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sábado, 25 de agosto de 2018

Depo









El cocodrilo (5)


No, no era una pesadilla, sino una indiscutible realidad. De no ser así, ¿hubiera yo emprendido este relato? 
Era ya algo tarde, cerca de las ocho, cuando llegué al Pasaje, y para penetrar en la habitación donde se hallaba expuesto el cocodrilo, tuve que pasar por la escalera de servicio porque el alemán había cerrado más pronto que de costumbre. 
Embutido en un grasiento abrigo se paseaba a lo largo del local y parecía mucho más satisfecho que por la mañana. Se comprendía que el negocio le salía a pedir de boca; sin duda había venido mucho público. Luego se presentó la madre con el propósito manifiesto de vigilarme. De cuando en cuando cuchicheaba con el hijo, el cual, a pesar de tener ya cerrado el establecimiento, me hizo pagar los veinticinco kopeks. Aquel hombre llevaba hasta el exceso su espíritu de orden. 
-Tendrá usted que pagar siempre que venga -dijo-. Pero mientras el público vulgar ha de pagar un rublo, usted no tendrá que soltar más que veinticinco kopeks (Un kopek equivale a la centésima parte de un rublo) en atención a ser tan buen amigo de su amigo, cosa que estimo de veras. 
-¿Vives todavía? ¿Estás aún en este mundo, querido y sabio amigo? -exclamé acercándome a la tina del cocodrilo, esperando que mis lejanas palabras llegarían a oídos de Iván Matveich y halagarían su amor propio. 
-Estoy vivo y sano -respondió con voz apagada que parecía salir de debajo de una cama, por más que yo estuviese encimita de él-. Estoy vivo y sano; pero ya hablaremos de eso después. Ante todo, ¿cómo van nuestros asuntos? 
Fingí no habarle oído, y seguí dirigiéndole preguntas a fuer de alma compasiva. ¿Cómo se encontraba dentro del cocodrilo? ¿Qué había por allí dentro? Al procurar informarme no hacía más que cumplir con un deber de amistad y hasta de simple cortesía. Pero él me interrumpió con impaciencia y enfado, gritándome con el autoritario acento que le caracterizaba:  
-¡Los asuntos! -y su voz débil me pareció particularmente desagradable. 
Le referí hasta en sus menores detalles mi conversación con Timotei Semionich, esforzándome por darle a entender con el tono de mi voz que me había resentido. 
-Dice muy bien el viejo -concluyó Iván Matveich con aquella brusquedad de que siempre hacía gala conmigo-. Me gustan las personas prácticas, y no puedo sufrir a los pusilánimes. Reconozco, sin embargo, que tu idea de una comisión no es tan absurda como parece. En efecto, puedo hacer aquí observaciones muy interesantes tanto desde el punto de vista científico como desde el punto de vista moral... Pero este asunto toma un cariz muy inesperado y hay que preocuparse ya de algo más que del sueldo. Escúchame con atención. ¿Estás sentado? 
-No, continúo de pie. 
-Pues siéntate en cualquier parte, aunque sea en el suelo, y escúchame atentamente. 
Lleno de rabia, cogí una silla y la puse en el suelo con estrépito. 
-Escucha -continuó él dándoselas de jefe-. Hoy ha venido al local un gentío enorme. A las ocho, es decir, mucho antes que de costumbre, creyó oportuno el patrón cerrar las puertas a fin de contar el dinero recaudado y tomar sus medidas para mañana, porque es de presumir que mañana se convertirá esto en una verdadera romería. Vendrán indudablemente los hombres más sabios, las damas más elegantes, embajadores, abogados, etc..., y no parará aquí la cosa, sino que los habitantes de las diversas provincias de nuestro dilatado e interesantísimo imperio ya inician un éxodo hacia la capital. Por más que esté escondido, he de hacerme muy visible; he de desempeñar un papel de primer orden. Habré de contribuir a la instrucción de esa muchedumbre de vagos. Aleccionado yo por la experiencia, les ofreceré un ejemplo de grandeza de alma y de resignación con la suerte. Seré una suerte de cátedra desde la cual caerán sobre la multitud las más sublimes palabras. Solamente los datos científicos reunidos ya por mí acerca del monstruo en que habito son infinitamente valiosos. Por eso, no tan sólo no lamento el percance de que he sido víctima, sino que auguro desde ahora que habrá de ejercer en mi porvenir favorabilísimo influjo. 
