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sábado, 30 de julio de 2016

Tren del Centenari




El trabajo nº 13 de Hércules

Según el apócrifo Apolodoro de la Biblioteca, "Hércules se hospedó durante cincuenta días en casa de un tal Tespio, quien era padre de cincuenta hijas a todas las cuales, una por una, fue poniendo en el lecho del héroe porque quería que éste le diese nietos que heredasen su fuerza. Hércules, creyendo que eran siem­pre la misma, las amó a todas". El pormenor que Apolodoro ignora o pasa por alto es que las cincuenta hijas de Tespio eran vírgenes. Hércules, corto de enten­dederas como todos los forzudos, siempre creyó que el más arduo de sus trabajos había sido desflorar a la única hija de Tespio.

Marco Denevi

jueves, 28 de julio de 2016

Feliz Sant Jordi - Ciudadanos - Sabadell


El bosque de la autopista

El frío tiene mil formas y mil maneras de moverse por el mundo: por el mar corre como una manada de caballos, a los campos se arroja como una nube de langostas, en las ciudades como una hoja de cuchillo corta las calles y se mete por las rendijas de las casas sin calefacción. En casa de Marcovaldo aquella noche se había terminado hasta la última astilla, y la familia, abrigada hasta los ojos, veía en la estufa empalidecer las brasas y de sus bocas brotar las nubecillas a cada respiro. Nada decían ya; las nubecillas hablaban por ellos: la mujer las expulsaba largas largas como suspiros, los hijos las soltaban absortos como pompas de jabón y Marcovaldo las disparaba al techo como fulguraciones que al momento se disipan.
Finalmente Marcovaldo se decidió:
-Voy por leña; a lo mejor encuentro -se embutió cuatro o cinco periódicos entre chaqueta y camisa a modo de coraza contra las corrientes de aire, disimuló bajo el gabán un largo serrucho, y así se lanzó a la noche, seguido por largas miradas esperanzadas de la familia, produciendo crujidos de papel a cada paso y con el serrucho asomando de vez en cuando por el embozo.
Andar en busca de leña por la ciudad: ¡casi nada! Marcovaldo se dirigió inmediatamente hacia un trocito de jardín publico que había entre dos calles. Todo estaba desierto. Marcovaldo estudiaba las desnudas plantas una a una pensando en la familia que le aguardaba entre castañeteo de dientes...
El pequeño Michelino, castañeteando los dientes, leía un libro de cuentos, tomado en préstamo de la bibliotequilla de la escuela. El libro hablaba de un niño, hijo de un leñador, que salía con su hachuela a partir leña en el bosque.
-Ahí es donde hay que ir -dijo Michelino-, ¡al bosque! ¡Allá sí hay leña! -nacido y crecido en la ciudad, en su vida había visto un bosque ni de lejos.
Dicho y hecho, lo organizó con sus hermanos: uno tomó un hacha, otro un gancho, el tercero una cuerda, dijeron adiós a su madre y partieron en busca de un bosque.
Caminaban por la ciudad alumbrada por las farolas, y no veían más que casas: lo que es bosques, ni la sombra. Se cruzaban con algún raro transeúnte, mas no se atrevían a preguntarle dónde había un bosque. Así llegaron donde se acababan las casas de la ciudad y la calle se convertía en autopista.
