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martes, 29 de noviembre de 2016

Rutes de Constantí



La caída

Habíamos escalado ya la montaña de tres mil pies de altura. No para enterrar en su cima la botella ni tampoco para plantar la bandera de los alpinistas denodados. Pasados unos minutos comenzamos el descenso. Como es costumbre en estos casos, mi compañero me seguía atado a la misma cuer­da que rodeaba mi cintura. Yo había contado exactamente treinta metros de descenso cuando mi compañero, pegando con su zapato armado de púas metálicas un rebote a una pie­dra, perdió el equilibrio y, dando una voltereta, vino a que­dar situado delante de mí. De modo que la cuerda enredada entre mis dos piernas tiraba con bastante violencia obligán­dome, a fin de no rodar al abismo, a encorvar las espaldas. Él, a su vez, tomó impulso y movió su cuerpo en dirección al terreno que yo, a mi vez, dejaba a mis espaldas. Su resolu­ción no era descabellada o absurda; antes bien, respondía a un profundo conocimiento de esas situaciones que todavía no están anotadas en los manuales. El ardor puesto en el mo­vimiento fue causa de una ligera alteración; de pronto adver­tí que mi compañero pasaba como un bólido por entre mis dos piernas y, que acto seguido, el tirón dado por la cuerda amarrada como he dicho a su espalda me volvía de espaldas a mi primitiva posición de descenso. Por su parte, él, obe­deciendo sin duda a iguales leyes físicas que yo, una vez re­corrida la distancia que la cuerda le permitía, fue vuelto de espaldas a la dirección seguida por su cuerpo, lo que, lógica­mente, nos hizo encontramos frente a frente. No nos dijimos palabra, pero sabíamos que el despeñamiento sería inevita­ble. En efecto, pasado un tiempo indefinible, comenzamos a rodar. Como mi única preocupación era no perder los ojos, puse todo mi empeño en preservados de los terribles efectos de la caída. En cuanto a mi compañero, su única angustia era que su hermosa barba, de un gris admirable de vitral gótico, no llegase a la llanura ni siquiera ligeramente empolvada. Entonces yo puse todo mi empeño en cubrir con mis manos aquella parte de su cara cubierta por su barba; y él, a su vez, aplicó las suyas a mis ojos. La velocidad crecía por momentos, como es obligado en estos casos de los cuerpos que caen en el vacío. De pronto miré a través del ligerísimo intersticio que dejaban los dedos de mi compañero y advertí que en ese mo­mento un afilado picacho le llevaba la cabeza, pero de pronto hube de volver la mía para comprobar que mis piernas que­daban separadas de mi tronco a causa de una roca, de origen posiblemente calcáreo, cuya forma dentada cercenaba lo que se ponía a su alcance con la misma perfección de una sie­rra para planchas de transatlánticos. Con algún esfuerzo, justo es reconocerlo, íbamos salvando, mi compañero su her­mosa barba, y yo, mis ojos. Es verdad que a trechos, que yo liberalmente calculo de unos cincuenta pies, una parte de nuestro cuerpo se separaba de nosotros; por ejemplo, en cin­co trechos perdimos: mi compañero, la oreja izquierda, el co­do derecho, una pierna (no recuerdo cuál), los testículos y la nariz; yo, por mi parte, la parte superior del tórax, la colum­na vertebral, la ceja izquierda, la oreja izquierda y la yugular. Pero no es nada en mil pies de la llanura, ya sólo nos queda­ba, respectivamente, lo que sigue: a mi compañero, las dos manos (pero sólo hasta su carpo) y su hermosa barba gris; a mí, las dos manos (igualmente sólo hasta su carpo) y los ojos. Una ligera angustia comenzó a poseernos. ¿Y si nuestras ma­nos eran arrancadas por algún pedrusco? Seguimos descen­diendo. Aproximadamente a unos diez pies de la llanura la pértiga abandonada de un labrador enganchó graciosamente las manos de mi compañero, pero yo, viendo a mis ojos huér­fanos de todo amparo, debo confesar que para eterna, memo­rable vergüenza mía, retiré mis manos de su hermosa barba gris a fin de protegerlos de todo impacto. No pude cubrirlos, pues otra pértiga colocada en sentido contrario a la ya men­cionada enganchó igualmente mis dos manos, razón por la cual quedamos por primera vez alejados uno del otro en todo el descenso. Pero no pude hacer lamentaciones, pues ya mis ojos llegaban sanos y salvos al césped de la llanura y podían ver, un poco más allá, la hermosa barba gris de mi compañero que resplandecía en toda su gloria.

Virgilio Piñera

domingo, 27 de noviembre de 2016

Júlio Pomar



Episodio del enemigo   

Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no po­día ser un arma sino un báculo. Me costó perci­bir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Ar­temidoro sobre los sueños, libro un tanto anó­malo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo en­tonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
-Uno cree que los años pasan para uno -le dije-, pero pasan también para los demás.
Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocu­rrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo entonces con voz firme:
-Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Ati­né a decir:
-En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
-Precisamente porque ya no soy aquel niño -me replicó- tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratage­mas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
-Puedo hacer una cosa -le contesté.
-¿Cuál? -me preguntó.
-Despertarme.
Y así lo hice.

