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jueves, 30 de junio de 2016

XXXIV Mostra de Figures Històriques


El gallo giro 

Hacía dos años que el doctor estaba preso. Una de­nuncia que lo señalaba como desafecto al régimen había bastado para que, sin más trámite, se le internase in­definidamente en la Rotunda. Allí hacía la vida, bien conocida, del reo político: incomodidades insufribles; de cuando en cuando, grillos, y muerte civil, soledad, abandono de casi todos los amigos.
Desde el jefe de la prisión, personaje importante, hasta el celador, criminal del orden común, todos ex­plotan al prisionero en desgracia. Pero el doctor co­menzaba a tener suerte: lo olvidaban, y se las había arreglado, a poco costo, con un reo de homicidio, entre guardián auxiliar y sirviente. El homicida cumplía las faenas menudas: lavar el piso de la celda, calentar el café.
Cierta vez, el doctor le preguntó:
-Bueno, y tú ¿por qué mataste?
-¡Ah!, no, doctor -respondió-. Yo todavía no he matado a nadie... Ya, ya le explicaré por qué estoy aquí.
Pasaron varias semanas. El homicida se mostraba pacífico; se daba a respetar, no obstante que no se congraciaba según el expediente socorrido de los malos tratamientos y espionaje de los políticos... Un día en   que se hallaron solos, el doctor insistió:
-¿Y por qué estás aquí?
El homicida repuso:
-Verá, doctor, a usted sí se lo voy a contar... Yo tenía un tendajo en Santa Rosa, alguna plata, mujer y un gallito... ¡Ah, doctor, qué gallo fino!... Nunca lo habían vencido... Gallo giro, de raza, donde ponía el pico clavaba... Ya no se atrevían a desafiármelo en el pueblo... Hasta que llegó el nuevo jefe civil, el coronel... Se anunció una gran pelea en su honor. Me aconsejaron que llevara mi gallo; el coronel llevó el suyo... ¡No era mal gallo, señor!... Cuando lo enfrentaron con el mío, el choque fue violento. De un picotazo, el gallo del coronel le sacó un ojo al mío...; yo mismo me creí perdido; pero entonces reveló mi giro toda su cas­ta: erecto, corajudo, sin retroceder un paso, aguardó la nueva embestida y ¡zás!, como lo hiciera siempre, desgarró al enemigo en la nuca y lo mató... Mi gallo quedó herido y sangrando, pero no había razón para que declararan el empate... Yo me salí con mi gallo bajo el brazo, y los amenacé con el puño; la ira me cegaba; pero no les eché más que palabras.
Pocos días después me aprehendieron: me acusaban de querer matar al jefe civil... Entonces no lo había pensado, doctor..., y aquí estoy desde hace años; pero todavía no he matado a nadie, doctor.
Transcurrieron varios meses. El señalado como reo de homicidio seguía tranquilo, servicial; los demás pre­sos lo estimaban. Un día, inesperadamente, llegó la gracia. El carcelero gritó:
-De orden superior, el reo Matías Cifuentes queda en libertad.
Lo mismo que cuando lo encarcelaron, ahora lo li­bertaban: nada más que porque sí, de orden de la auto­ridad. Después de tres años de cárcel, sin proceso, sin audiencia, ahora en libertad... Los presos rodearon al compañero que se despedía.
-Déjame tu estera -dijo uno-; dámela...
-No te la doy -respondió gravemente Matías-: te la empresto...
Otro se acercó a pedir el jarro:
-Dámelo.
-No te lo doy: te lo empresto -insistió Matías.
Todos bromeaban mientras se consumaba la distribución de los utensilios del encarcelado: miseria sin halo de renunciamiento; ruindad agobiadora, menos que el haber de un paria y sin la alegría del sol.
Matías se despidió del doctor.
-Bueno -le dijo este último-, te felicito. ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos!...
Matías se acercó al oído del doctor y le dijo quedo:
-Nos volveremos a ver muy pronto, doctor.
* * *
Entre tanto, en el pueblo todos habían olvidado a Matías, incluso la mujer, que, al sentirse abandonada, indefensa, cedió a las intimaciones del jefe civil. El pequeño comercio lo hizo rematar la autoridad. Desde antes de que Matías llegara al pueblo, unos conocidos le informaron de que su ex cónyuge tenía ahora dos hijos del jefe civil... Matías recordó a su gallo: su gallo giro, su casa, su mujer... Matías trató de sonreír... No dijo nada. Las largas cavilaciones del presidio le habían enseñado a reprimirse y a disimular.
