Nació en la ciudad de Gijón. Su personal mundo
artístico, onírico y surrealista, se mezcla con imágenes de su mundo más
cercano: la ciudad, sus gentes y sus autorretratos. Realiza, como otros
artistas de la época, tiras cómicas para revistas y periódicos e incluso
trabajó decorando lozas, platos y cerámicas.
La principal corriente artística en la que trabaja es
el surrealismo realizando también algunas series que cubren otros estilos
artísticos.
En la obra de Aurelio Suárez debemos destacar su
portentosa imaginación creadora como el nexo de unión entre todos sus cuadros.
Su firma, invertida, está siempre acompañada de la
rúbrica de un pez.
EL TRAJE DEL PRISIONERO
El Buche, el cerillero, llegaba antes que nadie a la
estación de al-Zagazig cuando iba a pasar el tren. Recorría los andenes
incomparablemente ligero, ojeando a los clientes con sus ojos pequeños y expertos.
Si alguien hubiese preguntado al Buche por su trabajo, el Buche habría echado
pestes de él. Porque el Buche, como la mayoría de la gente, estaba harto de su
vida, descontento con su suerte. Si hubiese sido dueño de elegir, hubiera
preferido ser chófer de algún rico y vestir ropa de effendi y comer
lo mismo que el bey y acompañarle a sitios selectos en todo tiempo; una manera
de ganarse la vida que parecía diversión, placer. Tenía además otros motivos
particulares y razones sutiles para desear un trabajo como aquel; lo deseaba
desde un día en que vio cómo el Fino, el chófer de uno de los Importantes,
paraba a la Nabawiyya, la criada del comisario, y la requebraba, descarado y
seguro. Incluso, una vez, oyó que le decía frotándose las manos satisfecho:
«Pronto vendré con el anillo...» Y vio que la joven sonreía con arrumaco
mientras levantaba el borde de la milaya como si lo
estuviese arreglando (lo que quería es que se viera su pelo negrísimo y
abrillantinado). Vio aquello y el corazón se le inflamó y los celos le
mordieron dolorosamente; los ojos de ella eran sus dolores y sus enfermedades.
La siguió a poca distancia y en una calleja le salió al paso aquí y allí e hizo
volver a sus oídos lo que le había dicho el Fino: «Pronto vendré con el
anillo». Pero ella torció la cabeza, frunció la frente y dijo desdeñosa:
«Mejor cómprate unos zuecos». Y él se miró los pies como si fueran una sima de
significados misteriosos, su galabeyya sucia,
su taqiyya
mugrienta y se dijo: «Éste es el motivo de mi miseria y el ocaso de mi
estrella», y envidió al Fino, su trabajo y su suerte... Sólo que estas
esperanzas, en lugar de apartarle de su oficio le hacían enfrascarse en él con
mayor afán y satisfacer sus esperanzas con sueños.
Aquella tarde subió a la estación con su caja a
atender al tren del crepúsculo que todavía no era más que una nube de humo en
el horizonte, pero que avanzaba, se acercaba. Ya se distinguían las distintas
unidades y se percibía el estrépito; ya está parado junto a los andenes... Al
lanzarse a los vagones vio el Buche con sorpresa que en las puertas había
centinelas y que por las ventanillas asomaban caras extrañas con ojos
ausentes, rotos. Preguntó y le enteraron de que eran prisioneros italianos
que habían caído a montones en manos del enemigo y que les conducían a campos
de concentración.
El Buche se quedó perplejo pasando los ojos por los
rostros polvorientos, y luego le tomó la desilusión; cuando estuvo cierto de
que aquellas caras pálidas, hundidas en la miseria y la necesidad difícilmente
podrían saciar su ansia de cigarrillos... Se dio cuenta de que devoraban su
caja y les repelió con una mirada irritada y desdeñosa. Pensaba darles la
espalda y volver por donde había venido cuando oyó que una voz le gritaba en
árabe con acento europeo: «cigarrillos». Le echó una mirada sorprendida y
desconfiada, luego frotó el dedo índice con el pulgar: «¿hay dinero?». El
soldado comprendió y contestó afirmativamente con la cabeza. El Buche se
acercó cauteloso y se detuvo fuera del alcance de las manos del soldado. El
soldado se quitó calmosamente la guerrera y le dijo mostrándosela: «Este es mi
dinero». El Buche quedó deslumbrado y escudriñó la guerrera gris con botones
dorados entre sorprendido y ávido. Le había ganado el corazón, pero como no
era un cándido ni un palurdo disimuló lo que se había levantado en él para
sacar ventaja de la avidez del italiano. Con estudiada parsimonia exhibió una
cajetilla y extendió el brazo para recoger la chaqueta. El soldado frunció la
frente y le gritó: «¿Una cajetilla por la guerrera?... ¡Diez!» El Buche dio un
respingo y se echó para atrás; su deseo recedió. Iba a irse por otro lado, pero
el soldado le gritó: «Una cosa razonable... nueve... ocho...» El Buche sacudió
la cabeza negando tercamente. «Entonces, siete. » Pero él sacudió la cabeza
como antes y fingió que se iba. El soldado se dio por satisfecho con seis y luego
bajó a cinco. El Buche hizo un gesto con la mano: nada que hacer. Se volvió
hacia un banco y se sentó. El soldado le gritó enloquecido: «Ven... me conformo
con cuatro... » Ni se dio por aludido, y para demostrar su falta de interés
encendió un cigarrillo y se puso a fumar paladeándolo pausadamente. La desazón
del soldado aumentó, se puso rabioso, parecía que el único fin de su
existencia era conseguir cigarrillos. Bajó su demanda a tres, luego a dos. El
Buche siguió sentado, dominando sus violentas ganas y su dolorosa impaciencia.
