Polvo eres y en polvo te convertirás
¡Sí, sí, sí!
No me interpreten mal, por lo que más quieran. Les hablo con el corazón. Estoy
de acuerdo en que el hombre le está estafando brutalmente a la Madre Tierra
sus antiguos derechos, al no devolverle al suelo todo el alimento que de él
saca, y en que el sistema moderno de alcantarillado es, si ustedes quieren, una
herida que supura en el cuerpo del Estado. Y en que los incineradores
municipales son genocidas más que germicidas... Y en que la incineración
debería ser considerada como un crimen capital. Y en que los campos
erosionados por los codiciosos arados...
Sí, sí, y
otra vez sí. Pero ¡un momento!
A Elsie y a
Roland Hedge -ella ilustradora de libros, él un arquitecto con los pulmones
delicados- se les había prevenido en contra del doctor Eugen Steinpilz.
-No os traerá
suerte -les dije-. Me lo asegura mi dedo meñique.
-¿También tú?
-preguntó Elsie indignada (eso ocurría en Brixham, Devon, en marzo de 1940)-.
No pensarás que porque tiene acento extranjero y lleva barba ha de ser
necesariamente un espía, ¿verdad?
-No -le dije fríamente-, no se me había ocurrido este detalle. Pero no
quiero llevarte la contraria.
Al día siguiente, Elsie entabló deliberadamente amistad –no me gusta la
expresión, pero eso fue lo que hizo- con el médico, un alsaciano con pasaporte norteamericano, que se describía a sí mismo como un Naturphilosoph, y
tanto ella como Roland pronto estuvieron inmersos hasta el cuello en Steinpilzerei.
Todo empezó cuando él les invitó a comer y les sirvió carne fría acompañada
de dos platos de verduras rivales -patatas (al horno) y zanahorias (a la
crema)- compradas en la verdulería del barrio, y patatas (al horno) y
zanahorias (a la crema) cultivadas con abono natural en su huerto particular.
La
superioridad de estas últimas respecto a las primeras en apariencia, tamaño, y
especialmente en sabor, fue una revelación para Elsie y Roland. Sí, ya sé, sé
exactamente cómo se sintieron. Cuando voy al mercado aquí en Palma, nunca
compro patatas de La Torre porque las cultivan para la venta temprana del
mercado inglés, y en consecuencia apestan a fertilizantes químicos. En cambio,
compro patatas de Son Sardina, que tienen tan buen sabor como las que
comprábamos en Inglaterra hace cincuenta años. La razón estriba en que los
granjeros de Son Sardina abonan sus campos con los desperdicios de cocina de
Palma, que todavía cabe conseguir por carretas porque se trata de una ciudad de
estructura anticuada que no puede permitirse los sistemas modernos para
destruir eficazmente la basura.
De este modo,
el doctor Steinpilz convirtió a esta pareja enamorada y sin hijos al método
Steinpilz de hacer «compost». En realidad, no se diferenciaba mucho de los
métodos que se explican en la sección de jardinería de los principales
periódicos, excepto que era mucho más violento. El doctor Steinpilz había
inventado una fórmula para fabricar bacterias extremadamente feroces, capaces
(según Roland) de descomponer una bota vieja o la Biblia familiar, o una vieja
camiseta de lana, en precioso humus negro casi al instante. Sin embargo, la
fórmula no se podía comprar y sólo se podía comunicar, bajo juramento de alto
secreto, a miembros de la Asociación Eugen Steinpilz, en la que yo me negué a
ingresar. No voy a fingir que conozco la fórmula personalmente, pero una noche
oí por casualidad a Elsie y a Roland discutir en el jardín acerca de si las
influencias planetarias eran favorables, y también mencionaron el cuerno de
carnero, dentro del cual, por lo visto, tenía que guisarse una mezcla complicada
de productos animales y vegetales, técnicamente denominada «la Madre». También
deduje que una pata de toro y el páncreas de una cabra formaban parte del
asunto, porque más tarde el señor Pook, el carnicero, me dijo que se había
extrañado mucho de que Roland le encargara estos pedazos tan poco corrientes.