J. L. Borges

viernes, 25 de noviembre de 2016

Puzzle


Los cien cruzados

Un cavador, habiéndose levantado muy de mañana para ejercitar su pobre oficio, yendo cargados sus asnos vio en medio de la calle un talegón; dándole con el pie, vio que eran dineros, y que a gran prisa venía uno de a caballo en busca de ellos. Para mejor cogerlos sin peligro echóle la tierra encima. Como juntase el mercader y le dijese:
-Buen hombre  ¿habéisme visto un talegón que se me ha caído, con cierta cantidad de moneda?
Le respondió:
-¡Dejadme, cuerpo de tal, con vuestra talega o talegón, que harto tengo que ver en volver a cargar esta tierra que me ha echado el asno!
Ido el mercader, cargó el astuto hombre su tierra con el talegón, y llevándolo a casa, él y su mujer, de muy regocijados se pusieron a contar los dineros, y de ver que eran cruzados de oro de Portugal, regostáronse con ellos de tal manera que, sin darse cuenta, se les cayó uno detrás de la caja que estaban contando, y vueltos en el talegón como estaban, alzólos la mujer.
El mercader, por parte del alcalde, mandó publicar que cualquier que se hubiese hallado un talegón con cien cruzados de oro, que los manifestase y que le darían diez por buen hallazgo. Venido a noticia del cavador, díjolo a su mujer; ella no queriéndoselos dar en ninguna manera; él, con buenas palabras, inducióla que de más conciencia y más provecho les sería tomar diez ducados de hallazgo, que los cien cruzados no siendo suyos, y así, se los dio. El buen hombre, venido delante del alcalde, manifestó los dineros, los cuales, vista la presente, libró en poder del mercader, habiendo dado sus testigos y razón satisfactoria que eran suyos. Y como el mercader los reconociese y hallase uno menos, dijo:
-Mire vuestra señoría que aquí no hay sino noventa y nueve cruzados, y los míos son ciento. ¿Cómo quiere que se termine este negocio?
Pensando el alcalde que no fuese maña del mercader por no pagar el hallazgo prometido, dijo:
-¡Sus! Ya lo entiendo, que no deben de ser esos los vuestros dineros. Volvédselos al buen hombre.
Vueltos, más por fuerza que por grado, fuese el cavador muy alegre a su casa, y antes que a ella llegase, encontró con un aguador, gran amigo suyo, que se le había caído el asno en un lodo, y rogándole que se lo ayudase a levantar, tomóle de la cola, y tirando de ella quedósele en las manos, por lo que el aguador empezó a dar voces:
-¡Don traidor! ¡Pagadme mi asno que me habéis desrabado.
El cavador, medio turbado de lo que le había acontecido, dando a huir encontró con una mujer preñada, de tal manera que cayó, y fue cogido por la justicia y la mujer, del encuentro, malparió, vista la presente. Así, que apresado el cavador, y detrás de él el amo del asno, y la mujer y su marido, fueron ante el alcalde. Oída la queja, tan graciosa, del amo del asno, que se lo pagase porque se lo había desrabado, y la necia demanda del marido, porque se afligía en extremo, diciendo que de qué manera podía sentenciar su señoría que su mujer estuviese preñada como se estaba, oídas las partes, dio por sentencia: que en cuanto a la demanda del asno, que se lo llevase el cavador a su casa, y que se sirviese de él hasta en tanto le saliese la cola; y porque el marido reprochó de qué suerte sentenciaría que su mujer estuviese preñada como se estaba, sentenció que se la llevase el cavador a su casa y que tratase de devolvérsela preñada, con tal que su mujer fuese contenta. La cual sentencia fue muy aprobada y reída del pueblo, y obedecida, aunque le pesase, del ignorante marido. Viniéndose el cavador a su casa, alegre y regocijado por verse señor de dineros y de asno y de mujer nueva, salió la mujer a recebirle, diciendo:
-¿Qué es esto, marido?
Respondió:
-Ventura, mujer; toma ese talegón que los cruzados son nuestros.
Pidióle más:
-¿Y el asno?
-También es ventura, porque me ha de servir hasta que le salga la cola.
Replicóle:
-¿Y la mujer?
Respondió:
-También es ventura, pues la tengo que devolver preñada a su marido.
-¿Cómo que devolver preñada?  -dijo la mujer-. ¿A eso llamáis ventura? No es sino desventura.  ¿Dos mandadoras en una casa?
Respondió el marido:
-Mirad mujer, que el juez lo ha mandado.
-¡Aunque lo mande y lo remande! -dijo la mujer-. Yo soy la que mando en mi casa y ¡por el siglo de mi madre! tal no entre de las puertas adentro. 
Despidiéndola, como el marido de ella la hubiese seguido, ya presumiendo 1o que se podía seguir, cobró su mujer muy satisfecho y contento. A cabo de días, tornó el mercader a suplicar al alcalde, dando otros testigos de fe y de creencia, cómo eran suyos los cruzados, por lo cual mandó llamar al cavador y que trajese el talegón con los cruzados. Traídos, mandó el alcalde que se los diese. Dijo el cavador al punto que se los dio, pensando que tampoco los recibiría.
-Mire, señor, que no hay sino ochenta, porque los otros se han gastado en alhajas de mi casa.
Respondió el mercader:
-Ochenta o setenta, dad acá, que no quiero contarlos, que más vale tuerto que ciego, que yo los recibo por ciento. Anda con Dios.
Contentas las partes, cada cual se fue a su posada.
Oyendo el aguador que todos habían cobrado sus haciendas, así el mercader sus dineros como el otro su mujer, apareció ante del alcalde suplicando que le mandase restituir el asno, que él era contento de recibirlo desrabado, así como estaba. Proveído, cobró su asno, y el cavador se quedó con veinte ducados, y libre de los querellantes.

