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jueves, 30 de abril de 2015

Fundación Telefónica


Las palabras mayores

El predicador vivía en casa de los Stenlund, los predicado­res vivían siempre en casa de los Stenlund, ellos tenían una cama que era como especial para predicadores. Los Stenlund tenían una hija que se llamaba Isabella, Isabella Stenlund.
Él siempre empezaba los sermones diciendo que era un hermano como los demás, que no tenía nada de especial. Estoy aquí solo para que juntos hablemos de lo que hay al otro lado y en el cielo, solía decir, pero eso era antes de dar comienzo de verdad al sermón, antes de que La Palabra se apoderase de él. Era de Nylund, más allá de Malá.
La reunión misma solía ser en casa de los Holmgren, la cocina que tenían era grande como un granero, había muchas sillas y tenían órgano.
Era un predicador excepcionalmente bien parecido, fuerte y alto era, y la gente decía que su fuerza era como la de un gigante, uno de esos que las hijas de los hombres parían a los hijos de Dios en el tiempo en que la maldad de las perso­nas crecía antes del Diluvio en el primer libro del Pentateuco, y tenía el pelo ondulado, los ojos castaños y el bigote lo lus­traba y oscurecía con una crema. En resumen, si has visto a Aron Stenlund, el maestro de Ristrask, ese que habla tanto, el que van a mandar ahora al parlamento, entonces sabes cómo era el predicador, parecen padre e hijo. Si me pudiera acordar de cómo se llamaba, pero seguro que se llamaba algo bonito, los predicadores acostumbran a ponerse nombres nuevos y lucidos.

Isabella Stenlund no era una belleza pero tampoco era muy fea, había sido novia de un mozo de Fartrask pero la cosa no llegó a nada, él se ahogó en un flotamiento de madera. Era delgada y melancólica, tenía treinta y cuatro años.
Y el otoño estaba muy avanzado.
Cuando hacía mucho rato que se habían ido a la cama en casa de los Stenlund, cuando los mayores ya se habían dormido y cuando ya no brillaba ni una luz en el pueblo, cuando hasta Isabella sentía que se le apoderaba la modorra, el sueño se había hecho esperar porque como quiera que fuese había un hombre de fuera en la casa, entonces el pre­dicador salió de la sala donde le habían preparado la cama de los predicadores, llevaba un camisón de tela brillante y andaba de puntillas, fue derecho por la cocina hasta la alco­ba donde yacía Isabella. Y cerró la puerta tras de sí y se sentó al borde de su cama. Y ella estaba como horrorizada.
No te asustes, dijo él.
No me asusto, dijo ella.
Solo tengo que tener a alguien con quien hablar, dijo él. Yo no soy ninguna mozuela, dijo Isabella. Yo no me asusto nunca.
Eres creyente, preguntó él.
Creo en Dios, dijo ella. Pero entregarme a él, no puedo.
¿No?
Ahogó a Henning, mi novio, en Vormforsen, y me ha arrebatado también la juventud y la alegría.
Aunque su piedad dura eternamente, dijo él entonces.
Pero ella no contestó.
No puedo dormir, continuó el predicador. Es como si mi padre celestial no viera con buenos ojos que durmiera.
Si el cuerpo trabaja hasta cansarse, entonces se duerme solo, dijo Isabella.
Mi cuerpo sí que quiere dormir, dijo él. Pero el espíritu no lo permite.
El espíritu, dijo Isabella.
El espíritu es como la masa cuando fermenta, se mete por todas partes, dijo él. No me da respiro.
Cómo sabes que es el Espíritu, dijo ella.
Habla dentro de mí, dijo el predicador. Yo le oigo. La lengua que usa es impresionante y ruidosa.
Parecía casi lastimoso, como si verdaderamente estu­viera atormentado. Cerró los ojos como para que ella no viera el sufrimiento en su mirada. E Isabella puso su mano sobre la rodilla de él, no quería que se sintiera completa­mente abandonado.
Es como si las palabras fueran demasiado grandes, dijo él. Como si no acabaran de tener cabida en mí.
Qué palabras son, dijo ella, y su voz era suave como si hablara a un niño, o a una persona decaída, o a una ternera recién nacida.
Son las palabras de Dios, dijo él. Las palabras de la ley y los profetas y el evangelio. Y san Pablo. Y el Apocalipsis. Y la catequesis.
Se agitan verdaderamente en tu interior, dijo ella.
Así es, dijo él. Atruenan y alborotan dentro de mí como los gases de la digestión. Y lo peor es por las noches.