-¿Y no te aburrirás? -le hice observar maliciosamente, pues me había enojado ver que sólo hablaba de sí mismo y con tal arrogancia. ¿Por qué -me decía desconcertado en mi interior- esta cabeza de chorlito emplea palabras tan altisonantes? ¡Mejor haría en llorar que en ponerse tan hueco! 
-No me aburriré -respondió severamente-. Ahora que por fin ya dispongo de tiempo, puedo consagrarme por entero a las grandes ideas y preocuparme de la suerte de la Humanidad. De este cocodrilo han de salir la verdad y la luz. No hay duda que he de descubrir una teoría nueva y personal, relaciones económicas nuevas de las cuales con mucha razón podré enorgullecerme. Hasta ahora no pude dedicarme de lleno a estas materias, por el poco tiempo libre que me dejaban la oficina y las triviales distracciones mundanas. Pero ahora lo he de revolucionar todo; seré otro Fourier...; y a propósito: ¿le entregaste los siete rublos a Timotei Semionich?. 
-Sí, se los he entregado de mi bolsillo particular –le contesté esforzándome por darle a entender en el tono de mi voz toda la trascendencia del tal sacrificio. 
-Ya arreglaremos cuentas -repuso él con arrogancia-. Seguramente me aumentarán el sueldo. Porque, si a mí no me ascendieran, ¿a quién ascenderían? Me parece que han de sacar bastante provecho de mí de ahora en adelante. Pero, a lo práctico, ¿y la mujer? 
-¿Te referirás sin duda a Elena Ivanovna, no es eso?  
-¡La mujer! -gritó. 
No había más remedio que bajar la cabeza ante aquel diablo de hombre. Humildemente, aunque rechinando los dientes de rabia, le conté cómo me había separado de su esposa. El no me dejó hablar y me interrumpió con impaciencia. 
-Tengo mis proyectos particulares respecto a ella. Si «aquí» me hago célebre, quiero que ella también lo sea «allá». Los sabios, poetas, filósofos y mineralogistas de paso en la población, los hombres de estado que vengan a platicar conmigo por la mañana, frecuentarán por la noche su salón. Desde la semana que viene, será preciso que comience a recibir visitas. Como me doblarán el sueldo, tendrá bastante para hacer los honores de la casa. Aunque, después de todo, con té y algunos criados habrá de sobra. De eso no tenemos que preocuparnos más... Hace mucho tiempo que yo aguardaba la ocasión de dar que hablar; pero con mi poco sueldo y mi poca categoría, no había medio. Pero ahora, habiéndome tragado este cocodrilo, lo ha arreglado todo. Todo el mundo anotará mis palabras; cualquier frasecilla mía dará que pensar y correrá de boca en boca y pasará a la letra de molde. ¡Seré conocido! Concluirán todos por comprender qué lumbrera dejaron que se tragase este monstruo. Unos dirán: «De haber nacido ese hombre en un país extranjero, hubiera llegado a ministro. Es muy capaz de gobernar un reino»; otros se lamentarán, diciendo: «¡Y pensar que a un hombre así no lo han puesto a la cabeza de un gobierno.» Francamente, ¿en qué soy inferior a un Garnier-Pages o a cualquier otro por el estilo? Mi mujer servirá para hacer juego conmigo. Yo poseo el talento; ella, la belleza y los atractivos. «Por ser tan guapa, se casó con ella», dirán unos; y otros rectificarán: «¡No, sino que es guapa por ser su mujer!» En una palabra, es preciso que mañana mismo se agencie Elena Ivanovna el Diccionario Enciclopédico editado bajo la dirección de Andrés Creivski para que pueda hablar de todo, y que asimismo tenga gran cuidado de leerse todos los días el artículo de fondo del Mensajero de Petersburgo y de confrontado con el de El Cabello. Supongo que el dueño de este cocodrilo no se negará a llevarme de cuando en cuando con su bicho al brillante salón de mi mujer, donde diré cosas muy talentudas que tendré preparadas desde por la mañana. Al hombre de Estado le comunicaré mis opiniones gubernamentales; recitaré versos a los poetas; con las señoras me mostraré ameno y galante sin inspirar la menor inquietud a sus maridos. Pero a todos les ofreceré un gran ejemplo de sumisión al destino y a los decretos de la providencia. Haré de mi mujer una literata notable; la empujaré y haré que la comprenda el público. pues considero a mi mujer dotada de altísimas condiciones y si con justicia es comparado Andrés Alexandrovich con Alfredo de Musset, no sé por qué no han de equipararla a ella con Eugenia Tour. 
