El gallo giro
Hacía
dos años que el doctor estaba preso. Una denuncia que lo señalaba como
desafecto al régimen había bastado para que, sin más trámite, se le internase
indefinidamente en la Rotunda. Allí hacía la vida, bien conocida, del reo
político: incomodidades insufribles; de cuando en cuando, grillos, y muerte
civil, soledad, abandono de casi todos los amigos.
Desde
el jefe de la prisión, personaje importante, hasta el celador, criminal del
orden común, todos explotan al prisionero en desgracia. Pero el doctor comenzaba
a tener suerte: lo olvidaban, y se las había arreglado, a poco costo, con un
reo de homicidio, entre guardián auxiliar y sirviente. El homicida cumplía las
faenas menudas: lavar el piso de la celda, calentar el café.
Cierta
vez, el doctor le preguntó:
-Bueno, y tú ¿por qué mataste?
-¡Ah!,
no, doctor -respondió-. Yo todavía no he matado a nadie... Ya, ya le explicaré
por qué estoy aquí.
Pasaron
varias semanas. El homicida se mostraba pacífico; se daba a respetar, no
obstante que no se congraciaba según el expediente socorrido de los malos
tratamientos y espionaje de los políticos... Un día en que se hallaron solos, el doctor insistió:
-¿Y
por qué estás aquí?
El
homicida repuso:
-Verá,
doctor, a usted sí se lo voy a contar... Yo tenía un tendajo en Santa Rosa,
alguna plata, mujer y un gallito... ¡Ah, doctor, qué gallo fino!... Nunca lo
habían vencido... Gallo giro, de raza, donde ponía el pico clavaba... Ya no se
atrevían a desafiármelo en el pueblo... Hasta que llegó el nuevo jefe civil, el
coronel... Se anunció una gran pelea en su honor. Me aconsejaron que llevara mi
gallo; el coronel llevó el suyo... ¡No era mal gallo, señor!... Cuando lo
enfrentaron con el mío, el choque fue violento. De un picotazo, el gallo del
coronel le sacó un ojo al mío...; yo mismo me creí perdido; pero entonces reveló
mi giro toda su casta: erecto, corajudo, sin retroceder un paso, aguardó la
nueva embestida y ¡zás!, como lo hiciera siempre, desgarró al enemigo en la nuca
y lo mató... Mi gallo quedó herido y sangrando, pero no había razón para que
declararan el empate... Yo me salí con mi gallo bajo el brazo, y los amenacé
con el puño; la ira me cegaba; pero no les eché más que palabras.
Pocos
días después me aprehendieron: me acusaban de querer matar al jefe civil...
Entonces no lo había pensado, doctor..., y aquí estoy desde hace años; pero
todavía no he matado a nadie, doctor.
Transcurrieron
varios meses. El señalado como reo de homicidio seguía tranquilo, servicial; los
demás presos lo estimaban. Un día, inesperadamente, llegó la gracia. El
carcelero gritó:
-De
orden superior, el reo Matías Cifuentes queda en libertad.
Lo
mismo que cuando lo encarcelaron, ahora lo libertaban: nada más que porque sí,
de orden de la autoridad. Después de tres años de cárcel, sin proceso, sin
audiencia, ahora en libertad... Los presos rodearon al compañero que se
despedía.
-Déjame
tu estera -dijo uno-; dámela...
-No
te la doy -respondió gravemente Matías-: te la empresto...
Otro
se acercó a pedir el jarro:
-Dámelo.
-No
te lo doy: te lo empresto -insistió Matías.
Todos
bromeaban mientras se consumaba la distribución de los utensilios del
encarcelado: miseria sin halo de renunciamiento; ruindad agobiadora, menos que
el haber de un paria y sin la alegría del sol.
Matías
se despidió del doctor.
-Bueno
-le dijo este último-, te felicito. ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos!...
Matías
se acercó al oído del doctor y le dijo quedo:
-Nos
volveremos a ver muy pronto, doctor.
*
* *
Entre
tanto, en el pueblo todos habían olvidado a Matías, incluso la mujer, que, al
sentirse abandonada, indefensa, cedió a las intimaciones del jefe civil. El pequeño
comercio lo hizo rematar la autoridad. Desde antes de que Matías llegara al
pueblo, unos conocidos le informaron de que su ex cónyuge tenía ahora dos hijos
del jefe civil... Matías recordó a su gallo: su gallo giro, su casa, su
mujer... Matías trató de sonreír... No dijo nada. Las largas cavilaciones del
presidio le habían enseñado a reprimirse y a disimular.