Entonces ella se acercó un poquito a él como si creyera que iba a poder oír el estruendo de las palabras a través de la carne, de la gruesa carne de él.
Como cuando uno ha comido garbanzos, dijo ella.
Así es, dijo él.
O como el órgano, dijo ella.
Sí, también como el órgano.
¡Tener un órgano dentro de uno!
Las palabras no tienen cadenas, dijo él. Las palabras tienen la fuerza del viento huracanado.
Sí, dijo ella. Yo lo he pensado a veces. Que las palabras pueden ser como salvajes y turbulentas. Así que hay que ser atento y cuidadoso con ellas. Con las palabras.
Lo peor son las palabras mayores, dijo él. La Perdición. Y la Eternidad. Y el Demonio. Y la Gracia. Y la Santifica­ción. Y la Resurrección. Y la Glorificación. Y la Redención. Y el Pecado Original.
Sí, dijo ella. Esas palabras son enormes.
Para no hablar del Amor, dijo él.
Eso, dijo ella. El Amor.
Y entonces él se metió en su cama, ella le dejó hacerlo, no fue solo por eso de las palabras, es que él también tenía frío.
Y  justo al acurrucarse a su lado mencionó dos palabras de la segunda Carta a los Corintios: Frío y Desnudez.
Y siguió contándole palabras, todas las grandes pala­bras que se movían en su pecho y en su cabeza y en todo su cuerpo de buen mozo con el estruendo de la tormenta.

Y las palabras cayeron como un peso sobre ella, para él es­taban en su interior pero ella las percibía en el exterior, las sentía como una carga sobre el pecho, era como si quisieran penetrar en ella y apoderarse de ella, y se vio obligada a levantarse de la cama y estirarse y aspirar profundamente varias veces y sacudir los brazos y las manos y los hombros como solía hacer por las mañanas para deshacerse del sueño y de los sueños, algunas noches soñaba terriblemente, no sabía si ella bastaba para palabras tan enormes, si podría darles cabida, pero luego volvió a acurrucarse en la cama.
Y él la esperaba, la había visto y había comprendido que estaba librando una batalla, él tenía todavía muchas pa­labras, y parte de las palabras no eran más que sonidos y no letras ni sílabas, esas también eran dolorosas, tal vez eran las más dolorosas porque nunca se sabía a ciencia cierta lo que significaban, y ella le acarició el ondulado pelo y dijo pobre, pobre, como solía decirles a los animales que iban a ser sacrificados.
Hasta la tumba no van a dejarme en paz el Espíritu y el idioma y las palabras, dijo. Y ni siquiera entonces.
El Espíritu, y las palabras y el idioma no tienen fin, duran eternamente.
Y él hasta se echó a llorar.
Y ella le consoló hasta la mañana.

Luego, mientras comían las gachas integrales antes de la reunión de las once, sentados en torno a la mesa extensible en la cocina de los Stenlund, Isabella les dijo a sus padres que se había entregado a Dios esa noche, las palabras la ha­bían penetrado, las palabras que dan fruto.
Y los viejos se pusieron muy contentos.
Y luego él predicó como indultado y liberado, aquel que se mira en la ley de la libertad se sentirá feliz de sus obras, allí en la gran cocina de los Holmgren. En el princi­pio fue el Verbo y el Verbo era Dios y gracias a él todo fue creado, sin él nada habría y él era la vida y la vida era la luz de los hombres. Y el Verbo se hizo carne.

