Blogs que sigo

viernes, 30 de septiembre de 2016

Livros do Brasil - Dois Mundos



Famigerado                                

Fue en incierta vez, -el evento. ¿Quién puede esperar cosa tan sin pies ni cabeza? Yo estaba en casa, el pueblo continuaba del todo tranquilo. Se me paró a la puerta el tropel. Me asomé a la ventana.
Hombres a caballo. Esto es, viéndolo mejor: un caballero a ras, frente a mi puerta, equiparado, exacto; y derrengados, a un lado, tres hombres a caballo. Todo en un realce insolitísimo. Me puse nervioso. El caballero ese -el oh, hombre, oh- con cara de ningún amigo. Sé lo que es influen­cia de fisonomía. Había salido y venido, aquel hombre, para morir en guerra. Me saludó seco, corto, pesadamente. Su caballo era alto, un ala­zán; bien enjaezado, herrado, sudado. Y concebí gran duda.
Ninguno se apeaba. Los otros, tristes tres, mal me habían mirado; tam­poco miraban a nada. Semejaban a la gente recelosa, tropa desbaratada, soñolientos, constreñidos -coaccionados, sí. Eso, porque el caballero solerte tenía aire de comandados: con medio gesto, despreciativo, los ha­bía obligado a tomar el lugar adonde ahora se arrimaban. Puesto que el frente de mi casa entraba, metros, del lineamiento de la calle, y por los la­dos avanzaba la verja, se formaba allí un rincón, especie de resguardo. Va­liéndose de esto, el hombre había obligado a los otros a ir al punto donde serían menos vistos, mientras les barreaba cualquier fuga; sin contar que, así unidos, los caballos apretándose, no disponían de rápida movilidad.
Todo había visto adueñándose de la topografía. Los tres serían sus prisio­neros, no sus secuaces. Aquel hombre, para así proceder, sólo podría ser un bravo sertanejo, valentón hasta la espuma de los bofes. Sentí que no me era útil dar cara amena, muestras de temeroso. Yo no tenía arma al al­cance. Tuviera, igual, no serviría. Con un punto en la i, él me disolvía. El miedo es la suprema ignorancia en momento muy agudo. El miedo, Él. El miedo me maullaba. Lo invité a desmontar, a entrar. Dijo que no, con­forme las costumbres. Conservaba el sombrero. Se veía que pasaba a descansar en la silla -seguramente aflojaba el cuerpo para darse mas a la ingente tarea de pensar. Pregunté: me contestó que no estaba enfermo, ni había venido por receta o consulta. Su voz se espaciaba queriéndose tran­quila; el habla de gente de más lejos, tal vez sanfranciscano. Sé de ese tipo de valentón que nada alardea, sin fanfarronear. Pero avieso, raro, perverso, brusco, pudiendo concluir con algo, de repente, por un eres-no-eres. Con cuidado, mentalmente, empecé a organizarme. El habló:
-Yo vine a preguntar a usted una opinión suya, explicada...
Había cargado el ceño. Causaba otra inquietud su cara tiznada, cata­dura de caníbal. Pero se desfrunció, casi se sonrió. Entonces, bajó del ca­ballo; ágil, imprevisto. Sería para responder con mayor valía por mejores modos; ¿por viveza? Retuvo en el pulso la punta del cabestro, el alazán era de paz. El sombrero siempre en la cabeza. Un alarbe. Más los impene­trables ojos. Y él era para mucho. Había que verse: tenía armas -y armas limpias. Se podía sentir el peso de la de fuego, en el cinturón, usado bajo, para que ella estuviese al nivel justo, a la mano, en tanto que él persistía de brazo derecho pendido, listo, manuable. De notarse era la silla, un apero especial urucuiano, de encontrarse pocos, en la región, por lo menos de tan buena hechura. Todo, de gente brava. Aquél proponía sangre en sus intenciones. Pequeño, pero duro, grueso, todo en tronco de árbol. Su má­xima violencia podía ser para cada momento. Hubiera aceptado entrar y un café; me calmaba. Pero así, del lado de afuera, sin las gracias del hués­ped ni sordez de paredes, había para inquietarse, sin medida y sin certeza.
-Es que usted no me conoce. Damazio, de los Siqueiras... Estoy vi­niendo de la Sierra...
Sobresalto. Damazio, ¿quién no había oído de él? El feroz con leguas de historias, con decenas de cargadas muertes, hombre peligrosísimo. Constando también, si verdad, que desde algunos años se había serenado; evitaba lo de evitarse. Pero ¿quién se iba a fiar en tales treguas de pantera? Allí, antenasal, ¡de mí a un palmo! Continuaba:
-Sepa usted que, en la Sierra, últimamente, compareció un joven del Gobierno, muchacho medio estruendoso. Sepa que contra él estoy en re­beldía. No quiero problema con el Gobierno, pues no estoy en salud ni edad... El muchacho, muchos hallan que él es un tanto chiflado.
