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domingo, 30 de octubre de 2016

Madeira 2




Botánica oculta

La «suplicante»

Cuando el capitán Jacques Duvillier avistó, a bordo de la fragata Tonerre, una nueva isla en el mar de la Sonda, decidió llamarla «L'ile des tortues» en consideración a que éste era un nombre poético y también a que, sin duda, de­bía haber muchas tortugas en la isla. Arribados a la costa, y fondeada la fragata en una pequeña ensenada, el capitán Duvillier y los hombres de la tripulación no encontraron rastro de tortugas, pero en cambio se enfrentaron con unos terribles y soñolientos dragones, llamados varanos, de casi cuatro metros de longitud, que rugían espantablemente. Otras maravillas hallaron en la isla, tales los nabos-­calabaza, los mosquitos gigantes, los pájaros-sierra y los perros danzantes que poblaban abundantemente la intrin­cada maleza. La isla era de una fertilidad lujuriosa, pero algo indefinible les sorprendía e intrigaba. Algo que el ca­pitán Duvillier definió como un «aura musical».
Llegada la noche, ocurrió lo imprevisible. Hallábase la marinería en la cubierta del Tonerre, celebrando la ane­xión de una nueva isla para Francia y bebiendo aguar­diente de cerveza, cuando al bretón Saint-Séverin, cocine­ro del barco y hombre de voz aterciopelada y profunda, le vinieron ganas de cantar el «Roi Dagobert», cosa que hizo muy inspirado mientras la tripulación le contestaba el es­tribillo. De pronto, se oyó un gran chapoteo en el agua, justo a estribor, emergiendo acto seguido un alto macizo de algas ondulantes, formando un solo cuerpo, el cual se enderezó a considerable altura, destacándose en su centro un alga de mayor tamaño y color rojo. Luego, ante la estu­pefacción de todos, aquel extraño vegetal marino se puso a cantar, repitiéndolas con entusiasmo, las mismas estrofas del «Roi Dagobert», pero tal como lo haría el más perfec­to orfeón, pues el arbusto rojo conducía el canto con voz de tenor, mientras los demás se integraban en coro matiza­do. Cuando llegó la última estrofa, este conjunto orfeóni­co adquirió suavidades y delicadezas sin cuento, susurros emocionados y delicuescentes. Al cabo de unos momen­tos, después de una pausa en la que recogió los aplausos del valiente capitán Duvillier (la tripulación estaba petrifi­cada por el asombro y el miedo), la enorme planta-canto­ra, haciendo gala de una erudición musical y folklórica poco común, empezó a entonar una canción galante de Guillermo IX de Aquitania, conde de Poitiers (1071-­1127), la que empieza:

On m' appelle Maítre infaillible,
La femme qui m' a eu un soir
Le lendemain veut me revoir.
Dans ce métier, je puis le dire,
Je suis tres fort...

El concierto duró varios días, y como la planta-orfeón no tenía raíces, era muy pacífica y sólo le importaba can­tar, el capitán Duvillier la hizo arriar a bordo, donde la acomodó en una gran cuba llena de agua que se constru­yó febrilmente. La planta o árbol-orfeón permanecía sumergida al fondo y salía únicamente así que oía cantar a alguien. Entonces escuchaba, respetuosamente pero im­paciente, para lanzarse en seguida a repetir la canción. Lo malo es que seguía después con todo el repertorio y no ha­bía forma de detenerla.
Llegado a Francia este fenómeno de la naturaleza, fue trasladado al Jardin des Plantes, de París, donde los botá­nicos lo estudiaron, pero adujeron que esta planta era ya conocida con el nombre de suplicante, pues habló de ella el negociante lionés Philippe Sylvestre Dufour en su libro Traites nouveau et curieux du café, du thé et du chocolat. Ouvrage également nécessaire aux médecins et à tous ceux qui aiment leur santé, publicado en 1685. Dufour decía que nada hay comparable como tomar café sentado en un arrecife oyendo un concierto de canto de la «suplicante».
Sabido ya su nombre, la «suplicante» hizo las delicias de los parisienses que acudían en tropel a escucharla en el Jardín des Plantes, pero fueron tantos los abusos y vejá­menes a que fue sometida (todo el mundo quería esquejes de este vegetal) que, al cabo, Luis XIV mandó trasladar la «suplicante» a palacio donde fue custodiada celosamente. Cuando Federico-Guillermo I, el rey sargento, se entrevis­tó con Luis XIV, éste quiso reservarle una sorpresa y, en efecto, a mitad del banquete ofrecido batió palmas, abriéndose unos cortinajes y entrando, arrastrado por los lacayos, un pesado carromato con una enorme cuba encima. Luis XIV dirigió una significativa mirada a Felipe de Orléans -que habría de ser regente justo un año des­pués-, el cual con mucha pompa empezó a cantar un fragmento de Soeur Monique, de Couperin, músico que estaba de moda en la corte. Inmediatamente se alzó la «su­plicante» repitiendo el fragmento y extendiéndose en un arcaico repertorio de Carmina Burana, lo que dejó anona­dado al rey sargento.
La incuria de los tiempos hizo desaparecer las trazas de la «suplicante», pues a la postre, muerto Luis XIV, resultó muy impopular en la corte de Luis XV, el nuevo rey, a cau­sa de los gastos que suponía hacer traer de El Havre el agua de mar necesaria para la planta cantora, lo cual se ha­cía, dos veces por semana, en una carreta de bueyes. La úl­tima noticia fidedigna que se tiene de ella es que actuó en el Teatro Apolo, de Madrid, la noche del estreno de La verbena de la Paloma, del maestro Bretón, que fue el 18 de febrero de 1894; pero actuó de tapadillo, tras los decora­dos y las bambalinas para no alarmar imprudentemente al público.
Ahora, Salut les Copains ha resucitado la cuestión, pues la «suplicante» acaba de grabar un disco con los Beatles, y parece ser que hay posibilidades de que actúe en el próxi­mo festival de la Eurovisión representando a Indonesia.
En cuanto a su naturaleza, muy poco conocida, sólo se sabe que se alimenta de las miasmas del agua del mar -es decir, del plancton- y, no estando sujeta a ninguna clase de represión sexual, se reproduce libremente por esporas.