Con el dinero ahorrado en la cárcel, Matías compró ropa nueva; compró también un puñal. Se vistió la ropa, Se apretó la faja, y dentro de la faja escondió el acero.
Camino de los pueblos se fue rondando; se acerca­ba con cautela; llegó por fin a Santa Rosa, hospedóse donde un compadre, y poco se daba a ver. Pagó por adelantado una mesada. La mayor parte del día se quedaba en cama. Malestar, restos de fiebres contraídas en la prisión, explicaba a los pocos que solían verlo. De cuando en cuando paseaba por las calles, aparente­mente despreocupado, casi afable con los vecinos. Cuando se acercaba a los grupos, oía las conversaciones y hablaba apenas. Parecía tener olvidada toda su vida anterior. A veces invitaba a beber, pagaba, bebía; pero se iba sin embriagarse.
Dos o tres veces miró a distancia al jefe civil, que pareció no advertirlo. Era grueso, alto y de porte inso­lente. Tan temido se sabía de todo el pueblo que ni siquiera se hacía acompañar de un ayudante. Andaba solo, pegando en la bota con el látigo; no se dignaba saludar, sino cuando quería zaherir...
-A ver tú, hijo de un tal..., o ¿qué anda haciendo este tal por aquí?... A mí nadie me hace tarugo... No hay más Dios que mi General...
Acostumbrado a vencer por el abuso de fuerza; habituado a la fácil sumisión de todos los que se le acerca­ban, su arrogancia habría sido completa a no ser por los signos ostensibles de otro proceso, el proceso inverso de su arrogancia: su disposición servil para con los superiores. La bestia sumisa reaparecía en él apenas recordaba las penosas escenas de su trato con los de arriba; con pavor imaginaba la posibilidad de que llegara a disgustársele el General; se sentía escupido, vejado..., y, en desquite, ofendía a los que miraba.
Por aquellos días, sin embargo, el jefe andaba casi dichoso. Últimamente le habían recomendado, citándolo como modelo de gobernador, en cierta orden del día. Además, los negocios prosperaban. Una a una, y a imitación del General, él también había ido adquiriendo las fincas que le gustaron de las cercanías. El precio lo ponía él... «La gente es inclinada a abusar, y si uno se deja...» Nada de eso; ya se sabe que si el dueño resiste se le suben las contribuciones, se le acusa de desafecto al régimen, hasta que se llega a un precio razonable...  ¡Qué penitentes eran todos aquellos cam­pesinos rudos y leguleyos cobardes!... Todos, sólo el General..., mi General... ¡Ese sí es hombre!...
* * *
Un día que el jefe paseaba distraído, empeñado el corto ingenio en desenredar ciertas cuentas elementales, se fue por una de esas calles estrechas, sin salida, que los caprichos de la construcción suelen olvidar. Y al darse cuenta de su desvío sintió que lo seguían. Un hombre extraño, vestido de negro, avanzaba por la entrada del callejón. Al principio no lo reconoció. En rigor, después de una serie de atropellos sin nombre, no se acordaba ya casi de aquel Matías del gallo... y de la mujer...
El hombre que ahora venía hacia él parecía tranquilo; sin embargo, avanzaba con un paso desusado en aquellos contornos… Al acercársele, vio que el hombre sonreía; pero él no estaba acostumbrado a que nadie sonriera en su presencia, e instintivamente levantó en alto el látigo. Al punto, el otro sacó un puñal... El jefe, bruscamente avisado, echó mano a la pistola y tiró a matar...; pero le había temblado la mano y disparó sin tino. De un salto, el desconocido llegó hasta el jefe, lo sujetó del cuello y, mirándolo fijamente a los ojos, dijo:
-Mi gallo, mi gallo giro.
La mano izquierda sujetaba y sacudía; la otra mano buscó la nuca y enterró el puñal. «Igual que mi gallo» -pensó Matías...
* * *
En la cárcel de la Rotunda, los presos se disputaban el primer encuentro con el recién llegado. Sobre el cha­leco negro ostentaba Matías una leontina sobredorada. Al principio no lo reconocían; por fin, uno dijo:
-¡Si es Matías!...
-Sí -repuso éste-. A ver: mi estera, mis cacharros, que ahora me vengo a quedar...
Luego, como viera aparte al doctor, se acercó y le dijo:
-Ahora, sí, doctor; ya maté.