Para él era así: sus palabras eran el Verbo y su carne era la Carne.
Lo que le pasó luego, eso no lo sé, los predicadores van y vienen, en ninguna ciudad están mucho tiempo, son fugaces y caprichosos como los pájaros bajo el cielo y los peces en el mar, pero ella, Isabella, tuvo un niño para la primavera, es Aron Stenlund, un parlanchín tremendo, está como relleno de signos y de letras y de palabras, aunque tiene estudios y ahora le van a mandar a Estocolmo.
Y ella pronto se va a quedar sola en la parroquia, Isabella Stenlund, todos se van muriendo poco a poco.
Los Holmgren, los que tenían el órgano, ellos también se han muerto.

Torgny Lindgren



Sonríe siempre, incluso cuando hables por teléfono. La sonrisa se nota en la voz.

martes, 28 de abril de 2015

Maximilien Heller (dÉpoca)







AECC



El comerciante y el ladrón

Dicen que hubo un comerciante que tenía mucho dinero y muchos haberes y estaba casado con una bella mujer. Y hete aquí que un ladrón saltó la cerca de la casa de este comerciante, entró y se le encontró a él dormido y a su mujer despierta. Al ver al ladrón se espantó ésta, dio un brinco y se apretó contra el marido, abrazándole, cosa que él deseaba que en alguna ocasión ocurriera, pues ella no le quería. Al sentirse así estrechado despertó y dijo:
-¿De dónde a mí tanto gusto?
Y en esto vio al ladrón, al que dijo:
-Oye, ladrón, eres libre de llevarte el dinero y los haberes que hayas cogido, porque tuyo es el mérito de que mi esposa se haya decidido a abrazarme. 