Desde luego, la polígala, el poleo, la orquídea de abeja y la arveja figuraban
entre los ingredientes herbarios de la Madre, pues los reconocí un día en una
cesta que Elsie se había dejado olvidada en la estafeta de correos.
Los Hedge
pronto tuvieron su primer montón de «compost» fermentando en el jardín, que era
más o menos del tamaño de una pista de tenis y consistía sobre todo en un
césped bien cuidado. El doctor Steinpilz, que supervisaba, empezó entonces a
infiltrarse en la pequeña casa de los Hedge como se infiltra el olor de los
desagües, y yo tuve que dejar de visitarlos. Más tarde, después de la caída de
Francia, Brixham se convirtió en una zona bélica de la cual todos, excepto
nosotros, los ingleses y nuestros aliados los franceses libres o los belgas
libres, fueron expulsados. En consecuencia, el doctor Steinpilz tuvo que marcharse,
cosa que hizo a regañadientes, y murió durante un ataque aéreo en Liverpool el
día antes de embarcar hacia Nueva York. Pero no terminó aquí la cosa. Creo que
Elsie debía de estar enamorada del doctor, y, desde luego, Roland le tenía por
un héroe. Guardaban como un tesoro una colección firmada de todos sus libros esotéricos,
cada uno con el nombre de una piedra semipreciosa, y solían leérselos el uno
al otro en voz alta durante las comidas, por turnos. Luego, sólo para demostrar
que se trataba de una filosofía práctica y no de una colección accidental de
hermosos pensamientos sobre la naturaleza, empezaron a hacer «compost» con una
unción todavía más seria y religiosa que antes. Claro que habían arrancado el
césped, pero utilizaron la hierba para intercalarla entre las capas de basura
de cocina, que mezclaban con los residuos de una pocilga abandonada, dos
carretadas de hojas de chopo mojadas, recogidas en el parque, y un saco de
nabos podridos. Mirando por encima del seto, capté la mirada fanática de Elsie
mientras echaba las hambrientas bacterias sobre el montón, dejándolas en libertad,
y no pude reprimir el escalofrío de un mal presentimiento.
Hasta el
momento, la cosa tenía un pase, supongo yo, pero cuando empezaron en serio los
bombardeos y la comida comenzó a escasear hasta el punto de que a las amas de casa
se les multaba por no entregar su basura a los cerdos del país, Elsie y Roland
empezaron a preocuparse. Abandonando ya su sistema sanitario normal y tras
haber construido una letrina en el jardín, intentaron entonces convencer a los
vecinos de que era su deber hacer lo mismo, incluso a riesgo de un resfriado y
de llenarse la espalda de arañas. Elsie también ordenó a Roland seguir las
lentas vacas coloradas de Devon cuando regresaban a casa tambaleándose, al
anochecer, para rescatar los valiosos excrementos con una pala de cocina;
mientras tanto, ella visitaba el vertedero municipal de basuras con un cajón
de embalaje montado sobre ruedas, y recogía todo lo que encontraba allí que
fuese de naturaleza orgánica: gatos muertos, trapos viejos, flores marchitas,
tallos de col y basura casera que incluso un cerdo nacional hubiese rechazado
en tiempos de guerra. También conservaba hasta la última gota del agua de sus
baños para rociar los montones, porque contenía, según ella, valiosas sales
animales.
Para
verificar si un montón de «compost» es bueno, como bien sabe todo iluminado,
hay que comprobar si cierto hongo de aspecto asqueroso, aunque beneficioso,
brota en él. Una capa gris de este cultivo cubría los montones de Elsie, y por
dentro estaban tan calientes que les servían para hornear la comida, cosa que
seguramente les ahorró mucho combustible. Yo los llamo «montones elsianos»
porque ella se consideraba entonces la delegada del doctor Steinpilz en la
tierra, y el fiel Roland no le discutía esta atribución.
