Un amigo mío, anticipando los regalos de Navidad, me obsequia con una reproducción facsímil de un manuscrito francés del siglo XV, que trata del gran viaje que en un tonel de vidrio hizo Alejandro el Magno al fondo del mar. Como es sabido, Alejandro pasó cuarenta días comiendo carne y embadurnándose con esencias pérsicas, y no pronunciando ni una sola vez un nombre de pez. Estas eran graves precauciones para apartarse lo más posible de la fauna piscícola, y una vez Sumergido no ser tomado como miembro de ella. No encontró inconveniente alguno, según el Poema, en ser bendecido siete veces por el obispo de Babilonia. El mago Keotes, que es en la legendaria índica alejandrina compañero inseparable de Alejandro, le enseñó durante siete noches, sentados ambos en el desierto -sin que hubiese gente en un radio de nueve leguas-, el lenguaje de las sirenas. Es sabido que el lenguaje sirénido no se puede aprender por gramática ni diccionario, que hay que estudiarlo comenzando por los primeros sonidos, gritos y balbuceos de la sirena infantil y poco a poco madurando y dominando la lengua, hasta lograr el habla cotidiana; como niño que se suelta a hablar y a poco se va liberando de tropiezos y formulando correcto.
Alejandro se vistió de rojo y oro, y se ciñó con lana empapada en cera virgen. Y antes de meterse en el tonel de vidrio, sus escribanos de cámara le leyeron al mar veinticuatro decretos, que redujeron el océano a calma. Y por fin, en una barca dibujada por Nearcos y construida con noventa y nueve maderas diferentes, Alejandro salió a alta mar -parece ser que la cosa fue en el golfo Pérsico-, y fue lanzado en el tonel a las aguas, que se apartaron respetuosamente. El mar atemorizado, dijo: «¡Salam!».
Alejandro vio varias tribus de peces, vio los hombres submarinos, y dos sirenas, una de cierta edad, morena, gorda, que se mantuvo a distancia del tonel, y otra joven y rubia, que se acercó con ejemplos de línea sinuosa, y en viendo a Alejandro comenzó a cantar. El propio Poema duda de si Alejandro vio maravillas marinas, o las escuchó de labios de la sirena. Alejandro se encontró con una cigüeña en la torre más alta de la ciudad de Beltar, que fue una ciudad que los hombres hicieron hacia abajo después de haber hecho, hacia arriba, la torre de Babel. La cigüeña, según le explicó a Alejandro, invernaba en las fuentes del Nilo, y veraneaba en Beltar. Meses más tarde, Alejandro irá a descubrir las fuentes del gran río de los egipcios, que él creía que comunicaba con todos los océanos interiores y exteriores.
Habiendo admirado los jardines de Beltar y escuchado las tonadas vespertinas de la sirenita, Alejandro tiró de la cuerda de señales, y fue izado a la superficie. Y los suyos fueron sorprendidos por la barba del gran rey, que en las horas submarinas se le había puesto verde. También le habían nacido escamas en las pantorrillas... El propio Dante se hará eco de esta enorme aventura, y Ruskin, en una extraña escultura de la catedral de Amiens querrá reconocer a Alejandro en su tonel, bajando a llevar nada menos que la fe cristiana al mundo submarino. Alejandro, pues, fue una vez el ombligo del Cosmos.
Parece tan terrible quedarse soltero, ser un viejo que tratando de conservar su dignidad suplica una invitación cada vez que quiere pasar una velada en compañía de otros seres; estar enfermo y desde el rincón de la cama contemplar durante semanas el cuarto vacío, despedirse siempre ante la puerta de la calle, no subir nunca las escaleras junto a su mujer, sólo tener una habitación con puertas laterales que conducen a habitaciones de extraños, traer la cena a casa en un paquete, tener que admirar a los niños de los demás y ni siquiera poder seguir repitiendo «Yo no tengo», modelar su aspecto y su proceder según el modelo de uno o dos solterones que uno conoció cuando era joven.
Así será, pero también hoy y más tarde, en realidad, será uno mismo quien está allí, con un cuerpo y una cabeza reales, y también una frente, para poder golpeársela con la mano.