José Vasconcelos

martes, 28 de junio de 2016

Museo Goya - Colección Ibercaja


La historia del conductor de autobús que quería ser Dios

Ésta es la historia de un conductor de autobús que nunca se avenía a abrir la puerta a los que llegaban tarde. Este chofer no estaba dispuesto a abrirle la puerta a nadie: ni a los introvertidos chicos del insti­tuto que corrían en paralelo lanzándole unas miradas de lo más tristes ni tampoco, por supuesto, a las perso­nas nerviosas que, envueltas en bastos anoraks, golpea­ban enérgicamente la puerta como si hubieran llegado a tiempo y fuera él quien se estuviera comportando ina­decuadamente, ni tan siquiera a las viejas cargadas con bolsas de papel marrón llenas a reventar de víveres que agitaban una mano temblorosa haciéndole señas. Y no era por maldad por lo que no les abría la puerta, por­que en ese conductor no había ni el más mínimo atisbo de maldad, sino por ideología. La ideología del con­ductor decía que si, supongamos, el retraso sufrido por dejar montar a alguien era de aproximadamente medio minuto y la persona que se quedaba en tierra fuera del autobús perdía por eso un cuarto de hora de su vida, a pesar de todo seguía siendo más justo para la sociedad no abrirle la puerta, porque ese medio minuto lo perdía cada uno de los pasajeros del autobús; y si, supongamos, en el autobús había sesenta personas que no le ha­bían hecho nada a nadie y que habían llegado a su pa­rada a tiempo, en conjunto perderían media hora, que es el doble de un cuarto. Ésa era la única razón por la que nunca abría la puerta. Sabía que los pasajeros no tenían ni idea de que ésa fuera la razón, y que tampoco la conocían los que corrían tras de él haciéndole señas para que les abriera. Sabía también que la mayoría se limitaba a considerarlo un tarado, y lo cierto era que para él habría sido pero que muchísimo más fácil de­jarlos montar y recibir de ellos agradecimientos y son­risas. Sólo que, si tenía que elegir entre unos agradeci­mientos, unas sonrisas y el bien común, al conductor no le cabía la menor duda de que prefería el bien común.
La persona que supuestamente más debía sufrir la ideología del conductor se llamaba Adi, sólo que él, al contrario que las demás personas de esta historia, ni siquiera intentaba correr tras el autobús, de puro vago que era y de lo desesperado que estaba. El tal Adi era ayudante de cocina en un pub-restaurante llamado Boca-Dos, el juego de palabras más logrado que su es­túpido propietario había sido capaz de encontrar. La comida de aquel sitio no era nada del otro mundo, pero lo cierto es que Adi era una persona muy maja, tan maja que, a veces, cuando le salía un plato especial­mente poco logrado, lo servía él en persona a la mesa que correspondiera y pedía disculpas. Fue durante una de esas disculpas cuando encontró la felicidad, o, por lo menos, la posibilidad de ser feliz, en la forma de una chica tan encantadora que intentó terminarse hasta el último trozo del rosbif que Adi le había preparado para que él no se sintiera mal. Y eso que la chica no quiso decirle cómo se llamaba ni darle su número de te­léfono, aunque fue lo suficientemente dulce como para acceder a quedar con él al día siguiente, a las cinco, en un lugar fijado de antemano, en el delfinario, para ser más exactos.
Adi tenía una enfermedad, una enfermedad que le había hecho perderse varias cosas en la vida. No era esa clase de enfermedades que hacen que se te inflamen las amígdalas o cosas por el estilo, pero aun así le ha­bía causado a Adi mucho daño. La enfermedad esa hacía que Adi durmiera siempre diez minutos de más, y no había despertador que pudiera con ello. Por su culpa también llegaba todos los días tarde al trabajo en el Boca-Dos, por su culpa y por culpa de nuestro conduc­tor, ese que prefería el bien común a los elogios y las buenas palabras que pudieran dedicarle. Sólo que en esta ocasión, como se trataba de la felicidad, Adi deci­dió vencer la enfermedad y, en lugar de dormir la siesta, permanecer despierto viendo la tele. Para más seguridad, esta vez quiso ser tajante y se puso no un re­loj sino tres, y además llamó al servicio de despertador telefónico. Pero la enfermedad esa era incurable, y Adi se quedó