A ambos lados de la autopista los chiquillos vieron el bosque: una tupida vegetación de extraños árboles cubría la vista de la llanura. Tenían troncos muy finos, tiesos o torcidos; y copas chatas y extendidas, con las más extrañas formas y los más extraños colores cuando algún auto al pasar las iluminaba con los faros. Ramas en forma de dentífrico, de rostro, de queso, de mano, de navaja, de botella, de vaca, de neumático, cubiertas con un follaje de letras del alfabeto.
-¡Viva! -soltó Michelino-, ¡aquí está el bosque!
Y los hermanos miraban embelesados a la luna despuntando entre aquellas extrañas sombras:
-Qué bonito es...
Michelino los devolvió de pronto al objeto que los había llevado allá: la leña. Así que derribaron un arbolillo que tenía forma de prímula amarilla, lo hicieron pedazos y se lo llevaron para casa.
Marcovaldo regresaba con su escasa carga de ramas húmedas, y se encontró con la estufa encendida.
-¿Dónde la habéis encontrado? -exclamó señalando los restos del cartel publicitario que, por tratarse de aglomerado, había ardido muy aprisa.
-¡En el bosque! -respondieron los niños.
-¿Y qué bosque?
-El de la autopista. ¡Está hasta arriba!
Dado que era tan sencillo, y que otra vez hacía falta leña, más valía seguir el ejemplo de los chicos. Marcovaldo volvió a salir con su serrucho y se encaminó hacia la autopista.
El agente Astolfo, de la policía de tráfico, era algo corto de vista, y de noche, cuando cumplía corriendo en moto su servicio, la verdad es que necesitaba gafas; pera no lo decía, por miedo a que pudiera perjudicarle en su carrera.
Esta noche alguien ha denunciado que en la autopista una banda de pilluelos está derribando los carteles con anuncios. El agente Astolfo sale de inspección.
A los lados de la carretera, la selva de extrañas figuras admonitorias y gesticulantes acompaña a Astolfo, quien las escudriña una a una, saliéndosele de las órbitas los ojos miopes. De pronto, a la luz del faro de la moto, sorprende a un granujilla  encaramado en un cartel. Astolfo frena: 
-¡Eh!, ¿qué haces ahí, tú? ¡Bájate ahora mismo! -el otro no se mueve y le saca la lengua. Astolfo se acerca y ve que se trata del anuncio de unos quesitos, con un mofletudo que se relame-. Vaya, vaya -dice Astolfo, y parte a todo gas.
Al rato, en la sombra de un cartel enorme, ilumina una triste cara asustada. 
-¡Alto ahí! ¡No intentes escapar! -pero nadie se escapa: es un dolorido rostro humano pintado en mitad de un pie todo lleno de callos: el anuncio de un callicida-. Oh, perdón -dice  Astolfo, y sale zumbando. 
El cartel de un comprimido contra la jaqueca era una gigantesca cabeza de hombre, con las manos sobre los ojos por tanto dolor. Astolfo pasa, y el faro ilumina a Marcovaldo subido en todo lo alto, que con su serrucho intenta cortarle un trozo. Deslumbrado por aquella claridad, Marcovaldo se hace pequeño pequeño y permanece inmóvil, agarrado a una oreja de semejante cabezudo, con el serrucho que ha llegada ya a mitad de la frente. 
Astolfo la estudia a fondo, dice:
-¡Ah, sí: comprimidos Despeja! ¡Un cartel eficaz! ¡Bien ideado! ¡El hombrecillo allá arriba con su serrucho representa la jaqueca que parte la cabeza en dos! ¡Al momento lo he entendido! -y prosigue satisfecho su camino.
Todo es silencio y hielo. Marcovaldo lanza un suspiro de alivio, se afianza en el incómodo caballete y reanuda su tarea. En el cielo iluminado por la luna se propaga el tenue graznar del serrucho contra la madera. 

