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sábado, 30 de noviembre de 2019

Πολιτεία - Del huerto






Ensayos (55)

Gran cosa es ver arrancar de la oscuridad de la duda nuestras desventuras privadas, para pregonarlas en trágicos escenarios; y desventuras que sólo duelen con el relato. Pues dícese que una mujer y un matrimonio son buenos, no cuando lo son, sino cuando no se habla de ellos. Ha de ser uno ingenioso para evitar ese inútil y molesto conocimiento, y los romanos tenían la costumbre, cuando volvían de algún viaje, de enviar por delante a alguien que informase a sus mujeres de su llegada, para no sorprenderlas. Y por ello ha inventado alguna nación que el sacerdote abra el paso a la esposa el día de la boda, para quitarle al marido la duda y la curiosidad de buscar en ese primer intento si llega a él virgen o herida por otro amor.

A mi entender, sabía de ello aquél que dijo que un buen matrimonio era el que se componía de una mujer ciega y de un marido sordo.
Miremos también si no producirá dos efectos contrarios a nuestro bien esta grande, violenta y dura obligación que les imponemos: a saber, que aguijonee a los perseguidores y haga más propensas a rendirse a las mujeres; pues, en cuanto al primer punto, al subir el valor de la plaza, subimos el premio y el deseo de conquistarla. ¿No habrá sido la propia Venus quien ha elevado así, astutamente, el precio de su mercancía, mediante las artimañas de las leyes, sabiendo cuán soso sería el placer si no lo hiciera valer gracias a la fantasía y a su carestía? Al fin y al cabo, todo es carne de cerdo con distintas salsas, como decía el invitado de Flaminio. Cupido es un dios felón; hace su juego luchando contra la devoción y la justicia; su gloria es que su poder choque contra todo otro poder y que todas las reglas cedan ante las suyas.

Dicen que Zenón sólo tuvo relación con una mujer una vez en su vida;  y que fue por cortesía, porque no pareciera que desdeñaba demasiado obstinadamente el sexo. Todos huyen de verlo nacer, todos le siguen para verlo morir. Para destruirlo, se busca un campo espacioso, a plena luz; para construirlo, se mete uno en un agujero tenebroso y estrecho. Es un deber esconderse y avergonzarse para hacerlo; y es glorioso y produce muchas virtudes, saber deshacerlo. Lo uno es injuria, lo otro es gracia; pues dice Aristóteles que beneficiar a alguien es matarlo, según dicho de su país.

Hay naciones que se ocultan para comer. Sé de una dama, y de las más grandes, que es de esta misma opinión, que es actitud desagradable la de masticar, que rebaja mucho su gracia y su belleza; y no gusta de presentarse en público con apetito. Y sé de un hombre que no puede sufrir ver comer ni que le vean, y rehúye toda asistencia más cuando se llena que cuando se vacía.
En el imperio turco, hay gran número de hombres que, para despuntar sobre los otros, jamás se dejan ver al hacer sus comidas; que sólo hacen una a la semana; que se cortan y despedazan el rostro y los miembros; que jamás hablan con nadie; todos ellos gentes fanáticas que creen honrar su naturaleza desnaturalizándose, que se precian despreciándose y se enmiendan empeorando.
¡Cuán monstruoso es este animal que se produce horror a sí mismo, a quien pesan sus propios placeres; que se juzga malhadado!

Y el joven griego Trasónides enamoróse tanto de su amor que, habiendo conseguido el corazón de la amada, negóse a gozar de ella, para no calmar, hartar o disminuir mediante el goce aquel inquieto ardor del que se gloriaba y alimentaba.

La carestía da sabor a las viandas. 

Montaigne, Michel de

Dòria Llibres 1






jueves, 28 de noviembre de 2019

Mujeres científicas







Ensayos (54)

Alguien decía a Platón: -Todo el mundo habla mal de vos. -Dejadlos, dijo,  viviré de tal guisa que les haré cambiar de opinión. Además del temor de Dios y del premio de gloria tan rara que debe incitarlas a conservarse, la corrupción de este siglo las fuerza a ello; y, si yo estuviera en su lugar, no hay nada que no hiciese antes que poner mi reputación en manos tan peligrosas. En mis tiempos, el placer de contar (placer que nada tiene que envidiar al propio de actuar en cuanto a dulzura), sólo les estaba permitido a aquéllos que tenían algún amigo fiel y único; ahora, las conversaciones ordinarias de las reuniones y de las mesas consisten en jactarse de los favores recibidos y de la liberalidad secreta de las damas. En verdad que es demasiada abyección y bajeza de corazón el dejar perseguir así ferozmente, manosear y hurgar en esas tiernas gracias a personas ingratas, indiscretas y tan livianas.