dormido como un bebé frente al canal infantil para despertarse completamente bañado en sudor en medio del ensordecedor alarido de un trillón de relojes con diez minutos de retraso. Adi salió a la calle con la ropa con la que había dormido y echó a correr en di­rección a la parada del autobús. Ya no recordaba lo que era correr, así que los pies se armaban un poco de lío cada vez que dejaban la acera. La última vez que había corrido en su vida había sido antes de descubrir que uno se podía escapar de la clase de gimnasia, y eso fue más o menos en sexto, sólo que, al contrario que en aquellas clases de gimnasia, esta vez corría con todas sus fuerzas, porque ahora tenía algo que perder, de ma­nera que tanto los dolores que sentía en el pecho como los pitidos debidos a los cigarrillos Noblesse le pare­cían una nimiedad en medio de su carrera en pos de la felicidad. En realidad, todo le parecía una nimiedad, excepto nuestro conductor, que acababa de cerrar la puerta y empezaba a alejarse de la parada. El conduc­tor vio a Adi por el espejo retrovisor, pero, como ya se ha dicho, tenía una ideología; una ideología muy lógica que más que nada se basaba en la búsqueda de la justi­cia y la equidad más simples. Sólo que a Adi poco le importaba esa equidad la primera vez en la vida en que de verdad quería llegar a tiempo a un sitio, y por eso si­guió corriendo tras el autobús, a pesar de que no tenía posibilidad alguna de alcanzarlo. Pero, repentina­mente, la suerte de Adi decidió acudir en su ayuda, aunque sólo a medias, porque cien metros después de la parada había un semáforo, y éste, un segundo antes de que el autobús llegara, se puso en rojo. Adi consi­guió alcanzar el autobús y arrastrarse hasta la puerta del conductor. Ni siquiera golpeó el cristal, por falta de fuerzas, sino que se limitó a mirar al conductor con los ojos húmedos y se hincó de rodillas, resollando en me­dio de su asfixia. Eso le recordó al conductor algo de hacía mucho tiempo, cuando todavía no quería ser conductor de autobús sino que quería ser Dios. Ese re­cuerdo era un poco triste, porque al final el conductor no pudo ser Dios, aunque también era alegre, porque había llegado a ser conductor de autobús, que era la se­gunda cosa que más deseaba ser. Y de repente el conductor se acordó de aquel tiempo en que se había prome­tido que, si finalmente llegaba a ser Dios, sería clemente y misericordioso y escucharía a todas sus criaturas, así que, cuando desde las alturas de su asiento-trono de chófer vio a Adi arrodillado en el asfalto, ya no pudo más y, a pesar de todas sus ideologías y de sus ansias de equidad, le abrió la puerta. Entonces Adi subió y ni si­quiera le dio las gracias porque estaba sin aliento.
Llegados a este punto, lo mejor que se podría hacer sería dejar de seguir leyendo esta historia, porque, a pe­sar de que Adi llegó a tiempo al delfinario, al final no pudo alcanzar la felicidad, por la sencilla razón de que la chica ya tenía novio. Sólo que, como era tan maja, no le había parecido correcto decírselo a Adi, y había preferido darle plantón. Adi la estuvo esperando du­rante casi dos horas en el banco donde habían que­dado. En el tiempo que estuvo allí sentado le pasaron por la mente todo tipo de pensamientos deprimentes sobre la vida y después se quedó mirando la puesta de sol, que resultó relativamente bonita, mientras se ima­ginaba las agujetas que tendría al cabo de un rato. En el camino de vuelta, cuando realmente se moría ya de ganas de llegar a casa, vio a lo lejos el autobús que se detenía en la parada para soltar a un grupo de pasaje­ros, y supo que, aunque todavía le quedaran fuerzas y ganas, jamás conseguiría alcanzarlo. Así que siguió andando despacio, sintiendo un millón de músculos cansados a cada paso, y, cuando finalmente llegó a la parada, vio que el autobús seguía allí, esperándolo. Porque el conductor, a pesar de los murmullos de enojo y de las quejas airadas de los pasajeros, esperó a que Adi montara y no pisó el pedal del acelerador hasta que aquél hubo encontrado asiento. Y, cuando arran­caron, le guiñó el ojo a Adi con tristeza a través del es­pejo retrovisor, haciendo que todo aquel asunto se con­virtiera para él en algo casi soportable.