Juan Timoneda

miércoles, 23 de noviembre de 2016

AcerArte - Arte Hoy




Despierto en el sueño

Durante un viaje, un judío, un musulmán y un cristiano se hicieron amigos. Igual que la razón se hace amiga del ego de Satanás. Lo mismo un fiel puede hacerse amigo de dos extraviados. El cuervo, el búho y el halcón han caído en la misma jaula. Un Oriental y un Occidental que pasan la noche en un mismo lugar se hacen amigos. Pero cuando los barrotes de la jaula se rompen, cada ave vuela en diferente dirección.
Al llegar estos tres compañeros al final de una etapa, alguien vino a traerles dulces y este presente alegró a nuestros tres solitarios. Las gentes de la ciudad son sabios refinados en su comportamiento. Pero el campesino es un maestro de generosidad.
Aquel día, el judío y el cristiano no tenían hambre, mientras que el musulmán había ayunado. Era para él la hora de romper el ayuno y era grande su apetito. Pero los otros dos le dijeron:
«Dejemos esto aquí. ¡Los comeremos mañana! -¡Comámoslos esta noche! replicó el musulmán. ¿Por qué esperar a mañana?
-¿Tienes acaso intención de comerlos tú solo?  Preguntaron los otros.
-Somos tres, dijo el musulmán. Dividamos estos dulces en tres partes iguales y que cada uno se tome su parte como quiera.
-¡El que divide merece el infierno! Tú eres patrimonio de Dios y todas las partes de los dulces le pertenecen. ¿Cómo te atreverías a hacer ese reparto?»
El musulmán se resignó y dijo:
«¡Oh, amigos! ¡Sea según vuestros deseos!»
Y fueron a acostarse. Por la mañana, cada uno se puso a rezar según su religión. Después de la oración, uno de ellos propuso que cada uno contase su sueño de la noche. Y que el que hubiese tenido el sueño más hermoso, recibiese la parte de dulces del que hubiese tenido el sueño menos hermoso...
El judío contó su sueño:
«En mi camino me crucé con Moisés. Lo seguí a la montaña de Sinaí. Allá arriba nos rodeó la luz. Después, vi que, por voluntad divina, la montaña se dividía en tres partes. Un trozo de la montaña cayó al mar. Y el agua del mar se volvió dulce al instante. Otro pedazo cayó en la tierra y brotaron arroyos como remedios para los afligidos. El trozo tercero voló hacia la Kaaba para convertirse en la montaña de Arafat. Cuando hubo pasado mi asombro, comprobé que la montaña del Sinaí seguía estando en su sitio, pero que su suelo, como hielo, se fundía bajo los pies de Moisés. Se fundió hasta tal punto que acabó por allanarse. Cuando este nuevo motivo de asombro se agotó para mí, vi de nuevo a Moisés y el Sinaí en su sitio. Divisé a una multitud en el desierto que rodea la montaña. Cada uno llevaba una caña y un manto y todos se dirigían hacia la montaña. Elevaron las manos para la oración y desearon ver el rostro de Dios. Cuando hubo pasado mi extrañeza, vi que cada uno de aquellos hombres era un profeta de Dios. Vi también ángeles magníficos. Sus cuerpos estaban hechos de nieve inmaculada. Más lejos, vi a otro grupo de ángeles pero, esta vez, hechos de fuego...»
El judío siguió así contando su sueño.
¡Oh, tú! ¿Tienes certidumbre en lo que a ti se refiere? ¿O en lo referente a tu existencia? ¿Cómo te permites burlarte así del prójimo? ¿Quién sabe quien tendrá la suerte de morir como un musulmán?
A su vez, el cristiano contó su sueño: «Fue el Mesías quién se me apareció. Con él, subí tan alto como el sol. Era extraño. No puedo comparar lo que he visto con las cosas de este mundo y no puedo, pues, contaros este sueño.»
El musulmán dijo entonces: «¡Oh, amigos míos! Mi sultán Mustafá se me apareció. Me dijo: "Uno de tus amigos se ha ido al Sinaí. Allí se pasea con la palabra de Dios, colmado de amor y de luz. Jesús se ha llevado a tu otro amigo al cielo. ¡Levántate! ¡Al menos, aprovecha los dulces! Tus amigos han sido favorecidos. Aprovechan la compañía de los ángeles y del conocimiento. ¡Pobre idiota! ¡No pierdas el tiempo! ¡Cómete los dulces!"
A estas palabras, el judío y el cristiano exclamaron: «¿Te has tomado realmente todos los dulces?
-¿Cómo habría podido desobedecer una orden del profeta? Tú, que eres judío, ¿no harías lo mismo con una orden procedente de Moisés? y tú, que eres cristiano, ¿te atreverías a desobedecer a Jesús?"
Los otros dos le dijeron:
«Ciertamente, tu sueño es más justo que el nuestro. Tu sueño consiste en estar despierto en tu sueño. ¡Qué hermoso sueño!».
Deja a un lado las pretensiones referentes al conocimiento y al misticismo. La cosa más hermosa es comportarse con respeto y servir al prójimo.