Perucho, Juan

viernes, 28 de octubre de 2016

Madeira


Es mejor fondearlos

Aquella noche se había acentuado su angustia; lleva­ba ya más de un mes de prisión; un mes en que no había hablado con nadie, ni había visto la clara luz del sol, ni el brillo ardoroso de las estrellas. Un mes de so­ledad y de reflexiones profundas, durante el cual había hecho el repaso de su vida, corta todavía, pues no pasaba de treinta años, y, sin embargo, ya había pene­trado la razón de todas las cosas y se había convencido de la inutilidad de todo esfuerzo, en pueblos estúpidos, que ni logran ni quieren sacudir la tiranía de un haz de malvados. ¿Para qué había venido al mundo? Sólo para caer en el lazo de un amor que deja detrás de sí a los hijos, como si la impotencia propia fuese una herencia maldita que es menester traspasar sin término, de una a otra generación de condenados. Haber sido lo bastante inconsciente para prestarse a engendrar un hijo, ése era el único remordimiento penoso que logró descubrirse en el recuento prolongado que, en más de una hora de tedio, hizo de sus acciones. Todo lo demás le importaba de una manera secundaria. ¿Su libertad? Bien podía perderla para siempre y podrirse en aquella inmunda celda, que, al fin y al cabo, él ya había arrebatado a la vida su secreto y sabía despreciarla en todos sus aspectos. Sus compañeros de lucha acaso padecían, como él padecía, en aquellos mismos instantes. Algunos de ellos serían asesinados; otros, más dichosos, irían por otras tierras a claudicar o a volver a caer en presidio. ¿Y el ideal social, la redención del humilde, el castigo de la injusticia? Todo esto se hace pedazos entre las risotadas de la soldadesca... ¡Si solamente pudiese salir a dar un paseo por la playa en esta noche, que afuera se adivinaba espléndida! Respirar libremente y andar, caminar en un solo sentido y sin reposo, sin volver nunca el rostro, hasta que se acabe la tierra. Un ruido de pasos en la obscura crujía lo hizo poner aten­ción en su alrededor; se extrañó de que a tales horas anduviesen por allí guardianes; pero había sido tanta su soledad que le alegró la simple presencia de gentes: no importaba que fuesen verdugos, al fin eran hombres.
Los policías llegaron hasta la reja estrecha del calabozo y, sin decir una palabra, abrieron la puerta, entraron y amarraron por los codos al preso. En seguida, uno dijo: «A la Prefectura.» y salieron de la cárcel, atravesaron rápidamente las calles desiertas, aunque­ bien alumbradas; pasaron por el palacio de la Prefectura, pero no se detuvieron allí; siguieron en dirección del puerto, por las callejuelas sombrías que huelen a yodo y a pez. Llegaron al muelle, y de la obscuridad de las ondas surgió una barca negruzca; los hombres empujaron al preso, obligándolo a sentarse en medio de dos vigilantes; a pesar de que iba atado y estaba gola, se le trataba como si fuese capaz de golpear a sus con­ductores. No dejaba de halagarle esta desconfianza al detenido, que pensó: me embarcan para deportarme; en seguida me depositarán en algún vapor que salga mañana para el extranjero.
Los remadores comenzaron a bogar, internáronse en el mar misterioso, hecho como de doble sombra: la del viento en la obscuridad y la del agua en el abismo. El cielo estaba más bien nublado y, sin embargo, de tre­cho en trecho lucían vastas praderas de astros que invi­taban al alma del preso a volar hacia arriba, lejos de los hombres, que son más crueles que el tigre. El chas­quido rítmico de los remos pegando en el agua, levan­taba de cuando en cuando burbujas de una luminosidad confusa; de su compás monótono parecía que iba a bro­tar una canción. El prisionero comenzó a sentir grati­tud por aquel paseo nocturno. Hubiera deseado que le desligaran las manos y estuvo a punto de pedir esa mer­ced, pero lo contuvo el orgullo. La fantasía, que, ésa sí, se suelta sin permiso ajeno, lo empezó a consolar, lo col­mó de una ternura dulce y triste. Recordaba sus place­res fugaces de otros tiempos; se sentía joven y fuerte y estaba seguro de que la dicha habría de retornar; más que retorno, sería advenimiento, porque nunca la ha­bía sentido plena. Ahora soñaba correr por el ancho mundo, libre y poderoso, amparando con su fuerza a los suyos y repartiendo todavía entre los extraños un caudal entero de dones. Lo de aquellos instantes no era otra cosa que el momento duro de la prueba. ¿Quién no padece su noche de los Olivos en la víspera del triun­fo o la víspera del sacrificio, pues también el sacrifi­cio noble constituye un espléndido triunfo? Había que tener fe; por allí, sobre una de las masas negras de los montes de la costa, se miraba algo suavemente luminoso; acaso era la presencia de Cristo en persona, que todavía sigue orando por los desventurados y llega a prestarles compañía en la hora de la angustia suprema. Él está allí -pensó-, y nosotros lo tenemos tan olvi­dado, en estas luchas modernas, sólo porque predicó la dulzura y condenó la violencia, en tanto que nosotros nada más creemos en la áspera revancha. ¿Quién ten­drá la razón? ¿Acaso no lleva Él dos mil años de espe­rar en vano y de predicar sin éxito? Sin embargo, el corazón del preso se llenó de placidez confiada, rebosó ternura; se puso en ese estado en que el dolor se nos torna voluptuoso y parece que busca una melodía musi­cal donde mecerse para transmutarse en canto. Des­pués de todo -se dijo-, quizá es el tiempo. Cristo no pudo aconsejar el derrocamiento del César porque su gente estaba inerme y era tan ignorante que la rebelión sólo hubiera causado víctimas; pero ahora tal vez ya era el pueblo bastante fuerte para sacar a los estancie­ros de sus feudos y para traerlos, con uno que otro ge­neral, a dar un paseo nocturno por las olas. Bien ama­rrados para que después pudiesen apreciar el júbilo de la libertad y, en consecuencia, no volvieran a atormen­tar a sus semejantes. Ya era tiempo de organizar el tra­bajo, de suerte que, lejos de acarrear la esclavitud, tra­jese consigo la abundancia y el espíritu de fraternidad. Sin duda, era menester un poco de violencia para alla­nar el camino a la obra de Cristo. No se arrepentía de sus convicciones ni de las fuertes palabras que estampó en aquel diario destruido con saña por los esbirros. No le dolía tampoco su sacrificio; pronto vendría la dicha de todos, fundada en el bien.
Perdido en su honda cavilación, no sentía el frío de la noche, que le había entumecido y vuelto casi insensibles los miembros; casi no advirtió el instante en que los agentes del Gobierno le amarraron a los pies un gran peso. Y así que lo sujetaron, y levantándolo entre todos, lo echaron al agua, sólo sintió esa impre­sión de un sueño que concluye en pesadilla terrible y que, sin embargo, no importa mucho, porque estamos seguros de que el dolor se desvanecerá al despertar...
La barca se ladeó violentamente al ser arrojado el cuerpo, que desapareció en la sombra sin dejar huella. Los hombres, volviendo los rostros, se sentaron en sus puestos; viró la lancha, y uno de los guardianes gritó a los bogas: «Al muelle.» A distancia, envuelto en los fulgores tranquilos de su red de lámparas eléctricas, Valparaíso dormía.