Con ímpetu, calló. Como arrepentido de haber empezado así, evidente. Contra eso, ahí estaba con su hígado en malas orillas; pensaba, pensaba. Cabizmeditaba. Entonces, se resolvió. Levantó las facciones. Si se pudiese llamar risa: aquella crueldad de diente. Encarar, no me encaraba, sólo mi­rada de reojo: Le latía un orgullo indeciso. Redactó su monologar.
Lo que flojo decía: de otras, varias personas y cosas, de la Sierra del Santón, enredados asuntos, sin secuencia, con dificultad. La charla telara­ñosa. Tenía que entenderle las mínimas entonaciones, seguir sus propósi­tos y silencios. Así en el encerrarse con el juego, zonzo, para eludirme, él enigmatizaba. Y pa':
-Usted, ahora, hágame la buena obra de enseñarme lo que es, de veras: ¿Famisgerado... faz-me-gerado... falmisgeraldo... familias-gerado... ?
Dijo, de golpe, traía entre dientes aquella frase. Había sonado con risa seca. Pero el gesto el que la siguió, se imponía con toda rudeza primitiva, de su presencia dilatada. Detenía mi respuesta, no quería que la diese de inmediato. Y ya ahí, otro susto vertiginoso me tenía en suspenso: alguien podía haber hecho intriga, chismerías de atribuirme la palabra de ofensa a aquel hombre; que mucho, pues, se enfurece viniendo para exigirme, cara a cara, lo fatal, la vergonzosa satisfacción.
-Sepa usted que hoy mismito salí de la Sierra, que vine, sin parar, esas seis leguas, expreso, directo, con el propósito de preguntarle la pregunta, en lo claro...
Si sería serio, lo era. Me encogí.
-Allá, y entre medio de esos caminos, no hay nadie esciente, ni se tiene el legítimo -el libro que enseña las palabras... Es gente de información torcida, por fingirse menos ignorantes... Sólo si el cura fuera capaz, pero con los curas no me doy: ellos en seguida confunden... Por el bien. Ahora, si me concede el favor, que usted me diga, a lo hombre, en lo más perfecto: ¿qué es eso que ya le pregunté?
Si sencillo. Si le digo. Se me escapó. Esos tristes:
-¿Famigerado?
-Sí, señor... -y, alto, repitió, veces, la palabra, al final ya en los ber­mejones de la rabia, la voz fuera de foco. Y ya me miraba, inquisidor, inti­mativo -me apretaba. Yo tenía que mostrar la cara-. ¿Famigerado?
-Habité preámbulos. Mucho me hacía falta otro ínterin con inducias. Como por socorro espié a los otros tres, en sus caballos, callados hasta entonces, muy, muy mudos. Pero Damazio:
-Usted declare. Ésos ahí no están para nada, no. Son de la Sierra. Sólo han venido conmigo, para testimonio...
Sólo tenía que desatascarme. El hombre quería estricto el carozo: el ve­roverbo.
-Famigerado es innocuo, es «célebre», «notorio», «notable»...
-Usted no vea mal en mi grosería de no entenderlo. Pero dígame: ¿Es desaforado? ¿Es de burla? ¿Es para renegar? ¿Farsantería? ¿Nombre con ofensa?
-Viltanza ninguna, ningún vituperio. Son expresiones neutras para otros usos.
-Pues... ¿y qué quiere decir en habla de pobres, lenguaje de los días­-de-semana?
-¿Famigerado? Bueno. Es «importante», que merece alabanza, respeto...
-¿Usted lo garantiza, para la paz de las madres, mano en la «Escritura» ?
Sí, ¡cierto! Era para empeñarse las barbas. De eso el diablo, y sincero le dije:
-Mire: yo como usted me ve, con ventajas, hun, lo que quisiera en una hora de éstas, era ser «famigerado», muy «famigerado», ¡lo más que se pudiese!...
-¡Ah, bueno!... -soltó, exultante.
Montando rápido, se levantó como si fuera de resortes. Se elevó en sí, se desagraviaba, en gran desahogo. Se sonrió, otro. Dio satisfacción a aque­llos tres:
-Ustedes pueden irse, compadres. Oyeron bien la buena descrip­ción... -y ellos rápidos partieron. Sólo entonces se arrimó orillando a mi ventana, aceptaba un vaso de agua. Dijo:
-¡Nada hay como las grandes machas de una persona instruida!
-¿Sería yo de nuevo, por un mero, se turbaba? Dijo:
-Qué sé yo, a veces lo mejor, para ese joven del Gobierno, era irse, no sé, no...
-Pero más sonrió, se le había apagado la inquietud. Dijo:
-Uno tiene esas dudas tontas, esas desconfianzas... Sólo para agriar la mandioca.
Agradeció, quiso apretarme la mano. Otra vez aceptaría entrar en mi casa. Oh, pues. Espoleó, se fue, el alazán, no pensaba en lo que lo había traído, tesis para alto reír, y más, el famoso asunto.

