su densidad y su peso  
-Exactamente   
que en general hago seguir de la frase  
-Ya te digo  
que hasta ahora se ha revelado como un éxito seguro. Por eso no comprendo lo que ocurrió la semana pasada, cuando Pedro me telefoneó y quedamos en la cafetería de al lado de su casa. Yo pedí un té de limón y él pidió un café y comenzó a hablar. Eran las tres de la tarde, sólo había un señor mayor resolviendo crucigramas en una mesita cerca del escaparate y el camarero limpiando botellas detrás de la barra. No comprendo por qué me comporté como de costumbre. Dije  
-Pues claro   
asentí con la cabeza, esbocé la sonrisa enigmática alentadora, murmuré en cuatro o cinco ocasiones  
-Ya te digo  
suspiré solidario  
-A mí me lo vas a decir  
Pedro me dio en el hombro una palmada satisfecha  
-Me di cuenta enseguida de que estabas de acuerdo conmigo  
y aproveché para añadir, pensando en Ana, en el cuerpo de Ana, en los besos de Ana  
-Si yo fuese tú haría lo mismo   
y no entiendo el motivo que lo llevó a sacar el revólver y a pegarme dos tiros en el pecho.  
Me preocupa sobre todo que Ana se quede sola con los niños por tener a su marido en la cárcel. Me preocupa también no poder visitarla por estar aquí en el hospital conectado a este aparato sin poder levantarme. Es poco probable que vuelva a verla: el médico ha accedido a esperar a que mi hermana menor llegue del Fundao para despedirse de mí antes de desconectar el aparato. 

Antonio Lobo Antúnes

sábado, 23 de junio de 2018

Llibrería Carlos





Polifemo

El coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.
Por allí paseaba también metódicamente los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.
El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.
-Voy a comunicarle a usted un secreto -decía a cualquiera que le acompañase en el paseo-. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.
Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.
Paseaba generalmente solo; pero cuando algún amigo se acercaba, hallábalo propicio. Quizás aceptase de buen grado la compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario, severo, del guerrero de África. De tal modo, que el clérigo que lo acompañaba a tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque, parecía estar allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos; viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!
Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años, como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. “¿Se lo habrá merendado ya?” Y cuando al cabo lo hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por ser víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.
Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento, que debían ser los únicos en él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío, marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta hacernos muecas a espaldas de él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire vibraba y transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamase una sirena. “¿Qué quiere usted, tío?” Y venía hacia él ejecutando algún paso de baile.
Además de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que debía de vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que respondía por el nombre de “Muley”, en recuerdo sin duda de algún moro infeliz sacrificado por su amo. El “Muley”, como Gasparito, vivía en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón, campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.
Con estas partes no es milagro que todos los chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos daban para merendar. El “Muley” lo aceptaba todo con fingido regocijo, y nos daba muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en provincias, y en aquel tiempo, entre los niños no existían clases sociales) un pobrecito hospiciano llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias de “.Muley” estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado de la mayoría!
¿Adivinaba el “Muley” que aquel niño desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero así parecería serlo.
Por su parte, Andresito había llegado a concebir una verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de improviso el “Muley”, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se entretenía con él largo rato, como si tuviera que comunicarle algún secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.
Pero estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.
Por eso una tarde, con osadía increíble, se llevó en presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. El “Muley” parecía también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo ni advirtió la deserción de su perro.
Repitiéronse una tarde y otra tales escapatorias. La amistad de Andresito y “Muley” se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el “Muley”. Si la ocasión se presentase, seguro estoy de que éste no sería menos.
Pero aún no estaba contento el hospiciano. En su mente germinó la idea de llevarse el “Muley” a dormir con él a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores, al lado del cuarto de éste, en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo el perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado! No había sentido en su vida otras caricias que las del “Muley”. Los maestros primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde anterior. Se despojó de la camisa:
-Mira, “Muley” -dijo en voz baja mostrándole el cardenal.
El perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne amoratada.
Luego que abrieron las puertas lo soltó. El “Muley” corrió a casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche, y la siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima.
Una tarde, hallándonos todos en apretado grupo jugando a los botones, oímos detrás algo como dos formidables estampidos:
-¡Alto! ¡Alto!
Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel Toledano.
-¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?
Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.
Otra vez sonó la trompeta del juicio final.
-¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable ladrón...?
El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El “Muley", que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de gran inquietud.
Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:
-No culpe a nadie, señor. Yo he sido.
-¿Cómo?
-Que he sido yo -repitió el chico en voz más alta.
-¡Hola! ¡Has sido tú! -dijo el coronel sonriendo ferozmente-. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?
Andresito permaneció mudo.
-¿No sabes de quién es? -volvió a preguntar a grandes gritos. -Sí, señor.
-¿Cómo... ? Habla más alto.
Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.
-Que sí, señor.
-¿De quién es, vamos a ver?
-Del señor Polifemo.
Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto.
Cuando los abrí, pensé que Andresito estaría ya borrado del libro de los vivos. No fue así, por fortuna. El coronel lo miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.
-¿Y por qué te lo llevas?
-Porque es mi amigo y me quiere -dijo el niño con voz firme.
El coronel volvió a mirarlo fijamente.
-Está bien -dijo al cabo-. ¡Pues cuidado conque otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.
Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose hacia él:
-Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar al perro! ¡Cuidado!
Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza.
Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.
-¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.
-Porque lo quiero mucho... Porque es el único que me quiere en el mundo -gimió Andrés.
-¿Pues de quién eres hijo? -preguntó el coronel sorprendido.
-Soy de la Inclusa.
-¿Cómo? -gritó Polifemo.
-Soy hospiciano.
Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzose al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, lo abrazó y lo besó, repitiendo con agitación:
-¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho... Yo no lo sabía... Llévate el perro cuando se te antoje... Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes...? Todo el tiempo que quieras...
Y después que lo hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fue de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces para gritarle:
-Puedes llevártelo cuando quieras, sabes, ¿hijo mío...? Cuando quieras... ¿lo oyes?
Dios me perdone, pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.