Rumi

lunes, 21 de noviembre de 2016

VII Trobada d´intercanvi de Punts de Llibre - Montblanc





La messela        

En tiempos del califa Harun-el-Raschid vivía en Bagdad -al decir de los sagrados textos- un joven llamado Muhammed ibni Idris, bin Abbas, bin Osmam, bin Schafi, de la estirpe de los Abd-el-Menaf, al que acabaron por llamar simplemente Imam'i Schafi. Era este Imam'i Schafi uno de los discípulos del famoso Muftí Muslim, y de su anciano maestro había aprendido a preferir el saber a cualquier otro bien terreno.
Un día fue Imam'i Schafi a bañarse, pero se encontró con que el guarda de los baños prohibía la entrada a todo visitante que antes no abonase un larín. Buscó el buen Schafi y rebuscó en todos los pliegues de su pretina; mas como él era un estudiante asiduo y celoso, no sólo no encontró un larín en ella, sino ni siquiera un ochavo de dinar. Sin afligirse por ello, propuso en­tonces al guarda:    
-Mira; yo no traigo dinero alguno para  pagarte la entrada, y esto es una coincidencia muy feliz para ti, porque voy a el darte, en cambio, una messela -como entre rabinos la masora, glosa o comentario de los sagrados textos- que vale más que un camello cargado de piedras preciosas.
Y diciendo esto, sacó una tablilla con la messela.
El guarda se quedó mirándole asombrado al principio y luego se puso a bailar sobre un pie, a reírse y escandalizar, de suerte que cuantos se encontraban en los baños acudieron al punto y le pedían que les explicase el motivo de la risa para poder ellos reír también. Imam'i Schafi contóles con la mayor seriedad la propuesta que al guarda le había hecho... y al punto empezaron todos a bailar en un pie a la rueda en torno de él y a reír como condenados, y sujetándose el vientre para no estallar.
-¡Anda! ¿Pues no quiere bañarse por una messela? ¡Por una exégesis de la doctrina pretende purgar la piel! ¡Ja, ja, ja!
Imam'i Schafi, que no acababa de comprender el porqué de aquella hilaridad, regresó a su casa disgustado y, buscando a su maestro, díjole:
-Tú me has dicho siempre, Muftí, que una messela vale más que todos los tesoros de Persia y, sin embargo, hoy mismo le ofrecía una al guarda de los baños para que me dejase entrar y se echó a reír como un loco y tuve que regresar corrido.
Sacóse entonces de su dedo el sabio Muftí Muslim ibni Halida una sortija que el mismo califa le había regalado, y entregándosela al discípulo, díjole:     
-Vete al departamento del bazar en donde los zapateros trabajan y ofréceles esta sortija en venta.
Imam'i Schafi no comprendía a santo de qué aquello de ir a ofrecerles la sortija a los zapateros; mas, como discípulo obediente, sin poner reparo alguno, a ellos se fue y les ofreció la joya.
Los zapateros, apenas levantaron los ojos de su labor para mirar la sortija, y movieron dubitativamente la cabeza.
-¿Que cuánto te daría por la sortija, dices? -preguntó uno de ellos-. Pues... tres ochavos de dinar sería lo más que te ofreciese. Y aun me temo que habría de arrepentirme luego.
-Pero, hombre, ¡no seas loco! -recon­vino otro-. ¿No ves que la sortija es de latón y vidrio? Por dos ochavos de dinar la pagas hasta las setenas.
-¿Cómo dos ochavos? -terció otro de los presentes-. Por dos ochavos te dan todo un cristal de ventana y una barra de latón más gruesa que un brazo; conque ya ves  el negocio que harías gastándolos en la sortija. No seáis cándidos: no le deis un céntimo y mandadlo a paseo con su sortija.
Pasmado de la incomprensible obceca­ción de los zapateros, volvió Imam'i Schafi a referirle a su maestro el resultado de su oferta y contándoselo estaba, cuando, antes de que terminase, asomó por la puerta un mercader gesticulando como un desesperado.
-¡Grave es el trance, oh piadoso y emi­nente Muftí, que a ti me trae! Hace un año que hice voto de sacrificar un carnero con cuernos de nueve palmos si Alah me concedía la gracia de un hijo. Pues bien; hace unas horas he recibido la noticia de que mi mujer acaba de dar a luz un niño, y por más que corrí a la feria y me harté de buscar en ella, no he logrado dar con un carnero como el que necesito, pues los cuernos del mayor apenas exceden de un palmo. ¡Dame, te suplico, señor, una messe­la, a ver si tu sabiduría me salva de la servidumbre de la letra y me libro y libro a  mi hijo de la venganza de Alah!
Pensativo, acarició el Muftí su blanca le barba y dijo:
-Grave es, por cierto, el apuro en que te ves, mercader, no obstante,- si le entre­gas mil larines a mi discípulo. Imam'i Schafi,  que aquí ves, él te sacará del trance con una messela.
El mercader, que vio que la situación no era enteramente desesperada, respiró satisfecho, sacó su bolsa y la vació a los pies de Schafi.
Y el joven perito en la Ley entrególe en cambio la messela, que rezaba: «los cuernos del carnero han de ser medidos por el palmo del recién nacido».
El Muftí asintió con una muda inclina­ción de cabeza. Y cuando el mercader se hubo marchado, preguntó a Imam'i Schafi:
-¿Has caído ya en la cuenta de en qué consiste el valor de las cosas? Nada valen para quien no las necesita. Por eso la sor­tija preciosa carece de mérito entre los zapateros y a los guardas de los baños toda la sabiduría les importa un comino. Pero nada hay que no tenga comprador; el caso es saber buscárselo.

