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lunes, 30 de enero de 2017

Chinos en hojas




De por qué el lechero se estremece cuando divisa la aurora

En el Salón de la Antigua Sociedad de Lecheros, al­rededor de la gran chimenea en el fondo, cuando los leños del invierno están ardiendo y todos los miembros están reunidos, éstos cuentan hoy en día, así como sus abuelos lo hicieron antes de ellos, por qué el lechero se estremece cuando divisa la aurora.
Cuando la aurora llega avanzando lentamente so­bre las laderas de las colinas, se entrevé a través de los troncos de los árboles formando maravillosas sombras, toca las puntas de las altas columnas de humo que ascienden de las cabañas en los valles y estalla, completamente dorada, sobre los campos de Kent, cuando, andando de puntillas desde allí, llega a las murallas de Londres y se desliza muy tímidamente por encima de aquellas melancólicas calles, el lechero la divisa y se estremece.
Un hombre puede ser un Aprendiz Operativo de Lechero, puede saber lo que es el bórax y cómo mez­clarlo, pero no por esto se le cuenta la historia. Hay sólo cinco hombres que cuentan la historia, cinco hombres nombrados por el Señor de la Sociedad, quien cubre cada plaza cuando queda vacante; y si no se escucha de uno de ellos, no se escucha de nadie y nunca se puede saber por qué el lechero se estremece cuando divisa la aurora.
Es costumbre de uno de estos cinco hombres, todos canudos y lecheros desde la infancia, frotar sus manos junto al fuego cuando arden los grandes leños y aco­modarse en su silla, quizá para sorber alguna bebida muy distinta a la leche, luego mirar alrededor para ver que no haya nadie allí a quien no sería apropiado con­tarle la historia y, tras mirar cara por cara y ver sólo hombres de la Antigua Sociedad, y preguntar muda­mente al resto de los cinco con su mirada, si algunos de éstos están presentes, y recibir su permiso, toser y contar el cuento. Un gran silencio cae sobre el Salón de la Antigua Sociedad, y algo en la forma del techo y las vigas hace que el cuento resuene por todo el salón, para que hasta el más joven lo escuche lejos del fuego y lo conozca, y sueñe con el día que tal vez contará él mismo por qué el lechero se estremece cuando divisa la aurora.
No se cuenta como cuando uno habla de algo ca­sual, ni se comenta de un hombre a otro, sino que se cuenta junto a la gran chimenea únicamente, y cuando la ocasión y la quietud del salón y el mérito del vino y el provecho de todos parecen justificarlo, de acuerdo con la opinión de los cinco delegados: entonces, uno de éstos lo cuenta, como he dicho, sin ser anunciado por ningún maestro de ceremonias, sino como si sur­giera del calor del fuego, ante el cual sus manos entre­lazadas tendrían la suerte de estar; no es algo aprendi­do mecánicamente, sino contado diferentemente por cada narrador y distintamente según su estado de áni­mo, aunque ninguno de ellos se ha atrevido nunca a alterar sus puntos principales; nadie es tan bajo en la Sociedad de Lecheros. La Sociedad de Aplicadores de Polvos Faciales sabe de esta historia y siente envidia de ella, como la Honorable Sociedad de Barberos del Mentón y la Sociedad de Bigoteros; pero ninguno la ha escuchado en el Salón de los Lecheros, cuyos muros no atraviesa ningún rumor sobre el secreto, y, a pesar de que han inventado sus propios cuentos, la Antigüe­dad se burla de ellos.