Armando Palacio Valdés

jueves, 21 de junio de 2018

La Mercé 2017




La mujer perfecta 

Nasrudín conversaba con sus amigos en la casa de té y les contaba como había emprendido un largo viaje para encontrar a la mujer perfecta con quién casarse. Les decía:  
-Viajé a Bagdad, después de un tiempo encontré a una mujer formidable, atenta, inteligente, culta, de una gran personalidad.  
Dijeron sus amigos:  
-¿Por qué no te casaste con ella?  
-No era completa, -respondió Nasrudín-, después fui a El Cairo, allí conocí a otra mujer ciertamente fabulosa; hermosa, sensible, delicada, cariñosa.  
-¿Por qué no te casaste con ella?, dijeron los amigos.  
-No era completa -respondió nuevamente Nasrudín-, entonces me fui a Samarcanda allí por fin encontré a la mujer de mis sueños; ingeniosa y creativa, hermosa e inteligente, sensible, culta, delicada y espiritual.  
-¿Por qué no te casaste con ella? -insistieron sus amigos.  
-Pues saben por qué, ella también buscaba a un hombre perfecto.

Anónimo

martes, 19 de junio de 2018

Chi Sao





El hombre más fuerte

El rey Hsuan de Chou estaba muy entusiasmado por conocer a Po-Kung-i, quien tenía la fama de ser el hombre más fuerte del reino; pero cuando lo encontró sufrió una gran decepción al verlo tan delgado. El rey preguntó a Po Kung-i qué tan fuerte era, y éste le contestó: "Puedo quebrarle la pata a un saltamontes y resistir el viento que produce una chicharra con sus alas". El rey pasó de la estupefacción a la furia y le dijo: "¡Yo puedo arrancarle la piel a un rinoceronte y arrastrar a nueve toros por la cola!, y hasta me apena mi debilidad; ¡¿cómo es que tú tienes fama de ser el más fuerte?!" Po Kung-i sonrió y dijo apaciblemente: "Mi maestro fue Tzu Shang-chi'ui, quien por su fuerza no tenía rival en el mundo, pero de esto no se enteraron ni sus familiares, porque nunca tuvo necesidad de usarla". 

Anónimo

domingo, 17 de junio de 2018

Boniscuola Minerva ti aspetta


Del primero que encuentre  

Yalta, 22 de agosto de 19... 