Anónimo

sábado, 19 de noviembre de 2016

A Mesa



Los huevos y los guisantes cocidos
  
En Servia, no lejos del caudaloso río Danubio, vivía un pobre labrador llamado Marco que tenía un solo tesoro en el mundo: su hija Marra, tan sabia como hermosa. Cierto día faltaron por completo los alimentos en la choza, y Marco marchó a palacio para solicitarlos del rey. Antes de partir Marra le dijo: "Procura hablar bien ante el rey. Si lo haces, se interesará y nos concederá algún favor".
Cuando Marco se presentó ante el rey, habló con tanta soltura, habló una lengua servia tan perfecta, que el monarca quedó maravillado. "Escucha, mendigo -le interpeló el rey- -¿Dónde aprendiste a hablar así?" "Marra, mi hija, me enseñó, Majestad", repuso Marco. "¿Y quien enseñó a Marra?". inquirió el rey. "La pobreza y Dios, Su Majestad", replicó Marco. El rey sonrió. "A decir verdad, tienes una hija muy sabia. Toma estos treinta huevos y dáselos a Marra. Dile que si no me trae a cambio treinta pollos, la haré ajusticiar. Ahora, vete."
Cuando Marco entregó los treinta huevos a Marra, ella vio al instante que estaban cocidos y que jamás producirían pollos. Pero como era una muchacha inteligente, se le ocurrió un plan. Coció una libra de guisantes y, entregándoselos al padre, le dijo que los sembrara. "Pero espera a que pase el rey -le advirtió-. Entonces, arroja los guisantes y grita con todas tus fuerzas:  ¡Quiera Dios que estos guisantes cocidos den fruto! El rey te preguntará, entonces, cómo es posible tal cosa, y tú responderás: Lo mismo que los huevos cocidos pueden producir pollos."
Luego, Marra dio un beso a su padre y lo envió afuera.
Todo sucedió tal como ella había dicho. Cuando el rey preguntó a Marco cómo se explicaba que un guisante cocido floreciera, él le respondió: "Lo mismo que los huevos cocidos pueden producir pollos."  El rey soltó una carcajada y dijo:
"¡Verdaderamente, tu hija es muy lista! Tráela aquí porque quiero felicitarla en persona" . Cuando el rey vio a Marra y pudo comprobar que era tan bella como sabia, pensó: "¿Acaso puede haber mejor esposa para un rey? ¡Siendo bella e inteligente, poco importa que sea la hija de un campesino. Y tras esas reflexiones, le pidió que fuera su esposa.
Marco desde entonces no volvió a conocer nunca más la pobreza. 

