Blogs que sigo

lunes, 29 de junio de 2015

Bizarr


Cómo Gyom se convirtió en un señor mayor
  
Gyom era un vendedor de helados de frambuesa del pueblo de Batum. Todavía era joven, y su esposa, Mek-Mek, era aún más joven que él. Sin embargo, Gyom consideraba que la gente joven no tenía oportunidades para conseguir buenos puestos de trabajo en Lailonia. Por lo tanto decidió convertirse en señor mayor y tomó todas las medidas necesarias para llegar a serlo.
-Mek-Mek -dijo a su esposa-, he decidido convertirme en señor mayor.
-¡No te atreverás! -gritó Mek-Mek-. No quiero a un viejo por esposo.
-Me dejaré crecer la barba y el bigote -dijo Gyom.
-¡Ni pensarlo! -dijo Mek-Mek en tono firme.
-Llevaré conmigo un paraguas.
-¡Nunca te daré mi permiso!
-Llevaré un sombrero hongo.
-¡No te lo consentiré!
-Llevaré chanclos.
-¡Por encima de mi cadáver!
-Llevaré gafas.
-¡Ni hablar!
-Pero Mek-Mek, sé razonable. Si tú ya sabes que los señores mayores de Lailonia tienen mejor empleo y ganan más dinero.
-No quiero oír hablar de empleo y te prohíbo categóricamente que te conviertas en señor mayor.
-Vale, pues no -dijo Gyom. Pero se dijo para sus adentros que encontraría alguna manera de convencer a Mek-Mek, o que, al menos, la engañaría de alguna forma y que se convertiría en señor mayor sin que ella se diera cuenta.
Y así fue. Al día siguiente Gyom hizo algunos preparativos sencillos. Compró una gran cantidad de esparadrapo de color rosa y se lo pegó en la parte inferior de la cara, en el lugar donde crecen la barba y el bigote, pues había decidido que la barba y el bigote crecerían debajo del esparadrapo y que su esposa no repararía en ello. También compró un paraguas, pero, al mismo tiempo, para poder llevarlo discretamente, se hizo con un estuche vacío de contrabajo y metió el paraguas en él. Compró un sombrero hongo, pero, para ocultarlo, se puso encima de la cabeza un gran cubo de basura metálico; era bastante incómodo, pero al menos así no se veía el sombrero. A continuación, se puso unos chanclos, los tapó con grandes cestos de mimbre que había pintado de color rojo para pasar desapercibido, y se los sujetó a los pies con cuerdas. También se puso unas gafas y las ocultó con una máscara antigás de la que había arrancado la parte inferior por ser innecesaria.
Ahora Gyom estaba realmente satisfecho. Se paseaba por la ciudad con la parte inferior de la cara pegada a un esparadrapo, con la parte superior tapada por un pedazo de máscara antigás, con un cubo metálico en la cabeza, unos cestos de mimbre en los pies y un estuche de contrabajo en la mano. Mek-Mek no se daba cuenta de que Gyom la engañaba, iba con él por la calle pensando que Gyom seguía siendo un hombre joven, cuando, en realidad, Gyom llevaba barba, gafas, paraguas, chanclos y sombrero hongo.
Pero pronto se puso de manifiesto que Gyom no había conseguido el objetivo deseado. Es cierto que Mek-Mek no había notado su transformación en señor mayor, pero los demás tampoco se habían fijado, pues no podían ver ni su barba, ni el sombrero hongo, ni los chanclos, ni las gafas, ni el paraguas, ya que  todo estaba tapado. Así que cuando Gyom paseaba por la calle, nadie pensaba que era un señor mayor y todos lo tomaban por un hombre joven corriente. Solo algunos de sus amigos le decían que últimamente estaba un poco más pálido de lo normal. En resumen, Gyom, a pesar de sus esfuerzos, no consiguió un trabajo mejor, pues dondequiera que solicitaba trabajo, le decían:
-Pero usted todavía es un hombre joven y no puede ocupar este cargo. Si usted llevara barba, gafas, paraguas y sombrero hongo, sería otra cosa. Pero así...
Por consiguiente, el asunto no iba nada bien y Gyom seguía vendiendo helados de frambuesa como antes. Sin embargo, no abandonó sus esfuerzos para llegar a ser un señor mayor y se le ocurrió otra cosa. Hizo dos grandes tablones de metal con la inscripción SEÑOR MAYOR y se colgó uno de ellos en la espalda y otro en la barriga, para que todo el que lo viera desde el lado que fuera, supiera inmediatamente con quién trataba. Por desgracia, eso tampoco funcionó. Es cierto que la gente leía lo que ponía en los tablones; no obstante, nada más ver a Gyom, decía:
-¡Pero si este no es ningún señor mayor! ¡Es un hombre joven! No tiene ni barba, ni gafas, ni sombrero hongo, ni chanclos, ni paraguas. ¡No, amigo, no nos engañarás, eres un hombre joven corriente!
Gyom sufrió mucho con su fracaso, y tan harto quedó de sus infructuosos esfuerzos que decidió hacer de tripas corazón. Se arrancó los esparadrapos, debajo de los cuales la barba y el bigote ya le habían crecido, tiró la máscara antigás, se quitó el cubo de metal de la cabeza y los cestos de los pies, sacó el paraguas de la funda de contrabajo y, así, con barba, gafas, sombrero, chanclos y paraguas, apareció un día ante su esposa Mek-Mek.
Al verlo, Mek-Mek gritó horrorizada.
-Gyom, ¿qué te has hecho? -exclamó-. Pareces una cosa rara. Te has convertido en señor mayor, ¡y yo te pedí que no lo hicieras! -y lloró amargamente.
-Mek-Mek, tranquilízate, cariño -la consoló Gyom-. Lo hice por ti, para conseguir un trabajo mejor y ganar más. Así podré comprarte mucha más colonia y barra de labios.
No obstante, Mek-Mek lloró durante tanto rato que Gyom, preocupado, salió de casa para no escuchar más sus llantos. Se enfadaron y durante tres días no se dirigieron la palabra. Gyom incluso llegó a arrepentirse de su paso, pero era demasiado tarde; todo había ocurrido ya y no podía hacerse nada: ya tenía barba y llevaba gafas sobre la nariz, chanclos en los pies, paraguas en la mano y sombrero en la cabeza. La cosa no tenía arreglo.
Gyom se había convertido en un señor mayor y, como tal, lo trataban todos los transeúntes en la calle. Incluso se quitó los tablones de la espalda y la barriga: no los necesitaba, pues todos ya sabían que Gyom era un señor mayor. Se puso a buscar un nuevo empleo y, poco tiempo después, tal como había dicho, consiguió un trabajo en un gran hotel como quitador de flores de floreros. Ahora ganaba más, gozaba del respecto general y estaba satisfecho. Para convencer a Mek-Mek de las ventajas de su transformación, le compró mucha barra de labios, y ahora Mek-Mek podía pasearse pintada de pies a cabeza, y no solo con los labios coloreados como antes. Así Mek-Mek se convenció de que Gyom había obrado bien, pues, gracias a eso, andaba por la ciudad totalmente roja, y la gente sabía que no era una persona cualquiera, sino la mujer del quitador de flores de los floreros de un gran hotel.
Pero un día ocurrió una desgracia. Gyom, antes del trabajo, fue, como solía hacer, a bañarse en una piscina. Dejó en el borde de la piscina el paraguas, el sombrero, las gafas y los chanclos, y saltó al agua. Después de un rato volvió y vio horrorizado que alguien se lo había robado todo. Lo asaltó la desesperación, pero tuvo que ir al trabajo. Y fue sin sombrero, sin paraguas, sin gafas y sin chanclos. El hecho de tener barba lo consolaba. Pero el director del hotel, al verlo, se sorprendió mucho:
-Gyom -dijo-, por lo que veo, usted se ha convertido en un hombre joven. Pero usted sabe que un puesto de tanta responsabilidad como es el de quitador de flores de floreros no puede ser ocupado por una persona joven, solo por un señor mayor. ¡Está usted despedido!
-Pero tengo barba y bigote -dijo Gyom desesperadamente.
-¡La barba y el bigote no hacen de un hombre cualquiera un hombre mayor! -respondió el director en tono firme-. ¡Solamente el sombrero, las gafas, los chanclos y el paraguas! Sin esto, no hay señor mayor.
Gyom salió enfurecido. La aventura lo había enojado tanto que se fue al peluquero y mandó que le cortaran la barba y el bigote. Había decidido convertirse otra vez en hombre joven. Pero cuando volvió a casa afeitado, Mek-Mek juntó las manos asustada. -¡Gyom! -gritó con severidad-, ¡veo que te has convertido otra vez en un hombre joven! ¿Crees, acaso, que lo consentiré?
