Habíamos escalado ya la montaña de tres mil pies de
altura. No para enterrar en su cima la botella ni tampoco para plantar la
bandera de los alpinistas denodados. Pasados unos minutos comenzamos el
descenso. Como es costumbre en estos casos, mi compañero me seguía atado a la
misma cuerda que rodeaba mi cintura. Yo había contado exactamente treinta
metros de descenso cuando mi compañero, pegando con su zapato armado de púas
metálicas un rebote a una piedra, perdió el equilibrio y, dando una voltereta,
vino a quedar situado delante de mí. De modo que la cuerda enredada entre mis
dos piernas tiraba con bastante violencia obligándome, a fin de no rodar al
abismo, a encorvar las espaldas. Él, a su vez, tomó impulso y movió su cuerpo
en dirección al terreno que yo, a mi vez, dejaba a mis espaldas. Su resolución
no era descabellada o absurda; antes bien, respondía a un profundo conocimiento
de esas situaciones que todavía no están anotadas en los manuales. El ardor
puesto en el movimiento fue causa de una ligera alteración; de pronto advertí
que mi compañero pasaba como un bólido por entre mis dos piernas y, que acto
seguido, el tirón dado por la cuerda amarrada como he dicho a su espalda me
volvía de espaldas a mi primitiva posición de descenso. Por su parte, él, obedeciendo
sin duda a iguales leyes físicas que yo, una vez recorrida la distancia que la
cuerda le permitía, fue vuelto de espaldas a la dirección seguida por su
cuerpo, lo que, lógicamente, nos hizo encontramos frente a frente. No nos
dijimos palabra, pero sabíamos que el despeñamiento sería inevitable. En
efecto, pasado un tiempo indefinible, comenzamos a rodar. Como mi única
preocupación era no perder los ojos, puse todo mi empeño en preservados de los
terribles efectos de la caída. En cuanto a mi compañero, su única angustia era que
su hermosa barba, de un gris admirable de vitral gótico, no llegase a la
llanura ni siquiera ligeramente empolvada. Entonces yo puse todo mi empeño en
cubrir con mis manos aquella parte de su cara cubierta por su barba; y él, a su
vez, aplicó las suyas a mis ojos. La velocidad crecía por momentos, como es
obligado en estos casos de los cuerpos que caen en el vacío. De pronto miré a
través del ligerísimo intersticio que dejaban los dedos de mi compañero y
advertí que en ese momento un afilado picacho le llevaba la cabeza, pero de
pronto hube de volver la mía para comprobar que mis piernas quedaban separadas
de mi tronco a causa de una roca, de origen posiblemente calcáreo, cuya forma
dentada cercenaba lo que se ponía a su alcance con la misma perfección de una
sierra para planchas de transatlánticos. Con algún esfuerzo, justo es
reconocerlo, íbamos salvando, mi compañero su hermosa barba, y yo, mis ojos.
Es verdad que a trechos, que yo liberalmente calculo de unos cincuenta pies,
una parte de nuestro cuerpo se separaba de nosotros; por ejemplo, en cinco
trechos perdimos: mi compañero, la oreja izquierda, el codo derecho, una
pierna (no recuerdo cuál), los testículos y la nariz; yo, por mi parte, la
parte superior del tórax, la columna vertebral, la ceja izquierda, la oreja
izquierda y la yugular. Pero no es nada en mil pies de la llanura, ya sólo nos
quedaba, respectivamente, lo que sigue: a mi compañero, las dos manos (pero
sólo hasta su carpo) y su hermosa barba gris; a mí, las dos manos (igualmente
sólo hasta su carpo) y los ojos. Una ligera angustia comenzó a poseernos. ¿Y si
nuestras manos eran arrancadas por algún pedrusco? Seguimos descendiendo.
Aproximadamente a unos diez pies de la llanura la pértiga abandonada de un
labrador enganchó graciosamente las manos de mi compañero, pero yo, viendo a
mis ojos huérfanos de todo amparo, debo confesar que para eterna, memorable
vergüenza mía, retiré mis manos de su hermosa barba gris a fin de protegerlos
de todo impacto. No pude cubrirlos, pues otra pértiga colocada en sentido
contrario a la ya mencionada enganchó igualmente mis dos manos, razón por la
cual quedamos por primera vez alejados uno del otro en todo el descenso. Pero no
pude hacer lamentaciones, pues ya mis ojos llegaban sanos y salvos al césped de
la llanura y podían ver, un poco más allá, la hermosa barba gris de mi
compañero que resplandecía en toda su gloria.
Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa.
Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se
ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía
ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe
contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio
concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo
ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la
llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó
el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había
imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo
casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné
sobre él para que me oyera.
-Uno cree que
los años pasan para uno -le dije-, pero pasan también para los demás.