Anónimo

jueves, 17 de noviembre de 2016

Ferrer-Dalmau 2










Yushka

Hace mucho ya, en tiempos pasados, vivía en nuestra calle un hombre que aparentaba tener muchos años y que trabaja­ba en una herrería junto a la carretera grande que iba a Mos­cú. Era ayudante auxiliar del herrero principal, que tenía mal la vista y poca fuerza en las manos. Cargaba agua, arena y carbón para la herrería, avivaba la forja con el fuelle, aguan­taba el hierro caliente en el yunque mientras el herrero prin­cipal lo martilleaba, entraba el caballo al establo y hacía cualquier otro trabajo. Su nombre era Yefim, pero todos lo llamaban Yushka. Era pequeño de estatura y flaco. En su cara arrugada, en lugar de barba y bigote, crecían aislados algunos pelos canosos. Tenía los ojos blancos como los de un ciego y siempre húmedos, con lágrimas tibias.
Yushka alquilaba parte de la cocina al dueño de la herre­ría. Por la mañana salía a su trabajo y no regresaba hasta la noche, a dormir. El dueño le pagaba su trabajo con pan, sopa y papilla, pero el té, el azúcar y la ropa debía comprarlos con su sueldo, que era de siete rublos y sesenta kópeks al mes. Yushka, sin embargo, no tomaba té y no compraba azúcar. Bebía agua y usaba siempre la misma ropa, que no había cambiado en años. En verano solía andar descalzo. Vestía pantalón y camisa negros manchados de hollín por el mucho trabajo y en los que las chispas habían hecho agujeros, de modo que en muchos lugares se veía su cuerpo blanco. En in­vierno se cubría con una zamarra que había heredado de su padre, ya muerto, y calzaba el mismo par de botas de fieltro a las que cada otoño cosía nuevas suelas y con las que había andado todos los inviernos de su larga vida.
Por la mañana temprano, cuando Yushka iba por la calle hacia la herrería, los viejos y las viejas se levantaban y decían que por ahí iba Yushka a trabajar, así que debían levantarse y despertar a los jóvenes. Y por la tarde, cuando Yushka volvía a dormir, la gente decía que ya era hora de comer y de irse a la cama, porque Yushka ya se iba a dormir.
Y los niños pequeños, e incluso aquellos que ya eran ado­lescentes, cuando veían al viejo Yushka caminando silencio­samente, dejaban de jugar y corrían tras él gritándole: «¡Ahí va Yushka! ¡Ahí va Yushka!».
Los niños recogían ramas secas, piedras y puñados de basura y se los lanzaban a Yushka.
«¡Yushka! -gritaban los niños-. ¿Verdad que eres Yushka?»
El viejo no les contestaba ni se enfadaba; seguía en silencio su camino y no se cubría la cara para protegerse de las pie­dras y la basura.
Los niños se sorprendían de que estuviera vivo y de que no se enfadara con ellos. Y de nuevo le gritaban: «Yushka, ¿existes de verdad o no?».
Luego volvían a lanzarle cosas que recogían del suelo, corrían hacia él, lo tocaban, lo empujaban, sin entender por qué no les gritaba, por qué no cogía una rama seca y corría tras ellos como hacen los adultos. Los niños no conocían a nadie igual, por eso dudaban de que Yushka estuviera vivo. Al tocarlo o al golpearlo comprobaban que era de carne y hueso, y que estaba vivo.
Entonces volvían a empujar a Yushka y le tiraban piedras: preferían que se enfadara si de verdad estaba vivo. Yushka seguía su camino en silencio y entonces eran los niños los que empezaban a enfadarse con Yushka. Les aburría que se quedara siempre callado, que no los asustara ni corriera tras ellos. Empujaban todavía más fuerte al viejo, gritaban corriendo alrededor de él para que contestara enfadado y los divirtiera. Ellos correrían asustados alejándose de él, alegres se burlarían desde lejos y lo volverían a llamar para después correr y esconderse en la oscuridad del anochecer, en la sombra de las casas, en los arbustos de los jardines y de los huertos. Pero Yushka no los tocaba ni les contestaba.
Cuando lo obligaban a detenerse o le hacían demasiado daño, les decía: «¿Por qué, queridos míos, por qué, pequeñitos míos...? ¡Seguro que es porque me amáis...! ¿Por qué os hago tanta falta...? Esperad, no quiero que me toquéis, me habéis echado tierra en los ojos, no veo nada».
Los niños no lo oían ni lo entendían. Seguían empujándolo y riéndose de él. Les divertía poder hacer con él lo que quisie­ran y que él no hiciera nada.
Yushka también se divertía con ellos. Sabía por qué los ni­ños se reían de él y lo molestaban. Confiaba en que los niños lo amaban, que lo necesitaban, sólo que no sabían amar a las personas, no sabían qué hacer con el amor, y por esto lo mo­lestaban.
En sus casas, los padres decían a los niños que no estudia­ban o a los desobedientes: «¡Serás como Yushka! Crecerás y andarás descalzo en verano y con botas rotas en invierno. Todos te molestarán. No tomarás té con azúcar, sino agua sola».