Calila y Dimna

domingo, 26 de abril de 2015

Josep Biosca Fontanilles


Al minuto

Después de haberlo solicitado durante meses, recibí de la dirección de la emisora el encargo de entretener a los radioyentes durante veinte minutos con un re­portaje sobre mi especialidad, la crítica de libros. En el caso de que mi charla gustase, se había considera­do repetirla regularmente. El jefe del departamento tuvo la amabilidad de advertirme que lo decisivo, además de la consistencia de las cuestiones tratadas, era el modo y manera de exponerlas. «Los princi­piantes -me dijo- cometen el error de creer que han de dar una conferencia ante un público más o menos numeroso aunque circunstancialmente invisi­ble. Nada más equivocado. El radioyente es casi siempre uno solo, e incluso admitiendo que le escu­chen varios miles, siempre serán varios miles de indi­viduos; debe comportarse, por consiguiente, como si hablase para una sola persona, o para muchas perso­nas solas, como más le guste. Nunca al conjunto. Eso por un lado. Pero todavía una cosa más: aténgase exactamente al reloj, porque si no lo hace lo haremos nosotros por usted, y desconectaremos sin mayores consideraciones. La experiencia nos enseña que cualquier retraso, hasta el más pequeño, tiende a multiplicarse a lo largo de la programación. Si no lo cortamos de inmediato, el programa se desajusta por completo. Por tanto no lo olvide: ¡exposición relajada! ¡Y no se exceda ni un minuto!».
Seguí estas instrucciones al pie de la letra, pues la emisión de mi primera charla significaba mucho para mí. El guión, con el que me presenté en la emisora a la hora prevista, lo había leído ya en voz alta y estaba escrupulosamente cronometrado. El locutor me dispensó un amable recibimiento y pude comprobar que había renunciado a controlar mi debut desde una cabina. Desde la presentación hasta la despedida era, pues, dueño y señor de mis actos.
Me encontraba por primera vez en una sala de emisión, donde todo estaba pensado para la mayor comodidad del locutor y para el relajado despliegue de sus facultades. Uno podía quedarse en pie junto al pupitre o bien sentarse en uno de los amplios sillones; podía elegir entre los diferentes focos de luz e incluso pasear arriba y abajo llevando consigo el micrófono.
Además, un reloj de pared, cuya esfera no indicaba las horas sino los minutos, advertía de lo que valía un instante en aquella cámara insonorizada. Había que cortar cuando la manecilla marcase cuarenta.
Ya había leído más de la mitad del guión, cuando eché una ojeada al reloj en el que el segundero reco­rría igual trayecto que el minutero pero a una veloci­dad sesenta veces mayor. ¿Habría cometido un des­cuido en casa? ¿Me habría equivocado en el tempo? Lo que estaba muy claro es que había consumido ya dos tercios de mi tiempo. Entretanto, desgranaba pa­labra tras palabra en tono amable, buscando una sa­lida con enfebrecida calma. Solo saldría adelante con una fría resolución. Tenía que sacrificar párrafos en­teros e improvisar consideraciones que llevasen al fi­nal. La decisión de salirme del texto no estaba exen­ta de peligros, pero no quedaba otra elección. Reuní todas mis energías y salté varias páginas del manus­crito mientras culminaba un largo párrafo y al fin aterricé felizmente, como un piloto en el aeródromo, en las conclusiones finales.
Con un suspiro de alivio recogí mis papeles y ruti­lantemente satisfecho de la hazaña que acababa de realizar me aparté del pupitre para recoger tranquila­mente el abrigo. Era entonces cuando tenía que hacer su entrada la voz del locutor, pero se retrasaba. Me dirigí a la puerta al tiempo que miraba el reloj. ¡El minutero marcaba treinta y seis! ¡Faltaban aún cua­tro minutos para los cuarenta! ¡Lo que había visto antes de pasada tenía que ser el segundero! Empecé a comprender el retraso del locutor. En aquel preciso instante, una especie de sosiego, todavía gratificador, me envolvía en sus redes. En aquella cámara regula­da por la técnica y, a través de ella, por las personas que la dominan, sentí un novedoso escalofrío que, sin embargo, se asemejaba a los más antiguos de que te­nemos conciencia. Presté atención a mis oídos, que momentáneamente no percibían sino mi propio silen­cio. Creí que era el de la muerte, que me arrebataba en miles de oídos y en miles de recintos. Entonces se apoderó de mí un miedo indescriptible, e inmediata­mente después, una súbita decisión.
«Hay que salvar lo que pueda salvarse», me dije arrancando el manuscrito del bolsillo del abrigo. Cogí las hojas que primero me vinieron a las manos y empecé a leer que una voz que pretendía acallar los latidos de mi corazón. Ya no podía permitirme ocu­rrencia alguna, y como el trozo de texto que había atrapado fuese corto, arrastré las sílabas, alargué las vocales, dejé rodar las erres e introduje pausas re­flexivas. Llegué nuevamente al final; pero esta vez al final verdadero, y apareció el presentador, que me despidió tan amablemente como me había recibido, aunque mi intranquilidad persistía.
Cuando, al día siguiente, encontré a un amigo que yo sabía a ciencia cierta que me había escuchado, le pregunté, como de pasada, por su impresión. «Es­tuvo muy bien -me contestó-; lo que falla como siempre es el aparato de radio. El mío se quedó un minuto absolutamente en blanco».

Walter Benjamin

sábado, 25 de abril de 2015

25 de Abril. ¡Menos mal que nos queda Portugal!