  Joao Guimaraes Rosa

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Lisboa -Tile Passion



El día de cumpleaños

Faltaba una semana para comienzos de mayo. Eran las cinco de la tarde por la hora antigua. Me senté en el escalón de la puerta del patio. Mi marido pasó a mi lado con prisa, dejando las cintas agitadas durante mucho tiempo, atravesó el patio y entró en el gallinero. Entre el alboroto de las gallinas, abrió la puerta de la conejera y sujetó un conejo por las orejas. En el centro del patio, alzó el conejo. La luz que bajaba por las ramas de los melocotoneros era la claridad del cielo. Estábamos en un abril sin lluvia y la fuerza del calor era una brisa caliente al atardecer. Con el otro brazo, hizo que el puño atravesase el aire dos veces y acertó por detrás de la cabeza del conejo. Se oyó el sonido del puño en la carne y un chillido tímido, el sonido de matar y el sonido de morir. En aquel entonces, teníamos dos docenas de conejos y mi marido repitió ese gesto dos docenas de veces. Cuando acabó, se sentó casi a mi lado. Sacó el pañuelo estrujado del bolsillo y se limpió la cara. Frente a nosotros, cubriendo el suelo del patio, había dos docenas de conejos muertos. La brisa se enfriaba poco a poco tanto sobre los cuerpos de conejos pequeños como sobre los cuerpos cansados y muertos de las conejas preñadas. Por esa vía entró la enfermedad. Habíamos puesto dos conejas para que las cubriesen en la casa de una vecina que vive junto al azud y, cuando volvieron, sin que nos diésemos cuenta, venían con el mal de los ojos y se lo pegaron a toda la conejera. Me levanté y comencé a poner conejos dentro de un saco. Algunos murieron con los ojos legañosos abiertos. Durante todo ese tiempo, sólo pensé en que cumpliría años el primer domingo de mayo. Cumpliría setenta y dos años. Durante todo ese tiempo, sólo pensé que el día de mi cumpleaños coincidiría con el día de la feria de mayo. Sé que estaba contenta y sé que parecía una chica joven por eso. Cuando acabé de recoger los conejos, había llenado dos sacos. El tiempo pasó deprisa. El día de mi cumpleaños, despertamos de madrugada. Calenté dos ollas de agua en la lumbre. Me di un baño y llené el barreno con agua también para mi marido. Me puse la falda floreada y la blusa blanca que había comprado hacía más de diez años en la misma feria de mayo. Cuando salimos, el sol comenzaba a despuntar detrás de los cerros. En la víspera había hecho una caldereta y la llevaba en un recipiente grande que solo usaba en estas ocasiones especiales. Al cerrar la puerta con llave, estaba contenta. Cumplía setenta y dos años. Nunca nadie me había hecho una fiesta de cumpleaños, nunca nadie me había cantado el cumpleaños feliz, pero aún así señalaba siempre el día de mi cumpleaños en la memoria. Estaba contenta, cumplía setenta y dos años. Mi marido se acercó con el ruido de la moto y, en mi imaginación, incluso me pareció que era de nuevo el muchacho que, hacía más de cincuenta años, venía en bicicleta al monte sólo para verme. Me puse el casco y, después del camino de tierra, al entrar en la carretera, me sentí una señora. Con setenta y dos años, sentí que era grande e importante. Me agarré más a la espalda de mi marido y miré los pastos, casi diferentes de los que rodean nuestro monte. Cuando llegamos al pueblo, todavía era temprano. Había aún poca gente en la feria y andábamos a gusto. Mi marido iba media docena de pasos delante de mí. Las gitanas, con el modo que tienen de hablar, me decían elija, doña. Yo sonreía un poco avergonzada. Quería comprar unos zapatos, unas toallas de manos para regalarle a mi hija cuando nos fuese a visitar y cualquier cosa secreta para mi cumpleaños. Llegamos a la calle de los zapatos y no quise elegir los primeros que vi. Mi marido cogía botas y, dirigiéndose a los tenderos, preguntaba ¿éstas a cuánto? Yo cogía zapatos y preguntaba ¿éstos a cuánto? Mi marido me decía tú debes de creer que vas a andar ocupándote de la huerta con zapatos finos. Acabé comprando unos zapatos con unas hebillas muy bonitas y un poco más caros de lo que había pensado. Fuimos a la parte de la feria de ganado. Mi marido andaba entre ovejas y vacas y preguntaba los precios como si las pudiese comprar. A la hora del almuerzo ya el calor nos tenía agobiados. Fuimos al jardín. Nos sentamos a la sombra y comimos la caldereta con dos cucharas que, en la víspera, había envuelto en una servilleta. Al final, comimos dos naranjas y mi marido lió un cigarrillo. Extendimos la manta en el césped y, en la buena sombra, con el ruido que hacía la feria, me dormí y soñé. Cuando ya estaba más fresco, guardamos todo y nos acercamos al hombre del reclamo. Con el micrófono envuelto en un pañuelo, el hombre gritaba ¿sabe cuánto le va a costar este juego de toallas de seis piezas? No le costará ni cinco, ni tres, ni dos, sino uno, solo un billete de mil escudos. Acérquense, señoras. Y, en medio de la correría que hicieron todas las mujeres para comprar, también yo fui lo más deprisa posible con un billete en la mano. Eran unas toallas rosadas: tres para la cara, dos para el culo y una de ducha. Ya al atardecer, compré un churro. Estaba mirando a los chiquillos del tiovivo y comiendo el churro poco a poco para que durase más, cuando aparecieron dos hombres que saludaron a mi marido. Se fueron los tres juntos. Con la bolsa de las toallas, con la bolsa de los zapatos, con el cesto de la comida, con el bolso colgado del brazo y con el resto del churro, fui tras ellos. Sin mirarme, entraron en una taberna llena de hombres. Me quedé en la puerta. Dejé las bolsas a un lado y, aún más despacio, acabe de comerme el churro. Anocheció sobre la feria. Las luces eran bonitas. A veces, me asomaba a la puerta de la taberna y mi marido seguía apoyado en la barra bebiendo un vaso mediano de vino tinto. Los gitanos y los tenderos comenzaron a desmontar los puestos. La feria se fue reduciendo a su esqueleto de hierros y tablas. Después, con un estruendo tremendo, los gitanos y los tenderos cerraron las puertas de las camionetas y se marcharon. En el suelo, solo quedaron las cajas de zapatos vacías y los papeles que arrastraba una brisa menuda. Sólo quedó la noche. Me asomé a la puerta de la taberna y mi marido seguía bebiendo el mismo u otro vaso mediano de vino tinto. Miré la noche. Había cumplido setenta y dos años. Había pocas personas en las calles del pueblo. Sujeté la bolsa de las toallas, la bolsa de los zapatos, el cesto de la comida, me colgué el bolso del brazo y comencé a andar para casa. La noche. En la carretera las luces de los coches pasaban rápidas a mi lado. La noche. Había cumplido setenta y dos años.