Confieso que por más que aquella locura fuese habitual en Iván Matveich, no pude menos de pensar que tenía fiebre y deliraba. Se hubiera dicho que la vulgaridad de Iván Matveich resaltaba corno contemplada con una lente que aumentase veinte veces por lo menos el volumen de las cosas. 
-Querido amigo -le pregunté-. ¿Esperas vivir mucho tiempo de ese modo? Dime, ¿te encuentras bien? ¿Cómo comes? ¿Cómo duermes? ¿Respiras bien? Ten en cuenta que soy tu amigo y reconoce que el lance es bastante extraordinario para que justifique mi curiosidad. 
-Curiosidad bastante vana -respondió sentenciosamente-. A pesar de lo cual, consiento en satisfacerla. ¿Quieres saber cómo me las arreglo en las profundidades de este monstruo? Pues empiezo por decirte que con gran asombro de mi parte, me he encontrado con que este cocodrilo está hueco. Me parece que estoy metido en un gran saco de caucho semejante a los que venden los tenderos de la calle Gorovjokaia y de la Morskai y, si mal no recuerdo, también los de la avenida Vozniesienski. por lo demás, si así no fuera, reflexiona, ¿cómo hubiera podido meterme dentro? 
-¿Es posible? -exclamé con una estupefacción muy natural-. ¿De modo que este cocodrilo está absolutamente hueco? 
-Como te lo digo -confirmó Iván Matveich con gravedad extremada-, y es muy probable que las leyes mismas de la Naturaleza lo hayan dispuesto así. El cocodrilo consta en total de una bocaza provista de dientes muy muy agudos y de un rabo bastante largo. En su interior, en el espacio que separa ambas extremidades, sólo se encuentra un gran vacío tapizado de una materia parecida al caucho y que seguramente lo será. 
-¿Y los pulmones, vientre, intestinos, hígado y corazón? -le interrumpí exasperado. 