***

-Ejto no ejtá bien, ejto no ejtá bien -decía el prócer chileno, apartando un residuo de copa espumosa, en la elegante soirée de la capital azteca-. No ejtán bien esos fusilamientos de aquí, hajen mucho escándalo, ej mejó fondealos, pa que vea; ejo podían hacer ujtede; ¿que cómo? Verá, hombre, se agarra un carancho de ejtos y se la manda pa Veracruz; por la noche se le mete en un equife, y mar adentro se le bota al agua con su bola en loj piej;.. Sí, señó, no quea nada: una espumita -y juntando y moviendo los dedos de la mano derecha imitaba el reventar de las burbujas del agua, y repetía:­- «Ej mejó fondealos.» Todos los oyentes rieron con risa estrepitosa y malsana, y un hijo de Huitzilopochtli, el dios sanguinario, sintiéndose esteta, afirmó: «Bien; pero eso suprime el espectáculo; nosotros solemos hacer fusilamientos con música, así como lo oye, a las tres de la tarde, con banda militar, procesión de curiosos y público de toros detrás del ajusticiado. Somos un pueblo de artistas...» Mientras, los más ebrios reían al repetir insistentes: «Ej mejó fondealos, ej mejó fondealos.»

José Vasconcelos

miércoles, 26 de octubre de 2016

Cerámica (2)




