Por fin la energía atómica se ha liberado y ha destruido toda vida humana sobre el planeta. Solo se ha escapado un habitante de un rascacielos de Chicago. Después de haber comido y bebido todo lo que tenía en su heladera, leído, visto, mirado y escuchado su biblioteca ideal, su museo imaginario y su discoteca real, desesperado al ver que no se moría, decide suprimirse y se tira al vacío desde el piso cuarenta. Justo en el momento en que pasa por el departamento del primer piso, oye sonar el teléfono.
Las urracas, cuando se dan cuenta de que un hombre mira con demasiada insistencia su nido, trasladan sus huevos a otro lugar. En el caso de aves que no disponen de dedos apropiados para agarrar y transportar los huevos, se cuenta que proceden de un modo admirable: colocan una rama por encima de los dos huevos soldándola con una sustancia adhesiva procedente de su vientre, ponen el cuello bajo la rama, aproximadamente hacia la mitad, y, equilibrando el peso de uno y otro lado, los llevan a otro lugar.
Hay que rendir también a los cuervos el debido honor, testimoniado mediante la indignación del pueblo romano y no sólo mediante su reconocimiento. Durante el principado de Tiberio un polluelo de una camada nacida sobre el templo de Cástor y Pólux cayó hasta una zapatería cercana y, precisamente por su procedencia sagrada, lo tomó a su cargo el dueño de la tienda. Una vez familiarizado por completo con el lenguaje humano, todas las mañanas volaba hasta la tribuna y vuelto hacia el foro saludaba por su nombre a Tiberio, a los Césares Germánico y Druso, y luego a los ciudadanos que pasaban por allí; regresaba después a la tienda, y fue admirado por el asiduo cumplimiento de este deber durante muchos años.
Lo mató el propietario de una zapatería próxima, ya por la rivalidad natural entre vecinos, ya por un arrebato de ira, como quiso aparentar, porque el pájaro le manchó los zapatos con sus excrementos. Tanta consternación se produjo entre las gentes que, primero, fue expulsado del barrio, luego, eliminado; se celebró el funeral del pájaro con un innumerable cortejo, el lecho fúnebre transportado a hombros de dos etíopes, precedido de un flautista y coronas de todas clases, hasta la pira que fue levantada a la derecha de la vía Apia, a dos millas de Roma, en un terreno llamado «Rediculo».
Las yeguas, en cambio, se considera aconsejable que reciban al caballo tres días después o incluso un día después del parto y las obligan contra su instinto. Se cree que las burras conciben con mucha facilidad a los siete días. Recomiendan cortar las crines de las yeguas para que se avengan con humildad al apareamiento con los burros, pues las crines las hacen orgullosas. Después del apareamiento son los únicos animales que corren hacia el Norte o hacia el Sur, según hayan concebido un macho o una hembra. Cambian rápidamente de color, volviéndose su pelo más rojizo o más oscuro, cualquiera que sea su tono: a esta señal dejan de recibir al macho, aunque lo deseen. A algunas la gestación no les impide trabajar y su gravidez pasa desapercibida. Hay noticias de que una yegua preñada propiedad del tesalio Ececrátides ganó en Olimpia.
La camada de los ratones sobrepasa a la de todos los otros animales, hay que decirlo no sin cierta vacilación, aunque lo garanticen el testimonio de Aristóteles y de los soldados de Alejandro Magno. Su reproducción se realiza, según dicen, lamiéndose y no por coito. De una rata cuentan que nacieron ciento veinte, y que, entre los persas, se encontraron algunas ya preñadas en el vientre de su madre. Se cree también que quedan preñadas por chupar sal.
Una gran cantidad de perros de mar acechan con grave peligro a los buceadores que buscan esponjas. Ellos mismos cuentan que sobre su cabeza se solidifica una nube, semejante a un animal, que los oprime y les impide ascender, y que por eso llevan puñales muy agudos atados con una cuerda, porque no se retira a no ser que la perforen; esto lo provoca, según creo, la oscuridad y el miedo. Pues nadie ha encontrado ningún animal parecido a esa «nube» o «niebla», que es como llaman a esa calamidad. Con los perros de mar, la lucha es terrible. Atacan las ingles, los talones y las partes blancas del cuerpo. La única salvación está en hacerles frente y asustarlos, pues tienen miedo del hombre lo mismo que lo aterrorizan a él, y en las profundidades la lucha está igualada. Cuando el buceador llega a la superficie del agua el peligro es doble, porque no puede utilizar la táctica de plantarles cara; mientras trata de emerger, su salvación está en manos de sus compañeros; ellos tiran de la cuerda que lleva atada por los hombros. Mientras lucha, el buceador tira de la cuerda con la izquierda para indicar que hay peligro, y con la derecha sigue luchando con el puñal. Tiran de él poco a poco; cuando ya está junto al barco, si no se dan mucha prisa en izarlo, ven cómo lo devoran. Y muchas veces se lo arrebatan de las manos cuando ya lo han sacado, a no ser que él mismo contribuya al esfuerzo de los que tiran haciendo un ovillo con el cuerpo. Entonces otros hombres blanden los tridentes, pero la habilidad del monstruo consiste en esconderse debajo del barco y de esa forma combatir seguro. Así pues, los buceadores toman todo tipo de precauciones para vigilar esta plaga.