Los adultos, al toparse con Yushka en la calle, a veces tam­bién lo ofendían. En ocasiones los adultos sufrían alguna desdicha inmensa o una ofensa, o simplemente estaban borra­chos, y entonces una furia rabiosa embargaba sus corazones. Al ver a Yushka camino de la herrería, o que regresaba a dor­mir a su casa, el adulto le decía: «¿Por qué andas por aquí si eres tan extravagante, tan diferente de los demás? ¿Sobre qué algo tan especial estás pensando?».
Yushka se detenía, lo escuchaba y no le respondía.
«Pero ¿es que no tienes palabras? ¡Ni que fueras un animal! Tienes que vivir simple y honestamente, como vivo yo, y no andar pensando en cosas secretas. ¡Habla! ¿Vivirás como es debido? ¿No? ¡Aja...! ¡De acuerdo!»
Y tras aquella conversación en la que Yushka no había di­cho nada, el adulto se convencía de que el culpable de todo era Yushka y, acto seguido, comenzaba a golpearlo. La doci­lidad de Yushka enfurecía aún más al adulto, que lo golpea­ba más de lo que había querido al principio, y en este enfure­cimiento olvidaba momentáneamente su desgracia.
Yushka permanecía largo rato sobre el polvo de la carrete­ra. Al volver en sí se ponía de pie sin ayuda. A veces iba a buscarlo la hija del dueño de la herrería, lo levantaba y se lo llevaba a casa.
-Sería mejor que te murieras, Yushka -le decía la hija del dueño-. ¿Para qué vives?
Yushka la miraba con asombro. No entendía por qué debía morirse si había nacido para vivir.
-Mis padres me hicieron. Ésta fue su voluntad -respondía Yushka-. No puedo morir. Además, ayudo a tu padre en la herrería.
-¡Valiente ayudante! ¡Cualquier otro ocuparía tu puesto!
-Dasha, ¡la gente me quiere!
Dasha se reía.
-Hoy te han hecho un corte en la mejilla, te sangra; la se­mana pasada te partieron la oreja, y dices que la gente te quiere.
-La gente me quiere sin saberlo -le decía Yushka-. A veces el corazón de la gente es ciego.
-¡Sí, tienen el corazón ciego, pero ojos que ven! -decía Dasha-. ¡Anda, camina más deprisa! Te quieren de corazón, pero te golpean por interés.
-Sí, es verdad. Se enfadan conmigo por interés -admitió Yushka-. Me ordenan que no ande por la calle y me destro­zan el cuerpo.
-¡Ay, Yushka, Yushka! -suspiraba Dasha-. -Y mi padre dice que todavía no eres viejo.
-¡Claro que no soy viejo...! Sufro del pecho desde niño, por eso tengo tan mal aspecto y parezco un viejo...
A causa de su enfermedad, Yushka dejaba al dueño duran­te un mes todos los veranos. Iba a pie hasta una aldea muy le­jana donde al parecer vivían sus parientes. Sin embargo, na­die sabía qué parentesco tenían con él.
Hasta el mismo Yushka no se acordaba, y un verano decía que en aquella aldea vivía una hermana viuda, y al verano si­guiente que tenía una sobrina allí. A veces decía que se iba a la aldea y otras a Moscú. La gente pensaba que en aquella al­dea vivía una hija a la que Yushka quería mucho, y que era tan bondadosa como su padre.
Al llegar junio, o en agosto, Yushka se echaba al hombro su alforja, en la que ponía pan, y se marchaba. Por el camino respiraba el aroma de la hierba y los bosques, miraba las nubes blancas que nacían en el cielo, escuchaba la voz de los ríos murmurando en los bancos de piedras, y su pecho enfer­mo descansaba, dejaba de sentir su enfermedad, la tisis. Al in­ternarse en aquellos parajes totalmente despoblados, Yushka ya no escondía su amor a los seres vivos. Se inclinaba hacia la tierra y besaba las flores, tratando de no respirar sobre ellas para no marchitarlas con su respiración, acariciaba la corte­za de los árboles, levantaba las mariposas y los insectos que caían muertos y estudiaba sus caras sintiéndose huérfano sin ellos. Los pájaros cantaban en el cielo. Libélulas, otros insec­tos y grillos laboriosos emitían alegres sonidos en la hierba, y el alma de Yushka se sentía ligera y en su pecho entraba el dulce aroma de las flores, que olían a humedad y a luz solar.
Por el camino, Yushka descansaba. Se sentaba a la sombra de los árboles en la linde de la carretera y dormitaba en el ca­lor y la tranquilidad. Tras descansar y recuperar el aliento, ya no volvía a recordar su enfermedad y seguía su camino alegre, como si fuera una persona saludable. Yushka tenía cuarenta años, pero desde hacía mucho su enfermedad lo torturaba envejeciéndolo prematuramente, por lo que a todos parecía decrépito.
Y así, cada año, salía Yushka a los campos, bosques y ríos rumbo a una lejana aldea o hacia Moscú, donde quizá lo es­peraba alguien o quizá no: nadie en la ciudad lo sabía a cien­cia cierta.
Pasaba un mes, y Yushka regresaba y volvía a trabajar en la herrería desde la mañana hasta que caía la noche. Vivía igual que antes, y niños y adultos, los vecinos del pueblo, se­guían riéndose de él, echándole en cara su resignada estupi­dez, molestándolo.
Imperturbable, Yushka vivía hasta el verano siguiente, y en cuanto éste llegaba se echaba su alforja al hombro, po­nía en una bolsita aparte toda la paga del año, unos cien ru­blos, se colgaba la bolsita al cuello y salía sin que nadie su­piera adónde ni a quién iba a ver.