Muy señora mía: No cabe duda que esta carta le causará una sorpresa y quizá hasta la enoje. Sin embargo nada le impide tirarla a la chimenea sin leerla. Mas antes de hacerlo le ruego que mire en el sobre -en la estampilla de la oficina de Correos- el sitio de su expedición. Verá que esta carta está escrita a más de dos mil kilómetros de usted. Esta circunstancia y el que yo firme con mi nombre y apellidos evitarán el que se crea objeto de un engaño, de una intriga o, sobre todo, de insensatas esperanzas por mi parte. 
Lo que voy a relatar tuvo lugar en San Petersburgo hace justo cuatro años, el 22 de agosto de 18... ¡Oh, hasta moribundo me acordaré de la fecha y de aquella tarde lluviosa, húmeda y fría! 
En el aire estaba, como suspendida, una espesa niebla que a veinte pasos no dejaba distinguir nada. Las luces de los faroles eléctricos parecían grandes manchas irisadas; por todas partes se oía el ruido de coches invisibles y, de vez en cuando, la niebla gris parecía agujerearse por dos manchas amarillas de fuego; era que pasaba un coche. Invisibles, los tranvías se arrastraban con tintineo incesante. 
Yo erraba por las calles parándome a veces delante de las ventanas iluminadas. Ante algunas me detenía largo rato atraído por una curiosidad extraña; sobre todo me llamaban la atención las habitaciones lujosamente amuebladas, con arañas, alfombras, espejos, flores y muebles tapizados de seda. 
Yo estaba entonces pobre y solo, lo mismo que ahora. El correr de casa en casa para dar lecciones, la vida en cuartos míseros y las comidas baratas minaron mi salud. La eterna soledad hizo de mí un salvaje misántropo y visionario. 
Precisamente a esta última cualidad, en mí exagerada hasta el colmo, debía los placeres que experimentaba ante las ventanas de casas desconocidas, perdido en la noche y en la niebla y sintiendo la indiferencia hacia mí de toda la capital. 
Vivía dos vidas a la vez. Durante el día era tímido, torpe, con una cara odiada por mí mismo y una pechera sucia y unos pantalones con flecos como las lanas de un perro de aguas descuidado. Buscaba el favor de los porteros, escondía cuidadosamente mis zapatos rotos debajo de la silla en que estaba sentado, sufría cuando desdeñosamente alguien dejaba de darme la mano y, avergonzado, huía de las calles frecuentadas. 
Por la noche, al contrario. ¡Oh por la noche! Bajo mis ventanas predilectas, yo era guapo, ágil e inteligente. Conquistaba mujeres e influía en el alza y baja de la Bolsa. ¡Qué caballos tenía! ¡Qué manjares más suculentos! 
Entraba en aquellas salas iluminadas por candelabros e impregnadas del suave aroma de plantas y perfumes. Todo aquello me pertenecía. Yo jugaba a los naipes con aquellos tres ancianos de tipo aristocrático y hablábamos sin apresuramiento, en términos graves y rebuscados. Colocado al lado del piano abierto, encantaba a toda aquella gente con mi canto. Era marido, novio o amante de todas aquellas mujeres hermosas, de movimientos suaves, inundadas de encajes y medio tendidas en muebles de curvas caprichosas. 
Durante las noches, la idea de la mujer, sobre todo, se apoderaba de mi imaginación; durante el día, por nada del mundo me hubiera atrevido a decir la menor galantería a una humilde fregona. 
Pero me he apartado del asunto de esta carta; le ruego que me perdone por esta falta involuntaria. Sigo. 
Aquella noche, en la esquina de Litieinaia y Nevsky, estaba inmóvil al lado de un farol una figura vaga a causa de la niebla. 
Me acerqué a ella y me paré asombrado. 
Mi asombro no fue por ver a una mujer. ¡Tantas salen en esas horas a las calles de San Petersburgo, empujadas por el hambre y la miseria! Pero ¿cómo podía encontrarse una mujer como aquélla, en una tarde lluviosa de otoño y en el cruce de dos calles tan importantes, completamente sola, sin la compañía de un amigo o de una criada? 
Mientras la observaba, pasaron unos cuantos desocupados con los pantalones remangados y el cigarrillo entre los dientes. Ninguno se atrevió a acercarse ni a entablar conversación con ella. 