-Pero Mek-Mek -dijo Gyom-, antes no querías que fuera un señor mayor.
-Pero yo necesito barra suficiente para pintarme toda de color rosa. Y siendo un hombre joven, no ganarás tanto como para poder comprarla.
Después Mek-Mek anunció resueltamente que no quería un hombre joven por marido. Abandonó a Gyom y se casó con un señor mayor que ganaba mucho porque peinaba perros salchicha en una peluquería canina y era célebre por ser el mejor peinador de perros salchicha de toda Lailonia. Gyom se quedó solo y volvió a trabajar como vendedor de helados de frambuesa.
La historia podría acabarse aquí si no fuera por algunos acontecimientos adicionales. Unas semanas después de que Gyom volviera a ser un hombre joven, la policía detuvo al ladrón que le había robado el sombrero, el paraguas, los chanclos y las gafas. Resulta que el ladrón los tenía en su casa y la policía los encontró y los devolvió al propietario. Gyom, eufórico, se puso los chanclos, las gafas y el sombrero; cogió el paraguas y fue a ver al director del hotel donde antes trabajaba. Quería pedir que lo volvieran a contratar para el mismo trabajo, pues volvía a ser un señor mayor. Pero al director le sorprendió mucho su petición.
-Pero Gyom -dijo-, usted no lleva ni barba ni bigote.
-Pero sí que llevo sombrero, chanclos, gafas y paraguas.
-¡El sombrero, los chanclos, las gafas y el paraguas no hacen de un hombre cualquiera un hombre mayor! -respondió el director en tono firme-. ¡Solamente la barba y el bigote! Sin esto, no hay señor mayor.
Gyom salió muy afligido por no haber conseguido volver a ser un señor mayor. De inmediato fue a ver a Mek-Mek y a pedirle que volviera con él, ya que, nuevamente, era un señor mayor (en verdad no lo era, pero es lo que decía). Mek-Mek se dio cuenta enseguida de la trampa y se burló de él diciendo que no podía tener por marido a alguien sin barba ni bigote y que solo aparentaba ser un señor mayor. Gyom volvió a casa triste y durante cuatro horas, con perseverancia, se dejó crecer la barba y el bigote. Pero no hubo resultados. Mientras tanto, se produjo otra catástrofe. Le dijeron que ya no podía seguir de vendedor de helados de frambuesa, ya que ese puesto solo podían ocuparlo personas jóvenes, y no se sabía exactamente si Gyom era una persona joven o un señor mayor: era cierto que llevaba sombrero, gafas, chanclos y paraguas, pero no llevaba barba ni bigote, todo este asunto era muy ambiguo.
Como se había quedado sin trabajo, Gyom decidió convertirse en niño, pues necesitaba comer algo, y es sabido que todo el mundo está dispuesto a cuidar de un niño. Se tumbó en el parque sobre unos pañales, movió los brazos y las piernas imitando a un expósito con la esperanza de que alguien se lo llevara y le diera de comer. Desgraciadamente, le traicionó el sombrero, que olvidó quitarse cuando se deshizo de las gafas, los chanclos y el paraguas. Un policía que lo encontró en el parque enseguida se percató de que Gyom no era un bebé y le ordenó terminantemente que dejara de fingir. Gyom regresó a casa y de rabia se puso a comerse el sombrero que le había traicionado tan deshonrosamente ante los ojos del policía. No le salvaron ni las súplicas ni los llantos: el sombrero fue devorado en pocos minutos.
Desde entonces la vida de Gyom fue un suplicio. Continuamente se transformaba, unas veces intentaba ser un señor mayor; otras, un hombre joven o un bebé. Pero en todas las ocasiones algo le faltaba, salía a la luz el engaño y la gente se ponía a gritarle y amenazarlo. No ha obtenido nada de estas transformaciones, pero hasta el día de hoy, a pesar de sus fracasos, Gyom continúa adoptando una forma u otra.
De verdad, Gyom es un pobre hombre. Por eso, si casualmente veis a un niño llorar en un parque, tenéis que ocuparos de él aunque lleve sombrero o incluso chanclos. No es más que Gyom, que quiere que alguien le cuide y le dé de comer. 