El Bureau d' Échange de Maux                           

A menudo pienso en el Bureau d'Échange de Maux y en el viejo extraordinariamente perverso que se sentaba allí den­tro. Estaba ubicado en un callejón que hay en París; el portal estaba construido con tres vigas marrones de madera, la de arriba superpuesta a las otras dos como la letra griega pi, el resto pintado de verde, una casa mucho más baja y estrecha que sus vecinas e infinitamente más extraña, cosa que me gustaba. Y sobre el portal, en la viga marrón, en letras de un amarillo desteñido rezaba esta leyenda: «Bureau d'Échange de Maux».
Entré enseguida y me dirigí al indiferente hombre que se repantigaba en un taburete al lado del mostrador. Pregunté  el porqué de la maravillosa casa, qué perversos artículos in­tercambiaba, y tantas otras cosas que deseaba saber, pues la curiosidad me empujaba: y efectivamente sé que no salí en seguida de la tienda porque había algo tan malvado en el as­pecto de aquel hombre cebado, con sus mejillas caídas y su pecaminosa mirada, que se habría dicho que había tenido tratos con el diablo y había sacado ventaja a fuerza de per­versidad.
Tal era mi anfitrión, pero su maldad residía por encima de todo en sus ojos, tan tranquilos y apáticos que uno habría jurado que estaba drogado o muerto; como las lagartijas que permanecen inmóviles en la pared y de repente salen como una flecha, toda su astucia se inflamó y se manifestó en lo que un momento antes no parecía más que un adormecido y ordinario viejo perverso. Y éste era el propósito y comercio de esta tienda peculiar, el Bureau d'Échange de Maux: pagabas veinte francos, que el viejo procedió a cobrarme, para la admisión en la oficina y luego tenías derecho a cambiar cual­quier mal o desgracia con cualquier persona del local por al­gún mal o desgracia que él «pudiera proporcionar», como expuso el viejo.
Había cuatro o cinco hombres al fondo de la sórdida ha­bitación de techo bajo que gesticulaban y murmuraban que­damente de dos en dos como hombres de negocios, y de vez en cuando entraban más, y los ojos del fláccido propietario saltaban sobre ellos cuando entraban; parecía saber de in­mediato qué los traía por allí y las peculiares necesidades de cada uno, y caía de nuevo en la somnolencia mientras reci­bía los veinte francos en una mano casi sin vida y mordía la moneda como por pura distracción.
-Algunos de mis clientes -me dijo.
Tan asombroso me parecía el comercio de esta extraordina­ria tienda que entablé conversación con el viejo, por repulsivo que fuera, y de su charlatanería deduje los hechos siguientes. Hablaba un inglés perfecto aunque su pronunciación era trabajosa y pesada; ninguna lengua parecía resultar inapropia­da para él. Regentaba el negocio desde hacía muchos años, aunque no dijo cuántos, y era mucho más viejo de lo que pa­recía. En su tienda hacía tratos todo tipo de gente. No le im­portaba lo que intercambiaban entre ellos, excepto que te­nían que ser desgracias; no estaba autorizado para dirigir ningún otro tipo de comercio.
No había mal, me dijo, que no fuera negociable allí; sabía que nunca nadie se había llevado de la tienda un mal por de­sesperación. Quizá alguna persona tenía que esperar y vol­ver al día siguiente y al otro y al otro, y pagar veinte francos cada vez, pero el viejo tenía las direcciones de sus clientes y conocía astutamente sus necesidades, y pronto se daba con el par correcto, que intercambiaba su mercancía ansiosa­mente. «Mercancía» fue la atroz palabra del viejo, dicha con un espantoso chasquido de sus gruesos labios, pues se vana­gloriaba de su negocio y para él las desgracias eran artículos de comercio.
Aprendí mucho sobre la naturaleza humana en diez mi­nutos con él, más de lo que nunca había aprendido con cual­quier otro hombre; aprendí que la desgracia propia es para un hombre la peor cosa que hay o puede haber, y que esta desgracia desequilibra las mentes de todos los hombres has­ta tal punto que llegan al extremo en esta pequeña y horrible tienda. Una mujer sin hijos hizo un trueque con una criatura empobrecida y medio loca que tenía doce. En una ocasión un hombre había cambiado cordura por locura.
-¿Por qué demonios hizo eso? -pregunté.
-No es asunto mío -respondió el viejo con la pesada indo­lencia que acostumbraba. Él se limitaba a tomar sus veinte francos y a ratificar el acuerdo en la pequeña habitación de la puerta trasera de la tienda donde los clientes negociaban. Aparentemente el hombre que se había desprendido de su cordura salió del establecimiento de puntillas con una ex­presión feliz pero estúpida en la cara, mientras que el otro se fue pensativo y con aspecto preocupado y muy perplejo. Casi siempre se negociaba con desgracias al parecer opues­tas.
Pero la cosa que más me desconcertó durante todas mis charlas con aquel hombre difícil de manejar, lo que más me desconcierta todavía es que nunca volvía nadie que hubiera negociado alguna vez en aquella tienda; un hombre podía ir día tras día durante varias semanas, pero cerraba el negocio y no volvía jamás; todo eso me lo contó el viejo, pero cuan­do le pregunté por qué no volvían, se limitó a murmurar que no lo sabía.