-No los tiene. Nada de eso hay aquí, y es probable que nunca los haya habido. Esos prejuicios son sencillamente consecuencia de los fantásticos relatos de viajeros superficiales. Del mismo modo que inflamos de aire una pelota, inflo yo con mi cuerpo la vacuidad de este cocodrilo, que es elástico hasta un grado inverosímil. Así que tú, que eres mi amigo, podrías muy bien venir a ocupar un sitio junto a mí, si fueses tan generoso. Hay sitio de sobra para ti aquí dentro. En caso de necesidad, pienso traerme aquí a Elena Ivanovna. Después de todo, este descubrimiento concuerda a maravilla con las enseñanzas de las ciencias naturales, porque, suponiendo que tú pudieras crear un nuevo cocodrilo, tendrías que empezar por preguntar: -¿Cuál es la función principal que desempeña el cocodrilo? La respuesta no podía ser otra que la siguiente: -Tragarse hombres. -¿Y cuál ha de ser la conformación del cocodrilo para que llene lo mejor posible esa su misión de engullirse hombres? Respuesta inevitable: -Menester es que tenga espacio; luego -es necesario que esté hueco. Ahora bien; hace ya mucho tiempo que nos enseñó la física el horror que la Naturaleza siente por el vacío. Así, pues, el interior del cocodrilo habrá de empezar por estar hueco, mas a condición de no permanecer indefinidamente en tal estado. Es menester que se trague todo cuanto encuentre a fin de rellenarse. Ahí tienes la única explicación plausible que puede darse a esa propensión que los cocodrilos muestran a tragarnos. Entre los seres animados hay diferencias de constitución. Por ejemplo, mientras más vana es la cabeza de un hombre, menos experimenta la necesidad de rellenarse; pero ésa es la única excepción a la ley general que acabo de exponer. Todo esto me parece ahora tan claro como el día. Lo he comprendido así por el sólo poder de mi talento y de mi propia experiencia al sumergirme, por decirlo así, en los abismos de la Naturaleza, en la retorta adonde elabora sus misterios y al escuchar el latido de sus pulsos. Observa cómo la etimología misma da la razón, pues el nombre de cocodrilo expresa su voracidad. Cocodrilo, «cocodrilo» es una palabra italiana, contemporánea, sin duda, de los antiguos faraones de Egipto y derivada seguramente de la palabra francesa croquer, es decir, comer, nutrirse de. Todo esto me propongo explicarlo al público cuando dé mi próxima conferencia en el salón de Elena Ivanovna, adonde mandaré que me lleven en mi tina. 
-Querido amigo y pariente, ¡debes purgarte! –exclamé sin poder contenerme, creyendo, no sin espanto, que mi amigo tenía fiebre. 
-¡Sandeces! -respondió con tono despectivo-. ¿Cómo purgarme en esta situación? Pero ya me figuraba que saldrías recomendándome una purga. 
-Pero, querido amigo, ¿cómo puedes sostenerte? ¿Has comido hoy? 
-No, mas no tengo apetito, y es muy probable que nunca más necesite comer. Y se comprende; desde el momento en que lleno con mi persona todo el hueco interior de este cocodrilo, lo coloco en un estado de definitiva hartura. Años enteros podrá ya vivir sin que le echen de comer. Pero, según yo le infundo esa hartura, él, por su parte, me transmite todos los jugos vitales de su cuerpo. ¿No has oído decir que las mujeres presumidas se ponen, durante la noche, trozos de carne cruda en la cara, a manera de compresas, para parecer lozanas, tersas y seductoras, después del baño matinal? Pues una cosa parecida ocurre aquí. Yo alimento al cocodrilo con mi persona, pero recibo de él mi propio alimento. Así mutuamente, nos nutrimos. Pero como sería difícil hasta para un cocodrilo digerir a un hombre como yo, ha de sentir, sin duda alguna, pesadez en el estómago -que dicho sea de paso, no lo tiene-. Y por eso, para no molestarlo, evito en todo lo posible, volverme. Podría hacerlo, pero me abstengo por humanidad. Ese es el único inconveniente de mi situación, y Timotei Semionich tiene razón al llamarme, en sentido figurado, holgazán. Mas yo probaré que puede transformarse la suerte de la Humanidad por muy echado de costadillo que uno esté; más aún, que sólo en esta postura puede lograrse tal finalidad. Son los tunantes quienes elaboran todas las grandes ideas, todas las evoluciones intelectuales favorecidas por nuestros diarios y revistas. Y ésa es la razón de que muy apropiadamente se diga de esas publicaciones que son como laboratorios; mas eso poco importa. Yo voy a dedicar de nuevo cuño un sistema social completo y no podrían imaginarse lo sencillo que es. Basta para ello con aislarse en algún apartado rincón, en el interior de un cocodrilo, por ejemplo, y cerrar los ojos. Al punto descubre uno el paraíso de la Humanidad. Hace un rato, durante tu ausencia, me puse a idear sistemas e inmediatamente di con tres. Ahora ya estoy preparando el cuarto. Cierto que para esto es preciso empezar por echarlo todo abajo; pero, ¿qué cosa .más sencilla cuando se encuentra uno dentro de un cocodrilo? Mas no es eso todo. Desde el fondo de un cocodrilo, parece que ve uno el mundo con una gran claridad... Aunque mi situación presenta algunos inconvenientes, de poquísima monta. El interior de este cocodrilo es frío y viscoso; además apesta a resina. Me parece tener debajo de la nariz unas botas viejas. Pero a eso se reducen todas las molestias; no hay más de qué quejarse. 