Pero cuando el soldado hubo bajado a dos no pudo evitar un movimiento
delator. El soldado, nada más verla, extendió la mano con la guerrera: Toma, y
el Buche no tuvo más remedio que levantarse, acercarse al tren, recoger
la guerrera y dar al soldado las dos cajetillas. Escudriñó la guerrera con
ojos alegres y satisfechos y rompió sus labios una sonrisa triunfante. Dejó la
caja en el banco y se puso la guerrera y la abotonó. Le quedaba ancha, pero no
le importó. Estaba maravillado, feliz. Recogió la caja y empezó a cortar el
andén orgulloso, transportado. Evocó la imagen de Nabawiyya envuelta en su milaya y murmuró:
«Si me viese ahora». Sí, a partir de ahora no me evitará ni me apartará la
cara con desdén, y el Fino no tendrá motivo de qué presumir delante de mí. Aquí
recordó que el Fino llevaba uniforme completo, no una simple guerrera. ¿Cómo
conseguir los pantalones? Caviló un tiempo, luego echó una mirada de
inteligencia a las cabezas de los prisioneros que asomaban por las ventanillas
del tren. El deseo le jugaba en el corazón y le inquietaba el alma cuando casi
la tenía satisfecha. Se lanzó al tren pregonando decidido: «Cigarrillos,
cigarrillos. Un pantalón la cajetilla si no hay dinero. Un pantalón la
cajetilla». Repitió el pregón por segunda y tercera vez. Temiendo que no
comprendiesen lo que pretendía, señaló la guerrera que llevaba puesta y mostró.
una cajetilla. Su gesto produjo el efecto apetecido: un soldado no vaciló en
quitarse la guerrera. El Buche corrió hacia él y le hizo gestos de que fuese
despacio y le indicó los pantalones. El soldado se encogió de hombros
desdeñoso, se quitó los pantalones y el cambio se completó. La mano del Buche
se engarfió en los pantalones; casi volaba de gozo. Volvió al banco de antes y
se puso los .pantalones en un santiamén; estaba hecho todo un soldado
italiano... ¿o le faltaba algo?.. Era una auténtica pena que estos soldados no
llevaran tarbus...
¡Pero llevan botas! Las bolas le son indispensables para estar a la altura del
Fino, que le amarga la vida. Cargó con la caja y se abalanzó al tren gritando:
«Cigarrillos... un par de botas la cajetilla». Como la otra vez, se ayudaba de
gestos... Pero antes de que diera con un cliente el tren hizo oír su pito; iba
a arrancar. Se produjo una ola de agitación entre los centinelas. El manto de
la sombra había cubierto los rincones de la estación; el pájaro de la noche
planeaba en el espacio. El Buche se detuvo desconsolado, en los ojos una mirada
de aflicción y rabia. Cuando el tren se puso en marcha le vio el centinela del
vagón delantero y la exasperación apareció en su cara. Le gritó, primero en inglés,
luego en italiano: «Sube ligero. Tú, preso, al tren». El Buche no entendió lo
que decía y quiso consolarse remedándole, seguro de que no podía hacerle
nada. El centinela gritó otra vez mientras el tren se alejaba lentamente:
«Sube, te lo advierto, sube». El Buche apretó los labios desdeñoso y le volvió
la espalda dispuesto a marcharse. El centinela crispó el puño que esgrimió
amenazante, apuntó su fusil contra el inocente Buche y disparó. A la
detonación, que atronó los oídos, sucedió un grito de dolor y de espanto. El
cuerpo del Buche perdió el movimiento, la caja se le cayó de las manos y se
derramaron las cajetillas de cigarros y cerillas. Luego, la cara del Buche se
mudó en la de un cuerpo exánime.
(Naguib Mahfuz)