Aquí nos
encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo
hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el
bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo
entonces con voz firme:
-Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a
mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas
palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a
decir:
-En verdad
que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel
insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
-Precisamente
porque ya no soy aquel niño -me replicó- tengo que matarlo. No se trata de una
venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras
estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
Un cavador, habiéndose levantado
muy de mañana para ejercitar su pobre oficio, yendo cargados sus asnos vio en
medio de la calle un talegón; dándole con el pie, vio que eran dineros, y que a
gran prisa venía uno de a caballo en busca de ellos. Para mejor cogerlos sin
peligro echóle la tierra encima. Como juntase el mercader y le dijese:
-Buen hombre ¿habéisme visto un talegón que se me ha
caído, con cierta cantidad de moneda?
Le respondió:
-¡Dejadme, cuerpo de tal, con
vuestra talega o talegón, que harto tengo que ver en volver a cargar esta
tierra que me ha echado el asno!
Ido el mercader, cargó el astuto
hombre su tierra con el talegón, y llevándolo a casa, él y su mujer, de muy
regocijados se pusieron a contar los dineros, y de ver que eran cruzados de oro
de Portugal, regostáronse con ellos de tal manera que, sin darse cuenta, se les
cayó uno detrás de la caja que estaban contando, y vueltos en el talegón como
estaban, alzólos la mujer.
El mercader, por parte del
alcalde, mandó publicar que cualquier que se hubiese hallado un talegón con
cien cruzados de oro, que los manifestase y que le darían diez por buen
hallazgo. Venido a noticia del cavador, díjolo a su mujer; ella no
queriéndoselos dar en ninguna manera; él, con buenas palabras, inducióla que de
más conciencia y más provecho les sería tomar diez ducados de hallazgo, que los
cien cruzados no siendo suyos, y así, se los dio. El buen hombre, venido
delante del alcalde, manifestó los dineros, los cuales, vista la presente, libró
en poder del mercader, habiendo dado sus testigos y razón satisfactoria que
eran suyos. Y como el mercader los reconociese y hallase uno menos, dijo:
-Mire vuestra señoría que aquí no
hay sino noventa y nueve cruzados, y los míos son ciento. ¿Cómo quiere que se
termine este negocio?
Pensando el alcalde que no fuese
maña del mercader por no pagar el hallazgo prometido, dijo:
-¡Sus! Ya lo entiendo, que no
deben de ser esos los vuestros dineros. Volvédselos al buen hombre.
Vueltos, más por fuerza que por
grado, fuese el cavador muy alegre a su casa, y antes que a ella llegase,
encontró con un aguador, gran amigo suyo, que se le había caído el asno en un
lodo, y rogándole que se lo ayudase a levantar, tomóle de la cola, y tirando de
ella quedósele en las manos, por lo que el aguador empezó a dar voces:
-¡Don traidor! ¡Pagadme mi asno
que me habéis desrabado.
El cavador, medio turbado de lo
que le había acontecido, dando a huir encontró con una mujer preñada, de tal
manera que cayó, y fue cogido por la justicia y la mujer, del encuentro,
malparió, vista la presente. Así, que apresado el cavador, y detrás de él el
amo del asno, y la mujer y su marido, fueron ante el alcalde. Oída la queja,
tan graciosa, del amo del asno, que se lo pagase porque se lo había desrabado,
y la necia demanda del marido, porque se afligía en extremo, diciendo que de
qué manera podía sentenciar su señoría que su mujer estuviese preñada como se
estaba, oídas las partes, dio por sentencia: que en cuanto a la demanda del
asno, que se lo llevase el cavador a su casa, y que se sirviese de él hasta en
tanto le saliese la cola; y porque el marido reprochó de qué suerte
sentenciaría que su mujer estuviese preñada como se estaba, sentenció que se la
llevase el cavador a su casa y que tratase de devolvérsela preñada, con tal que
su mujer fuese contenta. La cual sentencia fue muy aprobada y reída del pueblo,
y obedecida, aunque le pesase, del ignorante marido. Viniéndose el cavador a su
casa, alegre y regocijado por verse señor de dineros y de asno y de mujer
nueva, salió la mujer a recebirle, diciendo:
-¿Qué es esto, marido?
Respondió:
-Ventura, mujer; toma ese talegón
que los cruzados son nuestros.
Pidióle más:
-¿Y el asno?
-También es ventura, porque me ha
de servir hasta que le salga la cola.
Replicóle:
-¿Y la mujer?
Respondió:
-También es ventura, pues la
tengo que devolver preñada a su marido.
-¿Cómo que devolver preñada? -dijo la mujer-. ¿A eso llamáis ventura? No
es sino desventura. ¿Dos mandadoras en
una casa?
Respondió el marido:
-Mirad mujer, que el juez lo ha
mandado.
-¡Aunque lo mande y lo remande!
-dijo la mujer-. Yo soy la que mando en mi casa y ¡por el siglo de mi madre!
tal no entre de las puertas adentro.
Despidiéndola, como el marido de
ella la hubiese seguido, ya presumiendo 1o que se podía seguir, cobró su mujer
muy satisfecho y contento. A cabo de días, tornó el mercader a suplicar al
alcalde, dando otros testigos de fe y de creencia, cómo eran suyos los
cruzados, por lo cual mandó llamar al cavador y que trajese el talegón con los
cruzados. Traídos, mandó el alcalde que se los diese. Dijo el cavador al punto
que se los dio, pensando que tampoco los recibiría.