José Luís Peixoto

lunes, 26 de septiembre de 2016

Pessoa


Ruido de pasos

Tenía ochenta y un años de edad. Se llamaba doña Cándida Raposo.
Esa señora tenía el deseo irresistible de vivir. El deseo se acentuaba cuando iba a pasar los días en una ha­cienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia, todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se estremecía toda. Ha­bía sido bella en su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
Pues ocurrió con doña Cándida Raposo que el deseo de placer no había pasado.
Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó avergonzada, con la cabeza baja:
-¿Cuándo se pasa esto?
-¿Pasa qué, señora?
-Esta cosa.
-¿Qué cosa?
-La cosa, repitió. El deseo de placer -dijo finalmente.
-Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
Lo miró sorprendida.
-¡Pero yo tengo ochenta y un años de edad!
-No importa, señora. Eso es hasta morir.
-Pero ¡esto es el infierno!
-Es la vida, señora Raposo.
Entonces, ¿la vida era eso?, ¿esa falta de vergüenza?
-¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere...
El médico la miró con piedad.
-No hay remedio, señora.
-¿Y si yo pagara?
-No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un años de edad.
-¿Y... si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
-Sí -dijo el médico-. Puede ser el remedio.
Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de artificio. Después lloró. Tenía ver­güenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la bendición de la muerte.
La muerte.
Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su mari­do Antenor Raposo.

Clarice Lispector

sábado, 24 de septiembre de 2016

Música y Deportes


El faro

Lo que hace Genaro es horrible. Se sirve de armas imprevistas. Nuestra situación se vuelve asquerosa.
Ayer, en la mesa, nos contó una historia de cornudo. Era en realidad graciosa, pero como si Amelia y yo pudiéramos reírnos, Genaro la estropeó con sus grandes carcajadas falsas. Decía: «¿Es que hay algo más chistoso?» Y se pasaba la mano por la frente, encogiendo los dedos, como buscándose algo. Volvía a reír: «¿Cómo se sentirá llevar cuernos?» No tomaba en cuenta para nada nuestra confusión.
Amelia estaba desesperada. Yo tenía ganas de insultar a Genaro, de decirle toda la verdad a gritos, de salirme corriendo y no volver nunca. Pero como siempre, algo me detenía. Amelia tal vez, aniquilada en la situación intolerable.
Hace ya algún tiempo que la actitud de Genaro nos sorprendía. Se iba volviendo cada vez más tonto. Aceptaba explicaciones increíbles, daba lugar y tiempo para nuestras más descabelladas entrevistas. Hizo diez veces la comedia del viaje, pero siempre volvió el día previsto. Nos absteníamos inútilmente en su ausencia. De regreso, traía pequeños regalos y nos estrechaba de modo inmoral, besándonos casi en el cuello, teniéndonos excesivamente contra su pecho. Amelia llegó a desfallecer de repugnancia entre semejantes abrazos.
Al principio hacíamos las cosas con temor, creyendo correr un gran riesgo. La impresión de que Genaro iba a descubrirnos en cualquier momento, teñía nuestro amor de miedo y de vergüenza. La cosa era clara y limpia en este sentido. El drama flotaba realmente sobre nosotros, dando dignidad a la culpa. Genaro lo ha echado a perder. Ahora estamos envueltos en algo turbio, denso y pesado. Nos amamos con desgana, hastiados, como esposos. Hemos adquirido poco a poco la costumbre insípida de tolerar a Genaro. Su presencia es insoportable porque no nos estorba; más bien facilita la rutina y provoca el cansancio.
A veces, el mensajero que nos trae las provisiones dice que la supresión de este faro es un hecho. Nos alegramos Amelia y yo, en secreto. Genaro se aflige visiblemente: «¿A dónde iremos?», nos dice. «¡Somos aquí tan felices!» Suspira. Luego, buscando mis ojos: «Tu vendrás con nosotros, a dondequiera que vayamos.» Y se queda mirando el mar con melancolía. 