Con los años, Yushka estaba cada vez más débil, porque el tiempo de su vida se acortaba y su enfermedad del pecho martirizaba su cuerpo y lo agotaba. Un verano, cuando ya había llegado el momento de que Yushka partiera hacia la le­jana aldea, se quedó en la herrería. Un atardecer, ya casi de noche, Yushka salió arrastrando los pies de la herrería y se dirigió a la casa del dueño. Un alegre transeúnte, que conocía a Yushka, se rió al verlo:
-¿Para qué sigues pisando la tierra, pelele de dios? ¡Ojalá te mueras, porque sin ti quizá esto será más alegre...!
Y en aquel instante, quizá por primera vez en su vida, Yushka se enfadó.
-¿Qué te pasa? ¿Te molesto o qué...? Mis padres me traje­ron al mundo para que viviera. Nací según la ley. El mundo también me necesita, como a ti, ¡así que sin mí tampoco esta­ría bien...!
El transeúnte interrumpió a Yushka irritado.
-Pero ¿cuándo has empezado a hablar? ¿Quién eres tú, chiflado inútil, para compararte nada menos que conmigo?
-No me comparo -dijo Yushka-, pero la necesidad nos hace a todos iguales...
-¡No te hagas el sabihondo! -gritó el transeúnte-. ¡Yo sé más que tú! ¡Mira por dónde se pone ahora a hablar! ¡Te voy a enseñar lo que es ser inteligente!
Alzando la mano, el transeúnte, con la fuerza de su enfado, empujó a Yushka por el pecho. Yushka cayó boca arriba.
Yushka quedó un rato tendido en esa posición. Luego se dio la vuelta, se quedó boca abajo, no se movió más y no se levantó.
Al poco rato pasó por allí una persona, un carpintero del ta­ller de muebles. Llamó a Yushka. Después lo giró y vio la os­curidad en sus ojos blancos e inmóviles. Tenía la boca negra. El carpintero la limpió con la mano y se dio cuenta de que era sangre coagulada. Tocó la tierra bajo la cabeza de Yushka y la sintió húmeda por la sangre que había salido de la garganta de Yushka.
«Está muerto -dijo en un suspiro el carpintero-. Adiós, Yushka, perdónanos a todos. La gente te despreció, pero ¿cómo se atrevían a juzgarte...?»
El dueño de la herrería preparó a Yushka para el entierro. Dasha, la hija del dueño, lavó su cuerpo que pusieron sobre la mesa del herrero. Todo el pueblo, los jóvenes y los viejos, todos los que habían conocido a Yushka y se habían reído de él en vida, y lo habían molestado, se dieron cita junto a su cuerpo para despedirse de él.
Después enterraron a Yushka y todos lo olvidaron. Pero sin Yushka la gente empezó a vivir peor. Todo su enfado y sus burlas se quedaban entre ellos, porque ya no vivía Yush­ka, que aguantaba sin chistar cualquier furia, el ensañamien­to, la burla y la hostilidad ajena.
Se acordaron de Yushka cuando el otoño ya estaba bien avanzado. Un oscuro día de mal tiempo, llegó a la herrería una joven y preguntó al dueño dónde podía encontrar a Ye­fim Dmítrievich.
-¿Qué Yefim Dmítrievich? -se sorprendió el herrero-. Nunca hemos tenido a nadie con ese nombre.
La muchacha, sin embargo, no se fue. Permaneció en silen­cio como esperando algo. El herrero la miró para calcular qué clase de visita le había traído la tempestad. La joven era pequeña y menuda, pero su limpia y suave cara era tan deli­cada y dulce, sus ojos grises miraban con tanta tristeza como si estuvieran a punto de llenarse de lágrimas, que el corazón del herrero se ablandó y de pronto cayó en la cuenta:
-¿No será Yushka? Sí, es él, en su pasaporte ponía Dmítrievich...
-Yushka -susurró la muchacha-. Es verdad. Él se llamaba a sí mismo Yushka.
El herrero se quedó callado y después preguntó:
-¿Y usted quién es? ¿Una pariente?
-No, no soy familia suya. Me quedé huérfana y Yefim Dmítrievich me buscó una familia en Moscú. Después me envió a la escuela... Todos los años iba a verme y me lleva­ba el dinero del año para que pudiera vivir y estudiar. Aho­ra ya he crecido, he terminado la universidad, pero este año Yefim Dmítrievich no ha ido a verme. Dígame dónde está. Me contó que ha trabajado con usted durante veinticinco años...
-Pasó un cuarto de siglo, envejecimos juntos -dijo el herrero.
Cerró la herrería y llevó a la visitante al cementerio. La muchacha permaneció en silencio y se apretó contra la tierra en la que yacía Yushka, la persona que la había alimentado desde su niñez, que nunca había comido azúcar para que ella pudiera comerla.
Ella sabía que Yushka estaba aquejado por una enferme­dad y había estudiado medicina para curar a la persona que más la había amado en este mundo y a la que ella había ama­do con todo el calor y la luz de su corazón.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. La joven docto­ra se quedó en nuestra ciudad. Empezó a trabajar en el hospi­tal atendiendo a las personas con tuberculosis, visitando las casas en las que había enfermos, sin cobrar nada por su tra­bajo. Ahora también ella ha envejecido, pero como cura y consuela durante todo el día a los enfermos, alivia sin cesar sus sufrimientos y aleja la muerte de los más débiles. Todos la conocen en la ciudad. La llaman la hija del buen Yushka, aunque hace ya mucho olvidaron quién era Yushka y que ella no era su hija.

Andrei Platonov