Durante la
ofensiva aérea alemana, esta historia llegó a un punto crítico. Se recordará
que al estallar la guerra llegaban al sur de Devonshire trenes llenos de
londinenses que habían sido evacuados y que a partir de entonces se fueron
desevacuando, reevacuando y redes evacuando por cuenta propia de la forma más
desorganizada. Daba la casualidad de que Elsie y Roland se habían librado de
tener que alojar evacuados, porque no contaban con ningún dormitorio libre,
pero una noche un viejo jubilado de la marina llamó a su puerta pidiendo
alojamiento para la noche. Había tenido que huir de su casa en llamas en
Plymouth, donde todo era un caos, y se había ido alejando, andando a ciegas y
aturdido hasta llegar allí, hambriento y agotado. Le dieron de comer y le
acomodaron en el sofá, pero cuando Elsie bajó por la mañana para revolver los
montones con la horquilla, lo encontró muerto de paro cardíaco.
Roland
rompió un largo silencio al venirme a ver, un poco avergonzado, para pedirme
consejo. Según me dijo, Elsie había decidido que sería improcedente molestar a
la policía con el caso, porque la policía estaba muy ocupada aquellos días, y
el pobre hombre había dicho que no tenía ni parientes ni amigos. Así que le
habían oficiado las exequias fúnebres y, tras extraer la hebilla del cinturón,
los botones de los pantalones, la funda metálica de las gafas y un manojo de
llaves, todos ellos objetos no perecederos, lo había colocado reverentemente
sobre el último montón de «compost». Los demás componentes de este montón
eran una carretada de desechos de la fábrica de sidra, estiércol de vaca
recuperado y varios capazos de desbrozo de seto. ¿Habían hecho mal?
-Si lo que
quieres decir es si voy a denunciarte a las autoridades civiles la respuesta
es no -le aseguré-. Yo no estaba mirando por encima del seto en aquel preciso
momento y lo que sé sólo es de oídas.
Roland se
marchó arrastrando los pies, satisfecho.
La guerra continuó. Los Hedge no sólo convirtieron todo el jardín en
hileras apretadas de montones en homenaje a Eugen Steinpilz, sin dejar lugar
para plantar las patatas o las zanahorias para los que el «compost» había sido
proyectado, sino que además andaban recogiendo los desperdicios del mercado de
pescado de Brixham y hacían uso de los contenidos del cubo colocado junto a la
sala de cirugía del hospital local. Recuerdo que cada primavera Elsie cogía
grandes ramos de prímulas y los colocaba inmediatamente sobre el «compost», sin
olfatearlas siquiera; por lo visto, las prímulas vírgenes eran la comida favorita
de las bacterias.
Aquí la
historia podría herir la sensibilidad, por ejemplo, de un círculo familiar de
lectores y la suavizaré todo lo que pueda. Una mañana, un policía llegó a casa
de los Hedge con una notificación. Casualmente vi a Roland echar una miradita
ansiosa por la ventana y luego volver a esconder rápidamente la cabeza. El
policía llamó al timbre y luego con los nudillos en la puerta y esperó; luego
probó la puerta trasera y al cabo de un rato se marchó. La notificación era por
no haber cumplido los reglamentos de los apagones obligatorios durante los
bombardeos, pero por lo visto los Hedge no lo sabían. A la mañana siguiente
volvió a llamar y, al no contestar nadie, forzó la cerradura de la puerta
trasera. Los dos yacían muertos sobre la cama; habían ingerido una sobredosis
de píldoras somníferas. Sobre la colcha había una sencilla nota:
Rogamos
coloquen nuestros cuerpos sobre el montón más próximo a la pocilga. Se admiten
flores. Esparzan unas cuantas sobre los cuerpos, mezcladas con un poco de
basura de cocina, y luego echen un poco de tierra por encima, con la horquilla.
E. H. y R. H.
George Irks,
el nuevo inquilino, se propuso cultivar patatas y cavar «por la patria».
Alquiló un carro y empezó a tirar el «compost» al río Dart (pues, como me
explicó más adelante, «no le gustaba el aspecto de aquellas setas»). Los cinco
esqueletos humanos, perfectamente limpios, que George desenterró durante este
proceso aún esperaban identificación cuando acabó la guerra.
Robert Graves