Leszek Kolakowski

sábado, 27 de junio de 2015

Dibujante Nocturno

 
          
Ítaca

Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones y a Cíclopes,
ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante ti los pone.

Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en los emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperla y coral, y ámbar y ébano,
perfumes deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes;
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.

Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
Y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.

Ítaca te regaló un hermoso viaje. 
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.

Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprendes ya que significan las Ítacas. 

Konstantino Kavafis

Sueña como si fueses a vivir por siempre, vive como si fueses a morir hoy.

jueves, 25 de junio de 2015

Escolajoso





­El lechero

El lechero escribió en una nota: «Hoy no queda mantequilla, lo siento». La señora Blum leyó la nota e hizo las cuentas, movió la cabeza y volvió a sumar, luego escribió: «Dos litros, cien gramos de mantequilla, ayer no había mantequilla y me la cobró».
Al día siguiente el lechero escribió: «Disculpe». El le­chero viene a las cuatro de la mañana, la señora Blum no lo conoce, tendría que conocerlo, pensaba a menudo, un día tendría que levantarme a las cuatro para conocerlo.
La señora Blum teme que el lechero pueda estar en­fadado con ella, que el lechero pueda pensar mal de ella, su lechera está abollada.
El lechero conoce la lechera abollada, es la de la señora Blum, por lo general pide siempre dos litros de leche y cien gramos de mantequilla. El lechero conoce a la señora Blum. Si le preguntaran por ella, diría: «La señora Blum pide dos litros y cien gramos, tiene una lechera abollada y una letra que se lee muy bien». El lechero no se apura, la señora Blum no tiene deudas. Y si sucede, pues puede su­ceder, que deje diez céntimos de menos, él le escribe una nota: «Diez céntimos de menos». Al día siguiente sin más tiene allí los diez céntimos y en la nota pone: «Disculpe». «No pasa nada» o «no hay por qué», piensa entonces el le­chero y lo escribiría en la nota, pero entonces ya parecería como si se estuvieran carteando. No lo escribe.
Al lechero no le interesa en qué piso vive la señora Blum, la lechera está siempre abajo, junto a la escalera. Si no está allí, no se apura. En el equipo principal jugaba en una ocasión un Blum, el lechero lo conocía, y tenía las orejas gachas. A lo mejor la señora Blum tiene las orejas gachas.
Los lecheros tienen unas manos inapetentemente lim­pias, rosadas, toscas y deformes. La señora Blum piensa en ello cuando ve sus notas. Ojalá haya encontrado los diez céntimos. A la señora Blum no le gustaría que el lechero pensara mal de ella, tampoco le gustaría que hablara con la vecina. Pero nadie conoce al lechero, en nuestro barrio nadie. A nuestra casa viene a las cuatro de la mañana. El lechero es uno de esos que cumplen con su obligación. Quien trae la leche a las cuatro de la mañana cumple su obligación, a diario, los domingos y los días de hacer. Pro­bablemente los lecheros no están bien pagados y probable­mente a menudo les falta dinero al hacer las cuentas. Los lecheros no tienen la culpa de que la leche suba de precio.          
Y, en realidad, a la señora Blum le gustaría conocer al lechero.
El lechero conoce a la señora Blum, pide dos litros y cien gramos y tiene una lechera abollada.

Peter Bichsel

martes, 23 de junio de 2015

Trajes de España






Tratado de la vida elegante

El hombre de buen gusto siempre debe saber reducir la necesidad a lo simple.
***
Cada cosa debe parecer lo que es.
***
En todo, la multiplicidad de colores será de mal gusto.
***
La elegancia elaborada es a la verdadera elegancia lo que una peluca al pelo.
***
La indumentaria es la expresión de la sociedad.
El erudito o el hombre del mundo elegante que quisiera buscar, en cada época, los vestidos de un pueblo, elaboraría así la historia más pintoresca y verdadera desde el punto de vista nacional. 
***
Si el pueblo te mira con atención, estás mal arreglado: estás demasiado arreglado, demasiado acicalado o demasiado rebuscado.
Según semejante inmortal sentencia, todo caminante debe pasar desapercibido. Su triunfo consiste en estar a la vez vulgar y distinguido, reconocido por los suyos y pasado por alto por la muchedumbre.
***
Ir más allá de la moda es volverse una caricatura.
***
Y para terminar con la importancia del andar en lo que respecta a los diagnósticos, les ruego que me permitan una anécdota diplomática. La princesa de Hesse-Darmstadt trajo a sus tres hijas a la emperatriz, con el fin de que eligiera entre ellas a una esposa para el gran duque, dijo un embajador del siglo pasado, Mercy d’Argenteau. Sin haberles hablado, la emperatriz se decidió por la segunda. La princesa, asombrada, le preguntó la razón de aquel juicio tan breve.
—Las he mirado a las tres desde mi ventana mientras se apeaban de la carroza —contestó la emperatriz—. La primogénita ha dado un tropezón, la segunda ha bajado con naturalidad y la tercera ha saltado el escalón. La primera debe de ser torpe, la pequeña despistada.

Balzac, Honoré de