-Mire, señor, que no hay sino
ochenta, porque los otros se han gastado en alhajas de mi casa.
Respondió el mercader:
-Ochenta o setenta, dad acá, que
no quiero contarlos, que más vale tuerto que ciego, que yo los recibo por
ciento. Anda con Dios.
Contentas las partes, cada cual
se fue a su posada.
Oyendo el aguador que todos
habían cobrado sus haciendas, así el mercader sus dineros como el otro su
mujer, apareció ante del alcalde suplicando que le mandase restituir el asno,
que él era contento de recibirlo desrabado, así como estaba. Proveído, cobró su
asno, y el cavador se quedó con veinte ducados, y libre de los querellantes.
Durante un viaje, un judío, un
musulmán y un cristiano se hicieron amigos. Igual que la razón se hace amiga
del ego de Satanás. Lo mismo un fiel puede hacerse amigo de dos extraviados. El
cuervo, el búho y el halcón han caído en la misma jaula. Un Oriental y un
Occidental que pasan la noche en un mismo lugar se hacen amigos. Pero cuando
los barrotes de la jaula se rompen, cada ave vuela en diferente dirección.
Al llegar estos tres compañeros
al final de una etapa, alguien vino a traerles dulces y este presente alegró a
nuestros tres solitarios. Las gentes de la ciudad son sabios refinados en su
comportamiento. Pero el campesino es un maestro de generosidad.
Aquel día, el judío y el
cristiano no tenían hambre, mientras que el musulmán había ayunado. Era para él la hora de romper el ayuno y era grande su apetito. Pero los otros dos le
dijeron:
«Dejemos esto aquí. ¡Los
comeremos mañana! -¡Comámoslos esta noche! replicó el musulmán. ¿Por qué
esperar a mañana?
-¿Tienes acaso intención de
comerlos tú solo? Preguntaron los otros.
-Somos tres, dijo el musulmán.
Dividamos estos dulces en tres partes iguales y que cada uno se tome su parte
como quiera.
-¡El que divide merece el
infierno! Tú eres patrimonio de Dios y todas las partes de los dulces le
pertenecen. ¿Cómote atreverías a
hacer ese reparto?»
El musulmán se resignó y dijo:
«¡Oh, amigos! ¡Sea según vuestros
deseos!»
Y fueron a acostarse. Por la
mañana, cada uno se puso a rezar según su religión. Después de la oración, uno
de ellos propuso que cada uno contase su sueño de la noche. Y que el que
hubiese tenido el sueño más hermoso, recibiese la parte de dulces del que
hubiese tenido el sueño menos hermoso...
El judío contó su sueño:
«En mi camino me crucé con
Moisés. Lo seguí a la montaña de Sinaí. Allá arriba nos rodeó la luz. Después,
vi que, por voluntad divina, la montaña se dividía en tres partes. Un trozo de
la montaña cayó al mar. Y el agua del mar se volvió dulce al instante. Otro
pedazo cayó en la tierra y brotaron arroyos como remedios para los afligidos.
El trozo tercero voló hacia la Kaaba para convertirse en la montaña de Arafat.
Cuando hubo pasado mi asombro, comprobé que la montaña del Sinaí seguía estando
en su sitio, pero que su suelo, como hielo, se fundía bajo los pies de Moisés.
Se fundió hasta tal punto que acabó por allanarse. Cuando este nuevo motivo de
asombro se agotó para mí, vi de nuevo a Moisés y el Sinaí en su sitio. Divisé a
una multitud en el desierto que rodea la montaña. Cada uno llevaba una caña y
un manto y todos se dirigían hacia la montaña. Elevaron las manos para la
oración y desearon ver el rostro de Dios. Cuando hubo pasado mi extrañeza, vi
que cada uno de aquellos hombres era un profeta de Dios. Vi también ángeles
magníficos. Sus cuerpos estaban hechos de nieve inmaculada. Más lejos, vi a
otro grupo de ángeles pero, esta vez, hechos de fuego...»
El judío siguió así contando su
sueño.
¡Oh, tú! ¿Tienes certidumbre en
lo que a ti se refiere? ¿Oen lo
referente a tu existencia? ¿Cómote
permites burlarte así del prójimo? ¿Quién sabe quien tendrá la suerte de morir
como un musulmán?
A su vez, el cristiano contó su
sueño: «Fue el Mesías quién se me apareció. Con él, subí tan alto como el sol.
Era extraño. No puedo comparar lo que he visto con las cosas de este mundo y no
puedo, pues, contaros este sueño.»
El musulmán dijo entonces: «¡Oh,
amigos míos! Mi sultán Mustafá se me apareció. Me dijo: "Uno de tus amigos
se ha ido al Sinaí. Allí se pasea con la palabra de Dios, colmado de amor y de
luz. Jesús se ha llevado a tu otro amigo al cielo. ¡Levántate! ¡Al menos,
aprovecha los dulces! Tus amigos han sido favorecidos. Aprovechan la compañía
de los ángeles y del conocimiento. ¡Pobre idiota! ¡No pierdas el tiempo! ¡Cómete
los dulces!"