Edgar Keret

miércoles, 22 de junio de 2016

El genet blau

























La habitación vacía

La primera vez que la vi fue algo más de un año después de que se casaran. El funeral había concluido, la gente se había ido y estábamos en la casa solos. No había nada que pudiera decirle y ella no había dicho una sola palabra desde la mañana anterior. Ella y Finley apenas habían estado casados un año y ella ni siquiera había cumplido veinte años. Su cuerpo estaba en pleno apogeo, pero ella apenas era una niña.
Había estado sentada junto a la ventana, mirando cómo anochecía, hasta bien entrada la noche. Yo no había encendido las luces y ella no se había movido de la silla durante horas. Desde donde me encontraba podía ver su perfil inmóvil, rodeado de oscuridad, resaltando contra la noche gris como un camafeo de ébano.
Finley había sido mi único hermano y, hasta su muerte, el único pariente que me quedaba en el mundo. Ahora ella era su viuda.
Se llamaba Thomasine, pero yo aún no me había dirigido a ella por su nombre. No me había acostumbrado a él y hay algo en un nombre no familiar que lo invita a protegerse de desconsideradas intromisiones. Cuando llegara el momento de llamarla por su nombre sabía que estaría pronunciando un sonido que era sólo de ella.
Yo era un extraño en la casa y todavía no nos habíamos dirigido la palabra. Finley había sido su esposo y mi hermano, y no estaba seguro de cual sería nuestra relación. Lo que sí sabía era que no podríamos estar mucho tiempo en la casa solos sin tener un entendimiento claro de cuál era el sitio de cada uno.
El crepúsculo era frío. La habitación oscura dilataba el vacío, que se retiraba a la inmensidad carente de paredes. El perfil de Thomasine se suavizaba a medida que la penumbra gris dejaba paso a la oscuridad de la noche. Las paredes retrocedieron y la habitación se convirtió en un espacio sin ellas. La sala era inmensa y su perfil destacado contra la gris penumbra se fundió en la creciente oscuridad de la casa.
Thomasine, sentada al otro lado de la habitación, no se había dado del todo cuenta de su soledad. La curva que formaban su cabeza y hombros se encorvaba con las sombras envolventes, pero ella apenas si pensaba en su propia presencia. Finley llevaba muerto tan poco tiempo.
Cuando se levantó, yo también lo hice y crucé la habitación hacia ella. Me dirigí hacia su lado y me detuve a la distancia de un brazo. No obstante, la distancia entre nosotros sólo podría haberse medido por los límites del espacio infinito de la habitación. Deseé rodearla con mis brazos y consolarla, tal como habría consolado a la persona amada, pero era la viuda de Finley y la habitación con sus paredes hicieron la distancia inconmensurable. La sala en la que nos encontrábamos estaba vacía y era extensa. Nadaba en la oscuridad de su vasto espacio. La chispa de un pedernal nos habría dejado ciegos con la intensidad de su luz y la indudable conflagración nos habría reducido a cenizas.
Antes de venir a esta casa jamás me habría interesado una chica cuyo nombre hubiera sido Thomasine. Ahora ella era la viuda de mi hermano.
Algunas de las flores que había en la sala se habían enroscado al llegar la noche, pero los pétalos de las rosas cayeron suavemente al suelo.
De repente susurró, volviéndose hacia mí en medio de la oscuridad:
-¿Has dado de comer a los conejos de Finley?
-Sí -le respondí-. Les he dado todo lo que fueran capaces de comer. Tienen todo lo que necesitan para esta noche.
El cabello le había caído por encima de los hombros, bullendo por toda la cabeza. Su cabello era de color cítrico y, extrañamente, se ajustaba a la oscuridad de la habitación y al negro de su vestido. Su color hacía su dolor aún más incómodo, porque su cabeza era la que más profundamente se inclinaba en la oscuridad de la inmensa habitación. Cuando miré la negrura de tinta de las invisibles paredes pude, de alguna manera, ver la rapidez con que el cabello cítrico se despeinaba en el pecho de mi hermano cuando besaba la suavidad del perfil de su esposa y acariciaba la tersura de sus extremidades. La belleza y riqueza de su año de amor estaba cediendo paso, poco a poco, a la creciente oscuridad. Fue en la oscuridad de la habitación vacía donde fui capaz de creer en la irrevocabilidad de la muerte y de creerme el dolor que sentí en el corazón de Thomasine. Los que son amantes durante un año no pueden creer en la irrevocabilidad de la muerte, y ella menos que nadie. Quise decirle que lo sabía, pero mis palabras le habrían dicho únicamente lo trivial. Su amor no debía confundirse con la muerte y ella no habría deseado comprenderlo.