Parecía presa de gran agitación. Volvía muchas veces la cabeza de un lado a otro con muestras de impaciencia y de cuando en cuando golpeaba nerviosamente con el paraguas las sucias losas de la acera. 
Al principio supuse que estaría esperando a alguien, desde luego su amante; en seguida rechacé esta idea acordándome de los casos de adulterio que se describían en un sinfín de novelas francesas tragadas por mí. En ellas la petite baronne de Coussy se dirige a la cita de su Raymond, primero en su propio coche, luego se apea de él en un sitio apartado, lo despide y toma un simón, en el que llega a nótre petit nid, amueblado con mucho gusto por el encantador Raymond. Sobre todo, si estuviese esperando a alguien hubiera mirado muy a menudo su reloj. 
¿Acaso le ocurriría alguna desgracia? ¿Se encontraría en algún apuro? 
De pronto, como empujado por un resorte, me acerqué a la desconocida y me quité él sombrero. Del susto que me produjo mi propia audacia se me secó la lengua y sentí cómo me latía el corazón. A pesar de todo, tuve fuerzas para balbucear: 
-Perdóneme, señora, mi atrevimiento, pero veo que está usted algo nerviosa. ¿Es que se ha extraviado? ¿Podría servirla en algo? 
Ella me miró. Mejor dicho, no me miró, sino que, como se dice en las novelas, «me midió con la mirada» de arriba abajo, me midió con una mirada larga y silenciosa, y de repente dijo con una resolución imposible de describir: 
-¡Con usted o con otro lo mismo me da!... 
Y cogiéndose de mi brazo, añadió:  
-¡Vamos! 
En la esquina, junto al sitio donde estábamos hablando, había un coche de punto. Me acordé de que tenía en el bolsillo dos rublos y pico destinados a pagar una parte del alquiler de mi cuarto. 
-¿No le sería más cómodo tomar un coche? -la pregunté. 
La desconocida, sin contestar una palabra, saltó rápidamente al coche. Yo me quedé un poco turbado, ella recogió con la mano izquierda su traje y exclamó con impaciencia: 
-Pero ¿sube usted o no? 
Obedecí apresuradamente. 
-¿Adónde quiere que los lleve? -me preguntó el cochero desde el pescante, inclinándose hacia mí. 
-¿Adónde quiere que la lleve? -repetí yo como un eco. 
¡Dios mío! ¡Qué cara tan divina y tan encolerizada se volvió de repente hacia mí! 
-¿No ve usted que me es indiferente? ¡Adonde lleva usted a esas... –titubeó, y luego pronunció como con repugnancia y subrayando las palabras... -a esas mujeres! 
Di al cochero una dirección. Pasamos Litieinaia, luego otra calle. Ella iba callada; yo, temiendo entablar conversación, pensaba en quién podría ser mi enigmática compañera: ¿una morfinómana? ¿Una loca? ¿Una recién llegada que no conocía la ciudad y que víctima de algún robo se había quedado sin recursos? ¿Sería una mujer perturbada por alguna gran desgracia? ¿Me exigiría ayuda en algún tiempo? Pero juro por el nombre de Dios que ni por un instante se manchó mi alma con ningún mal pensamiento. 
De vez en cuando la desconocida gesticulaba, por lo cual pude juzgar de su impaciencia. De pronto. me preguntó bruscamente: 
-¿Llegaremos pronto? 
Yo balbucí sofocado: 
-Perdóneme... yo... realmente... no he comprendido bien..., no sé dónde quiere usted ir. 
Ella, con gesto de enfado, dio con la mano un golpe sobre el paraguas. 
-¡Oh, creí que ya le había dicho que no conozco sus asquerosas madrigueras! 
En aquel momento el coche pasó por delante de un letrero. Un farol colocado encima permitía leer: «Hotel Zanzíbar. Por meses y por días.» 
-Aquí hay un hotel -la dije con timidez. 
Ella, en silencio, inclinó la cabeza eludiendo mi mirada. Hice parar el coche. La puerta del hotel, con un ladrillo colgado de una cuerda a modo de muelle, chirrió agudamente al abrirse; ante nosotros apareció una escalera de madera, sucia y empinada, cubierta con una estera y a lo largo de la cual, en las paredes, estaban pintados unos árboles con unos corderos al pie. 
Olía a sopa de repollo y a petróleo. Yo grité con todas mis fuerzas: 
-¡Mozo! 
Me contestó un eco resonante, pero nadie acudió a mi llamada. Miré a mi Compañera; ella no me miraba, pero me pareció que estaba temblando. Entonces grité aún más fuerte: 
-¡Mozo! ¡Mozo! ¡Portero! 