Italo Calvino

martes, 26 de julio de 2016

Siente Teruel


Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protago­nistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza des­cansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admira­blemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era nece­sario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del cre­púsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le lle­gaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón le­yendo una novela.

Julio Cortázar

domingo, 24 de julio de 2016

El trabajo en el arte


El camionero

Soy flaco, nervioso, con brazos delgados, piernas largas y el vientre tan plano que los pantalones se me escurren; en suma, Soy justamente lo contrario de lo que hace falta para ser un buen camionero. Miren a los camioneros; son todos hombres grandes, con hombros anchos, brazos de cargadores, espalda y vientre fuertes. Porque el camionero se basa sobre todo en los brazos, la espalda y el vientre: los brazos, para mover la rueda del volante, que en los camiones tiene casi el diámetro de un brazo, y que a veces, en las curvas de montaña, hay que darle una vuelta completa; la espalda, para resistir el cansancio de estar sentado horas y horas, siempre en la misma posición, sin quedarse dolorido y rígido, y, por último, el vientre, para estar perfectamente quieto, hundido en el asiento, encajado como una piedra. Esto en lo que respecta al físico. En cuanto a lo moral, todavía soy menos adecuado. El camionero no debe tener nervios, ni la cabeza llena de grillos, ni nostalgias, ni otros sentimientos delicados; la carretera es exasperante, capaz de matar a un buey. Y lo que es en mujeres, el camionero debe pensar poco, igual que el marinero; porque si no, con su continuo partir y volver a partir, se volvería loco. Pero yo estoy lleno de pensamientos y de preocupaciones; soy de temperamento melancólico, y me gustan las mujeres.
Sin embargo, pese a que no era un oficio para mí, quise ser camionero y conseguí que me contratara una empresa de transportes. Me asignaron como compañero a un tal Palombi, que era, puedo decirlo, un verdadero bruto. Exactamente el camionero perfecto; y no es que los camioneros no sean, a menudo, inteligentes, pero él tenía también la suerte de ser estúpido, de manera que formaba un todo con el camión. Aunque ya era un hombre mayor de treinta años, había quedado en él algo de muchacho: una cara redonda de mejillas abultadas, unos ojos pequeños bajo una frente estrecha, una boca cortada como la de una alcancía. Hablaba muy poco, casi nada, y preferiblemente por medio de gruñidos. Solo se aclaraba un poco su inteligencia cuando se trataba de cosas de comer. Recuerdo una vez que entramos, cansados y hambrientos, en una hostería de Itri, en el camino de Nápoles. No había más que judías con tocino, y yo apenas si las probé, porque me sientan mal. Palombi devoró dos platos llenos, y luego, repantigándose en la silla, me miró un momento, con solemnidad, como si fuera a decirme algo muy importante. Pronunció, por último, pasándose una mano por la barriga:
 -Me comería otros cuatro platos.
Este era el gran pensamiento que había tardado tanto tiempo en expresar.
Con este compañero, que parecía de madera, no les digo lo contento que me puse la primera vez que encontramos a Italia. En aquella época hacíamos la ruta Roma- Nápoles, llevando las cosas más diversas: ladrillos, chatarra, madera, fruta, bobinas de papel e incluso, algunas veces, pequeños rebaños de ovejas que se desplazaban de un pasto a otro. Italia nos paró en Terracina, pidiéndonos que la lleváramos a Roma. Nuestras órdenes eran no recoger a nadie, pero, tras haberle echado una ojeada, decidimos que en aquella ocasión no valía la orden.
Le hicimos señas de que subiera y trepó ágilmente, diciendo:
-¡Vivan los camioneros, siempre tan amables!
Italia era una muchacha provocativa; no hay otra palabra. Tenía un busto con una cintura larga, increíble, y, encima, un pecho que se erguía, agudo, venenoso, bajo unos jerseys ajustados que le llegaban hasta las caderas. También su cuello era largo, con una cabeza pequeña y morena y dos grandes ojos verdes. Bajo aquel busto tan largo tenía unas piernas cortas y torcidas, hasta el punto de que daba la impresión de que andaba doblando las rodillas. No era guapa, en suma, pero era más que guapa; la prueba la tuve en aquel primer viaje, cuando, a la altura de Cisterna, mientras conducía Palombi, introdujo su mano en la mía y me la apretó con fuerza, sin dejarla hasta Velletri, donde reemplacé a Palombi. Era verano, hacia las cuatro de la tarde, que es la hora más calurosa, nuestras manos estaban resbaladizas a causa del sudor, pero ella, de vez en cuando, me lanzaba una ojeada con sus ojos verdes de gitana y me parecía que la vida, tras haber sido durante tanto tiempo nada más que una cinta de asfalto, volvía a sonreírme. Había encontrado lo que buscaba: una mujer en la que pensar. Entre Cisterna y Velletri, Palombi se detuvo y bajó para mirar las ruedas, y yo aproveché para darle un beso. En Velletri  reemplacé muy a gusto a Palombi; un apretón de manos y un beso me bastaban, por aquel día.