¡Oh, furiosa ventaja la de la oportunidad! A quien me preguntara qué es lo primero en el amor, responderíale que es saber esperar; lo segundo, lo mismo, e incluso lo tercero: es un punto que todo lo puede. Tuve a menudo poca fortuna, mas también a veces poca iniciativa; ¡guarde Dios de todo mal al que aún puede reírse! En este siglo se peca más de temeridad, cosa que nuestros jóvenes disculpan so pretexto de ardor: mas, si ellas miran de cerca, verán que proviene más bien del desprecio. Temía yo supersticiosamente ofender y quiero respetar aquello que amo. Aparte de que quien prive a esta mercancía de la reverencia apagará su brillo. Pláceme que uno se haga e! niño, el temeroso y el servidor. Si no es del todo en esto, tengo por otra parte algunos aires de esa tonta vergüenza de la que habla Plutarco, la cual ha herido y manchado e! curso de mi vida de distintas formas; cualidad que se aviene mal a mi modo de ser general; ¿qué somos sino sedición y discordancia? Soy débil tanto para mantener una negativa como para negar algo; y tanto me pesa pesar a los demás que en las ocasiones en las que el deber me obliga a probar la voluntad de otro en alguna cosa dudosa y que le cuesta, hágolo pobremente y a contrapelo. y si es para mí particularmente (aunque diga Homero con verdad que para un indigente es la vergüenza necia virtud) encárgoselo de ordinario a un tercero que se ruborice en mi lugar. y rechazo a aquéllos que me cargan con igual dificultad, de manera que a veces me ha ocurrido el tener la voluntad de negar sin tener la fuerza para ello.

Al igual que por cortesía, aquel Galba que había dado de cenar a Mecenas, viendo que su mujer y él comenzaban a conspirar mediante miradas y señales, arrellanóse en su cojín imitando a un hombre vencido por el sueño, para dar el espaldarazo a su entendimiento. Y confesólo de bastante buen grado; pues, en aquella tesitura, habiendo tenido un criado la osadía de poner sus manos en los vasos que estaban en la mesa, gritóle: ¿No ves, bribón, que sólo duermo para Mecenas?

En las Indias orientales, donde tenían la castidad en singular estima, la costumbre permitía sin embargo que una mujer casada pudiera entregarse a quien le ofreciese un elefante; y ello con cierta gloria, por haber sido estimada a tan alto precio.
El filósofo Fedón, hombre de gran familia, tras la toma de su país, Elida, dedicóse a prostituir la belleza de su juventud mientras ésta duró, con quien la quisiera a cambio de dinero, para vivir de ello. Y en Grecia, Salón fue el primero, según dicen, que, con sus leyes, dio libertad a las mujeres para proveer a la necesidad de su vida a costa de su pudicia, costumbre que Herodoto dice haber sido aceptada anteriormente en varias sociedades.

«¡Ponla bajo llave! Pero, ¿quién vigilará a los guardias? Tu mujer es astuta y es por ellos por quienes empezará.» (Juvenal, VI. 247).

Montaigne, Michel de

martes, 26 de noviembre de 2019

Palacio de Gaviria - Tamara de Lempicka


Ensayos (53)

Cagar en orinal para luego ponérselo en la cabeza.