A estas palabras, el judío y el
cristiano exclamaron: «¿Tehas tomado
realmente todos los dulces?
-¿Cómohabría podido desobedecer una orden del profeta? Tú, que eres
judío, ¿no harías lo mismo con una orden procedente de Moisés? y tú, que eres
cristiano, ¿teatreverías a
desobedecer a Jesús?"
Los otros dos le dijeron:
«Ciertamente, tu sueño es más
justo que el nuestro. Tu sueño consiste en estar despierto en tu sueño. ¡Qué
hermoso sueño!».
Deja a un lado las pretensiones
referentes al conocimiento y al misticismo. La cosa más hermosa es comportarse
con respeto y servir al prójimo.
En tiempos del
califa Harun-el-Raschid vivía en Bagdad -al decir de los sagrados textos- un
joven llamado Muhammed ibni Idris, bin Abbas, bin Osmam, bin Schafi, de la
estirpe de los Abd-el-Menaf, al que acabaron por llamar simplemente Imam'i
Schafi. Era este Imam'i Schafi uno de los discípulos del famoso Muftí Muslim, y
de su anciano maestro había aprendido a preferir el saber a cualquier otro bien
terreno.
Un día fue
Imam'i Schafi a bañarse, pero se encontró con que el guarda de los baños
prohibía la entrada a todo visitante
que antes no abonase un larín. Buscó el buen Schafi y rebuscó en todos los pliegues de su pretina; mas como él era un
estudiante asiduo y celoso, no sólo no encontró un larín en ella, sino ni
siquiera un ochavo de dinar. Sin afligirse por ello, propuso entonces al
guarda:
-Mira; yo no
traigo dinero alguno para pagarte la
entrada, y esto es una coincidencia muy feliz para ti, porque voy a el darte,
en cambio, una messela -como entre rabinos la masora, glosa o comentario de los
sagrados textos- que vale más que un camello cargado de piedras preciosas.
Y diciendo
esto, sacó una tablilla con la messela.
El guarda se
quedó mirándole asombrado al principio y luego se puso a bailar sobre un pie, a
reírse y escandalizar, de suerte que cuantos se encontraban en los baños
acudieron al punto y le pedían que les explicase el motivo de la risa para
poder ellos reír también. Imam'i Schafi contóles con la mayor seriedad la
propuesta que al guarda le había
hecho... y al punto empezaron todos a bailar en un pie a la rueda en torno de
él y a reír como condenados, y sujetándose el vientre para no estallar.
-¡Anda! ¿Pues
no quiere bañarse por una messela? ¡Por una exégesis de la doctrina pretende
purgar la piel! ¡Ja, ja, ja!
Imam'i Schafi,
que no acababa de comprender el porqué de aquella hilaridad, regresó a su casa
disgustado y, buscando a su maestro, díjole:
-Tú me has dicho siempre, Muftí, que una messela vale más que todos los
tesoros de Persia y, sin embargo, hoy mismo le ofrecía una al guarda de los
baños para que me dejase entrar y se echó a reír como un loco y tuve que
regresar corrido.
Sacóse entonces de su dedo el sabio Muftí Muslim ibni Halida una sortija
que el mismo califa le había regalado, y entregándosela al discípulo, díjole:
-Vete al
departamento del bazar en donde los zapateros trabajan y ofréceles esta sortija
en venta.
Imam'i Schafi
no comprendía a santo de qué aquello de ir a ofrecerles la sortija a los
zapateros; mas, como discípulo obediente, sin poner reparo alguno, a ellos se
fue y les ofreció la joya.
Los zapateros,
apenas levantaron los ojos de su labor para mirar la sortija, y movieron dubitativamente la cabeza.
-¿Que cuánto
te daría por la sortija, dices? -preguntó uno de ellos-. Pues... tres ochavos de
dinar sería lo más que te
ofreciese. Y aun me temo que habría de arrepentirme luego.
-Pero, hombre,
¡no seas loco! -reconvino otro-. ¿No ves que la sortija es de latón y vidrio?
Por dos ochavos de dinar la pagas hasta las setenas.
-¿Cómo dos
ochavos? -terció otro de los presentes-. Por dos ochavos te dan todo un cristal
de ventana y una barra de latón más gruesa que un brazo; conque ya ves el negocio que harías gastándolos en la
sortija. No seáis cándidos: no le deis un céntimo y mandadlo a paseo con su
sortija.
Pasmado de la
incomprensible obcecación de los zapateros, volvió Imam'i Schafi a referirle a su maestro el resultado de su oferta y contándoselo estaba, cuando, antes de
que terminase, asomó por la puerta un mercader gesticulando como un desesperado.
-¡Grave es el
trance, oh piadoso y eminente Muftí, que a ti me trae! Hace un año que hice
voto de sacrificar un carnero con cuernos de nueve palmos si Alah me concedía
la gracia de un hijo. Pues bien; hace unas horas he recibido la noticia de que
mi mujer acaba de dar a luz un niño, y por más que corrí a la feria y me harté
de buscar en ella, no he logrado dar con un carnero como el que necesito, pues
los cuernos del mayor apenas exceden de un palmo. ¡Dame, te suplico, señor, una
messela, a ver si tu sabiduría me salva de la servidumbre de la letra y me
libro y libro a mi hijo de la venganza
de Alah!