Para descubrir el porqué de esta extraña cosa, y en abso­luto por otra razón, determiné hacer un negocio más pronto o más tarde en la pequeña habitación detrás de la misteriosa tienda. Resolví canjear algún mal insignificante por otro igualmente trivial, y procurarme una pequeña y escasa ven­taja que fuera para el destino como un apretón de manos, ya que desconfiaba profundamente de ese tipo de acuerdos y sabía perfectamente que el hombre aún no ha sacado prove­cho de lo maravilloso y que cuanto más milagroso parece ser el beneficio, más firme y estrechamente agarran los dioses o las brujas al hombre. Dentro de pocos días iba a regresar a Inglaterra y empezaba a tener miedo de marearme: decidí cambiar este temor al mareo -no la enfermedad en sí sino sólo el simple temor- por la pequeña desgracia que fuese más apropiada. No sabía con quién negociaría, quién era en realidad el dueño de la empresa (uno nunca lo sabe cuando compra), pero resolví que nadie daría demasiada importan­cia a un trato tan poco relevante como éste.
Le conté mi proyecto al viejo, que se mofó de la pequeñez de mi mercancía y trató de animarme a llevar a cabo algún negocio más oscuro, pero no consiguió que modificase mi propósito. Y entonces me contó historias con aire un poco jactancioso de los grandes negocios, de los grandes tratos que habían pasado por sus manos. En una ocasión entró un hombre para intentar cambiar la muerte; había ingerido un veneno accidentalmente y tan sólo le quedaban doce horas de vida. El viejo siniestro lo había podido complacer. Un cliente quería intercambiar la mercancía.
-¿Pero qué dio a cambio de la muerte? -pregunté.
-La vida -dijo el lúgubre viejo con una risita furtiva.
-Debió de tener una vida horrible -dije.
-Ése no era mi problema -contestó el propietario, hacien­do sonar perezosamente mientras hablaba un pequeño bol­sito con monedas de veinte francos.
Después de esto, contemplé durante unos pocos días ex­traños negocios en aquella tienda, el intercambio de insóli­tas mercancías, y oí raros murmullos en las esquinas entre parejas que luego se levantaban y se dirigían a la habitación trasera, con el viejo siguiéndolas para ratificar el acuerdo.
Dos veces al día durante una semana pagué mis veinte francos, observando mañana y tarde la vida y sus grandes y pequeñas necesidades, expuestas ante mí con toda su mara­villosa variedad.
Y un día encontré un hombre tranquilo con una única y pequeña necesidad; parecía tener justo el mal que yo quería. Siempre tenía miedo de que se rompiera el ascensor. Yo sabía demasiado de hidráulica como para temer cosas tan tontas como ésta, pero mi problema no era remediar su ridículo te­mor. Con muy pocas palabras lo convencí de que mi indis­posición era la apropiada para él, que nunca cruzaba el mar, mientras que yo, por el contrario, siempre podría subir por las escaleras, y sentí en aquel momento, como muchos sen­tían en aquella tienda, que un miedo tan absurdo nunca me trastornaría. Y todavía en ocasiones constituye la maldición de mi vida. Cuando ambos firmamos el pergamino en la ha­bitación trasera llena de arañas y una vez que el viejo hubo firmado y ratificado (por lo que tuvimos que pagar cincuen­ta francos cada uno), regresé a mi hotel, y allí vi el mortal aparato en el sótano. Me preguntaron si iba a subir en el as­ censor, por la fuerza de la costumbre me arriesgué, y apreté las manos y contuve la respiración durante todo el trayecto. Nada me inducirá a realizar un viaje como éste nunca más. Preferiría subir a mi habitación en globo. ¿Por qué? Porque si un globo se estropea tienes una oportunidad, se puede desplegar como un paracaídas después de estallar, se pue­de enganchar a un árbol, pueden pasar cientos de cosas, pero si el ascensor se precipita por el hueco estás acabado. En cuanto al mareo no lo sufrí más; no puedo explicar por qué pero sé que es así.
Y la tienda donde hice este extraordinario negocio, la tienda a la que nadie vuelve cuando el trato está cerrado..., a ella me encaminé al día siguiente. Con los ojos vendados en­contraría el camino hacia el viejo barrio por el que pasa una calle principal, al final de la cual tomas el callejón del que parte el cul-de-sac donde estaba la misteriosa tienda. A su lado hay una tienda con columnas estriadas pintadas de rojo y la otra tienda colindante es una humilde joyería con pe­queños broches de plata en el escaparate. En tal incongruen­te compañía estaba la tienda de vigas y paredes pintadas de verde.
En media hora llegué al cul-de-sac al que había acudido dos veces al día durante la última semana. Encontré la tien­da con las feas columnas pintadas y al joyero que vendía broches, pero la casa verde con las tres vigas había desapa­recido.
La habrían derribado, diréis, aunque fuese en una sola noche. Pero ésta no puede ser de ningún modo la respuesta al misterio, ya que la casa de las columnas estriadas pintadas y la humilde joyería con sus broches de plata (todos los cua­les podía identificar uno por uno) estaban una al lado de la otra.