Hacen muy bien las mujeres al rechazar las normas de vida que rigen en el mundo, pues las han hecho los hombres sin contar con ellas. Hay naturalmente artimañas y chanzas entre ellas y nosotros; el más estrecho entendimiento que podemos tener con ellas, no deja de ser tumultuoso y tempestuoso. Según nuestro autor, las tratamos sin consideración en esto: tras ver que son, sin comparación, más capaces y ardientes en los actos del amor que nosotros, cosa que atestiguó aquel sacerdote antiguo que había sido ora hombre, ora mujer, [Venus huic erat utraque nota; «Un amor y otro le eran conocidos» (Ovidio, Metamorfosis, III. 323).] y además habiendo sabido por boca de ellas la prueba que hicieron antaño en otra época, un emperador y una emperatriz de Roma (Próculo y Mesalina), artesanos, maestros y famosos en esta tarea (él desvirgó en una noche a diez vírgenes sármatas, cautivas suyas; mas ella acudió realmente a veinticinco empresas en una noche, cambiando de compañía según sus necesidades y gustos, [adhuc ardens tigidae tentigine vulvae, et lassata viris, nondum satiatii, recessit;  «Con la vulva tensa, aún ardiente de deseo, se retira, cansada de los hombres, pero no satisfecha» (Juvenal, VI. 128).] y que en el litigio surgido en Cataluña entre una mujer quejosa de las persecuciones demasiado asiduas de su marido, no tanto, a mi parecer, porque le incomodaran (pues sólo creo en los milagros de la fe), como por disminuir y bridar con este pretexto, incluso en esto que es el acto fundamental del matrimonio, la autoridad de los maridos sobre sus mujeres, y para mostrar que su rabia y su maldad llegan hasta el lecho nupcial y pisotean las mismas gracias y dulzuras de Venus, queja a la que el marido, hombre realmente brutal y desnaturalizado, respondía que ni siquiera en los días de ayuno podría pasarse con menos de diez, intervino aquel notable decreto de la reina de Aragón, por el cual, tras madura deliberación para decidir, aquella buena reina, queriendo dar regla y ejemplo para todo momento, de la moderación y modestia exigidas en un justo matrimonio, fijó como límite legítimo y necesario el número de seis al día; rebajando y restando mucho del deseo de su sexo, para establecer, decía, una forma fácil y por consiguiente permanente e inmutable. Con lo cual, exclaman los doctores: ¿Cuál no debe ser el apetito y la concupiscencia femenina, puesto que su razón, su reforma y su virtud, se cortan por ese patrón? Teniendo en cuenta el distinto modo de juzgar de nuestros apetitos, y que Solón, jefe de la escuela jurídica, sólo obliga a este contacto conyugal tres veces al mes, para no fallar. Tras haber creído y predicado esto, hemos ido a darles precisamente la continencia en el reparto so penas últimas y extremas.

Cincuenta deidades estaban sujetas a este oficio, en los tiempos pasados; y existieron naciones en las que para adormecer la concupiscencia de aquéllos que iban a la devoción, había en las iglesias mujeres y mozalbetes para gozar, y era acto ceremonial el servirse de ellos antes de ir al sacrificio. [«Nimirum propter continentiam incontinentia necessaria est; incendium ignibus extinguitur» «Porque ciertamente la incontinencia le es necesaria a la continencia y el incendio se apaga con el fuego.» (Anónimo).]
En casi todo el mundo esa parte de nuestro cuerpo estaba divinizada. En la misma religión, cortábanse un trozo unos para ofrecerlo y consagrado, y ofrecían y consagraban otros su simiente. En otra, atravesábansela los jóvenes en público, abríansela por distintos lugares entre la carne y la piel, metiéndose por aquellas aperturas los pinchas más gruesos y largos que pudieran soportar; y con aquellos pinchas hacían luego fuego como ofrenda a los dioses y eran considerados poco vigorosos y poco castos si llegaban a desvanecerse por la violencia de aquel cruel dolor. En otros lugares, el más sagrado dignatario era respetado y reconocido por esas partes, y en varias ceremonias era portada la efigie de éstas con gran pompa, en honor de distintas divinidades.
Las damas egipcias, en la fiesta de las Bacanales, llevaban uno de madera colgado al cuello, exquisitamente formado, grande y pesado según las fuerzas de cada cual, aparte del que mostraba la estatua de su dios que superaba en tamaño al resto del cuerpo.

Las más sabias matronas de Roma honrábanse ofreciendo flores y coronas al dios Príapo; y sobre sus partes menos honestas hacían sentar a las vírgenes en el momento de sus desposorios. No sé incluso si no he visto en mi época alguna devoción parecida. ¿Qué simbolizaba aquella parte ridícula de las calzas de nuestros padres que aún podemos ver en los suizos? ¿Qué sentido tiene la exhibición que hacemos ahora de la forma de nuestras partes, bajo los gregüescos, y lo que es peor, a menudo fingiendo un tamaño mayor que el natural, con falsedad e impostura?.

Montaigne, Michel de