Esta vez apareció en lo alto de la escalera un mozo descalzo, con la cara hinchada por el sueño y con camisa encarnada que asomaba por debajo del chaleco. Bajó de mala gana hasta la mitad de la escalera, se paró, se rascó un pie con el otro, luego se rascó su enmarañada cabeza y, por fin, sin casi abrir los ojos, preguntó con voz ronca: 
-¿Qué quieren? 
-¿Hay cuartos desalquilados? 
-Sí. ¿Necesita usted un buen cuarto? 
-Lo mismo da, ¡pero anda más de prisa! 
Se volvió y dijo indolentemente: 
-Hagan el favor de pasar -y empezó a subir la escalera. 
Por última vez miré a mi desconocida; ella entonces, como en respuesta, con un provocante atrevimiento, subió apresurada los escalones. La seguí. No llevaba chanclos y el barro había salpicado sus pequeños zapatitos de charol, el borde de su falda negra y las medias transparentes. Parecerá extraño, pero esta última observación me llenó de una indecible piedad. 
El mozo descalzo nos esperaba a la puerta de la habitación con una luz en la mano. Entramos. 
Cuando escribo estas líneas aparece ante mis ojos el mobiliario de la habitación con una dura y fría claridad. Como si fuese ahora, me acuerdo que era el cuarto número 10; frente a la puerta, colgado de la pared, había un espejo oval con un marco dorado lleno de desconchones; debajo de éste, un sofá y dos butacas tapizadas de cretona oscura con grandes flores rojas y ante ellas una mesa redonda y negra; a la derecha, una cómoda y encima una jarra de agua cubierta por un vaso, todo ello empolvado; a la izquierda, una cama de hierro con un colchón delgado y desnudo; ante las ventanas pendían unas cortinas de indiana. Me acuerdo hasta del papel de la pared; en él se repetía el mismo dibujo: un torreón, agua y un puente levadizo sobre el que un caballero y una dama de la época de Luis XIV se daban la mano. 
El mozo entró en el cuarto, trayendo una almohada y dobladas sobre ella dos sábanas y una manta de bayeta gris con rayas encarnadas. 
Tiró todo descuidadamente sobre la cama, se limpió la nariz con el dorso de la mano y groseramente preguntó: 
-¿Toma usted la habitación por algún tiempo o sólo para la noche? 
Le hice señas con la mano para que se callase, pero él continuó: 
-Lo decía, porque si es para la noche la policía exige que se presente el pasaporte, porque se persigue al que... 
-Salga de aquí -pronunció la desconocida. 
Estas palabras fueron dichas con gran calma, sin irritación, sin desdén, sin imperiosidad, con el tono sencillo de quien no ha tenido nunca el temor de que una orden suya pueda quedar desobedecida. Fue tal la fuerza de este tono de confianza en sí misma, que el descarado mozo, en el acto, desconcertado, se apresuró a salir de la habitación. 
Quedamos solos. Mi desconocida, hasta entonces, había sostenido la misma postura, de pie delante de la cómoda y con la espalda vuelta a la puerta. No podía disimular el asco que le daba aquella abominable habitación, con la que no podía familiarizarse. 
Durante dos o tres minutos reinó un silencio forzado. 
De repente, ella, volviendo un poco hacia mí su orgullosa cabeza, me preguntó con severidad: 
-¿Sabe para qué he venido aquí con usted?  
-Dispénseme, por favor -balbucí tartamudeando-; pero yo..., yo... le aseguro que no puedo adivinarlo... 
Con paso apresurado se arrimó a mí. Sus ardientes ojos negros y sus finas cejas, que se fruncieron hasta formar una arruga de cólera en medio de la frente, me hicieron retroceder. 
-¿No lo sabe usted? ¿No lo sabe? ¿Usted? ¿Usted? ¿Un hombre?... ¡Mentira! 
Yo, no encontrando respuesta a estas preguntas punzantes y apasionadas, me callé. La desconocida, con gesto enérgico, tiró su paraguas sobre el sofá, se quitó el sombrero y empezó a desabrochar los grandes botones de nácar de su vestido. 
-¿No lo sabe usted?.. ¡Mejor! -dijo bruscamente y como irritada-. ¡Mejor! ¡Pues sépalo! Yo necesitaba del primer hombre que encontrase... ¿Comprende usted?... Del primero, es decir, de usted..., ¡precisamente de usted! -siguió gritando y con un ligero temblor en los labios-. Lo necesito... para..., para... ¡Ja, ja!..., ¡ja, ja! 
Empezó a reír con una risa extraña, aguda, cerrada, muy baja al principio, pero que poco a poco fue haciéndose más fuerte hasta resonar espantosamente en mi alma. 