Dicen que había un león en un territorio con muchas aguas y pastos. En aquel territorio había también tantos animales como aguas y prados, pero no los aprovechaban porque temían al león. Por eso se reunieron, se presentaron al león y le dijeron:
-Para conseguir la presa tienes que cansarte y fatigarte. Nosotros venimos a exponerte una idea que a ti te procurará beneficio y a nosotros seguridad. Si tú nos prometieras respetarnos y no aterrorizarnos te enviaríamos una presa cada día a la hora del almuerzo.
Al león le satisfizo aquello, y los animales cerraron el trato con el león y empezaron a cumplir lo prometido.
Mas adelante le cayó en suerte a un conejo ser almuerzo del león. Entonces fue y dijo a los otros animales:
-Sois compañeros míos y yo os prometo libraros del león sin peligro para nadie.
Los animales dijeron:
-¿Qué tenemos que hacer?
El conejo precisó:
-Ordenar al que me lleve al león que vaya despacio cuando yo se lo pida.
-Dalo por hecho.
Y el conejo se puso en marcha, demorándose hasta pasado el momento en que el león debía habérselo comido. Sólo entonces se le presentó, solo y remoloneando. Como había pasado hambre, el león estaba furioso. Se levantó, fue hacia el conejo y le dijo:
-¿De dónde sales?
El conejo contestó:
-Me envían los animales. Traía conmigo un conejo, para ti, pero por el camino me siguió un león que acabó quitándomelo con estas palabras: ¡Yo soy el primero en este territorio! ¡Ningún animal puede: disputármelo!» Yo le avisé: «Este es el almuerzo del rey, se lo mandan los animales... No le provoques.» Pero él me injurió y te insultó y yo vine corriendo a informarte.
El león ordenó:
-Ven, enséñame dónde está ese león.
Y el conejo le llevó a una poza de agua honda y transparente. Se la enseñó y dijo:
-Aquí.
El león miró y vio su reflejo y el reflejo del roedor en agua, y sin desconfiar de las palabras del conejo se lanzó contra el león para matarlo, ahogándose en la poza.
Tras largos años de estudios Malik Dinar decidió ponerse en camino en busca del Maestro Escondido. Apenas se había alejado de su casa, cuando encontró a un derviche que avanzaba con dificultad. Los dos hombres caminaron juntos, en silencio. Al cabo de un par de horas el derviche habló:
-¿Quién eres? ¿Adónde vas?
-Soy Malik Dinar. Voy en busca del Maestro Escondido.
-Yo soy El Malik el-Fatik -dijo el derviche-. Recorreré este camino contigo.
-¿Puedes ayudarme a encontrar al Escondido?
-¿Que si puedo ayudarte? ¿Puedes ayudarme tu? -dijo el derviche, con ese tono tan irritante al que tan aficionados son los derviches-. Todo depende del uso que se haga de la experiencia. Y eso sólo puede transmitirlo, parcialmente, un compañero de viaje.
-¿Qué quieres decir?
-No quiero decir nada. Lo digo.
Llegaron junto a un árbol, que oscilaba y crujía.
-El árbol habla -dijo el derviche, que se había detenido-. Escucha.
-¿El árbol habla?
-Sí. Y esto es lo que dice: «Algo me hiere. Tómate el tiempo necesario para sacarlo de mi tronco, para que yo pueda descansar.»
Tengo demasiada prisa -dijo Malik Dinar-. Y, de todas formas, ¿cómo puede ser que un árbol hable?
Siguieron su camino.
Se detuvieron un poco más lejos y el derviche dijo: -Cuando estábamos junto al árbol, he olido a miel.
Quizá había un enjambre de abejas en el tronco...
-Sí, es verdad -dijo Malik Dinar-. Aprisa, volvamos y cojamos la miel. Nos la comeremos y la venderemos para pagarnos los gastos del viaje.
-Si así lo quieres -dijo el derviche.
Dieron media vuelta. Cuando estuvieron junto al árbol, vieron a un grupo de viajeros que acababan de recoger gran cantidad de miel.
-¡Que golpe de suerte! -decía uno de aquellos hombres-. ¡Aquí hay suficiente miel para abastecer a toda una ciudad! De pobres peregrinos, henos aquí convertidos en comerciantes. Nuestro porvenir está asegurado.