Almagrande

Riba Dal es tierra de judíos. Durante todo el año, el padre Joao bendice, perdona, bautiza y enseña el catecismo mediante preguntas y respuestas. Pero es en balde.
-¿Quién es Dios?
 -Es un Ser todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra.
A juzgar por lo bien parados que salen del interrogatorio, nadie sospecharía que, por detrás de la sagrada cartilla, llevan en la sangre el Pentateuco. Pues lo llevan. Y a la hora de la muerte, cuando a un hombre tanto le da la Tora como los Evangelios, antes de que el párroco venga a dar el último repaso a la pureza del cordero y reciba de la lengua moribunda y cobarde la confesión de ese secreto, llaman al sofocador*.
De estos siervos de Moisés, encargados de abreviar las penas de este mundo y salvar el honor de la comunidad, el más importante del que se tiene memoria fue Almagrande.
Alto, mal encarado, de nariz ganchuda, vivía en Destelhado, una calle donde aún persiste el viento gallego que silba sin descanso todo el año. El encargado de llamar a aquel padre de la muerte ya sabía que tenía que ir cuesta arriba luchando como un barco contra un mar encrespado.
-¡Mal rayo parta al viento!
¡No había remedio! Del mismo modo que era inevitable encontrar a Almagrande en la casa de la esquina, siempre al amor de la lumbre, así también era inevitable el soplo de Sanabria que azotaba la ladera.
Una vez frente a la casa, bastaba con gritar su nombre: 
-¡Tío Almagrande! ¡Tío Almagrande! 
-Ya voy...
Poco después, la tenaza de sus manos y el peso de su rodilla mandaban a mejor vida al moribundo.
Entraba, se abría paso impávido y silencioso entre la multitud que llevaba tres días en la sala esperando impaciente el último suspiro del agonizante, entraba en la habitación, cerraba la puerta y poco después salía con una paz en el rostro por lo menos igual a la que le había dado al muerto. Los que estaban fuera lo miraban al mismo tiempo con terror y gratitud. A veces alguna que otra voz, después de la pesadilla, se sublevaba desde el fondo de su conciencia y protestaba; pera ocurría que al día siguiente era esa misma voz la que, en lo alto de Destelhado, sobreponiéndose a la fuerza del viento, lo reclamaba.
-¡Tío Almagrande! ¡Tío Almagrande!
-Ya voy... 
Y ya estaba frente a la puerta enseguida.
Cuando llegó la hora de Isaac, fue su hijo Abel quien subió por la ladera. El chico llegaba excitado por el movimiento poco habitual de su casa, por la manera extraña en que la madre le había pedido que llamase al tío Almagrande, y por la ventolera.
-¿Qué le ocurre a tu padre, muchacho?
El joven miró fijamente la cara enjuta del sofocador.
-Tiene fiebre...
-Bien, vamos entonces para allá...
-¿Y qué le va a hacer, tío Almagrande?
-Ya veré...
Calle abajo, sólo hablaba el viento. Ronco de tanto bramar, monocorde, persistente, en él se expresaba la intimidad de ambos: uno, el joven, nervioso, inquieto, lleno de presentimientos confusos que no podía ahuyentar de su mente; el otro, el viejo, aceptando aquel destino de abreviar la muerte así como un río acepta su movimiento.
En casa había lágrimas desde el umbral de la puerta. Pero la entrada de Almagrande las enjugó todas. Tras sus pasos lentos y pesados por el corredor quedaba una angustia callada, con la respiración contenida.
-¿Qué le va a hacer? -preguntó de nuevo Abel, ahora a su madre, cuando se cerró la puerta de la habitación.
Allí dentro, pegado a la cama empapada de sudor,  Isaac parecía haber llegado a su fin. Blanco, con sus ojos perdidos en el fondo de la cara, tan abatido que solo parecía esperar la orden de desplegar velas. Hacía quince días que estaba  enfermo. Una fiebre tan intensa que incluso desanimó al doctor Samuel. Lo visitó, volvió a visitarlo, y acabó aconsejando, que se ocupasen del ataúd. Pero Isaac era un cedro del Líbano de buen cerne. Después de la desesperanza, el mal lo corroyó seis días más sin llegar a devorarlo. Y siempre con los ojos vivos. Gemía, gemía, se consumía, pero siempre con sus dos cuentas de azabache relucientes. Pero acabo por posársele en el rostro una sombra extraña; y Lia, su mujer, abandonó toda  esperanza. Pasaron dos días más y como doña Rosa, en la sala, recordase la confesión de rigor, un hermano de Isaac, Daniel, se acercó a su cuñada y dejó caer, entre dos palabras de consuelo, el nombre de Almagrande. Al principio, Lia estuvo en contra. Pero sucumbió ante la perspectiva de que el padre Joao entrase en su casa. En cuanto amaneció, con una voz que asustó a su hijo, le dijo que fuese a buscar al sofocador.
Cuando Almagrande entró, Isaac estaba en el paroxismo de un combate que casi siempre se traba con el cuerpo tumbado. El enemigo era una parte de sí mismo que apostaba por acabar con él. Y la otra mitad, una porción de ser noble y agradecido a su propio vigor, defendía con arrojo el resto de la muralla. Las gotas de sudor que corrían por sus sienes y un ritmo acelerado de la respiración daban la señal de esta guerra. Pero quien observase la escena con limpios ojos humanos no necesitaría nada más para sentir la grandeza y la solemnidad de esa hora.