Lord Dunsany

lunes, 24 de octubre de 2016

Follas Novas - Degas


La promesa mantenida

El joven hijo de Nasrudin obtuvo un día una calificación muy buena de sus maestros. Su padre se puso contento y le dijo:
-Pídeme lo que quieras y te lo daré.
El niño, muy emocionado pues conocía la pobreza de su padre, le dijo:
-Te lo agradezco de todo corazón. ¿Puedes darme tiempo hasta mañana? Tengo que pensar.
-Muy bien  -dijo Nasrudin-. Hasta mañana.
Al día siguiente, el hijo fue a ver a su padre y le pidió un burrito.
-Ah no -le contestó Nasrudin-. No tendrás el burrito.
-¡Pero me habías prometido darme lo que quisiese!
-¿Y no he mantenido mi palabra? ¡Me pediste tiempo y te lo he dado! 

Jean-Claude Carrière

sábado, 22 de octubre de 2016

Abraxas






Invitaciones superfluas

Querría que vinieras a mi casa una noche de invierno y que, abrazados tras los cristales, mientras miramos la soledad de las calles vacías y heladas, recordásemos los inviernos de los cuentos, donde vivimos juntos sin saberlo. Por los mismos senderos encantados pasamos de hecho tú y yo con pasos tímidos, juntos caminamos a través de los bosques llenos de lobos, e idénticos genios nos espiaban desde las matas de musgo suspendidas de las torres, entre el revoloteo de los cuervos. Juntos, sin saberlo, desde allí quizá miramos ambos hacia la vida misteriosa que nos aguardaba. Allí palpitaron en nosotros por primera vez locos y tiernos deseos. «¿Te acuerdas?», nos diremos uno a otro, estrechándonos suavemente en la cálida estancia, y tú me sonreirás confiada mientras fuera suenan lúgubremente las planchas de metal sacudidas por el viento. Pero tú -ahora me acuerdo- no conoces los cuentos antiguos de los reyes sin nombre, de los ogros y los jardines embrujados. Nunca pasaste, embelesada, bajo los árboles mágicos que hablan con voz humana ni golpeaste a la puerta del castillo desierto ni caminaste de noche hacia la lumbre que está muy muy lejos ni te dormiste bajo las estrellas de Oriente, acunada por la piragua sagrada. Tras los cristales, en la noche de invierno, probablemente permaneceremos mudos, yo perdiéndome en los cuentos muertos, tú en otros cuidados para mí desconocidos. Yo preguntaría «¿Te acuerdas?», pero tú no te acordarías.
Querría pasear contigo un día de primavera, con el cielo de color gris y con el viento arrastrando todavía por las calles alguna hoja rezagada del año anterior, por los barrios de las afueras; y que fuese domingo. En esos lugares surgen a menudo pensamientos melancólicos y grandes, y en ciertas horas vaga la poesía, uniendo los corazones de los que se aman. Nacen además esperanzas que no se saben expresar, propiciadas por los horizontes inmensos de detrás de las casas, de los trenes que huyen, de las nubes del septentrión. Nos cogeremos de la mano sin más y caminaremos a paso vivo, diciendo cosas tontas, estúpidas y entrañables. Hasta que las farolas se encenderán y de las tristes casas de vecindad saldrán las historias siniestras de las ciudades, las aventuras, las soñadas novelas. Y entonces callaremos, siempre cogidos de la mano, pues nuestras almas se hablarán sin palabras. Pero tú -ahora me acuerdo- nunca me dijiste cosas tontas, estúpidas y entrañables. Ni puedes amar, por tanto, esos domingos que digo, ni tu alma sabe hablar a la mía en silencio, ni reconoces en el momento justo el encanto de las ciudades ni las esperanzas que bajan del septentrión. Tú prefieres las luces, la gente, los hombres que te miran, las calles donde dicen que se puede encontrar la fortuna. Tú y yo somos diferentes, y si vinieras a pasear ese día dirías que te cansabas; sólo eso, nada más.
Querría también ir contigo de veraneo a un valle solitario, riendo continuamente por las cosas más tontas, a explorar los secretos del bosque, de los caminos blancos, de ciertas casas abandonadas. Paramos en el puente de madera a contemplar el agua que corre, escuchar en los postes del telégrafo aquella larga historia sin fin que viene de una punta del mundo y quién sabe donde irá. Y coger flores de los prados y allí, tumbados sobre la hierba, en el silencio del sol, contemplar los abismos del cielo y las blancas nubecillas que pasan y las cumbres de las montañas. Tú dirías «¡Qué bonito!». No dirías nada más porque seríamos felices; nuestro cuerpo habría perdido el peso de los años, nuestras almas estarían rejuvenecidas, como si acabaran de nacer.
Pero tú -ahora que lo pienso- mirarías, me temo, alrededor sin entender, y te detendrías preocupada a examinarte una media, me pedirías otro cigarrillo, impaciente por volver. Y no dirías «¡Qué bonito!», sino otras cosas insustanciales que a mí nada me importan. Porque desgraciadamente eres así. Y no seremos felices ni siquiera un instante.
Querría también -déjame decírtelo- atravesar contigo del brazo las grandes avenidas de la ciudad un atardecer de noviembre, cuando el cielo es de puro cristal. Cuando los fantasmas de la vida corren sobre las cúpulas y rozan a la gente oscura que va por el fondo del foso de las calles, ya colmadas de preocupaciones. Cuando recuerdos de edades dichosas y nuevos presagios pasan sobre la tierra dejando tras de sí una especie de música. Con la ingenua soberbia de los niños miraremos las caras de los demás, miles y miles, que pasen a torrentes a nuestro lado. Nosotros despediremos sin saberlo un resplandor de júbilo y todos se verán obligados a mirarnos, no con envidia ni mala intención, Sino sonriendo ligeramente, con ánimo bondadoso, gracias a la noche, que cura las debilidades del hombre. Pero tú -lo sé bien-, en vez de mirar el cielo de cristal y las aéreas columnatas iluminadas por el último sol, querrás pararte a mirar los escaparates, las alhajas, el dinero, las sedas, esas cosas mezquinas. Y no repararás por tanto ni en los fantasmas ni en los presentimientos que pasan, ni te sentirás, como yo, llamada a una suerte de la que ufanarte. Ni oirás esa especie de música ni entenderás por qué la gente nos mira con benevolencia. Tú pensarás en tu pobre mañana y en vano por encima de ti las estatuas de oro de las agujas levantarán sus espadas a los últimos rayos. Y yo estaré solo.
Es inútil. Tal vez todo esto sean tonterías y tú mejor que yo sin pretender tanto de la vida. Tal vez tengas razón y sea una estupidez intentarlo. Pero al menos -eso sí, al menos- querría volver a verte. Sea como sea, estaremos juntos de algún modo y hallaremos la felicidad. No importa si de día o de noche, en verano o en otoño, en un pueblo desconocido, en una casa desnuda, en un triste hostal. Me bastará tenerte junto a mí. No estaré allí -te lo prometo- para escuchar los crujidos misteriosos del techo ni miraré las nubes ni haré caso a las músicas ni al viento. Renunciaré a esas cosas inútiles que yo, sin embargo, amo. Tendré paciencia si no entiendes lo que te digo, si hablas de cosas ajenas a mí, si te quejas de la ropa vieja y del dinero. No estarán allí eso que llaman poesía, las esperanzas comunes, las tristezas tan queridas del amor. Pero te tendré junto a mí. Y conseguiremos, ya lo verás, ser bastante felices, con mucha sencillez, hombre y mujer solamente, como pasa en todas partes del mundo.
Pero tú -ahora lo pienso- estás demasiado lejos, a centenares y centenares de kilómetros difíciles de franquear. Tú estás dentro de una vida que desconozco, y a tu lado están los otros hombres, a los cuales probablemente sonríes, como a mí en otros tiempos. Y poco tiempo ha hecho falta para que te olvidaras de mí. Probablemente ni siquiera alcanzas a recordar mi nombre. Yo ahora ya he salido de ti, perdiéndome entre las innumerables sombras. Y, sin embargo, no hago más que pensar en ti, y me gusta decirte estas cosas.   