Desde entonces, con regularidad, Italia hizo que la lleváramos de Roma a Terracina, y a la inversa, una o dos veces por semana. Nos esperaba por la mañana, siempre con algún bulto o maleta, junto a las murallas, y luego, si conducía Palombi, me estrechaba la mano hasta Terracina. A la vuelta de Nápoles nos esperaba en Terracina, volvía a subir y recomenzaban los apretones de mano y, aunque ella no quería, los besos a hurtadillas cuando Palombi no podía vernos. En resumidas cuentas, me enamoré muy en serio, quizás también porque hacía mucho tiempo que no quería a una mujer y no estaba acostumbrado. Hasta el punto de que bastaba ahora con que ella me mirase de cierta manera para que yo me conmoviera en seguida, como un niño, hasta saltárseme las lágrimas. Eran lágrimas dulces, pero a mí me parecían una debilidad indigna de un hombre y me esforzaba, sin lograrlo, en retenerlas. Cuando conducía yo, aprovechando que Palombi dormía, hablábamos en voz baja. No recuerdo nada de lo que decíamos, señal de que eran cosas sin importancia, bromas, charlas de enamorados, Lo único que recuerdo es que el tiempo pasaba muy de prisa: hasta la recta de Terracina, que nunca acaba, desaparecía como por encanto. Yo disminuía la velocidad a treinta, a veinte por hora, dejando que me adelantasen incluso los carros; pero siempre llegábamos al final e Italia bajaba. De noche era todavía mejor: el camión andaba casi solo, yo sostenía con una mano el volante y con la otra ceñía la cintura de Italia. Cuando, allá al fondo, en la oscuridad, se encendían y apagaban los faros de los otros coches, hubiera querido componer con las luces, al responder a las señales, alguna palabra que les dijese a todos lo feliz que era. Por ejemplo, «yo amo a Italia e Italia me ama».
Palombi ni se dio cuenta de nada, o por lo menos fingió no darse cuenta. El hecho es que no protestó ni una sola vez por aquellos viajes tan frecuentes de Italia. Cuando ella subía, le dirigía, por todo saludo, un gruñido, y luego se hacía a un lado para que se sentase. Ella estaba siempre en el medio, porque yo debía observar la carretera y avisar a Palombi, cuando se trataba de adelantar a otro vehículo, de que el camino estaba libre. Palombi no protestó siquiera cuando, infatuado, quise escribir en el cristal del parabrisas algo referente a Italia. Lo pensé un poco y escribí luego, con letras blancas: «Viva Italia». Pero Palombi, el muy estúpido, solo advirtió el doble sentido cuando ciertos camioneros, bromeando, nos preguntaron cómo nos habíamos vuelto tan patriotas. Sólo entonces me miró abriendo la boca, y luego, esbozando una sonrisa, me dijo:
-Se creen que es Italia, y, en cambio, es la chica... Eres inteligente, lo has resuelto muy bien.
Todo esto continuó durante un par de meses, o acaso más. Uno de aquellos días, después de haber dejado a Italia, como de costumbre, en Terracina, al llegar a Nápoles recibimos la orden de descargar y volver inmediatamente a Roma, sin pernoctar. Lo sentí, porque la cita con Italia era para la mañana siguiente; pero las órdenes son las órdenes. Yo cogí el volante y Palombi empezó en seguida a roncar. Hasta Itri todo fue bien, porque la carretera esta llena de curvas y por la noche, cuando empieza el cansancio, las curvas, que obligan a tener los ojos muy abiertos, son las amigas del camionero. Pero después de Itri, entre los bosquecillos de naranjos de Fondi, me entró el sueño, y, para espabilarme, empecé a pensar con todas mis fuerzas en Italia. Pero, cuanto más pensaba, más me parecía que los pensamientos se entrecruzaban muy tupidos en la mente, como las ramas de un bosque que se espesa cada vez más y, al final, todo está oscuro. De pronto, recuerdo que me dije: «Menos mal que estoy pensando en ella y eso me mantiene despierto... Si no, ya me habría dormido». Pero en realidad ya estaba dormido y este pensamiento no lo tenía despierto, sino durmiendo, y era un pensamiento que el sueño me enviaba para hacerme dormir mejor, con mayor abandono. Al mismo tiempo sentí que el camión se me salía de la carretera y entraba en la cuneta; y sentí, detrás, el estruendo y el golpe del remolque que se derrumbaba. Iba muy despacio y no nos hicimos daño; pero, cuando bajamos, vimos que el remolque estaba caído, con las ruedas al aire, y que toda la carga, pieles para curtir, se amontonaba en la cuneta. Era una noche oscura, sin luna, pero con un cielo lleno de estrellas. Por suerte, estábamos a las puertas de Terracina; a la derecha teníamos el monte y a la izquierda, mas allá de los viñedos, el mar sereno y negro.