Por desgracia, Almagrande no podía verla. Insensible a la profundidad de los misterios de la vida, sin que se le estremeciese una fibra siquiera, avanzó hacia el lecho con un automatismo rutinario. Su papel no era observar; era ir derecho con las manos al cuello, presionar con la rodilla en el tórax y retirarse unos minutos después, como un instrumento que hubiese cumplido correctamente su función.
Isaac no abandonaba la lucha en su castillo. El fuelle presuroso de su pecho atizaba el fuego; espeso, cálido, activo, el sudor brotaba del volcán.
La casa era como un sepulcro que habitasen vivos paralizados y mudos. Sólo en la alcoba había movimiento y palpitación.
Almagrande avanzó en silencio. Pero estaba a punto de caer sobre Isaac con las manos abiertas y la rodilla doblada, cuando lo paró en seco una voz diferente de todas las que había oído en momentos semejantes, que parecía venir de otro mundo y que decía:
-No... Todavía no... Todavía no...
¡Cuántas veces el sofocador había oído gritos de desesperación, clamores ansiosos y angustiados, sin detenerse en su misión sagrada! ¡Cuántas veces! Esta vez, sin embargo, el clamor y los gemidos sonaban en sus oídos de otra manera.
-No... No... Todavía no...
El paño oscuro que hasta entonces había vendado los ojos de Almagrande quería rasgarse de arriba abajo. Y el sofocador, paralizado entre las tinieblas del hábito y la luz que irrumpía, recordaba un torrente de golpe sin destino.
-No... Todavía no... Todavía no...
Era terrible lo que ocurría. A la lucha que Isaac sostenía contra fuerzas que nunca hubo cómo conocer, se unía la acometida de los dos hombres, uno sabiendo que iba a matar, otro sabiendo que iban a matarlo.
Estuvieron así algún tiempo, con los ojos de uno clavados en los ojos del otro, midiéndose. Espeso, el sudor se deslizaba por la cara de Isaac; caliente, martillaba la sangre en las sienes de Almagrande.
El súbito chirrido de una puerta hizo estallar esa concentración. Bastó oír el ruido para que Almagrande, como un peso suspendido y de repente liberado, cayese encima del moribundo. Ni una sola palabra. Sólo un golpe sordo y las manos ansiosas del agresor en busca del cuello de Isaac.
Pero la puerta que había crujido había dado paso a alguien. A un bulto que Almagrande adivinaba detrás de su espalda, inmóvil, lívido, intentando comprender.
El esfuerzo supremo de Isaac para librarse de las garras que lo apretaban y la presencia atónita de Abel quitaron a las manos y a la rodilla de Almagrande su fuerza habitual.  ¡En  él se había entrañado tanto el asesino, el animal que bebía a  grandes tragos el hilo de vida que encontraba a su paso! ¡Se había avivado tanto en su conciencia la certeza de que matar era la razón de su destino! En vano. Al puro instinto le faltaba arrojo para empujar aquellas manos y aquella rodilla delante de un testigo.
Se incorporó. Se volvió con el rostro cubierto por un velo de lividez igual a la del agonizante. Y sin valor para enfrentar los ojos desorbitados y afligidos del chico, que lo atravesaban, silenciosamente salió. Atravesó la sala cabizbajo, lejos de la grandeza trágica de otras veces. Dejaba tras de sí la vida y la vida no le daba grandeza.
Cuando Lia, un segundo después, entró en la habitación como un animal en falta, Abel estaba sentado en la cama, apoyando la mano pequeña en la frente de su padre. El niño se debatía en un agitado mar de brumas; pero su corazón le dictaba que su mano debía estar allí, en la frente enardecida de quien le diera el ser, del mismo modo que le había ordenado la entrada furtiva e inquieta en la habitación.
Y fue tal vez la mano inocente y filial la que hizo correr de nuevo en la frente de Isaac la sangre de la confianza. Sin confesión, veinte días después tomaba una sopa junto a la lumbre como si nada hubiese ocurrido. Y realmente no había ocurrido nada para la gente del pueblo, menos para él, para el niño y para Almagrande. Otros habían pasado de la agonía a la muerte y de la muerte a la resurrección con la inconsciencia de quien pasa del calor al frío y del frío nuevamente al calor. Sólo los tres sabían, de maneras diferentes, que el drama había sido más negro y profundo. Isaac había visto las garras de la muerte al natural; Almagrande había avizorado por primera vez la oscuridad de su abismo; el muchacho había presentido cosas que aún no podía aclarar en su mente.
El tiempo se fue deslizando, perezoso; y con él se fue borrando del todo la enfermedad de Isaac en el recuerdo del pueblo. Misa y Sabath.
Los tres, sin embargo, solían inclinarse ante el lago, donde se reflejaba la imagen negra del pasado. Isaac, cada vez más dolorido, miraba, miraba y veía su venganza; Almagrande, cada vez más culpable, miraba, miraba, y veía su miedo; el chico, inocente, veía solo su angustia por no entender. Y los tres formaban como una isla de desesperación en el mar en calma de la aldea. No se hablaban, salvo el hijo para pedir la bendición de su padre, su padre para dársela, y el saludo ambiguo y monosilábico de Almagrande al cruzarse con Isaac. Pero se celaban unos a otros, como si ninguno de ellos quisiese perderse la hora en que, para la eternidad, disipasen del cielo de sus conciencias la nube pesada que lo encapotaba.