Dino Buzzati

jueves, 20 de octubre de 2016

Troquelados




Los dos ratones

Un ratón, cansado de vivir entre peligros y alarmas por causa de Mitis y de Rodilardo, que solían hacer gran carnicería en la nación ratonil, llamó a la comadre que vivía en un agujero de la vecindad.
-He tenido -le dijo- una buena idea. Por ciertos libros que he roído estos pasados días supe que existe un hermoso país llamado las Indias, donde nuestro pueblo es mejor tratado y goza de más seguridad que aquí. En aquellos países lejanos creen los sabios que el alma del ratón fue en otro tiempo el alma de un gran capitán, de un rey o de un fakir maravilloso, pudiendo, después de la muer­te del ratón, entrar en el cuerpo de una bella dama o de un gran sabio. Si no recuerdo mal llamaban a esto metempsicosis. Como tienen esta creencia, tratan a los animales con un cariño fraternal, habiendo le­vantado hospitales de ratones, donde viven en pensión, mantenidos como personas de mérito. Vámo­nos, pues, hermana mía, y hágase por fin justicia a nuestros méritos.
La comadre contestó:
-Pero ¿es que en ese hospital no entran los ga­tos? Porque si entran realizarán muy a prisa la me­tempsicosis y con un golpe de sus garras o de sus dientes harán un faquir o un rey, y en este caso no creo lo pasemos tan bien como supones.
-No temáis esto -contestó el ratón-; en aquel país el orden es perfecto y los gatos tiene sus casas, como los nuestros las suyas, y tiene también aparte sus hospitales para sus inválidos.
Después de esta conversación partieron juntos, embarcándose en una navío de gran escala, escu­rriéndose por las cuerdas de las amarras, la víspera de su salida. Los dos ratones ansiaban verse ya en alta mar, lejos de aquellas tierras malditas donde los ga­tos ejercen una tiranía cruel. Por fin parte el buque. La navegación fue muy feliz; pronto llegaron a Su­crates, no para amasar riquezas como los mercaderes, sino para hacerse tratar bien por los indios. En cuanto entraron en una casa de ratones quisieron ocupar los primeros puestos. El uno pretendía haber sido en otro tiempo un brahmán famoso en las costas de Malabar, y la otra, una bella dama del mismo país, de largas y hermosas orejas...
Tan insolentes se hicieron, que los demás ratones no podían sufrirlos, lo que causó una verdadera guerra civil, no concediéndose tregua a los dos eu­ropeos que pretendían hacer leyes para los demás, y en lugar de ser estrangulados por los gatos, fueron muertos por sus propios hermanos.
Bien está huir lejos del peligro: pero si no se es modesto y sensato, aun lejos, hállase la desgracia; porque cada cual puede hallarla consigo mismo.