Malik Dinar y el derviche reemprendieron el viaje en silencio.
Llegaron a una montaña y en el interior de ésta oyeron una especie de murmullo, de continuo zumbido. El derviche pegó la oreja al suelo y dijo:
-Bajo nuestros pies se agitan millones y millones de hormigas. Están construyendo una colonia. Y ese zumbido que oímos es una demanda de auxilio. En el lenguaje de las hormigas, nos dicen: «Ayudadnos. Estamos cavando un túnel, pero unas piedras muy duras nos obstruyen el paso. Rompedlas."
Y el derviche le preguntó a Malik Dinar:
-¿Nos detenemos para ayudarlas o seguimos nuestro camino?
-Amigo mío, las hormigas y las piedras no nos conciernen. Yo busco al Maestro Escondido. No me interesa nada más.
-Como quieras -dijo el derviche-. Sin embargo, oigo que las hormigas murmuran que todas las cosas se tocan y se entremezclan. Eso podría tener alguna relación con nosotros.
Malik Dinar no prestó la más mínima atención a las observaciones del derviche, y los dos hombres siguieron su camino el uno al lado del otro.
Se detuvieron para pasar la noche. Malik Dinar se dio cuenta de que había perdido su cuchillo. «Se me debe de haber caído cerca de aquel hormiguero», pensó.
Allí regresó a primera hora de la mañana, con el derviche.
Al llegar a la montaña vieron a un grupo de hombres, cubiertos de barro, que descansaban al lado de un montón de monedas de oro. Era un tesoro, dijeron, que acababan de desenterrar. Y añadieron, acosados a preguntas por Malik Dinar:
-Caminábamos por la carretera, cuando un pobre derviche nos llamó y nos dijo: «Cavad en este sitio. Veréis como lo que es piedra para unos puede ser oro para otros.» ¡Y he aquí la fortuna que nos ha dado esta tierra!
Malik Dinar maldijo su mala suerte.
-Si nos hubiésemos detenido -le dijo al derviche-, tú y yo seríamos ricos ahora.
Entonces uno de los hombres que descansaba le dijo a Malik Dinar:
-Tengo que decirte que este derviche que te acompaña se parece mucho al que nos habló anoche.
-Todos los derviches se parecen -dijo el derviche.
Malik Dinar y su compañero volvieron a ponerse en marcha. Algunos días más tarde llegaron al borde de un río muy agradable. Se detuvieron para esperar la barca. Delante de ellos, un pez saltó varias veces fuera del agua.
-Ese pez -dijo el derviche-, nos envía un mensaje. Nos dice: «Me he tragado una piedra. Cogedme y dadme a comer determinada hierba. Ésta me permitirá sacar la piedra, que de no ser así me ahogará. ¡Viajeros, tened piedad de mí! »
En aquel momento llegó la barca y Malik Dinar, impaciente por seguir viaje, hizo subir al derviche. Como caía la tarde, pasaron la noche en la orilla opuesta.
Por la mañana apareció el barquero radiante de felicidad. Les dijo que la noche anterior había sido la noche de su fortuna. Besó las manos del derviche y de Malik Dinar, y les dijo que eran los portadores de su suerte. Le pidió al derviche que lo bendijera.
-Será un placer -dijo éste-, porque te lo mereces.
-¿Qué ha pasado pues? -preguntó Malik Dinar.
-Soy rico, y ahora sabréis cómo. Anoche, estaba a punto de volver a casa cuando os vi en la otra orilla. Decidí, a pesar de vuestro pobre aspecto, hacer un último viaje, porque a veces da buena suerte ayudar a viajeros menesterosos. Cuando estaba amarrando mi barca, el trabajo ya terminado, vi a un pez que se había lanzado a la orilla. Intentaba desesperadamente tragar, una brizna de hierba. Le puse la hierba en la boca. Entonces vomitó una piedra y volvió a sumergirse en el río. Esa piedra era un diamante perfecto, de un tamaño incomparable. Hará la fortuna de mi familia durante siete u ocho generaciones.