Palombi se limitó a decir: -La has hecho buena.
Y luego, añadiendo que debíamos ir a Terracina en busca de ayuda, empezó a andar. Era un trecho pequeño, pero cuando estuvimos en Terracina, Palombi, que no pensaba más que en comer, dijo que tenía hambre y que, como antes de que llegara el coche de socorro con la grúa pasarían algunas horas, lo mismo daba ir a la hostería. Así, cuando entramos en Terracina, nos pusimos a buscar un local. Pero era medianoche pasada y en aquella plaza redonda, toda agujereada por los bombardeos, no había más que un café abierto y, encima, lo estaban cerrando. Tomamos una callejuela que parecía dirigirse hacia el mar y pronto vimos una luz con una muestra. Aligeramos el paso, llenos de esperanza; era realmente una hostería, pero la persiana metálica estaba medio bajada, Como si estuvieran a punto de cerrar. Tenía puertas de cristales y la persiana dejaba descubierta una franja de estos cristales, por la que se podía mirar al interior.
-Ya verás como está cerrada -dijo Palombi, y se inclinó para mirar. También yo me incliné. Entonces divisamos una gran sala de hostería pueblerina, con pocas mesas y un mostrador. Las sillas estaban apiladas sobre las mesas, e Italia, armada con una escoba, hacía limpieza rápidamente, con un trapo atado a la cintura. Detrás del mostrador, además, al fondo de la sala, había un jorobado. He visto muchos jorobados, pero ninguno tan perfecto como aquél. Con la cara hundida entre las manos, la joroba más alta que la cabeza, miraba fijamente a Italia con unos ojos negros y biliosos. Ella barría muy de prisa, luego el jorobado le dijo no sé qué, sin moverse, y ella se le acercó, apoyó la escoba en el mostrador, le echó un brazo alrededor del cuello y le dio un largo beso. Después volvió a tomar la escoba, dando vueltas por la habitación, como si bailase. El jorobado salió desde detrás del mostrador hasta el centro de la hostería: era un jorobado marinero, con sandalias tripolinas, pantalones de tela azul, de pescador, remangados, y camisa abierta con cuello a la Robespierre. Se acercó a la puerta y nosotros retrocedimos, como con la misma idea. El jorobado abrió la puerta de cristales y desde dentro bajó la persiana.
Dije, para ocultar mi turbación:
-¿Quién lo hubiera dicho?
-Ya, ya -respondió Palombi, con una amargura que me sorprendió.
Fuimos hasta el garaje y luego pasamos toda la noche enderezando el camión y cargándolo de nuevo con todas las pieles. Pero al alba, al bajar hacia Roma, Palombi empezó a hablar, puede decirse que por primera vez desde que lo conocía.
-¿Has visto lo que me ha hecho esa bruja de Italia?
-¿Qué? -repliqué, estupefacto.
-Después de haberme venido Con tantos cuentos -continuó él, lento y obtuso- y haberme apretado la mano todo el tiempo mientras íbamos de acá para allá, y después de que yo le había dicho que quería casarme y éramos, por así decirlo, novios... ¿Has visto? ¡Un jorobado!
Me quedé sin aliento y no dije nada. Palombi continuó:
-Le había hecho tantos regalos: corales, un pañuelo de seda, zapatos de charol. ..Te digo la verdad, la quería mucho y además era exactamente lo que yo necesitaba, esa chica. ..Una ingrata sin corazón, eso es lo que es...
Continuó así durante un rato, lento y como hablando solo, en la luz mortecina del alba, mientras corríamos a todo correr hacia Roma. De modo que, no pude dejar de pensar, Italia nos había engañado a ambos, para ahorrarse los billetes del tren. Me abrasaba al oír hablar a Palombi porque decía las mismas cosas que hubiera podido decir yo y, además, porque en boca de él, que casi no sabía hablar, todo me parecía ridículo. Hasta el punto que, de pronto, le dije brutalmente:
-Déjame en paz con esa fulana... Tengo sueño.
El, pobrecillo, respondió:
-Hay cosas que hacen daño -y luego estuvo callado hasta Roma.
Después, durante muchos meses, estuve siempre triste; la carretera había vuelto a ser, para mí, lo que era antes: sin principio ni fin, nada más que una cinta amarga que hay que tragar y volver a escupir dos veces al día. Pero lo que me convenció para cambiar de oficio fue que Italia abrió una hostería en la carretera de Nápoles, con la muestra de «El encuentro de los camioneros». Sí, sí, un buen encuentro, como para hacer centenares de kilómetros para frecuentarlo. Naturalmente, no nos detuvimos nunca, pero era lo mismo: me hacía daño ver a Italia detrás del mostrador y al jorobado que le pasaba los vasos y las botellas de cerveza. Me fui. El camión, con el letrero «Viva Italia» y Palombi ante el volante, sigue con sus viajes. 

Alberto Moravia