Fenelón

martes, 18 de octubre de 2016

Carl Spitzweg - Calendario




El porteador de la silla

Que me crean o no me da igual; perdonen, pero jamás me ha interesado su opinión. Para mí es suficiente haber hablado con él, encon­trarlo y haber visto la silla, ya que considero que he visto un milagro. Pero el milagro más grande, la catástrofe, es que ni el hombre, ni la silla, ni la historia llamaron la atención de na­die, a ninguno de los peatones de la plaza de la Ópera, en ningún momento, ni tampoco a los de la calle de la República, ni en El Cairo, ni, quizás, en el mundo entero.
Si hubieran visto la silla, tan enorme, hubie­ran pensado que venía de otro mundo o que estaba ahí como parte de un festival... Era gran­diosa, como una institución, con una base am­plia, suave y cubierta de piel de leopardo, y el respaldo de seda. Si la hubieran visto, hubieran deseado sentarse en ella por lo menos una vez, un instante... Una silla que se movía y avanza­ba lentamente como si fuese una procesión; in­cluso hubieran pensado que se movía por sí sola. Casi con temor y perplejidad, se proster­narían delante de ella, la adorarían y le presen­tarían ofrendas.
En el último momento miré entre sus cuatro gruesas patas, que acababan en pezuñas de oro brillantes, y allí había una quinta pata, delgada y extraña en medio de esa eminencia y gran­diosidad. Pero no, no era una pata; se trataba de un ser humano delgado, descarnado; el sudor formaba en su cuerpo un canal de desagüe y crecían pelos y hasta bosques y selvas. Créan­me, pues yo, con las creencias religiosas no miento ni exagero, sólo transmito con dificultad lo que vi. ¿Cómo era posible que alguien tan delgado y enclenque como ese hombre cargase una silla que, como mínimo, pesaba una tone­lada o más? Aquello no era normal, más bien parecía un truco de magia. Pero me puse a pen­sar, volví a fijarme, y me di cuenta de que no había trampa y de que el hombre, realmente, cargaba la silla él solo y se movía con ella.
Lo más increíble y extraño, lo que provoca­ba espanto, era que ningún peatón, ni uno solo, en Ópera o en la calle de la República, in­cluso en todo El Cairo, se sorprendía ni se asombraba ni se interesaba por el asunto. Es como si se tratara de algo normal sobre lo que ya no había nada que decir. Como si fuese una silla plegable acarreada por un joven que se paseaba con ella. Miré y la gente no levantaba las cejas, no murmuraba entre dientes ni emitía ninguna exclamación al ver la silla o al hom­bre... nada en absoluto.
No podía entenderlo, preferí no pensar más en ello. En ese momento el hombre con su car­ga se situó a un paso de mí y pude ver su bue­na cara, a pesar de sus numerosas arrugas, por lo que no acerté a saber cuántos años tenía. Pero, además, vi que iba desnudo, sólo cubier­to con un cinturón bien ajustado del que colga­ba, por delante y por detrás, una tela como esas que se usan para las velas de las naves. Ante eso no quedaba más que pararse, pues la men­te parece una habitación vacía llena de eco. Sus ropas eran raras para El Cairo y para cualquier época, parecían salidas de un libro de historia o arqueología. Y, de repente, emitió sonidos y palabras, y con una sonrisa servicial dijo:
-Que Dios bendiga a tus padres, hijo. ¿Has visto a tu tío Betah Raa?
¿Acaso sus palabras son un jeroglífico que habla en árabe, o es un árabe que habla en la lengua de los jeroglíficos? ¿Se trata de uno de esos antiguos egipcios?
Me abalancé sobre él:
-Oye, ¿no me digas que eres uno de los antiguos egipcios?
-¿Hay egipcios antiguos y nuevos? Yo soy egipcio y basta.
-¿Y qué pasa con esta silla?
-Es mi carga, pues estoy buscando a Betah Raa. ¿Por qué? Para que igual que me ordenó cargarla, me ordene bajarla. Ha acabado con mis fuerzas.
-¿Hace mucho que la cargas?
-Hace tanto que ni me acuerdo.
-¿Desde hace años?
-¿De qué años hablas, hijo? Di aproximadamente un año y algunos miles.
-¿Miles de qué?
-De años.
-¿De la época de las pirámides?
-De antes, de la época del Nilo.
-¿Qué Nilo?
-De la época en la que al Nilo se le llamaba Nilo, de cuando decíamos que la capital de las montañas estaba en la orilla. Entonces me llamó tu tío Betah y me dijo: «Cargador, carga». Cargué y desde entonces doy vueltas con ella de aquí para allá hasta que me diga que pare. Desde ese día hasta hoy no lo he encontrado.
Desapareció en mí, por completo, cualquier posibilidad o deseo de sorpresa, pues quien carga una silla de ese volumen y peso por un momento tal vez pueda hacerlo durante miles de años. No me causaba sorpresa ni rechazo, tan sólo tenía una pregunta:
-Supón que no encuentras a nuestro tio Betah Raa, ¿vas a seguir cargándola?
-¿Y qué hago? Yo soy su porteador y su custodio. Cumplí la orden de cargarla, ¿cómo voy a bajarla sin que me sea ordenado? Tal vez se enfadase.
-¡Bájala, debes de estar harto, hermano! ¡Qué cansancio! Tírala, rómpela, quémala. Las sillas sirven para cargar a la gente, no para que la gente las cargue.
-No puedo. ¿Crees que lo hago por placer? Lo hago para ganarme el pan.
-¡Y qué! Te quita la fuerza y te rompe la cin­tura, sólo te queda tirarla y hace ya tiempo que deberías haberlo hecho.
-Para ti es fácil decir eso porque no te de­dicas a cargar, no te preocupa. Pero yo soy porteador y su custodio, la cargo y la protejo; soy responsable de ella.
-¿Hasta cuándo?
-Hasta que me llegue la orden de Betah Raa.
-Ése está muerto y enterrado.
-Pues de su sucesor, de su representante legal, de su hijo o de los de éste o de los que le si­guen, de cualquiera que posea una señal de él.
-Vale, entonces yo te ordeno que la bajes.
-Tus palabras son órdenes, te deseo lo mejor. Pero ¿te une algún lazo familiar con él?
-Por desgracia no.
-¿Llevas una señal suya?
-No, no llevo.
-Entonces puedes marcharte.
Pero grité, empezó a moverse, lo paré, ya que había percibido un anuncio o algo como un cartel pegado en la parte frontal de la silla. Exactamente era un trozo de piel de gacela, so­bre la que figuraba un antiguo escrito como si se tratase de una copia de los libros revelados. Con dificultad leí:

Porteador de la silla,
es suficiente con que la hayas cargado,
ahora ella debe cargarte a ti.
Esta silla es la silla excelsa
y no se ha construido otra igual.
Es sólo para ti;
cógela,
llévatela a tu casa,
ponla en el lugar de honor,
siéntate sobre ella toda tu vida
y, cuando mueras, será para tus hijos.

-Y ésa fue la orden de Betah Raa, señor cargador de la silla. Una orden clara que te dio al mismo tiempo que te mandaba cargarla. Se­llado y firmado por él en su cartucho.
Le dije todo esto con gran alegría. Una ale­gría que salía de mí como si fuera a estrangu­larme, pues desde que vi la silla y supe la his­toria, sentí que la estaba cargando y que la había cargado durante miles de años y que había roto mi espalda. Estaba contento porque, con esa alegría, finalmente, se acababa todo.
El hombre escuchó cabizbajo y no movió ni un músculo, seguía cabizbajo, aguardando a que yo terminase, hasta que alzó la cabeza. Es­peraba que estallase de felicidad como yo, pero no hizo nada.
-La orden está escrita sobre tu cabeza, ¡ahí!, y está escrita desde hace tiempo.
-Pero yo no sé leer.
-Pero yo te la he leído.
-Yo no creo a no ser que haya una señal. ¿Llevas una señal contigo?
No contesté, farfullé enfadado y, entonces, se volvió:
-Me has interrumpido y me has hecho per­der el tiempo. ¡La gente! La carga pesa y duran­te el día sólo le doy una vuelta.
Permanecí observándolo y la silla empezó a moverse, con un movimiento lento y digno, automático. El hombre pasó a ser de nuevo la delgada quinta pata, que por sí misma era ca­paz de mover la silla.
Me quedé mirándolo y él se alejó. Jadeaba, gemía y chorreaba sudor. Estaba confuso y me preguntaba: ¿lo atrapo y lo mato para calmar mi ira o empujo con fuerza y hago que caiga la silla de sus hombros y así descansa a pesar de él? ¿Me contento con guardarle un rencor aira­do o me tranquilizo y me compadezco por su caso? ¿Descargo sobre mí los reproches porque no he sabido cuál era la señal?

  Yúsuf Idrís