Arreola

jueves, 22 de septiembre de 2016

A Coruña - Santiago






Las señales                              

Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino antes descifrable y ahora revelado: un hombre de piedra (el som­brero sobre los ojos, casi palpable la pesada pistola), pero atentísimo a las próximas señales del estrago.
Ese hombre ahí significaba que todos los plazos se habían cumplido; que él, Manolo, pronto sería el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado durante un tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos sólo hasta que otro (desde luego gallego, recio, petiso, velloso y cejudo) lo sustituyera en el mostrador del bar «La Nueva Armonía».
Ahora, frente a esta muerte enchambergada, comprendía con claridad por qué los vecinos lo miraban con piedad y por qué sus palabras tenían dejos de lástima constante:
-¿Qué tal, Manolo? -la conversación solía comenzar así.
-Trabajando, ya lo ve.
-Es la vida del pobre. Y... ¿más sereno ya?
-Sí... pero hablemos de otra cosa.
Pero ellos nunca querían hablar de otra cosa, sino de aque­lla por la cual el barrio   -la pequeña esquina desteñida de Floresta al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos- fue transportada súbitamente tres meses atrás a los titulares de los periódicos amarillos.
Primero eran los consejos:
-Le convendría cambiar de barrio...
-Es difícil vender el bar.
Y luego volvían al tema obsesionante:
-Nunca se sabe... Con esa gente no se puede jugar. ¡Y la policía que no lo protege a uno! El agente ya no está más, ¿verdad?
-Ve  usted que no. Hasta luego... Lo pasado pisado.
Se iba, huía, pero aun así sabía que lo miraban alejarse como al portador de una segura enfermedad mortal.
Había otros diálogos, sin embargo, aunque en el fondo eran lo mismo.
-¡Lo felicito, hombre! ¡Qué coraje tuvo!
-Me defendí, nada más. Pero no quiero hablar. Lo pasado pisado.
-Para usted, sí. Pero ellos eran tres. Cayó uno y quedaron dos.
-No quise matarlo; me defendí nada más.
-Para un valiente como usted, lo mismo es uno que diez. Que vayan saliendo, no más, ¿eh? ¡Qué hígados: enfrentar al Lungo Riquelme!
-Usted perdonará, pero debo atender a los clientes. No me gusta recordar.
Era, sin embargo, un recuerdo para llenar una vida y, sobre todo, la del oscuro Manolo Cerdeiro, atado día a día y du­rante años a una noria de jornadas iguales detrás del mostra­dor de «La Nueva Armonía». Abrir el bar, atender a los corredores, a los parroquianos, desde la mañana hasta la ma­drugada; turnándose con la patrona, salvo los lunes, día en que comenzaba a las seis de la tarde. Estos lunes preparaban con nabizas, pingüe unto sin sal, papas y porotos, un caldo gallego blanquecino, generoso y tan espeso que las cucharas quedaban clavadas de punta en su masa, y del cual bebían (o comían) dos soperas, empanadas de pescado fuerte o callos, regado todo con vino tinto áspero y común. Era una fiesta, su única pausa en el trabajo, su escape hacia el mundo, ahíto, satisfecho, sin necesidad ni temor que le aguardaba cuando pudiera redondear una fortuna. Luego, después de una siesta bovina y profunda, reabría el bar, y mientras llegaban los clientes hacía las cuentas y preparaba el dinero para depositar en el Banco.
Aquel día, concluidas las sumas y las restas, liado y ence­rrado el dinero bajo llave en un cajón del mostrador, estaba limpiando unos vasos cuando, a un ruido de pasos, levantó la cabeza y se encontró frente a aquellos dos hombres parecidos a cuchillos.
-¿Desean los señores?
-Pasá el fajo y no grités, gallego.
Y ya no vio sino la boca de la pistola con que el más bajo lo encañonaba.
Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso de­moró un par de segundos mientras sentía que un sudor rá­pido le pegaba la ropa a la piel.
-Apurate, gallego, o te liquido -dijo el de la pistola, y el más alto, sin mover el cuerpo, le cruzó la cara con el canto de la mano en un golpe cruel, duro e injusto.
Llorando -recordaba que lloró, pero no si fue de rabia o de miedo, o las dos cosas juntas- abrió Manolo Cerdeiro el cajón. Allí estaba el dinero, un fajo de sólo veintitrés mil pesos y también saltándole a los ojos como la cabeza de una víbora, como la punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel Colt 38, caño corto, que le vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que jamás había usado.
Hasta allí, los hechos memorables. Luego todo se confun­día turbulentamente, se superponía en un lapso que debió de ser de segundos, y en el cual, llevado por el dolor de aquel golpe injusto, por un rencor instantáneo y feroz, por el pá­nico, por todo eso, se halló de pronto disparando su revólver sobre los dos hombres, dos veces, tres, cuatro, vaciando el tambor del arma sobre ellos, encogiéndose tras el mostrador porque también le tiraban mientras se retiraban lentos y pre­cisos hacia la puerta con las cuarenta y cinco de inacabables recámaras, viendo sin ver, ciego, en tanto algunas botellas caían deshechas, regándole de anís, cegándole de coñac.
Hubo un confuso ruido de mesas derribadas, patadas en el suelo, mientras él, enajenado por aquel rapto de matar y morir que le quemaba el alma, gatillaba inútilmente contra cualquier cosa su revólver ya sin proyectiles. El mostrador subió como un telón invertido, de abajo hacia arriba, borrán­dole todo mientras él caía derribado por una bala, sin tomar conciencia de que caía, ni por qué. Por tanto, advirtió de pronto que su boca daba contra el suelo, que olía olfateándolo, el seco olor del polvo acumulado en las tablas no barri­das, que no podía levantarse. Vio que la sangre le corría por la camisa, no sabía desde dónde, un dolor agudo le barrenó el hombro y volvió a caer, entonces sí, sin sentido.
Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar estaba lleno de voces, de sombras, de agitación y de ruidos. Un hombre recio y colorado se inclinaba sobre él. Luego se irguió:
-La bala le lastimó el hombro. No es grave, pero tengan cuidado.
Dos camilleros lo levantaron en vilo y lo sacaron acostado, semidesnudo, desvalido e infantil. Sintió una súbita ver­güenza al pasar casi en cueros entre la apretada hilera de los curiosos, de los vecinos, de todo el barrio aborregado ante la puerta de «La Nueva Armonía» al concierto de los tiros, y volvió a desmayarse cuando lo metieron en la ambulancia.
Sólo después, y lentamente, mientras salía del asombro como de una red de hilos infinitos que sólo se iban soltando de a uno y despacito, reconstruyó el episodio, a la vez trivial y trágico, oscuro y heroico.
Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes inten­taron robarle. Un modesto golpe de mano, en un bar huero y a un hombre solo, desprevenido, desarmado y presumible­mente cobarde. Poco dinero, es cierto, aunque proporcional al escaso riesgo. Pero, imprevisiblemente, la víctima resistió (por avaricia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron to­dos, nadie por cívico heroísmo) y mató a uno de los atracado­res, mientras el otro huía. Nada, como se ve, más allá de un episodio cualquiera de la crónica policial. Nada más... si el muerto no hubiera sido el Lungo Riquelme.
Pero lo era, y por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como a un cadáver, con lastimosa piedad, tanto que a veces él mismo se olisqueaba para ver si ya hedía a la muerte que le asignaban.
-Lástima que era Riquelme -decían.
El sonreía, crispado:
-Sí..., sí. Fatalidad. Pero no quiero hablar de ello.
Así, y todavía exánime en el hospital, lo había repetido a los reporteros entre relumbres de flash.
-¿Sabía usted que era el Lungo Riquelme?
-No.
-De saberlo, ¿hubiera resistido lo mismo?
-No sé. Todavía no sé bien quién es ese señor Riquelme.
No lo sabía pero lo aprendió: el Lungo Riquelme era el mayor y el jefe de tres hermanos, duros profesionales del delito, asesinos todos, que desde hacía dos años se tiroteaban con increíble buena fortuna con la policía de cuatro provin­cias y la uruguaya. Asaltar era su oficio; matar, un azar acep­table para ellos; morir, un riesgo conexo. Bancos, pagadores, joyeros, casas de cambio, habían sido saqueadas una tras otra, a veces en pleno centro, y cuatro hombres habían caído ya bajo sus pistolas sin ley. Porque los Riquelme disparaban enseguida, sin más, alevosamente, cuando alguien resistía o parecía dispuesto a hacerlo. Así mataron a un oficial de poli­cía llamado Bazán, y entonces se trabó uno de esos duelos cerrados, porfiados, sin piedad, incluso con víctimas por lujo, que se dan entre uno o más delincuentes y la policía cuando a ésta le matan uno de sus hombres.
En tal duelo se tira de cualquier manera, en cualquier lado, sin aviso, sobre el culpable, el acompañante, el encubridor, el sospechoso, que son todos uno y lo mismo para los persegui­dores, como éstos lo son para los otros. Y del otro lado se mata por seguridad, como quien da vuelta una llave, o como un pagaré contra la propia muerte, que el delincuente sabe inevitable a menos que huya del país. Así, a las órdenes del comisario Gregorio Bazán, hermano del oficial muerto, se peleaba contra los hermanos Riquelme, que no se entregarían jamás.
Hechos a esta fatalidad, los Riquelme eran para el gallego Cerdeiro otra fatalidad sin escape. Los cronistas y reporteros hablaron de esto: «Conociéndose la solidaridad que se prac­tica en el hampa, y más en el caso de los hermanos Riquelme, corre grave peligro la vida del señor Cerdeiro...»; o «Es in­dudable que los dos hermanos Riquelme tratarán de vengar a Juan, alias El Lungo, que era el mayor de los tres». Incluso la revista «Ahora» publicó una serie de notas que tituló: «El juramento de los Riquelme», según la cual los dos sobrevi­vientes, Ernesto y Pedro, habían jurado en rueda de taitas y sobre el filo de un cuchillo que perteneció a Di Giovanni dar muerte al pobre gallego después de un largo paseo de agonía, de esos que se ven en televisión. Lo asesinarían desde un automóvil en marcha, lo balearían de atrás, lo apuñalearían dormido, al abrir una puerta volarían él y la puerta al soplo de la gelinita; cualquier cosa podía suceder en cualquier mo­mento. Sería un concluir sin horror, seguro, rápido y técnico, aceptado de antemano por todos.
Por eso, cuando Manuel Cerdeiro volvió del hospital, hubo noche y día y durante dos meses, un agente uniformado en la esquina de «La Nueva Armonía». Desde su lugar, detrás de la caja, el gallego llegó a mirarlo como si fuera un elemento definitivo del paisaje urbano que cabía entre la puerta y la vidriera del bar; permanente como la casa de enfrente y sus balcones, como la mercería del armenio Bakirgian, en la es­quina opuesta y transversal, el foco suspendido sobre los adoquines color plomo o la vereda de piedras desniveladas.
Un día el agente desapareció. No hubo nadie en la es­quina. Increíblemente, Cerdeiro adivinó que tampoco lo ha­bría ya, y todas las cosas parecieron dar una voltereta, balan­cearse, ceder, mientras violines y campanitas vibraban en sus oídos.
El armenio Bakirgian estaba en la puerta de su tienda y cruzó rápidamente la calle. Ni siquiera saludó.
-¡Le sacaron el agente!
-No sé... tal vez volverá luego.
Ardían de furia los ojos del armenio.
-No; lo averigüé yo mismo en la comisaría. Han levan­tado la consigna. ¡Para eso uno paga los impuestos! ¡Para que cualquiera lo robe y lo asesine!
Cerdeiro fue a la seccional.
-¿Qué desea, señor?
-El comisario, por favor.
El cabo de guardia lo miró severamente:
-Está ocupado. No puede atenderlo.
-Soy... Cerdeiro... Manuel Cerdeiro, del bar «La Nueva Armonía», aquí en Mariano Acosta al mil y tantos.
-¡Ah! ¿Es por la vigilancia? Ya vino antes un turco entrometido... Bueno. Se levantó.
-Pero...
-No hay nada que hacer. Tenemos mucho trabajo y no podemos distraer tres turnos para cuidarlo a usted. Arréglese solo. Buena suerte.