Ahora iba a empezar la noche.
No la vi moverse, pero noté cómo dejaba la silla junto a la ventana. Caminé detrás de ella, tocando unos muebles que me eran desconocidos, y me guié a través de la habitación una y otra vez por la dirección del perfume cítrico de su cabello.
Entonces se detuvo y me di cuenta de que estaba en el dormitorio. Me encontré junto a la puerta reconociendo sólo una dirección, la del aromático perfume cítrico que emanaba de su cabello. Cuando ella fue de esquina en esquina yo me quedé junto a la puerta del dormitorio esperando a que hablara, esperando una palabra de despedida hasta la mañana siguiente. Si había algo más que deseara, o si había algo que yo pudiera hacer, ella no me lo había dicho.
El eco de sus pasos de esquina en esquina y del frío de la cama retumbó por el dormitorio vacío. Pude oírla caminar hasta la cama, tocarla con los dedos, y regresar a la ventana por el suelo cubierto de alfombras. Estuvo junto a la ventana mirando la nada en la noche, la nada negra, mientras yo esperaba a que me dijera que cerrara la puerta, me fuera y la dejara sola.
Aunque ella estaba en el dormitorio, yo estaba junto a la puerta y los conejos estaban justo tras la ventana, el vacío descendió sobre la casa al igual que el silencio de una noche sin estrellas ni luna. Cuando yo extendía los brazos se alargaban hacia regiones desconocidas y cuando miraba con los ojos, parecían buscar luz en todos los rincones del oscuro cielo.
Ella sabía que yo estaba junto a la puerta esperando una palabra de despedida, pero se sentía desamparada en su soledad. Sabía que no podía soportar estar sola en la habitación cuyas paredes no podían verse a tal distancia. Ella sabía que su soledad no podía hacerse desaparecer mediante una palabra pronunciada en la hueca oscuridad, y sabía que ella sola no podría impulsarse fuera de la inmensidad de la casa.
Mi hermano me había escrito sobre ella con cierto pesar porque yo no tenía a nadie como ella a quien amar. Él había estado con ella durante un año, compartiendo su casa y su cama. Todas las noches habían ido juntos al dormitorio donde ahora estaba ella sola. Entonces sentí la soledad de la noche, porque le habían quitado a su esposo, mientras que yo, que nunca había conocido un amor así, nunca formaría parte de él. Una vez más fue a la cama y la tocó. La habitación estaba oscura y la cama quieta. Ahora sabía que iba a estar sola.
Empezó a llorar bajito, como llora una muchacha.
Las zapatillas cayeron de sus pies y el eco sonó como si hubieran lanzado unos zapatos de hombre con tacones sólidos contra el suelo.
Cuando tocó un peine que había sobre la mesilla y luego cayó al suelo en medio de la oscuridad, podrían haber sido las manos torpes de un hombre buscando a tientas, tirando relojes y espejos.
Sus rodillas tocaron una silla, pero el sonido fue más como un hombre caminando en medio de una habitación oscura, tropezando con los muebles y maldiciendo con voz ronca.
Colocó la ropa que se quitó sobre un arcón que había al pie de la cama, pero pareció más bien como si un hombre hubiera lanzado sobre una silla su abrigo pesado y sus pantalones desde el otro lado de la habitación.
Levantó la ventana sin ruido, pero fue como si un hombre la hubiera abierto con impaciencia.
Se sentó al borde de la cama y luego se estiró, pero fue como si un hombre se hubiera arrojado sobre ella, tirando de la manta para taparse.
Con cuidado se dio la vuelta y estiró el brazo por encima de la lejana almohada, pero en la habitación vacía sonó como si un hombre estuviera golpeando las almohadas con los puños.
Su cuerpo empezó a temblar por los sollozos, sacudiendo levemente los muelles de la cama y el colchón, pero fue como el firme movimiento de un hombre de fuerza incontrolada.
No sé cuánto tiempo estuve junto a la puerta esperando una palabra de despedida. Al principio el tiempo había pasado rápido en medio de la negrura absoluta de esta casa de oscuridad hueca. Luego pasó más lentamente. Puede que pasara una hora, quizás cinco.
Abrí los labios y hablé. El sonido de mis palabras parecía no tener fin en su eco.
-Buenas noches, Thomasine -dije temblando.
Ella gritó de miedo y dolor. Si alguien le hubiera cortado el corazón con un cuchillo no habría gritado tan fuerte.
Luego se dio la vuelta en la cama y se quedó estirada del otro lado.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
La almohada que había estado sujetando cayó desde el extremo de la cama al suelo, sonando en la oscuridad como un árbol talado en medio del bosque.
Tras el crepúsculo, la noche empezó en la habitación vacía.