-Iván Matveich -le dije-, milagros son ésos en los que me cuesta trabajo creer. ¿Tienes de veras la intención de no probar más bocado en toda su vida? 
-Pero, ¿puedes parar mientes en tales bagatelas, oh, cabeza de chorlito? Yo me preocupo solamente de desarrollar grandes ideas y en tanto tú... Pues ten presente que esas grandes ideas, que han venido a alumbrar las tinieblas en que sumido estaba, me sacian más que todo condimento. Por lo demás, nuestro excelente domador se ha preocupado ya de este punto con su excelente madre, y ambos han acordado introducir todas las mañanas por las fauces del cocodrilo un tubo encorvado, por medio del cual podré sorber mi café o algún potaje. Ya han encargado el tubo, mas yo lo considero innecesario. Espero vivir cuando menos mil años, si es verdad que los cocodrilos alcanzan esa longevidad. Infórmate de esto mañana mismo, porque podría suceder que estuviese equivocado y confundiese al cocodrilo con cualquier otro animal. Sólo una consideración me apura, y es que, como estoy vestido de paño y con las botas puestas, es muy seguro que el cocodrilo no podrá digerirme. Además, estoy vivo y me opongo a tal absorción con todos los bríos de mi voluntad, pues por nada del mundo quisiera sufrir la ordinaria transformación de los alimentos; lo tendría por demasiado humillante. Pero, por desgracia, el paño de mi traje es de fabricación rusa y temo que no pueda resistir a una permanencia de mil años en el interior de este monstruo. Concluiría por disolverse, y privado de esta defensa correría yo el riesgo de ser digerido, pese a toda resistencia. Durante todo el día podría defenderme; pero en llegando la noche, luego que sobre mí cayese el sueño, que acaba con la voluntad del hombre, ¿no estaría expuesto a sufrir la depresiva suerte de que me asimilaran como si fuese una patata, un churro o un gigote? Tal pensamiento me saca de mis casillas. Aunque sólo fuera para evitar semejantes vicisitudes, convendría alterar la tarifa de aduanas y proteger la importación de los paños ingleses, que son más fuertes que los nuestros y podrían resistir más tiempo las fuerzas absorbentes de la Naturaleza cuando quien con ellos se vistiese hubiera de penetrar en el interior de un cocodrilo. En la primera ocasión que se presente comunicaré este criterio mío a algún político al mismo tiempo que a los lectores de nuestros grandes diarios a fin de provocar un movimiento de opinión. Espero servir también para otras muchas cosas. No dudo que cada mañana vendrán a mí muchedumbres de curiosos que de buen grado aflojarán sus veinticinco kopeks con tal de conocer lo que pienso acerca de los últimos telegramas del día antes. En una palabra, que el porvenir se me presenta con los más halagüeños colores. 
-¡Está delirando! ¡Está delirando! -decía yo para mí. Pero, para ponerlo más a prueba, continué diciendo en alta voz: -Pero y la libertad, amigo mío, ¿dónde la dejas? Tú estás como en la cárcel. ¿Y no es la libertad el bien más preciado del hombre? 
-¡Qué tonto eres! -me respondió-. Cierto que los salvajes se mueren por la independencia; mas los sabios verdaderos gustan del orden más que de cosa alguna, porque sin orden... 