Pensativo,
acarició el Muftí su blanca le barba y dijo:
-Grave es, por
cierto, el apuro en que te ves, mercader, no obstante,- si le entregas mil larines
a mi discípulo. Imam'i Schafi, que aquí
ves, él te sacará del trance con una messela.
El mercader,
que vio que la situación no era enteramente desesperada, respiró satisfecho,
sacó su bolsa y la vació a los pies de Schafi.
Y el joven
perito en la Ley
entrególe en cambio la messela, que rezaba: «los cuernos del carnero han de ser
medidos por el palmo del recién nacido».
El Muftí asintió con una
muda inclinación de cabeza. Y cuando el mercader se hubo marchado, preguntó a
Imam'i Schafi:
-¿Has caído ya en la cuenta de en qué consiste el valor de las cosas?
Nada valen para quien no las necesita. Por eso la sortija preciosa carece de
mérito entre los zapateros y a los guardas de los baños toda la
sabiduría les importa un comino. Pero nada hay que no tenga comprador; el caso
es saber buscárselo.
En Servia, no lejos del caudaloso
río Danubio, vivía un pobre labrador llamado Marco que tenía un solo tesoro en
el mundo: su hija Marra, tan sabia como hermosa. Cierto día faltaron por
completo los alimentos en la choza, y Marco marchó a palacio para solicitarlos
del rey. Antes de partir Marra le dijo: "Procura hablar bien ante el rey.
Si lo haces, se interesará y nos concederá algún favor".
Cuando Marco se presentó ante el
rey, habló con tanta soltura, habló una lengua servia tan perfecta, que el
monarca quedó maravillado. "Escucha, mendigo -le interpeló el rey- -¿Dónde
aprendiste a hablar así?" "Marra, mi hija, me enseñó, Majestad",
repuso Marco. "¿Y quien enseñó a Marra?". inquirió el rey. "La
pobreza y Dios, Su Majestad", replicó Marco. El rey sonrió. "A decir
verdad, tienes una hija muy sabia. Toma estos treinta huevos y dáselos a Marra.
Dile que si no me trae a cambio treinta pollos, la haré ajusticiar. Ahora,
vete."
Cuando Marco entregó los treinta
huevos a Marra, ella vio al instante que estaban cocidos y que jamás
producirían pollos. Pero como era una muchacha inteligente, se le ocurrió un
plan. Coció una libra de guisantes y, entregándoselos al padre, le dijo que los
sembrara. "Pero espera a que pase el rey -le advirtió-. Entonces, arroja
los guisantes y grita con todas tus fuerzas:
¡Quiera Dios que estos guisantes cocidos den fruto! El rey te
preguntará, entonces, cómo es posible tal cosa, y tú responderás: Lo mismo que
los huevos cocidos pueden producir pollos."
Luego, Marra dio un beso a su
padre y lo envió afuera.
Todo sucedió tal como ella había
dicho. Cuando el rey preguntó a Marco cómo se explicaba que un guisante cocido
floreciera, él le respondió: "Lo mismo que los huevos cocidos pueden
producir pollos." El rey soltó una
carcajada y dijo:
"¡Verdaderamente, tu hija es
muy lista! Tráela aquí porque quiero felicitarla en persona" . Cuando el
rey vio a Marra y pudo comprobar que era tan bella como sabia, pensó:
"¿Acaso puede haber mejor esposa para un rey? ¡Siendo bella e inteligente,
poco importa que sea la hija de un campesino. Y tras esas reflexiones, le pidió
que fuera su esposa.
Marco desde entonces no volvió a
conocer nunca más la pobreza.
Hace mucho ya, en tiempos pasados, vivía en nuestra calle
un hombre que aparentaba tener muchos años y que trabajaba en una herrería
junto a la carretera grande que iba a Moscú. Era ayudante auxiliar del herrero
principal, que tenía mal la vista y poca fuerza en las manos. Cargaba agua, arena
y carbón para la herrería, avivaba la forja con el fuelle, aguantaba el hierro
caliente en el yunque mientras el herrero principal lo martilleaba, entraba el
caballo al establo y hacía cualquier otro trabajo. Su nombre era Yefim, pero
todos lo llamaban Yushka. Era pequeño de estatura y flaco. En su cara arrugada,
en lugar de barba y bigote, crecían aislados algunos pelos canosos. Tenía los
ojos blancos como los de un ciego y siempre húmedos, con lágrimas tibias.
Yushka alquilaba parte de la cocina al dueño de la herrería.