martes, 20 de septiembre de 2016

Reales Sitios de España









El poder del emperador

El emperador Wu Ti murió en una pequeña parte de su enorme palacio, de tal modo que sólo se enteró Wang Mang, su primer ministro. Mientras, el resto de los cola­boradores y familiares del emperador pasaban el tiempo completamente ocupados en cumplir las órdenes que ha­bían recibido de su majestad.
El ambicioso Wang Mang ocultó el cadáver del sobe­rano y siguió dando órdenes en su nombre. Al cabo de un año el imperio siguió siendo próspero y nadie había no­tado la ausencia de Wu Ti. Hasta que un día Wang Mang mostró al pueblo el esqueleto del emperador y dijo: "Mi­ren. A lo largo de un año el imperio ha funcionado con un muerto en el trono. Yo he sido el que realmente ha gobernado. Por lo tanto, merezco ser el nuevo imperador". El pueblo y los ministros estuvieron de acuerdo. Sentaron a Wang Mang en el trono. Y para que su manda­to fuese tan acertado como el de su antecesor, le dieron muerte.

Anónimo

domingo, 18 de septiembre de 2016

Museu Nogueira da Silva - Painel de azulejos


El estudioso

Desde los seis años sentí el impulso de dibujar las formas de las cosas. Hacia los cincuenta, expuse una colección de dibujos; pero nada de lo ejecutado antes de los setenta me satisface. Sólo a los setenta y tres años pude intuir, siquiera aproximadamente, la verdadera forma y naturaleza de las aves, peces y plantas. Por consiguiente, a los ochenta años habré hecho grandes progresos; a los noventa habré penetrado la esencia de todas las cosas; a los cien, habré seguramente as­cendido a un estado más alto, indescriptible, y si llego a cien­to diez años, todo, cada punto y cada línea, vivirá. Invito a quienes vivirán tanto como yo a verificar si cumplo estas pro­mesas. Escrito a la edad de setenta y cinco años, por mí, an­tes Hokusai, ahora llamado Huakivo-Royi, el viejo enloque­cido por el dibujo.