-¡Por favor, Iván Matveich...! 
-¡Cállate y atiende! -gritó furioso por mi interrupción-. Nunca me he sentido tan fuerte como ahora. En mi estrecho cobijo sólo temo la pesada crítica de los grandes diarios y los silbos de las hojas satíricas. Temo que las personas poco serias, los imbéciles, los envidiosos y, en general, los nihilistas se rían a mi costa. Mas ya tomaré mis medidas. Aguardo impaciente el juicio que la opinión pública, y sobre todo la prensa, han de formular sobre mí desde mañana. No dejes de tenerme al corriente de todo. 
-¡Bueno! Mañana te traeré un montón de periódicos. 
-Sería prematuro esperar que mañana mismo dijeran ya los periódicos del suceso, porque las noticias tardan siempre en publicarse unos cuantos días. Sin embargo, a partir de hoy, vendrás todas las tardes por la puerta de servicio. Me leerás los periódicos y revistas, y luego te dictaré mis pensamientos y te daré encargos. No olvides traerme cada día todos los telegramas de Europa. Pero basta por hoy. Tendrás sueño. Vuélvete a tu casa y no pienses en lo que te he dicho a propósito de la crítica. No la temo porque ella también se encuentra en una situación bastante crítica. Bastará con que me conserve sabio y virtuoso para que me encuentre como encumbrado sobre un pedestal. Si no llego a ser un Sócrates, seré un Diógenes, o entrambos a la vez, que tan grande es la misión que en lo futuro habré de cumplir para con el género humano. 
Así se expresaba Iván Matveich dando muestras de un espíritu tan superficial como terco -cierto es que se hallaba bajo el imperio de la fiebre-, y se parecía a esas mujeres débiles de carácter que no aciertan a guardar un secreto. Todas sus observaciones a propósito del cocodrilo me parecían muy aventuradas. Vamos a ver: ¿era posible que el cocodrilo estuviese hueco? Cualquier cosa apuesto a que todo aquello eran fanfarronadas de hombre vanidoso y que ante todo tiraba a humillarme. 
Ya sé que estaba enfermo y que con los enfermos hemos de ser condescendientes; mas con toda franqueza confieso que no podía sufrir a Iván Matveich. Toda la vida, desde que era chiquito, tuve que aguantar su tutela. Mil veces sentí ganas de acabar con ella, pero siempre alguna consideración me volvía a su lado como si hubiese esperado convencerlo de no sé qué y vengarme por fin. ¡Singular amistad de la que puedo asegurar que de diez partes, nueve eran odio puro! Sin embargo, aquella vez nos despedimos en la mejor armonía. 
-Su amigo es un hombre inteligentísimo -me dijo el alemán que había escuchado de cabo a rabo nuestra conversación, mientras me acompañaba hasta la puerta. 
-Y a propósito -le dije, antes que se me olvidara-, ¿cuánto querría usted por el cocodrilo si le propusieran comprárselo? 
Iván Matveich que había oído la pregunta, aguardó la respuesta con vivo interés. Me pareció evidente que le habría sabido mal oír al tudesco pedir una suma insignificante. Por lo menos, tosió de un modo harto significativo.  
El alemán, al pronto, no quiso ni hablar de la cosa y hasta llegó a enojarse. 
-¡Que a nadie se le ocurra jamás pedirme que le venda mi cocodrilo! -exclamó furioso, poniéndose más colorado que un cangrejo-. ¡No quiero deshacerme de mi cocodrilo! No lo daría ni por un millón de thalers. Hoy sólo ya me ha producido ciento treinta thalers en taquilla. ¡Y ha de valerme diez mil y hasta cien mil! 