Por la mañana salía a su trabajo y no regresaba hasta la noche, a dormir. El
dueño le pagaba su trabajo con pan, sopa y papilla, pero el té, el azúcar y la
ropa debía comprarlos con su sueldo, que era de siete rublos y sesenta kópeks
al mes. Yushka, sin embargo, no tomaba té y no compraba azúcar. Bebía agua y
usaba siempre la misma ropa, que no había cambiado en años. En verano solía
andar descalzo. Vestía pantalón y camisa negros manchados de hollín por el
mucho trabajo y en los que las chispas habían hecho agujeros, de modo que en
muchos lugares se veía su cuerpo blanco. En invierno se cubría con una zamarra
que había heredado de su padre, ya muerto, y calzaba el mismo par de botas de
fieltro a las que cada otoño cosía nuevas suelas y con las que había andado
todos los inviernos de su larga vida.
Por la mañana temprano, cuando Yushka iba por la calle hacia
la herrería, los viejos y las viejas se levantaban y decían que por ahí iba
Yushka a trabajar, así que debían levantarse y despertar a los jóvenes. Y por
la tarde, cuando Yushka volvía a dormir, la gente decía que ya era hora de
comer y de irse a la cama, porque Yushka ya se iba a dormir.
Y los niños pequeños, e incluso aquellos que ya eran adolescentes,
cuando veían al viejo Yushka caminando silenciosamente, dejaban de jugar y
corrían tras él gritándole: «¡Ahí va Yushka! ¡Ahí va Yushka!».
Los niños recogían ramas secas, piedras y puñados de
basura y se los lanzaban a Yushka.
«¡Yushka! -gritaban los niños-. ¿Verdad que eres Yushka?»
El viejo no les contestaba ni se enfadaba; seguía en
silencio su camino y no se cubría la cara para protegerse de las piedras y la
basura.
Los niños se sorprendían de que estuviera vivo y de
que no se enfadara con ellos. Y de nuevo le gritaban: «Yushka, ¿existes de
verdad o no?».
Luego volvían a lanzarle cosas que recogían del
suelo, corrían hacia él, lo tocaban, lo empujaban, sin entender por qué no les
gritaba, por qué no cogía una rama seca y corría tras ellos como hacen los
adultos. Los niños no conocían a nadie igual, por eso dudaban de que Yushka
estuviera vivo. Al tocarlo o al golpearlo comprobaban que era de carne y hueso,
y que estaba vivo.
Entonces volvían a empujar a Yushka y le tiraban
piedras: preferían que se enfadara si de verdad estaba vivo. Yushka seguía su
camino en silencio y entonces eran los niños los que empezaban a enfadarse con
Yushka. Les aburría que se quedara siempre callado, que no los asustara ni
corriera tras ellos. Empujaban todavía más fuerte al viejo, gritaban corriendo
alrededor de él para que contestara enfadado y los divirtiera. Ellos correrían
asustados alejándose de él, alegres se burlarían desde lejos y lo volverían a
llamar para después correr y esconderse en la oscuridad del anochecer, en la
sombra de las casas, en los arbustos de los jardines y de los huertos. Pero
Yushka no los tocaba ni les contestaba.
Cuando lo obligaban a detenerse o le hacían demasiado
daño, les decía: «¿Por qué, queridos míos, por qué, pequeñitos míos...? ¡Seguro
que es porque me amáis...! ¿Por qué os hago tanta falta...? Esperad, no quiero
que me toquéis, me habéis echado tierra en los ojos, no veo nada».
Los niños no lo oían ni lo entendían. Seguían empujándolo
y riéndose de él. Les divertía poder hacer con él lo que quisieran y que él no
hiciera nada.
Yushka también se divertía con ellos. Sabía por qué los niños
se reían de él y lo molestaban. Confiaba en que los niños lo amaban, que lo
necesitaban, sólo que no sabían amar a las personas, no sabían qué hacer con el
amor, y por esto lo molestaban.
En sus casas, los padres decían a los niños que no estudiaban
o a los desobedientes: «¡Serás como Yushka! Crecerás y andarás descalzo en
verano y con botas rotas en invierno. Todos te molestarán. No tomarás té con
azúcar, sino agua sola».
Los adultos, al toparse con Yushka en la calle, a veces
también lo ofendían. En ocasiones los adultos sufrían alguna desdicha inmensa
o una ofensa, o simplemente estaban borrachos, y entonces una furia rabiosa
embargaba sus corazones. Al ver a Yushka camino de la herrería, o que regresaba
a dormir a su casa, el adulto le decía: «¿Por qué andas por aquí si eres tan
extravagante, tan diferente de los demás? ¿Sobre qué algo tan especial estás
pensando?».
Yushka se detenía, lo escuchaba y no le respondía.
«Pero ¿es que no tienes palabras? ¡Ni que fueras un
animal! Tienes que vivir simple y honestamente, como vivo yo, y no andar
pensando en cosas secretas. ¡Habla! ¿Vivirás como es debido? ¿No? ¡Aja...! ¡De
acuerdo!»
Y tras aquella conversación en la que Yushka no había
dicho nada, el adulto se convencía de que el culpable de todo era Yushka y, acto
seguido, comenzaba a golpearlo. La docilidad de Yushka enfurecía aún más al
adulto, que lo golpeaba más de lo que había querido al principio, y en este
enfurecimiento olvidaba momentáneamente su desgracia.