Esta añeja historia tenía muchos años honorables cuando los lecheros llevaban sombreros de piel de cas­tor, su origen era todavía un misterio cuando las batas blancas estaban de moda, los hombres se preguntaban unos a otros cuando los Estuardo estaban en el trono (y sólo la Antigua Sociedad sabía la respuesta) por qué el lechero se estremece cuando divisa la aurora. Es sólo por envidia de la reputación de este cuento que la So­ciedad de Aplicadores de Polvos Faciales ha inventado el cuento que también ellos cuentan una noche, «Por qué el perro ladra cuando oye los pasos del panadero»; y, tal vez, como todos los hombres conocen este cuento, la sociedad de Aplicadores de Polvos Faciales ha osado considerarlo famoso. No obstante, éste carece de misterio y no es antiguo, no está enriquecido con alusiones clásicas, no tiene conocimientos secretos, es co­mún para todos aquellos que se interesan por un cuento anodino, y comparte con «Las guerras de los elfos», el cuento de los Carniceros de Terneros, y «La historia del unicornio y la rosa», que es el cuento de la Sociedad de Jinetes, su obvia inferioridad.
Pero, a diferencia de estos cuentos tan recientes y muchos otros que los últimos dos siglos han narrado, el cuento que los lecheros cuentan se sigue transmi­tiendo sabiamente, tan rico en citas de los más profun­dos escritores, tan rico en alusiones recónditas, tan co­loreado con toda la sabiduría del hombre y tan instructivo gracias a la experiencia de todas las épocas, que aquellos que lo escuchan en el Salón de los Lecheros, mientras interpretan alusión tras alusión y ras­trean citas oscuras, pierden la simple curiosidad y olvidan preguntar por qué el lechero se estremece cuando divisa la aurora.
Tú tampoco, querido lector, seas víctima de la curiosidad. Considera de cuántos es el flagelo. ¿Acaso tú, para satisfacerte, arrebatarías el misterio del Salón de los Lecheros y agraviarías a su Antigua Sociedad? ¿Aca­so ellos, si todo el mundo lo conociera y se volviera una cosa común, contarían de nuevo este cuento des­pués de contarlo durante los últimos cuatrocientos años? En lugar de esto caería un silencio sobre su sa­lón, y habría un lamento universal por el antiguo cuento y las antiguas noches de invierno. Y, aunque la cu­riosidad sea una consideración apropiada, aun así éste no es el lugar apropiado ni ésta es la ocasión apropia­da para el cuento. Porque el único lugar apropiado sería el Salón de los Lecheros y la única ocasión apro­piada sería cuando los leños ardieran bien y el vino hubiera sido bebido por completo; cuando las velas estuvieran ardiendo bien en largas hileras hasta la pe­numbra, perdiéndose en la oscuridad y el misterio que yace en el fondo del salón; si tú fueras uno de la Socie­dad y yo, uno de los cinco, me levantaría de mi asiento junto al hogar y te contaría todos los embellecimientos que ha recabado desde lo profundo del tiempo esta historia, que es la reliquia de los lecheros. Y las largas velas arderían cada vez más bajo y cada vez más inter­mitentemente, hasta derretirse en sus candelabros, y las corrientes de aire soplarían desde el fondo sombrío del salón, cada vez más fuerte, hasta que las sombras las alcanzaran, y todavía yo te mantendría en vilo con esta atesorada historia, no gracias a mi ingenio sino a su encanto y a los tiempos de los que surgió; una a una, las velas destellarían y morirían y, cuando todas se apagaran, a la luz de las chispas siniestras, cuando cada rostro de lechero se viera espantoso para su com­pañero, sabrías, como no puedes saberlo ahora, por qué el lechero se estremece cuando divisa la aurora. 

