Díjole don
Quijote que contase algún cuento para entretenerle, como se lo había
prometido, a lo que Sancho dijo que sí hiciera, si le dejara el temor de lo que
oía.
-Pero, con
todo eso, yo me esforzaré a decir una historia, que, si la acierto a contar y
no me van a la mano, es la mejor de las historias; y estéme vuestra merced
atento, que ya comienzo. «Érase que se era, el bien que viniere para todos
sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar...» Y advierta vuestra merced,
señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue así
comoquiera, que fue una sentencia de Catón Zonzorino, romano, que dice: «Y el
mal, para quien le fuere a buscar», que viene aquí como anillo al dedo, para
que vuestra merced se esté quedo y no vaya a buscar el mal a ninguna parte,
sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos
éste, donde tantos miedos nos sobresaltan.
-Sigue tu
cuento, Sancho -dijo don Quijote-, y del camino que hemos de seguir déjame a
mí el cuidado.
-«Digo, pues
-prosiguió Sancho-, que en un lugar de Estremadura había un pastor cabrerizo,
quiero decir que guardaba cabras; el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi
cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora
que se llamaba Torralba; la cual pastora llamada Torralba era hija de un
ganadero rico, y este ganadero rico...»
-Si desa
manera cuentas tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, repitiendo dos veces lo
que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente, y cuéntalo como
hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
-De la misma
manera que yo lo cuento -respondió Sancho- se cuentan en mi tierra todas las
consejas, y yo no sé contado de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que
haga usos nuevos.
-Di como
quisieres -respondió don Quijote-; que, pues la suerte quiere que no pueda
dejar de escucharte, prosigue.
-«Así que, señor mío de mi ánima -prosiguió Sancho-, que, como ya tengo
dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una moza
rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de bigotes,
que parece que ahora la veo.»
-Luego
¿conocístela tú? -dijo don Quijote.
-No la conocí
yo -respondió Sancho-; pero quien me contó este cuento me dijo que era tan
cierto y verdadero, que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar
que lo había visto todo. «Así que, yendo días y viniendo días, el diablo, que
no duerme y que todo lo añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se
volviese en omecillo y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad
de celillos que ella le dio, tales, que pasaban de la raya y llegaban a lo
vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante, que, por no
verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen
jamás. La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso bien, más que
nunca le había querido.»
-Ésa es
natural condición de mujeres -dijo don Quijote-: desdeñar a quien las quiere y
amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.
-«Sucedió
-dijo Sancho- que el pastor puso por obra su determinación, y, antecogiendo sus
cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para pasarse a los reinos de
Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y seguíale a pie y descalza
desde lejos, con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde
llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sé qué
botecillo de mudas para la cara; mas, llevase lo que llevase, que yo no me
quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con
su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera
de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase
a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía
que la Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con sus
ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un pescador, que tenía
junto a sí un barco, tan pequeño, que solamente podían caber en él una persona
y una cabra; y, con todo esto, le habló, y concertó con él que le pasase a él y
a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco, y pasó una
cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a pasar otra.» Tenga
vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se
pierde una de la memoria, se acabará el cuento, y no será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el
desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el
pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y
otra, y otra...»
-Haz cuenta
que las pasó todas -dijo don Quijote-: no andes yendo y viniendo desa manera,
que no acabarás de pasarlas en un año.
-¿Cuántas han
pasado hasta agora? -dijo Sancho.
-Yo ¿qué
diablos sé? -respondió don Quijote.
-He ahí lo
que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha acabado el
cuento, que no hay pasar adelante.
-¿Cómo puede
ser eso? -respondió don Quijote-. ¿Tan de esencia de la historia es saber las
cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra una del número no puedes seguir
adelante con la historia?
-No, señor,
en ninguna manera -respondió Sancho-: porque así como yo pregunté a vuestra
merced que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me respondió que no sabía,
en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por
decir, y a fe que era de mucha virtud y contento.
-¿De modo -dijo don Quijote- que ya la historia es acabada?
-Tan acabada es como mi madre -dijo Sancho.
-Dígote de verdad -respondió don Quijote- que tú has contado una de las
más nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo, y
que tal modo de contada ni dejada, jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la
vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo,
pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben de tener turbado el
entendimiento.
-Todo puede
ser -respondió Sancho-; mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más que decir,
que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras.
-Acabe
norabuena donde quisiere -dijo don Quijote-, y veamos si se puede mover
Rocinante.