Y ese momento, finalmente, llegó.
Volvía Almagrande de ver a su hija y a sus nietos, en Bobadela, cuando Isaac, que lo seguía como un perro guardián, le salió al encuentro en el camino. Testigos, sólo Dios y Abel, que, sin que su padre lo sospechase, lo acompañaba también a todas partes, y miraba la escena escondido detrás de un peñasco.
-No matarás...
Así decía el Evangelio. Fuera de él, en una ley diferente, la moral tenía otros caminos, como lo sabía el propio Almagrande.
-No matarás...
Isaac, empero, miraba a Almagrande con los mismos ojos implacables que le viera en sus horas de agonía.
-No... No...
Pero Isaac era el más joven y el más fuerte. Y, cuando Almagrande quiso darse cuenta, se agitaba en el suelo, boca arriba, sintiendo las manos del otro que apretaban su cuello y la tabla de su corazón bajo el peso infinito de una rodilla.
-No... No...
El chico, desde el peñasco, veía la cara congestionada de Almagrande y oía el esfuerzo de la respiración por librarse del garrote.
-No...
Poderosas, inexorables, las tenazas seguían apretando. Solamente con el último estertor, los tres estaban en paz. Isaac obtenía su venganza, Almagrande ya no sentía miedo y el niño, por fin, había podido comprender.

Miguel Torga - Novos contos da montanha, 1944

*En portugués «abafador». Alude al siniestro procedimiento por el cual este personaje asfixiaba a un moribundo antes de que declarase en la confesión su fe en la religión judía. Le apretaba el cuello y asentaba su rodilla en el pecho de la víctima hasta cortarle la respiración diciendo: «Vamos, hijo mío.  Nuestro Señor te está esperando». (N. del T.) 

miércoles, 22 de abril de 2015

Sant Jordi, un libro y una rosa

Salamandra... ¡Qué regalo!





Una vez más os presentamos las novedades de Salamandra que tenéis a vuestra disposición enviando un sobre timbrado con vuestra dirección a:   
Francisco Pérez Suárez
Rambla de la Pau  109  3º  1ª 
08800  Vilanova i la Geltrú                         
(Barcelona) 
Para todos aquellos que envíen un sobre acolchado suficiente sellado con 2,03 € les añadiremos algo así como 100 marcapáginas más.

L´ADEG (Associació d´empresaris del Garraf)