Lord Dunsany

sábado, 28 de enero de 2017

Museu da Marioneta - Lisboa


Intentando aprender

Estoy intentando aprender que este hombre alegre que me gasta bromas es el mismo hombre serio, que, al hablarme de dinero con tanta seriedad, incluso deja de verme, y ese hombre paciente que me aconseja en ocasiones difíciles y ese hombre malhumorado que cierra de un portazo cuan­do se va de casa. He deseado muchas veces que el hombre alegre fuera más serio, y que el hombre serio fuera menos serio, y que el hombre paciente fuera más alegre. En cuanto al hombre malhumorado, me resulta un extraño y no con­sidero un error detestarlo. Ahora estoy descubriendo que si le digo algo desagradable al hombre malhumorado cuando se va de casa, estoy ofendiendo, en ese mismo momento, a los otros, a quienes no quisiera ofender, al hombre alegre que gasta bromas, al hombre serio que habla de dinero, y al hombre paciente que da consejos. Pero miro, por ejemplo, al hombre paciente, a quien sobre todas las cosas quisiera proteger de palabras tan desagradables como las mías, y aunque me digo que es el mismo hombre que los otros, sólo puedo creer que no le he dicho esas palabras a él, sino a otro, a mi enemigo, que merece toda mi irritación.

Lydia Davis

jueves, 26 de enero de 2017

Museu del Modernisme



Los pobres de pedir

Muchas veces cuando ya habíamos jugado a todo, jugábamos al final a los pobres que era lo más difícil, porque a lo mejor nos entraba de repente la compasión.
Nos poníamos unas ropas viejas y cogíamos un saco para echárnosle a los hombros y salíamos a pedir. Hacíamos como que llegábamos a la puerta de una casa, y decíamos:
-¡Una limosna por amor de Dios!
Y entonces a veces nos decían:
-¡Dios le ampare, hermano! -y no nos daban nada.
Pero en otras casas nos daban un botón o unas recortadu­ras de patatas, o unas ortigas, que eran como si fueran berzas, y las mondajas como si fueran recortaduras de tocino. Y entonces decíamos:
-Dios se lo pague.
Y, cuando ya teníamos unos cuantos botones y muchas or­tigas o mondas de patatas, íbamos a la posada y preguntábamos si podíamos acostarnos allí. Y decía la posadera:
-Vale dos duros.
Y la dábamos dos botones. Y luego preguntábamos:
-¿Y podría usted guisarnos estas viandas que traemos?
Pero la posadera decía:
-Esas son porquerías para los cerdos.
Y nos las cogía y las tiraba. Así que entonces sacábamos otro botón para pagar la cena, y la posadera nos ponía un pla­to en una mesa y comíamos al pozo*. Y ella decía:
-Antes de comer, se reza.
-Sí, señora -decíamos nosotros.
Y nos poníamos a rezar. Pero cuando ya estábamos rezando, se presentaban los guardias y decían:
-Quedan ustedes detenidos.
-¿Qué hemos hecho? -decía uno de nosotros.
Y respondía un guardia:
-Porque son ustedes pobres, y resultan peligrosos.
Entonces intentábamos escaparnos, pero decía la posadera:
-Eso no vale. Os tenéis que dejar llevar a la cárcel como los pobres de verdad, que es como es el juego.
De manera que los guardias sacaban del bolsillo una cuerda y nos ataban las manos, y así nos llevaban a interrogarnos que era lo más bonito porque contábamos la vida de pobre que te­níamos y el hambre que pasábamos, y de dónde éramos, y el frío de los inviernos sin un techo donde guarecernos y sin te­ner a nadie en este mundo que nos amparase. Pero a veces, ya digo, nos entraba a lo mejor entonces, la compasión, y los mismos guardias decían:
-¡Bueno, bueno! ¡Que no se vuelva a repetir, y a ver si dejan ustedes de ser pobres!
Y nosotros, contestábamos:
-¡Sí, señor! ¡A ver!

José Jiménez Lozano

* «Comer al pozo» significa hacerlo directamente de la cazuela o del plato.

martes, 24 de enero de 2017

Trajes Antiguos de España








El libro de arena 

... thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un nú­mero infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decidi­damente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fan­tástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconoci­do. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
-Vendo Biblias -me dijo.
No sin pedantería le contesté:
-En esta casa hay algunas Biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lute­ro, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente Biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
-No sólo vendo Biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octa­vo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bambay.
-Será del siglo XIX -observé.
-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una Biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el nú­mero (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dor­so estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustra­ción, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
-No -me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba El libro de arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
-Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
-Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de Biblias me dijo:
-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier numero.
Después, como si pensara en voz alta:
-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
-¿Usted es religioso, sin duda?
-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a true­que de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si esta­ba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era esco­cés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
-Y de Robbie Bums -corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
-No. Se lo ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdi­do mi plan.
-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
-A black letter Wiclif! -murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
-Trato hecho -me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar El libro de arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes des­cabalados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, ele­vada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdade­ramente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misan­tropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del li­bro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Compro­bé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me con­cedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infini­to fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbu­lo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódi­cos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para per­der El libro de arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

J. L. Borges