Yushka permanecía largo rato sobre el polvo de la
carretera. Al volver en sí se ponía de pie sin ayuda. A veces iba a buscarlo la
hija del dueño de la herrería, lo levantaba y se lo llevaba a casa.
-Sería mejor que te murieras, Yushka -le decía la hija del dueño-.
¿Para qué vives?
Yushka la miraba con asombro. No entendía por qué debía morirse si
había nacido para vivir.
-Mis padres me hicieron. Ésta
fue su voluntad -respondía Yushka-. No puedo morir. Además, ayudo a tu padre en
la herrería.
-¡Valiente ayudante! ¡Cualquier
otro ocuparía tu puesto!
-Dasha, ¡la gente me quiere!
Dasha se reía.
-Hoy te han hecho un corte en
la mejilla, te sangra; la semana pasada te partieron la oreja, y dices que la
gente te quiere.
-La gente me quiere sin saberlo -le decía Yushka-. A veces el
corazón de la gente es ciego.
-¡Sí, tienen el corazón ciego,
pero ojos que ven! -decía Dasha-. ¡Anda, camina más deprisa! Te quieren de
corazón, pero te golpean por interés.
-Sí, es verdad. Se enfadan
conmigo por interés -admitió Yushka-. Me ordenan que no ande por la calle y me
destrozan el cuerpo.
-¡Ay, Yushka, Yushka! -suspiraba Dasha-. -Y mi padre dice que
todavía no eres viejo.
-¡Claro que no soy viejo...! Sufro del pecho desde niño, por eso
tengo tan mal aspecto y parezco un viejo...
A causa de su enfermedad,
Yushka dejaba al dueño durante un mes todos los veranos. Iba a pie hasta una
aldea muy lejana donde al parecer vivían sus parientes. Sin embargo, nadie
sabía qué parentesco tenían con él.
Hasta el mismo Yushka no se
acordaba, y un verano decía que en aquella aldea vivía una hermana viuda, y al
verano siguiente que tenía una sobrina allí. A veces decía que se iba a la
aldea y otras a Moscú. La gente pensaba que en aquella aldea vivía una hija a
la que Yushka quería mucho, y que era tan bondadosa como su padre.
Al llegar junio, o en agosto,
Yushka se echaba al hombro su alforja, en la que ponía pan, y se marchaba. Por
el camino respiraba el aroma de la hierba y los bosques, miraba las nubes
blancas que nacían en el cielo, escuchaba la voz de los ríos murmurando en los
bancos de piedras, y su pecho enfermo descansaba, dejaba de sentir su
enfermedad, la tisis. Al internarse en aquellos parajes totalmente
despoblados, Yushka ya no escondía su amor a los seres vivos. Se inclinaba
hacia la tierra y besaba las flores, tratando de no respirar sobre ellas para
no marchitarlas con su respiración, acariciaba la corteza de los árboles,
levantaba las mariposas y los insectos que caían muertos y estudiaba sus caras
sintiéndose huérfano sin ellos. Los pájaros cantaban en el cielo. Libélulas,
otros insectos y grillos laboriosos emitían alegres sonidos en la hierba, y el
alma de Yushka se sentía ligera y en su pecho entraba el dulce aroma de las
flores, que olían a humedad y a luz solar.
Por el camino, Yushka descansaba. Se sentaba a la sombra
de los árboles en la linde de la carretera y dormitaba en el calor y la
tranquilidad. Tras descansar y recuperar el aliento, ya no volvía a recordar su
enfermedad y seguía su camino alegre, como si fuera una persona saludable.
Yushka tenía cuarenta años, pero desde hacía mucho su enfermedad lo torturaba
envejeciéndolo prematuramente, por lo que a todos parecía decrépito.
Y así, cada año, salía Yushka a los campos, bosques y ríos
rumbo a una lejana aldea o hacia Moscú, donde quizá lo esperaba alguien o
quizá no: nadie en la ciudad lo sabía a ciencia cierta.
Pasaba un mes, y Yushka regresaba y volvía a trabajar en
la herrería desde la mañana hasta que caía la noche. Vivía igual que antes, y
niños y adultos, los vecinos del pueblo, seguían riéndose de él, echándole en
cara su resignada estupidez, molestándolo.
Imperturbable, Yushka vivía hasta el verano siguiente, y
en cuanto éste llegaba se echaba su alforja al hombro, ponía en una bolsita
aparte toda la paga del año, unos cien rublos, se colgaba la bolsita al cuello
y salía sin que nadie supiera adónde ni a quién iba a ver.
Con los años, Yushka estaba cada vez más débil, porque el
tiempo de su vida se acortaba y su enfermedad del pecho martirizaba su cuerpo y
lo agotaba. Un verano, cuando ya había
llegado el momento de que Yushka partiera hacia la lejana aldea, se quedó en
la herrería. Un atardecer, ya casi de noche, Yushka salió arrastrando los pies
de la herrería y se dirigió a la casa del dueño. Un alegre transeúnte, que
conocía a Yushka, se rió al verlo:
-¿Para qué sigues pisando la tierra, pelele de dios?