La mayor tranquilidad es haber visto peces planos, porque nunca están donde esas bestias malvadas; por eso los buceadores los llaman sagrados.
El comportamiento instintivo de estas aves (águilas) es el de hacer pedazos incluso las tortugas capturadas lanzándolas desde lo alto; tal vez una de ellas acabó con el poeta Esquilo cuando, creyéndose seguro a cielo abierto, se protegía de un derrumbamiento pronosticado para la fecha.
Pero más sabios fueron nuestros antepasados que las apreciaron por su exquisito hígado. En los ejemplares cebados alcanza gran tamaño e, incluso después de extraído, crece también en una mezcla de leche y miel. No sin motivo se discute quién fue el descubridor de un bien tan grande, Escipión Metelo, consular, o Marco Sejo, caballero romano, contemporáneo suyo. Pero, de lo que hay constancia es de que Mesalino Cota, hijo del orador Mesala, tuvo la idea de tostar las palmas de los pies de estas aves y aderezarlas en una fuente con crestas de gallo; sin duda con absoluta honestidad podría atribuir la palma culinaria a cualquiera de ellos.
A las mujeres les encanta llevarlas colgadas de los dedos y, de dos en dos o de tres en tres, en las orejas; a este refinamiento se le dan nombres extranjeros, rebuscados por una extravagancia decadente, pues cuando se llevan así se llaman crótalos, como si también causase placer el tintineo de las perlas al entrechocar. Ahora las codician incluso los pobres, que afirman que una perla es el heraldo de una mujer cuando aparece en público. Y también en los pies: las ponen no sólo en la correa de la sandalia, sino en todo el zapatito. Y no basta ya con llevar perlas, hay que pisarlas y sortearlas al andar.
Dos han sido las perlas más grandes de todas las épocas; ambas las poseyó Cleopatra, la última de las reinas de Egipto, que las heredó de los reyes de Oriente. Mientras Antonio se atiborraba a diario de manjares exquisitos, ella, con el desdén a la vez soberbio y procaz propio de una reina que también es ramera, despreciaba su magnificencia y su pompa; cuando él le preguntó qué se podía añadir al esplendor de su mesa, ella respondió que podía gastar en una sola cena diez millones de sestercios. Antonio deseaba comprobarlo, pero no creía que fuese posible. Hicieron una apuesta y al día siguiente, en que se dirimía la cuestión, ella presentó a Antonio, que se burlaba y le pedía las cuentas, una cena suntuosa en otras circunstancias, pero corriente -para no perder el día-. Ella dijo que aquello era de propina, que en la cena se gastaría el dinero previsto, y que ella sola cenaría los diez millones de sestercios; luego mandó que trajesen el segundo plato. De acuerdo con sus órdenes, los sirvientes colocaron ante ella solamente un vaso lleno de vinagre, cuya aspereza y fuerza disuelve las perlas completamente. Llevaba en sus orejas unas perlas, obra extraordinaria de la naturaleza, y ciertamente únicas. Entonces, mientras Antonio aguardaba expectante qué es lo que iba a hacer, se quitó una, la sumergió, y se bebió la perla disuelta en vinagre. L. Planco, árbitro de la apuesta, se hizo cargo de la otra perla, que ella se disponía a tragar del mismo modo, y declaró a Antonio vencido, augurio que se cumpliría. La perla que quedó del par se hizo famosa; cuando fue hecha prisionera la reina que había ganado una disputa de tal índole, la perla fue cortada en dos, para que con la mitad de lo que costó aquella cena se adornasen las dos orejas de Venus en el Panteón de Roma. No se llevarán la palma Antonio y Cleopatra y además serán despojados de este récord del lujo. Ya antes, en Roma, había hecho lo mismo con perlas de gran valor Gladio, hijo del actor trágico Esopo, de quien había heredado grandes riquezas; por tanto, que no se ensoberbezca en exceso de su triunvirato Antonio, porque se ha puesto más o menos a la altura de un cómico, que además no había hecho una apuesta al respecto -así parece más aún una acción propia de un rey-, y que lo hizo solamente para experimentar a qué saben las perlas, para deleite de su paladar; y como le gustaron muchísimo, no quiso ser el único en probar, y entregó una perla a cada invitado para que ellos se la bebiesen también.