Entonces Malik Dinar estalló hecho una furia y le dijo al derviche:
-¡Eres un demonio! ¡Tú sabías de la existencia de esos tesoros por alguna secreta percepción! ¡Pero no me lo dijiste a las claras! ¿Así se comporta un verdadero compañero de viaje? Sin ti, solo tenía mala suerte. ¡Pero al menos no conocía la existencia de estos tesoros escondidos! ¡Nada sabía de estas posibles riquezas escondidas en un árbol, en una montaña y en el vientre de un pez! ¡Escondidas en todas las cosas, quizá!
En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras irritadas sintió que un fuerte viento le levantaba el alma. Y supo, en aquel preciso instante, que la verdad era justo lo contrario de lo que acababa de decir.
El derviche le tocó suavemente el hombro y le sonrió.
-Ahora ves -le dijo-, el uso que se puede hacer de la experiencia. El conocimiento del Maestro Escondido solo puede transmitirse de forma parcial por un compañero de viaje.
-¿Dónde está ese Maestro Escondido?
-Lo has percibido perfectamente. Está en ti.
Malik Dinar se quedó inmóvil un instante, como atontado. Esperó a que la calma penetrase en su alma y la calma llegó. Se dio la vuelta y vio al derviche, que se iba con un grupito de viajeros. Hablaban animados de los peligros que sin duda les acechaban en el camino.
-Ella nunca ponía el Niño de esa manera -dijo Chelo al sentarse a la mesa.
-Es lo mismo; cámbialo. Ni me di cuenta.
Cati se pasó delicadamente las manos por las mejillas sofocadas.
-Sentaos -dijo.
Raúl y Tomás hablablan junto a la chimenea.
Dijo Chelo:
-Mujer, es lo mismo. El caso es que el Niño presida, ¿no?
La silla crujió al sentarse Raúl, a la cabecera. Elvi rió al otro extremo.
-Deberías comer con más cuidado -dijo-. Yo no sé dónde vas a llegar.
Dijo Frutos:
-¿Por qué no habéis prendido lumbre como otros años?
A Cati le temblaba un poco la voz:
-Pensé que no hacía frío -levantó sus flacos hombros como disculpándose-. No sé...
-Bendice -dijo Toña.
La voz de Raúl, a la cabecera, tenía un volumen hinchado y creciente, como el retumbo de un trueno:
-Me pesé el jueves y he adelgazado, ya ves. Pásame el vino, Chelo, haz el favor.
Dijo Cati:
-Sí queréis prendo. Todavía estamos a tiempo.
Hubo una negativa general; una ruidosa, alborotada negativa.
-¿No bendices? -preguntó Toña.
Agregó Frutos:
-Yo, lo único por el ambiente; frío no hace.
Cati humilló ligeramente la cabeza y murmuró:
-Señor da pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan.
Al concluir se santiguó.
Dijo Elvi:
-¡Qué bendición más original, chica! Ella nunca bendecía así.
Rodrigo miró furtivamente a su izquierda, hacia Cati:
-Se me hace raro no verla aquí, a mi lado, como otros años.
Tomás, Raúl y Frutos hablaban de las ventajas del «Seat 600» para aparcar en las grandes ciudades. Dijo Raúl:
-En carretera fatiga. Es ideal para la ciudad.
Chelo tenía los ojos húmedos cuando dijo:
-¿Os acordáis del año pasado? Ella lo presentía. Dijo:«Quién sabe si será la última Navidad que pasamos juntos.» ¿No os acordáis?
Hubo un silencio estremecido, quebrado por el repique de los cubiertos contra la loza. Raúl estalló:
-Llevaba veinte años diciendo lo mismo. Alguna vez tenía que ser. Es la vida, ¿no?
Cati carraspeó:
-Esa bendición se la oí un día al padre Martín. Es sobria y bonita. Me gustó.
Tomás levantó la voz:
-A mí, como no me gusta correr, tanto me da un coche grande como uno pequeño.
Elvi fruncía su naricita respingona cada vez que se disponía a hablar. Dijo:
-Raúl tiene pan, pero haría mejor pidiéndole a Dios que no le diese hambre. Si no, yo no sé dónde va a llegar.
Elena pasaba las fuentes alrededor de la mesa.
Y cuando Elví habló, unió su risa espontánea a la de los demás.