Adler-Revon

viernes, 16 de septiembre de 2016

Museu Nogueira da Silva - Jorge Barradas


El pájaro de fuego y la zarevna Vasilisa

En cierto reino, allá en los confines de la tierra, en el más remoto de los países, vivía un zar muy poderoso. Este zar tenía un valiente arquero, y este arquero tenía un corcel maravilloso.
Un día fue el arquero de caza al bosque, montado en su maravilloso corcel. Cabalgando por un ancho camino, encontró una pluma de oro del pájaro de fuego, que resplandecía como el sol.
-No cojas esa pluma -le advirtió el corcel-, porque si la coges, lo lamentarás.
El arquero se quedó pensativo, sin saber si recoger o no la pluma. Si la cogía y se la llevaba al zar, quizá obtuviera una buena recompensa. ¿Y a quién no le halaga la benevolencia real?
El arquero no siguió el consejo de su corcel. Cogió la pluma del pájaro de fuego y se la ofreció al zar.
-¡Gracias! -dijo el zar-. Pero ya que has conseguido una pluma, consígueme el pájaro entero. Y si no lo haces, se encargará mi espada de dejarte la cabeza arrancada.
Llorando amargamente, el arquero fue a la cuadra donde estaba su corcel maravilloso.
-¿Por qué lloras, mi amo?
-Porque el zar me ha ordenado que le traiga el pájaro de fuego.
-Ya te dije yo que no cogieras la pluma, porque te arrepentirías. Pero bueno, no temas ni te aflijas. Esto no es lo peor. Lo peor está por delante. Anda y pídele al zar que, para mañana, mande esparcir por todo el campo cien sacos de granos de trigo.
El zar ordenó que fueran esparcidos por el campo cien sacos de granos de trigo.
Al día siguiente, el valiente arquero fue a aquel campo antes del amanecer, dejó suelto su caballo y él se escondió detrás de un árbol. De pronto, empezó a rumorear el bosque, y se agitaron las olas del mar: era el pájaro de fuego, que llegaba volando. Luego se posó en tierra y empezó a picotear los granos de trigo. El corcel maravilloso fue entonces aproximándose a él, hasta que le pisó un ala y luego la mantuvo con fuerza con un casco. El valiente arquero salió corriendo de detrás de su árbol, ató al pájaro con unas cuerdas, montó a caballo y galopó hacia palacio, donde le ofreció al zar el pájaro de fuego.
El zar se puso muy contento al verlo, le dio las gracias al arquero, le ascendió, pero a renglón seguido le encomendó una empresa más difícil todavía:
-Puesto que has sido capaz de traerme el pájaro de fuego, tráeme ahora una novia. Allá en los lugares más remotos, en el extremo del mundo donde nace el sol resplandeciente, vive la zarevna Vasilisa: con ella quiero casarme. Si logras traérmela, la recompensa será cuantiosa; si no, se encargará mi espada de dejarte la cabeza arrancada.
Llorando amargamente, el arquero fue a la cuadra donde estaba su corcel maravilloso.
-¿Por qué lloras, mi amo?
-Porque el zar me ha ordenado que le traiga a la zarevna Vasilisa.
-No llores ni te aflijas, porque esto no es lo peor. Lo peor está por delante. Anda y pídele al zar una tienda con la cúpula de oro y toda clase de provisiones y bebidas para el camino.
El zar le dio al arquero las provisiones, las bebidas y la tienda con la cúpula de oro.
El arquero montó en su maravilloso corcel y partió hacia los confines de la tierra. Cabalgando -no sé si mucho o poco tiempo-, llegó hasta el extremo de la tierra, donde el sol resplandeciente emerge del mar azul, y vio a la zarevna Vasilisa bogando sobre el mar azul en lancha de plata con remo de oro.
Soltó el arquero a su corcel, para que pastara y retozara en los prados verdes, y él se puso a montar la tienda con cúpula de oro. Luego distribuyó los manjares y las bebidas, y se sentó a comer mientras esperaba a la zarevna Vasilisa.
La zarevna Vasilisa, que vio desde lejos la cúpula de oro, guió su lancha hasta la orilla, saltó a tierra y se quedó admirando la tienda.
-Salud te deseo, zarevna Vasilisa -dijo el arquero-. Bienvenida seas: acepta el pan y la sal, y prueba si quieres vinos de otras tierras.
La zarevna Vasilisa entró en la tienda. El arquero y ella estuvieron bebiendo, comiendo y charlando. Pero una copa de vino extranjero se le subió a la cabeza a la zarevna, que se quedó profundamente dormida.
El arquero llamó con un grito a su corcel maravilloso, que acudió al instante, luego desmontó la tienda de cúpula de oro, montó en su corcel maravilloso llevando a la zarevna Vasilisa dormida, y se lanzó al camino, tan raudo como una flecha disparada por un arco.
Compareció ante el zar, que cuando vio a la zarevna Vasilisa, se llevó una gran alegría, agradeció al arquero sus buenos servicios, le recompensó espléndidamente y le dio un alto cargo.
La zarevna Vasilisa se despertó, comprendió que se encontraba muy lejos del mar azul, se puso a llorar y, de tanta aflicción, hasta se le marchitó el color de la cara. Por muchos esfuerzos que hacía el zar para consolada, todo era inútil. Y cuando el zar quiso casarse con ella, la zarevna contestó:
-Manda al que me trajo aquí que vaya hasta el mar azul. En medio del mar hay una roca, y debajo de esa roca está guardado mi vestido de desposada. ¡Sin ese vestido, no me caso!
El zar llamó inmediatamente al arquero.
-Tienes que ir en seguida hasta el extremo de la tierra, donde sale el sol resplandeciente. En el mar hay una roca, y debajo de esa roca está guardado el vestido de desposada de la zarevna Vasilisa. Sácalo de allí y tráelo: ya es tiempo de celebrar la boda. Si lo consigues, la recompensa será aún mayor que las otras veces. Si no, se encargará mi espada de dejarte la cabeza arrancada.
Llorando amargamente, el arquero fue a la cuadra donde estaba su corcel maravilloso. «Ahora no me salvo de la muerte», pensaba.
-¿Por qué lloras, mi amo? -preguntó el corcel.
-Porque el zar me ha mandado traer del fondo del mar el vestido de desposada de la zarevna Vasilisa.
-¿No te advertí yo que no cogieras la pluma de oro, porque te arrepentirías? Pero bueno, no temas: esto no es lo peor. Lo peor está por delante. Anda, monta y vamos hacia el mar azul.
Cabalgando -no sé si poco o mucho-, llegó el valiente arquero al extremo de la tierra y se detuvo al borde mismo del mar. El corcel maravilloso vio un enorme cangrejo de mar deslizándose por la arena, y le puso uno de sus pesados cascos sobre una pinza.
-No me quites la vida -dijo entonces el cangrejo-, y haré que se cumplan tus deseos.
Contestó el corcel:
-En medio del mar hay una roca, y bajo esa roca está guardado el vestido de desposada de la zarevna Vasilisa. Necesito ese vestido.
El cangrejo lanzó entonces un grito que se escuchó sobre el mar entero. Inmediatamente, se agitaron las aguas azules y desde todas partes acudieron hacia la orilla multitudes de cangrejos, grandes y pequeños. El jefe que los había llamado les dio una orden, y todos volvieron al agua. Una hora después, sacaron del fondo del mar, de debajo de la roca, el vestido de desposada de la zarevna Vasilisa.
El valiente arquero compareció ante el zar con el vestido de desposada de la zarevna Vasilisa, pero también esta vez puso ella una objeción.
-No me casaré contigo -le dijo al zar- mientras no ordenes a este arquero que se bañe en agua hirviendo.
El zar ordenó llenar un gran caldero de agua, calentada todo lo posible y arrojar al arquero al agua hirviendo. Cuando todo estuvo dispuesto y el agua hervía a borbotones, trajeron al desdichado arquero. «¡Esto sí que no tiene remedio! -se decía-. ¿Por qué recogería yo la pluma de oro del pájaro de fuego? ¿Por qué no le haría caso a mi caballo?» y precisamente al acordarse de su corcel maravilloso, le dijo al zar:
-Señor y soberano: permite que me despida de mi caballo antes de morir.
-Bueno. Puedes ir.
Llorando amargamente, llegó el valiente arquero a la cuadra donde estaba su corcel maravilloso.
-¿Por qué lloras, mi amo?
-Porque el zar ha ordenado que me bañe en agua hirviendo.
-No llores ni te aflijas, porque saldrás con vida -le dijo el corcel.
Y pronunció un conjuro para que el agua hirviendo no dañara su blanca piel.
Volvió el arquero de la cuadra, y unos hombres le agarraron al instante y le arrojaron al caldero. Se zambulló una vez, luego otra y salió tan campante, pero, además, estaba mucho más guapo y mejor plantado que antes. Tanto, que no se podría pintar ni describir.
Viendo el zar lo mucho que había ganado, quiso también probar y, como un estúpido, se zambulló en el caldero, donde se coció en un instante.
El zar fue enterrado y la gente eligió en su lugar al valiente arquero, que se casó con la zarevna Vasilisa, y vivió con ella largos años en amor y armonía.

A. N. Afanasiev