El delfín no es sólo un animal amigo del hombre, sino que además se amansa con la música, con el canto armónico y sobre todo con el sonido del órgano hidráulico. No se asusta del hombre como de un extraño, sino que sale al encuentro de las naves, juega dando saltos, incluso compite con ellas en velocidad y las deja atrás aunque vayan a toda vela. Durante el reinado del divino Augusto, un delfín que había entrado en el lago Lucrino tomó mucho cariño a un niño pobre que desde Bayas iba a Puteólos a la escuela, porque se detenía a mediodía, lo llamaba con el nombre de Simón y a menudo lo atraía con trozos del pan que llevaba para el camino -no contaría esta historia si no estuviese recogida en las obras de Mecenas, Fabiano, Flavio Alfio y muchos otros-; en cualquier momento del día en que lo llamase el niño, aunque estuviese oculto y escondido, el delfín acudía desde las profundidades y, después de comer de su mano, le ofrecía el lomo para que montase, escondiendo los aguijones de su aleta dorsal como en una vaina, y una vez arriba lo llevaba a Puteólos a la escuela a través del mar inmenso y lo devolvía de la misma forma, durante varios años; cuando, a causa de una enfermedad, murió el niño, el delfín volvió una y otra vez al lugar acostumbrado, triste, semejante a quien ha perdido a un ser querido, hasta que murió de nostalgia, sin que a nadie le cupiese duda del motivo.
El Mar Índico deja en la orilla tortugas de tal tamaño que con el caparazón de una de ellas se cubre una casa habitable; y entre las islas del Mar Rojo se navega principalmente en barcas hechas de un solo caparazón.
(Abundan los testimonios de autores antiguos sobre tortugas de gran tamaño cuyos caparazones se utilizan como barcas o para techar viviendas: Agatarco 47 (Geogr. Gr. Min., ed. Muller, 1, pág. 139), Estrabón 16,4, 14; Diodoro 3, 21,1-5; Eliano, HA 16,14,17 y Plinio 6, 91 y 109.)
Vedio Polión, caballero romano amigo de Augusto, encontró la forma de probar su crueldad por medio de este animal: arrojaba a los esclavos que condenaba a muerte a los estanques de las morenas, no porque no hubiese fieras terrestres suficientes para esta tarea, sino porque de otra forma no era posible contemplar cómo un hombre era destrozado completamente en un momento. Dicen que se las enfurece sobre todo con el sabor del vinagre. Su piel es muy fina, mientras que la de la anguila es más gruesa; Verrio cuenta que era costumbre azotar con ella a los jóvenes libres y que por eso, se dice, no había multas establecidas para ellos.
Dice además Trebio Nigro que no existe otro animal acuático que mate al hombre más cruelmente. Cuando ataca a los náufragos o a los buceadores, los rodea con sus brazos y los absorbe con las ventosas y les saca el jugo durante mucho tiempo. Pero si se le da la vuelta, su fuerza se debilita; pues al estar boca arriba, se relaja. Las demás cosas que cuenta pueden parecer más próximas a un prodigio. En unos viveros de Carteya, un pulpo que acostumbraba a entrar desde el mar a los estanques abiertos y a saquear los salazones -es asombroso que a todos los animales marinos les atraiga ese olor, de ahí la costumbre de frotar las nasas- atrajo hacia sí la ira de los guardianes por la frecuencia de sus rapiñas sin límite. Se le tendieron barreras, pero las atravesaba subiendo a un árbol, y no hubiera podido ser capturado de no ser por el olfato de los perros. Estos lo rodearon cuando volvía una noche y los guardianes que acudieron quedaron aterrados ante lo nunca visto. En primer lugar, era de un tamaño inaudito, después el color, impregnado en salmuera, el olor terrible. ¿Quién iba a esperar allí un pulpo, quién iba a reconocerlo? creyeron que luchaban contra un monstruo. También mantenía a raya a los perros con su aliento terrible, azotándolos con los tentáculos más finos o golpeándolos con los brazos más gruesos, a modo de bastones, y apenas pudieron acabar con él con muchos tridentes. Mostraron a Lúculo su cabeza, del tamaño de un tonel, con capacidad para quince ánforas, y, empleando las mismas palabras de Trebio, las barbas, que apenas podían abarcarse con los dos brazos, musculosas como clavas, de treinta pies de largo, las ventosas o copas de media ánfora, como barreños, y los dientes del tamaño correspondiente. Los restos, que se conservaron para asombro de la gente, pesaron setecientas libras. El mismo autor afirma que también sepias y calamares del mismo tamaño han sido arrojadas a la costa. En el Mediterráneo se capturan calamares de cinco codos y sepias de dos. Y no viven tampoco más de dos años.
(Parece un relato fabuloso, pero en realidad las dimensiones de las que habla no son tan exageradas: hay noticias de pulpos capturados que pesaban más de 1.000 kg, y los restos del de Plinio no pasaron de setecientas libras. Con todo, la presunta capacidad de la cabeza, quince ánforas, o sea, más de 390 l, parece excesiva. La noticia sobre calamares de cinco codos (algo más de 2 m), y sepias de dos codos (alrededor de 85 cm) procede de Aristóteles, IA 4, 1, 524a; hoy en día se sabe con seguridad que pueden alcanzar ese tamaño. Respecto a la duración de la vida de sepias y calamares, cfr. ibid. 5, 18, 550b.)