-No, gracias, hija; no quiero más -dijo Frutos con un breve gesto de la mano. Rodrigo denegó también.
Dijo luego:
-Ella ponía la lombarda de otra manera. No sé exactamente lo que es, pero era una cosa diferente.
Raúl se volvió a Tomás:
-Pero, bueno ¿quieres decirme qué kilómetros haces tú?
Dijo Frutos:
-Con la chimenea apagada no me parece Nochebuena, la verdad.
Toña saltó:
-No es la chimenea.
Cati se inclinó hacia Rodrigo:
-Está rehogada con un poco de ajo, exactamente como ella lo hacía.
Elvi arrugó su naricilla:
-Sigo pensando en esa bendición tuya, tan original Cati. Creo que no está bien. Para arreglar ese asunto entre los que tienen hambre y los que no tienen hambre, me parece que no es necesario molestar a Dios. Sería más sencillo decirles a los que tienen pan y no tienen hambre, que les den el pan que les sobra a los que tienen hambre y no tienen pan.
De esa manera, todos contentos, ¿no os parece?
Tomás se soliviantó un poco:
-Haga los kilómetros que haga. Yo no tengo necesidad de correr y en carretera tanto me da un «Seiscientos» como un «Mercedes»; es lo que tengo que decir.
-A mí no me parece Nochebuena -dijo Frutos después de observar atentamente la habitación-. Aquí falta algo.
Chelo amusgó los ojos y miró hacia Cati:
-Cati, mona -dijo- si te miro así con los ojos medio cerrados, como vas de negro, todavía me parece que está ella -se inclinó hacia Raúl-. Raúl -añadió-, cierra los ojos un poco, así, y mira para Catí. ¿No es verdad que te recuerda a ella?
Cati hizo un esfuerzo para tragar. Toña hizo un esfuerzo para tragar. Raúl hizo un esfuerzo para tragar.
Finalmente, entrecerró los ojos y dijo:
-Sí, puede que se le dé un aire.
Rodrigo se dirigió a Frutos, cruzando la conversación:
-No te pongas pelma con el ambiente. No es el ambiente. Es la lombarda; y el besugo también. Este año tienen otro gusto.
Frutos enarcó las cejas.
-Lo que sea no lo sé. Pero a mí no me parece que hoy sea Nochebuena.
Cati descarnaba el alón del pavo nerviosamente, con increíble destreza. Luego se lo llevaba a la boca con el tenedor en porciones minúsculas.
Dijo Raúl:
-Pásame el vino, Chelo, anda.
Chelo le pasó la botella. Inmediatamente se incorporó y, sin decir nada, colocó al Niño en ángulo recto con el largo de la mesa, encarando a Cati. Inquirió:
-¿Y así?
Dijo Elvi:
-No os molestéis. Es la bendición tan rara de Cati la que lo ha echado todo a perder.
Toña gritó:
-¡No es la bendición!
-Bueno, no os pongais así. Lo que hay que hacer es beber un poco -dijo Raúl-. El ambiente va por dentro.
Y repartió vino en los vasos de alrededor.
Frutos se puso en pie y sacó del bolsillo una caja de fósforos:
-Aguarda un momento -dijo-. ¿Tenéis un papel? -se dirigió a la chimenea.
Chelo le dijo a Toña:
-Toña, por favor. cierra un poco los ojos, así, y mira para Cati.
-Déjame -dijo Toña.
Las llamas caracoleaban en el hogar. Frutos se incorporó con una mano en los riñones.
Voceó mirando al fuego:
-Esto es otra cosa ¿no?
Añadió Chelo:
-Yo no sé si es por el luto o que...
Frutos reculaba sin cesar de mirar a la lumbre:
-¿Qué? ¿Hay ambiente ahora o no hay ambiente?
Hubo un silencio prolongado, Rodrigo lo rompió al fin. Le dijo a Catí:
-¿Pusiste manzanas en el pavo?
-Sí, claro.
Rodrigo encogió los hombros imperceptiblemente.
Frutos apartó su silla y se sentó de nuevo. Continuaba mirando al fuego. Toña le dijo irritada:
-No te molestes más; no es el fuego.
Elvi frunció su naricita:
-Catí -dijo-, si probaras a bendecir de otra manera, a lo mejor...