Iván Matveich reía de gusto. Yo hice de tripas corazón. Con la flema de un hombre que cumple con los deberes de la amistad, le hice presente al germano toda la falsedad de sus cuentas. Dando de barato que recaudase cien mil thalers por día, en menos de cuatro ya todo Petersburgo habría desfilado por el local. Y después de esto, sanseacabó; aparte de que nuestra vida pende de un cabello; el cocodrilo podía reventar, o caer enfermo Iván Matveich y morirse, etc., etc... Recapacitó un momento el alemán y luego repuso: 
-Le pediré unas gotas al boticario y no se morirá su amigo.  
-Eso de las gotas -le dije- está muy bien. Pero tenga usted en cuenta que podría entablarse un proceso. ¿Y si la esposa de Iván Matveich resuelve reclamar la devolución de su esposo legítimo? Usted quiere hacerse rico; pero ¿está usted dispuesto a pasarle una pensión a Elena Ivanovna? 
-¡Ni por pienso! -respondió con voz grave y resuelta.  
-¡No, ni pensarlo! -añadió furiosa la madre. 
-Siendo así, ¿no les convendría más aceptar desde este momento una suma razonable y segura, en vez de fiar en beneficios aleatorios? Después de todo, me interesa hacer constar que sólo les hago esta pregunta a título de curiosidad. 
El alemán creyó oportuno deliberar con su madre y se la llevó a un rincón del local donde había un armario que contenía el mono más grande y feo de la colección. 
-¡Ya verás! -me dijo Iván Matveich. 
De buena gana la habría emprendido a golpes con el alemán y su madre, y, sobre todo, con aquel Iván Matveich cuya desmedida ambición me indignaba en grado sumo. Pero, ¿qué decir de la respuesta del ladino alemán? 
Aconsejado por su madre, exigió como precio de venta de su cocodrilo la cantidad de cincuenta mil rublos, en obligaciones del último empréstito interior, una casa de mampostería en la calle de Gorovjokaia con una farmacia inclusive, y encima de todo eso, los galones de coronel. 
-¡Ya lo estás viendo! -exclamó triunfalmente Iván Matveich-. ¡Ya te lo decía yo! Aparte su última exigencia, ese nombramiento de coronel, que representa una pretensión loca, tiene razón sobrada, pues sabe apreciar el actual valor de su cocodrilo. ¡Ante todo, el punto de vista económico! 
-¡Vamos! -le grité furioso al alemán-. ¿Cómo se atreve usted a pedir esos galones de coronel? ¿Qué hazañas ha llevado a cabo? ¿Dónde está su hoja de servicio? ¿Dónde ha conquistado usted la gloria marcial? ¿O es que está usted loco? 
-¡Loco yo! -replicó el alemán resentido-. Yo soy un hombre sensato; aquí no hay más necio que usted. ¡Si le parece poco mérito para que le nombren a uno coronel el poder enseñar un cocodrilo que contiene en su interior a todo un consejero de la corte vivito y coleando...! A ver quién es el ruso que puede mostrar otro cocodrilo semejante. Yo soy un hombre de pro y no sé por qué no habrían de poder nombrarme coronel. 
-Adiós, pues, Iván Matveich -exclamé trémulo de rabia y echando a correr. Si sigo allí un minuto más, no hubiera podido contenerme. La extravagante ambición de aquellos dos imbéciles era intolerable. El aire fresco de la calle calmó algún tanto mi indignación. Por fin, y después de escupir unas quince veces a diestro y siniestro, mandé a parar un coche .y luego que llegué a casa, me desnudé y me metí en el lecho. 
Lo que más me irritaba, era el haberme de convertir en secretario de Iván Matveich. Pues, en lo sucesivo, para cumplir con los deberes de amigo verdadero, ¡tendría que embrutecerme todas las tardes! 
Sentí ganas de pegarme con alguien y, a decir verdad, luego que apagué la vela, me di algunos golpes en la cabeza y en diversas partes del cuerpo. Esto me alivió un poco y concluí por dormirme profundamente, pues, estaba rendido. Pasé la noche soñando con monos; pero, hacia la madrugada, soñé con Elena Ivanovna. 

(Sigue)