Erskine Caldwell

lunes, 20 de junio de 2016

Estanislao Canet, fotografía.




La fotografía                         

El fotógrafo del pueblo se mostró muy complaciente. Le ense­ñó varios telones pintados. Fondos grises, secos, deslucidos. Uno, con árboles de inmemoriable frondosidad, desusada naturaleza. Otro, con sendas columnas truncas, que -según el hombre- hacían juego con una mesa de hierro fundido que simulaba una herradura sostenida por tres fustas de caza.
El fotógrafo deseaba conformarla. Madame Dupont era muy simpática a pesar del agresivo color de su cabello, de los polvos de la cara pegados a la piel y de alguna joya, dañina para los ojos cándidos del vecindario. Con otro perfume, quizá sin ninguna fragancia, habría conquistado un sitio decoro­so en la atmósfera pueblerina. Pero aquella señora no sabía renunciar a su extraña intimidad.
-Salvo que la señora prefiera sacarse una instantánea en la plaza. Pero no creo que tenga ese mal gusto -dijo el fotó­grafo. Y rió, festejándose su observación-. Me parece más propio que obtengamos una fotografía como si usted se ha­llase en un lindo jardín, tomando el té... ¿He interpretado sus deseos?
Y juntó una polvorienta balaustrada y la mesa de hierro fundido al decorado de columnas. Dos sillas fueron corridas convenientemente, y el fotógrafo se alejó en busca del ángulo más favorable. Desapareció unos segundos bajo el paño ne­gro y volvió a la conversación como quien regresa después de hacer un sensacional descubrimiento:
-¡Magnífico, magnifico!... -el paño fue a parar a un rincón-. Acabo de ver perfectamente lo que usted me ha pedido...
La mujer miraba el escenario con cierta incredulidad. La po­bre no sabía nada de esas cosas. Se había fotografiado dos veces en su vida. Al embarcarse en Marsella, para obtener el pasapor­te. Y un retrato en América, con un marinero, en un parque de diversiones. Por supuesto, no había podido remitir esa fotogra­fía a su madre. ¿Qué iba a decir su madre al verla con un mari­nero, tan luego su madre que odiaba el mar y la gente de mar?
Volvió a explicarle al fotógrafo sus intenciones:
-Quiero un retrato para mi madre. Tiene que dar la impresión de que me lo han sacado en una casa de verdad. En mi casa.
El hombre ya sabía de memoria las explicaciones. Preten­día un retrato elocuente que hablase por ella. Conocía la dedi­catoria que llevaría el pie: «A mi inolvidable madre querida, en el patio de mi casa con mi mejor amiga».
Era fácil simular la casa. Los telones quedarían admirable­mente. Faltaba la compañera, la amiga.
-Eso es cosa suya, señora. Yo no se la puedo facilitar. Ven­ga usted con ella y le garantizo un grupo perfecto.
Madame Dupont volvió tres o cuatro veces. El fotógrafo se mostraba complaciente, animoso.
-Ayer saqué a dos señoras contra ese mismo telón. ¡Fantás­tico! Ya está probado. El grupo sale perfecto. Vea la muestra. Parece el jardín de una casa rica.
La clienta sonrió ante la muestra. Tenía razón el fotógrafo. Un retrato verdaderamente hermoso. Dos señoras en su pe­queño jardín, tomando el té.
Y volvió alegremente hasta las puertas de su casa vergon­zosa, en los arrabales del pueblo.
A unos cien metros de su oscuro rincón vivía la maestra, la única vecina que respondía a su tímido saludo:
-Buenas tardes.
-Buenas...
A la pobre señora del pelo oxigenado le temblaban las pier­nas. El saludo se le desarticulaba en los labios. Y seguía pega­da a los muros, sin levantar la vista.
Tal vez algún día consiguiese valor para detener el paso y hablarle. La maestra parecía marchita, apoyada en el balcón de mármol con aire melancólico y fracasado. El balcón era se­mejante al de utilería. Bien podría ella prestarle un favor. ¿Por qué no atreverse? No se negaría ante una solicitud tan insigni­ficante.
Al fin, una tarde se detuvo. Una tarde sin gente, con perros vagabundos. Pasaba un carro de pasto verde, de esos a los que se les pide una gracia. Y la otorgan...
Se detuvo repentinamente. Claro, no la esperaban. Y le expli­có el caso, lo mejor que pudo. Sí, era nada más que para sacarse un retrato destinado a su madre. Un retrato de ella con alguien, así como la señorita, respetable... Sonrió, segura de ayudarse con un gesto. Se retratarían las dos y ella le pondría una dedica­toria. La madre, una viejita ya en sus últimos años, comprende­ría que su hija habitaba una casa decente y tenía amigas, buenas amigas a su alrededor. La escena ya estaba preparada desde días atrás. ¿Sería ella tan amable de complacerla? Las relaciones de madame Dupont son muy escasas y no se prestan para cosas así. No sirven. Además, no la entienden. ¿La podía esperar en casa del fotógrafo? Sí, la esperaría a la salida de clase. Mañana. Cuan­do los niños volviesen a sus hogares. «Merci, merci...»
Madame Dupont no recordaba si había monologado, sim­plemente. Si la maestrita había dicho que sí o que no... Pero recordaba una frase desvanecida en su memoria, no escuchada desde tiempo atrás: «Con mucho gusto».
Y dio las gracias con palabras de su madre. Y antes de dor­mirse besó el retrato de su madre, poniéndolo nuevamente en su sitio, entre una pila de sábanas, amortajado.
Al fin, alguien del otro lado del mundo se había dignado ten­derle la mano para que ella pudiese dar un salto. Pensaba, mientras se dirigía a la Casa del fotógrafo, que tal vez fuese el comienzo de una nueva etapa en su vida. La maestra le había contestado con naturalidad, como si prometiese sin mayor esfuerzo. Aquel detalle la tranquilizaba.
No acababan de acomodar las sillas, de situar la mesa, de dar golpes de plumero al polvoriento balcón de «papier maché».
El fotógrafo, cansado de rectificar el cuadro, se asomó a la puerta de la calle a ver pasar la gente. Cuando los niños salie­ron de la escuela, entró a enterar a su clienta. La maestra ya estaría en camino.
-Dentro de un momento llegará -aseguró la mujer-. Ha de estar arreglándose.
Al cuarto de hora los alumnos habían colgado sus delanta­les blancos y se les veía otra vez vagabundear por la calle, su­cios, gritones, comiendo bananas, cuyas cáscaras arrojaban en los zaguanes con crueles intenciones, a la expectativa del porrazo. Los días que se sentían malos, sin saber por qué.
-Ya debería estar aquí. Lamento comunicarle -dijo el hom­bre- que dentro de poco no tendremos luz suficiente para una buena placa.
La mujer aguardaba, disfrutando del apacible rincón, feliz en su espera. Nunca había permanecido tanto tiempo en un sitio tan amable y familiar. Se colmó de una dicha honrada, sencilla, desconocida.
Con las primeras sombras, madame Dupont abandonó el local. Se alejó envuelta en una disimulada tristeza. Dijo que volvería al día siguiente. La maestra, sin duda, había olvidado la cita.
Al doblar la esquina de su calle, la vio huir del balcón. Oyó el estrépito de la celosía como una bofetada. Después lo sintió en sus mejillas ardiendo.
No es fácil olvidar un trance semejante. Y menos aún si se vive una vida tan igual, tan lentamente igual. Porque mada­me Dupont acostumbraba a salir una vez a la semana y ahora ha reducido sus paseos por el pueblo. Suele pasar meses sin abandonar los horribles muros de su casa.
No ha vuelto a ver a la maestra marchitarse en el balcón de mármol, a la espera del amor, de la ventura.
El fotógrafo archivó el decorado, la tela pintada con aquel árbol de fronda irreal. Sobre la balaustrada cae un polvillo su­til, que es el alma del pueblo, la huella de sus horas apacibles.
Los niños siguen arrojando cáscaras de fruta en los zagua­nes con perversas intenciones. Sobre todo cuando sopla el viento norte. Y se oyen gritos de madres irritadas, de padres coléricos.
A veces, no está de más decirlo, hay que encoger los hom­bros y seguir viviendo.