Se oyó un ronco sollozo. Raúl dejó el vaso de golpe, sobre la mesa.
-¡Lo que faltaba! -dijo-. ¿Pues no está llorando la boba ésta ahora? Cati, mujer, ¿puede saberse qué es lo que te pasa?
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con toda la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al Oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerro al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio; poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces alrededor del patio, mordiéndose la lengua y mugiendo. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de un cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con atención profesional que estaba visiblemente buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados de la criatura recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo. Había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
-¡Hijo, mi hijo querido! -sollozaba ésta sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
-A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
-¡Sí!... ¡Sí!... -asentía Mazzini-. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
-En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza o inteligencia, como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años, Mazzini y Berta desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
-Me parece -díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos- que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
-Es la primera vez -repuso al rato- que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada.
-De nuestros hijos, me parece...
-Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? –alzó ella los ojos. Esta vez Mazzini se expresó claramente.
-Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, ¿no?.
-¡Ah, no! -se sonrió Berta, muy pálida-; pero yo tampoco, supongo... ¡No faltaba más!... -murmuró.
-¿Qué no faltaba más?
-¡Que si alguien tiene la culpa no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con un brutal deseo de insultarla.
-¡Dejemos! -articuló al fin, secándose las manos.
-Como quieras; pero si quieres decir...
-¡Berta!
-¡Como quieras!
Éste fue el primer choque, y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones sus almas se unían con doble arrebato y ansia por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre.
Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en su hija toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aun en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que sus padres eran incapaces de negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
-¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
-Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
-¡No, no te creo tanto!
-Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
-¡Qué! ¿Qué dijiste?
-¡Nada.
-¡Sí, te oí algo! Mira, ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
-¡Al fin! -murmuró con los dientes apretados-. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías decir!
-¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes? ¡Sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
-¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos; mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido y, como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día, radiante, había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo... Rojo...
-¡Señora! Los niños están aquí en la cocina.
Berta llegó. No quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en estas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
-¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aún no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirante. Viéronla mirar a todos lados y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron al cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, se sintió cogida de una pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
-¡Soltáme! ¡Dejáme! -gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
-¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! -lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
-¡Mamá! ¡Ay, ma...! -no pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
-Me parece que te llama -le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio:
-¡Bertita!
Nadie respondió.
-¡Bertita! -alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló del horrible presentimiento.
-¡Mi hija, mi hija! corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta, entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola.
-¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
Una esperanza se hizo una casa y le puso una baldosa que decía: Bienvenidos los que llegan a este hogar.
Un fama se hizo una casa y no le puso mayormente baldosas.
Un cronopio se hizo una casa y siguiendo la costumbre puso en el porche diversas baldosas que compró o hizo fabricar. Las baldosas estaban colocadas de manera que se las pudiera leer en orden. La primera decía: Bienvenidos los que llegan a este hogar. La segunda decía: La casa es chica, pero el corazón es grande. La tercera decía: La presencia del huésped es suave como el césped. La cuarta decía: Somos pobres de verdad, pero no de voluntad. La quinta decía: Este cartel anula todos los anteriores. Rajá, perro.
Os presento a Ruben Shriki. Un tipo auténtico de verdad. De los de calibre y con un par de lo que hay que tener. Alguien que se ha atrevido a materializar los sueños con los que la mayoría de nosotros ni siquiera nos atrevemos a soñar. Shriki tiene pasta a carretadas, pero ésa no es la cuestión. También tiene una novia francesa que es modelo y que ha salido fotografiada en unas revistas que si no os la habéis meneao con ellas es sólo porque no han llegado a vuestras manos, aunque tampoco es eso lo que lo hace tan macho. Lo que hace especial a Shriki es que, al contrario que otros a los que les ha ido igual de bien, él no es más listo que vosotros, ni más guapo; ni más enrollao ni más astuto que vosotros. Ni siquiera tiene más suerte que vosotros. Shriki es igualito, pero lo que se dice exactito a mí y a vosotros en todo, y eso es lo que más envidia da: ¿cómo es posible que uno como nosotros haya llegado tan lejos? Y el que intente dar con la respuesta alegando que se trata de haber sabido estar en el momento y lugar oportunos, no se estará haciendo más que una paja mental. El secreto de Shriki es mucho más sencillo: todo le sale bien porque ha llevado su normalidad al límite. En lugar de renegar o de avergonzarse de ella, Shriki se dijo a sí mismo: éste soy yo, y ya está. Ni intentó ser mejor ni tampoco se abandonó, sino que sencillamente se quedó en ese punto medio, tan natural él. Hizo unos inventos normales, y lo recalco, normalitos. Nada brillantes sino corrientes, y eso es precisamente lo que la humanidad necesita. Los inventos geniales quizá sean buenos para los genios, ¿pero cuántos genios puede haber? Mientras que los inventos normales son buenos para todos.