A la risa se mezclaban gemidos, suspiros entrecortados y sollozos que hacían estremecer su esbelto cuerpo. Yo, perdiendo la cabeza, asustado, no menos alterado que ella, la cogí por la cintura y la hice sentar en una butaca; se dejó caer echando atrás la cabeza y cubriéndose la cara con las manos. 
Abrí la ventana. Entró un aire húmedo y frío que la tranquilizó un poco; eché agua en el vaso y se la ofrecí diciéndole algunas palabras incoherentes para calmarla. Movió la cabeza denegando y su diminuta mano, cubierta por un guante amarillo, rechazó la mía. 
Poco a poco el ataque fue calmándose, los sollozos terminaron y sólo se oían unos suspiros convulsivos que se escapaban por debajo de sus manos con las que continuaba cubriéndose el rostro. Luego se calló completamente, como si estuviese recogiendo sus fuerzas, y de pronto, con un brusco movimiento, se levantó de la butaca. 
-¡Vámonos! -dijo secamente, y su rostro tomó la misma expresión orgullosa de antes. 
Cuando nos hubimos alejado unos diez pasos de la entrada del hotel, se paró de pronto, y mirando a algo invisible situado por encima de mi cabeza, dijo fríamente. 
-No me importa lo que pueda usted pensar de todo esto... Tampoco tengo intención de pedirle su palabra de honor de que no lo contará a nadie, pero exijo de usted que no me acompañe y que nunca haga nada para tratar de conocer mi nombre. ¿Me comprende usted? 
Y después, sin añadir una palabra de despedida, sin mirarme, ni aun siquiera indiferentemente, se fue muy de prisa. Durante un minuto vi aún por la acera su alta figura; luego, nada; la niebla la escondió. 
Es posible que para los demás este incidente tuviera la importancia de una aventura interesante, de un encuentro misterioso y enigmático, y nada más. Pero para mí éste fue el suceso más importante y trascendental de mi vida. 
Soy un ser miserable y olvidado por todos, un gusano, un mendigo, pero poseo una enorme fuerza de imaginación y una fantasía enfermiza. Aquella hermosa y misteriosa mujer se apoderó de mí por completo y para siempre. 
El primer día lo pasé como en delirio. No podía analizar lo sucedido y algunas veces hasta dudaba. ¿No habría tomado por realidad lo que sólo era uno de mis sueños absurdos? Y fui a aquella calle para convencerme de la existencia del hasta entonces para mí desconocido Hotel Zanzíbar. 
Cada día se apoderaban de mí con más fuerzas los recuerdos. Se hizo para mí un placer y una necesidad el recordar los detalles más mínimos de aquella tarde lluviosa; pensaba en ellos día y noche; por la mañana y por la tarde, andando, en las horas de la comida y durante mis ocupaciones. Por la noche se me aparecían más fuertes y vivos. 
Nunca he conocido las alegrías de un amor real, pero he oído y leído con qué impaciencia aguardan los enamorados el momento de la cita. Le aseguro que con la misma impaciencia esperaba yo el momento de acostarme para poder entregarme a mis sueños y recuerdos en la oscuridad y el silencio, interrumpido sólo por el tictac del reloj colgado al otro lado de la pared de mi cuarto. 
¡Oh, no crea usted, en aquellas noches tenía mucho que hacer! 
Al principio, de ningún modo lograba acordarme del rostro de mi desconocida. Millares de caras aparecían y pasaban en torbellino ante mis ojos ocultando aquel rostro tan hermoso; yo ordenaba intensamente a mi imaginación que hiciese aparecer aquella cara, y de tal modo martirizaba a mi pobre cabeza que ésta no me respondía. 
Pero al fin triunfé. Ahora conozco toda la figura línea a línea, hasta la más leve curva; ningún retrato podría reemplazar a la imagen que guardo en mi memoria. A veces casi la toco, y hasta me parece notar en mis manos el frío y suave perfume que dejó en ellas la cintura de aquella mujer. 
Luego empezaba a recordar la sucesión de los hechos. Minuciosamente, paso a paso, siempre volviendo atrás, sacándolos de mi memoria, reproducía cada uno de los gestos, de las miradas, de los movimientos de su cabeza. Esto es difícil, pero no imposible. 