Con
el dinero ahorrado en la cárcel, Matías compró ropa nueva; compró también un
puñal. Se vistió la ropa, Se apretó la faja, y dentro de la faja escondió el acero.
Camino
de los pueblos se fue rondando; se acercaba con cautela; llegó por fin a Santa
Rosa, hospedóse donde un compadre, y poco se daba a ver. Pagó por adelantado
una mesada. La mayor parte del día se quedaba en cama. Malestar, restos de fiebres
contraídas en la prisión, explicaba a los pocos que solían verlo. De cuando en
cuando paseaba por las calles, aparentemente despreocupado, casi afable con
los vecinos. Cuando se acercaba a los grupos, oía las conversaciones y hablaba
apenas. Parecía tener olvidada toda su vida anterior. A veces invitaba a beber,
pagaba, bebía; pero se iba sin embriagarse.
Dos
o tres veces miró a distancia al jefe civil, que pareció no advertirlo. Era
grueso, alto y de porte insolente. Tan temido se sabía de todo el pueblo que
ni siquiera se hacía acompañar de un ayudante. Andaba solo, pegando en la bota
con el látigo; no se dignaba saludar, sino cuando quería zaherir...
-A
ver tú, hijo de un tal..., o ¿qué anda haciendo este tal por aquí?... A mí
nadie me hace tarugo... No hay más Dios que mi General...
Acostumbrado
a vencer por el abuso de fuerza; habituado a la fácil sumisión de todos los que
se le acercaban, su arrogancia habría sido completa a no ser por los signos
ostensibles de otro proceso, el proceso inverso de su arrogancia: su
disposición servil para con los superiores. La bestia sumisa reaparecía en él
apenas recordaba las penosas escenas de su trato con los de arriba; con pavor imaginaba la posibilidad de que llegara
a disgustársele el General; se sentía escupido, vejado..., y, en desquite, ofendía
a los que miraba.
Por
aquellos días, sin embargo, el jefe andaba casi dichoso. Últimamente le habían
recomendado, citándolo como modelo de gobernador, en cierta orden del
día. Además, los negocios prosperaban. Una a una, y a imitación del General, él
también había ido adquiriendo las fincas que le gustaron de las cercanías. El
precio lo ponía él... «La gente es inclinada a abusar, y si uno se deja...» Nada
de eso; ya se sabe que si el dueño
resiste se le suben las contribuciones, se le acusa de desafecto al régimen,
hasta que se llega a un precio razonable... ¡Qué penitentes eran todos aquellos campesinos
rudos y leguleyos cobardes!... Todos, sólo el General..., mi General... ¡Ese sí
es hombre!...
*
* *
Un
día que el jefe paseaba distraído, empeñado el corto ingenio en desenredar
ciertas cuentas elementales, se fue por una de esas calles estrechas, sin
salida, que los caprichos de la
construcción suelen olvidar. Y al darse cuenta de su desvío sintió que lo seguían. Un hombre extraño, vestido
de negro, avanzaba por la entrada del callejón. Al principio no lo reconoció. En rigor, después de
una serie de atropellos sin nombre, no
se acordaba ya casi de aquel Matías del gallo... y de la mujer...
El
hombre que ahora venía hacia él parecía tranquilo; sin embargo, avanzaba con un
paso desusado en aquellos contornos… Al acercársele, vio que el hombre sonreía;
pero él no estaba acostumbrado
a que nadie sonriera en su presencia, e instintivamente levantó en alto el
látigo. Al punto, el otro sacó un puñal... El jefe, bruscamente avisado, echó
mano a la pistola y tiró a matar...; pero le había temblado la mano y disparó sin
tino. De un salto, el desconocido llegó hasta el jefe, lo sujetó del cuello y,
mirándolo fijamente a los ojos,
dijo:
-Mi
gallo, mi gallo giro.
La
mano izquierda sujetaba y sacudía; la otra mano buscó la nuca y enterró el
puñal. «Igual que mi gallo» -pensó Matías...
*
* *
En
la cárcel de la Rotunda, los presos
se disputaban el primer encuentro con el
recién llegado. Sobre el chaleco negro ostentaba Matías una leontina
sobredorada. Al principio no lo reconocían; por fin, uno dijo:
-¡Si
es Matías!...
-Sí
-repuso éste-. A ver: mi estera, mis cacharros, que ahora me vengo a quedar...
Luego,
como viera aparte al doctor, se acercó y le dijo:
-Ahora,
sí, doctor; ya maté.
José Vasconcelos