 Enrique Amorim

sábado, 18 de junio de 2016

Caixa Forum - Ming - El Imperio Dorado






El vago

Apoyado en una farola de la Puerta del Sol, mira en­tretenido pasar la gente.
Es un hombre ni alto ni bajo, ni delgado ni grueso, ni rubio ni moreno; puede tener treinta años y puede tener cincuenta; no está bien vestido, pero tampoco es un desarrapado.
¿Qué hace? ¿Mira algo? ¿Espera algo? No, no espera nada. De vez en cuando sonríe; pero su sonrisa no es sarcástica, ni su mirada es oblicua.
No es un tipo de Montepín. No tiene los ojos impa­sibles, la boca impasible y la nariz también impasible, que se necesita para ser un satánico.
¿Es algún empleado? No. ¿Tiene rentas? Tampoco. ¿Alguna industria? ¡Pchs! Casi, casi es una industria vi­vir sin trabajar.
Vamos, es un vago. Sí, es un vago. Ya veo a los ca­tones de las tiendas de ultramarinos indignarse contra ellos, usando la prosa estúpida de un confeccionador de artículos de periódico de gran circulación. El vago, para todos esos moralistas, es casi un criminal.
El mío, ése de quien hablo, seguramente no lo es; tiene la mirada profunda, la boca burlona, el ademán indolente.
Mira como un hombre que no espera nada de nadie. Es un espectador de la vida; no es un actor.
Es un intelectual.
Un vendedor de periódicos se acerca al farol donde se apoya el vago, y se recuesta en él.
Un farol puede sostener dos espaldas.
* * *
Un vago apoyado en un farol es un motivo de refle­xión. El farol, la ciencia; la rigidez, la luz; el vago, la duda; la indecisión, la sombra.
¡Glorificad a los faroles! ¡No despreciéis a los vagos! Alguno dirá: ¡Bah!, ser vago, cosa facilísima. Error; error profundo; ser vago, es casi ser filósofo, es algo más que ser un cualquiera.
¿Que hay vagos a patadas? ¡Qué ha de haber! Tenéis en la clase alta, gomosos, clubman, sportsman; más o menos elegantes, más o menos smart y hasta snobs, si queréis. Todos estos son átomos brillantes de la atmós­fera de imbecilidad que recubre a este ridículo planeta que habitamos; pero no son vagos. No hay más que mi­rarlos; andan de prisa, dando zancadas, como si en la vida hubiera algo que valiese la pena de correr, y van siempre pensando en algún caballo, en alguna mujer, en algún perro, en algún amigo, o en otra cosa sin im­portancia de la misma clase. En las otras capas o cos­tras sociales hay empleados, estudiantes, mendigos, maletas y demás morralla; pero tampoco son vagos per­fectos, porque no dejan correr la vida; la emplean en tonterías, en cosas mezquinas; no se dejan arrastrar por el far niente, como el vago tipo, al cual no se le puede achacar más que esa pequeña debilidad de perder la afi­ción al trabajo en la flor de la juventud.
El vago será un bagatela; pero no es una escoria. Un bagatela puede ser trascendental, y una cosa trascen­dental puede ser baladí. Inventar un juguete demuestra tanto ingenio como inventar una máquina. Tan cons­tructor me creo yo que he hecho, en colaboración con un amigo, un tranvía eléctrico de cartón que se mueve a veces, como si hubiera hecho uno de veras.
Idear una catedral será una gran cosa; pero idear una rana de papel tampoco es despreciable.
* * *
El vago del farol y yo nos conocemos, y nos hablamos.
Me protege. Es un hombre que no saluda a nadie. Debe tener pocos amigos; quizá no tenga ninguno. Señal de inteligencia. El mayor número de amigos marca el grado máximo en el dinamómetro de la estupidez. Creo que es una frase.
¿A inteligente? No le gana nadie.
Se le habla de política... sonríe, se la habla de literatura... sonríe; se la habla de cualquier otra cosa... son­ríe.
El otro día me dijo uno de él que debía ser un imbécil.
Pero es lo que pasa en estas sociedades sin freno; se empieza a hablar mal de las personas serias, y se llega a hablar mal hasta de los vagos...

Pío Baroja