Quizá usted se acuerde de cómo en la novela de Maupassant, Une vie, la protagonista raya un papel en cuadraditos, cada uno de los cuales corresponde a un día. De este modo recuerda toda su vida día por día. Con el mismo cuidado yo hacía resucitar en mi mente la tarde del 22 de agosto de 18... y todo lo que escribo aquí es tan cierto como la misma verdad. 
Intentaba penetrar en la esencia de los hechos, miraba dentro del alma de mi desconocida e iluminaba aquel fondo tenebroso. Mas la tarea no era fácil porque tenía que seguir el camino del análisis. 
Si me preguntasen: ¿Cómo procederá en tales circunstancias una persona de tal edad, educada de tal modo y en tal ambiente? Contestaría con más o menos seguridad. Pero aquí había que seguir el camino contrario. Los datos que poseía de esa persona eran sólo sus actos y de ellos quería, con un deseo irresistible, conocer la tormenta interior que la empujaba a realizarlos. 
Por milésima vez analizaba el pasado. Ya sé que mi desconocida es orgullosa, apasionada, impetuosa y atrevida. 
¿Cuál fue la conmoción interna que echó a la calle en aquella lluviosa tarde otoñal a esta mujer de rostro aristocrático y voz imperiosa? No cabe duda que la causa era más poderosa que la misma muerte, porque personas tan orgullosas como ella antes mueren que soportan el deshonor. Se comprende que el deshonor era precisamente lo que necesitaba. 
¡Oh! Al llegar aquí veía claramente la significación cruel y amarga de aquella frase que me echó en cara: «del primero que encuentre». ¡Buscaba el deshonor de ella misma para el deshonor de otro! 
De aquí a la conclusión sólo falta un paso. Lo que impulsaba a mi desconocida eran unos celos irresistibles y un deseo de venganza, por fortuna no alcanzada. «Ojo por ojo, diente por diente»; quiso pagar el ultraje recibido con la misma moneda, pero de un modo más refinado y más terrible. 
Luego, yo soñaba. Mi fantasía creaba espléndidos jardines con fuentes murmuradoras..., bandidos que intentaban raptar a mi desconocida...; yo era su inesperado salvador y el amor y la riqueza caían del cielo sobre mí...; pero más vale no hablar de esto. 
Durante dos años cumplí religiosamente las órdenes de mi desconocida; no traté de averiguar su nombre ni su dirección. Mas cuando menos lo esperaba, la casualidad vino en mi ayuda. Un día, durante el invierno, paseaba por el malecón inglés; un coche tirado por soberbio tronco de caballos negros se paró ante la entrada de una magnífica casa y del portal de ésta salió una señora, a la vista de la cual latieron mis sienes y tuve que apoyarme en la pared para no caer. 
Ella seguramente no hizo caso de mi mísera figura, envuelta en un abrigo viejo y con un sombrero arrugado, pero yo la reconocí sólo por la emoción que, como una corriente eléctrica, sacudió mi alma con violencia. 
El blasón de la portezuela de su coche me hizo conocer su nombre y la elevada posición que ocupaba su marido. Me enteré de todo de un modo absolutamente involuntario, sin tener ningún deseo de penetrar en misterios ni secretos ajenos. 
Poco después me trajeron: desde San Petersburgo, a este lugar desde donde la escribo. 
Son ya cuatro años los que me separan de aquella nebulosa tarde de agosto y, sin embargo, cada minuto de aquel día venturoso vive en mi alma con la misma claridad y lucidez. 
No se ría, no se enoje si al fin me decido a decirle que la amo. Podría usted llamar locura a mi amor; a mi modo soy feliz. Me ha dado usted cuatro años de vida, cuatro años de dulces sufrimientos. En el amor sólo las esperanzas y los deseos constituyen la verdadera felicidad; un amor satisfecho se consume y una vez apagado sólo deja en el alma el desencanto y un sedimento de amargura. Pero yo amo sin esperanza, siempre con el mismo ardor inextingible, con la misma locura. Soy un mísero paria que ama a una reina. ¿Sería posible que una reina se ofendiese por un tal amor? 
Además, hay otra razón por la cual puede usted perdonar esta carta insensata. La escribo en el hospital, y hoy el médico, un antiguo amigo de mi difunto padre, me ha dicho que sólo me queda un mes de vida. 
Es difícil no perdonar a un moribundo, sobre todo si él, desde el borde del abismo negro y frío, le envía su bendición y su eterno agradecimiento. ¿No es verdad? 