¡Ojalá te mueras, porque sin ti quizá esto será más alegre...!
Y en aquel instante, quizá por primera vez en su
vida, Yushka se enfadó.
-¿Qué te pasa? ¿Te molesto o qué...? Mis padres me
trajeron al mundo para que viviera. Nací según la ley. El mundo también me
necesita, como a ti, ¡así que sin mí tampoco estaría bien...!
El transeúnte interrumpió a Yushka irritado.
-Pero ¿cuándo has empezado a hablar? ¿Quién eres tú, chiflado
inútil, para compararte nada menos que conmigo?
-No me comparo -dijo Yushka-, pero la necesidad nos hace
a todos iguales...
-¡No te hagas el sabihondo! -gritó el transeúnte-.
¡Yo sé más que tú! ¡Mira por dónde se pone ahora a hablar! ¡Te voy a enseñar lo
que es ser inteligente!
Alzando la mano, el transeúnte, con la fuerza de su
enfado, empujó a Yushka por el pecho. Yushka cayó boca arriba.
Yushka quedó un rato tendido en esa posición. Luego
se dio la vuelta, se quedó boca abajo, no se movió más y no se levantó.
Al poco rato pasó por allí una persona, un carpintero
del taller de muebles. Llamó a Yushka. Después lo giró y vio la oscuridad en
sus ojos blancos e inmóviles. Tenía la boca negra. El carpintero la limpió con
la mano y se dio cuenta de que era sangre coagulada. Tocó la tierra bajo la
cabeza de Yushka y la sintió húmeda por la sangre que había salido de la
garganta de Yushka.
«Está muerto -dijo en un suspiro el carpintero-. Adiós,
Yushka, perdónanos a todos. La gente te despreció, pero ¿cómo se atrevían a
juzgarte...?»
El dueño de la herrería preparó a Yushka para el
entierro. Dasha, la hija del dueño, lavó su cuerpo que pusieron sobre la mesa
del herrero. Todo el pueblo, los jóvenes y los viejos, todos los que habían
conocido a Yushka y se habían reído de él en vida, y lo habían molestado, se
dieron cita junto a su cuerpo para despedirse de él.
Después enterraron a Yushka y todos lo olvidaron. Pero sin
Yushka la gente empezó a vivir peor. Todo su enfado y sus burlas se quedaban
entre ellos, porque ya no vivía Yushka, que aguantaba sin chistar cualquier
furia, el ensañamiento, la burla y la hostilidad ajena.
Se acordaron de Yushka cuando el otoño ya estaba bien
avanzado. Un oscuro día de mal tiempo, llegó a la herrería una joven y preguntó
al dueño dónde podía encontrar a Yefim Dmítrievich.
-¿Qué Yefim Dmítrievich? -se sorprendió el herrero-. Nunca
hemos tenido a nadie con ese nombre.
La muchacha, sin embargo, no se fue. Permaneció en silencio
como esperando algo. El herrero la miró para calcular qué clase de visita le
había traído la tempestad. La joven era pequeña y menuda, pero su limpia y
suave cara era tan delicada y dulce, sus ojos grises miraban con tanta
tristeza como si estuvieran a punto de llenarse de lágrimas, que el corazón del
herrero se ablandó y de pronto cayó en la cuenta:
-¿No será Yushka? Sí, es él, en su pasaporte ponía
Dmítrievich...
-Yushka -susurró la muchacha-. Es verdad. Él se
llamaba a sí mismo Yushka.
El herrero se quedó callado y después preguntó:
-¿Y usted quién es? ¿Una pariente?
-No, no soy familia suya. Me quedé huérfana y Yefim Dmítrievich
me buscó una familia en Moscú. Después me envió a la escuela... Todos los años
iba a verme y me llevaba el dinero del año para que pudiera vivir y estudiar.
Ahora ya he crecido, he terminado la universidad, pero este año Yefim
Dmítrievich no ha ido a verme. Dígame dónde está. Me contó que ha trabajado con
usted durante veinticinco años...
-Pasó un cuarto de siglo, envejecimos juntos -dijo el
herrero.
Cerró la herrería y llevó a la visitante al
cementerio. La muchacha permaneció en silencio y se apretó contra la tierra en
la que yacía Yushka, la persona que la había alimentado desde su niñez, que
nunca había comido azúcar para que ella pudiera comerla.
Ella sabía que Yushka estaba aquejado por una enfermedad
y había estudiado medicina para curar a la persona que más la había amado en
este mundo y a la que ella había amado con todo el calor y la luz de su corazón.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. La joven doctora
se quedó en nuestra ciudad. Empezó a trabajar en el hospital atendiendo a las
personas con tuberculosis, visitando las casas en las que había enfermos, sin
cobrar nada por su trabajo. Ahora también ella ha envejecido, pero como cura y
consuela durante todo el día a los enfermos, alivia sin cesar sus sufrimientos
y aleja la muerte de los más débiles. Todos la conocen en la ciudad. La llaman
la hija del buen Yushka, aunque hace ya mucho olvidaron quién era Yushka y que
ella no era su hija.