Alejandro Kuprin

viernes, 15 de junio de 2018

Japón






La montaña crujiente

Erase una vez un abuelito y una abuelita que vivían solitos en una casita. Cada día el abuelito se iba a trabajar en el campo, y mientras sembraba arroz cantaba:
“Un grano, y de él miles.”
Cada día también venía después de el abuelito un tejón, que cantaba:
“Un grano y uno solo. Y todos me los comeré.”
Y cuando el viejecito volvía al campo el día siguiente, veía que no le quedaba ni un solo grano. Por culpa de esto, los abuelitos vivían pobremente.
Un día el abuelito, al ver que otra vez el tejón se había comido todo, se enfadó tanto que decidió atrapar al tejón. El abuelito empezó a sembrar y cantar, como siempre, hasta que por fin llegó el tejón. De repente, el abuelito dio un salto, y en un abrir y cerrar de ojos atrapó al tejón malo y le ató con una cuerda fuerte.
Cuando el abuelito llego a casa con su prisionero, le dijo a la abuelita: “Abuelita, ven y mira lo que cogí hoy. Calienta la cazuela y haznos un buen cocido de tejón.” y el abuelito volvió al campo.
La abuelita empezó a moler arroz para hacer galletas para la cena.
El tejón, que era muy taimado, le dijo a la abuela: “Abuelita, mira que eso de moler arroz, usted solita, a sus añitos, deberá ser mucho trabajo. ¿Por qué no me desata para poder darle una mano?” La abuela vacilo, pensando que el abuelito se enfadaría. Pero él tejón insistía tanto como quería ayudarla que, al fin, la abuelita decidió dejarle suelto para un poquito. A lo primero el tejón fingió ayudarla y cogió el mano de mortero; pero en vez de moler arroz le dio un bastazo a la abuelita sobre la cabeza y se fugó corriendo. Cuando el viejecito llegó a casa y encontró a la viejecita ya muerta, se puso a llorar. Una liebre, viéndole llorar, le pregunto el por qué de sus lagrimas, y el viejecito le contó su historia. “Vale, yo me vengar por ti.” dijo la liebre, y se fue hacia las montañas.
La liebre se puso a recoger leña. Después de un rato, el tejón se acerco y le preguntó que qué hacía. “Este invierno va a ser muy frío, y me estoy preparando,” le contesto. El tejón pensó que esto era una buena idea y empezó a ayudar a la liebre. Pronto, tenían un buen montón de leña. Se montaron la leña sobre la espalda y empezaron a bajar la montaña. A medio camino, la liebre empezó a quejarse: “¡Como pesa! ¡Ay, como pesa!” El tejón, para ayudar a su nuevo amigo tanto como para no oírle quejar todo el tiempo, tomó todo la leña de la liebre y se la puso sobre su propia espalda. Al seguir el camino, la liebre, quien caminaba detrás del tejón, comenzó a chocar unas piedras sobre la leña para que se prendiera en fuego.
Cuando el tejón le preguntó que qué era ese ruido, la liebre le contestó que ésta era la Montaña Crujiente, y que el sonido era de los pájaros pegando a loas árboles con los picos. Por fin la leña empezó a quemarse, y al oír las llamas del fuego el tejón le preguntó otra vez a su nuevo amigo lo que era.
“Ese sonido es el llanto de los pájaros, y por eso también le llaman a esta montaña la Montaña de los Pájaros que Llantan.” Al quemarle la piel, el tejón comenzó a gritar pero la liebre se escapó corriendo.
El día siguiente, la liebre se puso esta vez a recoger pimientos rojos para hacer picante. AL verlo el tejón, éste se enfado y le chilló que por su culpa la espalda se le había quedado horriblemente quemada.
La liebre se hizo el tonto y le contestó:
“Las liebres de la Montaña Crujiente son las liebres de la Montaña Crujiente.
Los de la Montaña de los Pimientos son los de la Montaña de los Pimientos.
No s é de lo que hablas.”
El tejón pensó que éso tenía razón. Le pidió en vez a la liebre si por acaso tenía alguna medicina para las quemaduras.
“Vaya suerte, ahora mismo la estoy preparando”, le dijo la liebre al tejón y empezó a cubrirle la espalda con la pimienta. Al principio el tejón no sentía nada, pero poco a poco la pimienta le dejó en peor dolor que antes. En ese momento, la liebre corrió y se escapó otra vez.
El día siguiente la liebre se fue a la montaña de nuevo. Esta vez empezó a cortar árboles, pare hacerse un barco. El tejón llegó, la espalda doliéndole muchísimo, chillándole a la liebre que por culpa de su medicina casi se murió ayer en la montaña de los Pimientos.
La liebre, como si nunca le hubiera conocido, contesto:
“Las liebres de la Montaña de los Pimientos son las liebres de la Montaña de los Pimientos.
Las de la Montana de los Cedros son las de la Montaña de los Cedros.
¿Tú quien eres?”
O la liebre era buen actor o el tejón era bastante crédulo, la cosa es que otra vez el tejón se creyó lo que la liebre le decía. Al enterarse de que la liebre planeaba hacerse un barco, le pregunto por qué.
Cuando la liebre le dijo que era para ir de pesca en el río, el tejón quiso un barco también. “Bueno, yo me hago el barco de color blanco por que la piel la tengo blanca. Tú, ya que tienes pelo marrón, te vendría mejor hacer el barco de tierra.”, le explicó la liebre al tejón. Cada uno acabó de construirse su propio barco y se fueron juntos al río. Ya en el agua, el barco de tierra del badger comenzó a disolverse. En muy poco tiempo, el tejón se encontró hundiéndose en el agua. Se ahogaba y gritaba:”¡Socorro, socorro, ayudame!” Pero la liebre, impasible, le dijo: “Recuerdate ahora de la pobre abuelita que murió por tu culpa,” y le abandonó.
La liebre se fue al abuelito. Le anunció que el tejón estaba muerto. Pero en vez de alegrarse el viejecito se entristeció. Pensó que la muerte del tejón no le devolvería la abuelita, y que la venganza no valía para nada.

Anónimo - Japón