Un día estaba Shriki sentado en el salón de su casa de Rishon Lezion tomándose unas aceitunas rellenas de pimiento. Pero el placer que Shriki obtenía de las aceitunas rellenas no era completo. Le gustaban mucho más las aceitunas mismas que el relleno de pimiento, aunque por otro lado prefería el pimiento al hueso original, duro y amargo. Y así fue como se le ocurrió la primera idea de la cadena de ideas que cambiaría su vida y la nuestra: una aceituna rellena de aceituna, así de sencillo, una aceituna sin el hueso y rellena de otra aceituna. La idea tardó un tiempo en cuajar, pero cuando prendió en él ya no la soltó, como un perro bóxer cuando cierra las fauces alrededor del tobillo de su víctima. Y enseguida, tras las aceitunas rellenas de aceitunas, llegó el aguacate relleno de aguacate y, como broche final, tan dulcecito y mono él, el albaricoque relleno de albaricoque. En menos de seis años la palabra «hueso» perdió su significado y Shriki, como era de esperar, se hizo millonario. Tras sus conquistas en el campo de la alimentación, Shriki pasó a invertir en el ámbito inmobiliario y también ahí sin grandes aspavientos. Se cuidó de comprar donde ya era caro, y la verdad es que al cabo de uno o dos años resultó que lo que había comprado se puso todavía más caro. Así es como la fortuna de Shriki fue creciendo hasta que con el tiempo se encontró invirtiendo en casi todo lo invertible, excepto en alta tecnología, terreno que rechazó por unas razones tan simples que ni siquiera supo expresarlas con palabras.
Como a todo hombre corriente, el dinero cambió a Shriki. Se hizo más arrogante, más sonriente, más compasivo, más gordito; en resumen, más de todo. La gente, sin embargo, no lo quería demasiado, aunque lo apreciaba, que no es poco. Una vez, en una entrevista televisiva de cierto calado, le preguntaron a Shriki si creía que muchos aspiraban a ser como él.
-No tienen que aspirar a ello -dijo Shriki, sin que se supiera bien si sonreía al entrevistador o se sonreía a sí mismo-, ya son como yo -y el estudio se llenó del estruendo de los entusiastas aplausos que brotaban del aparato electrónico del panel de control que los productores del programa habían comprado especialmente para respuestas tan sinceras como aquélla.
Imaginaos a Shriki recostado en una hamaca junto a su piscina privada, dando buena cuenta de un plato de queso fresco y tomándose un zumito recién exprimido, mientras su esbelta pareja toma el sol desnuda en una colchoneta de playa. Y ahora intentad imaginaros a vosotros mismos en el lugar de Shriki, probando ese zumo recién exprimido y lanzándole cualquier estupidez en inglés a la francesa desnuda. Nada más fácil, ¿verdad? Y ahora intentad imaginaros a Shriki en vuestro lugar, situadlo exactamente donde vosotros estéis en este momento leyendo este cuento, situadlo pensando en vosotros en el chalet, imaginándose a sí mismo al borde de la piscina en lugar de vosotros, y ¡vaya! Ya estáis aquí otra vez leyendo el cuento y él de vuelta allí. De lo más normal, o como a su novia francesa le gusta decir: tranquille, tranquille, comiéndose otra aceituna sin tener siquiera que escupir el hueso porque no lo hay.
Era una especie de lluvia seca, que apagaba la luminosidad de las cosas y daba a las distintas horas del día cierto uniforme tono crepuscular.
Costumbre temible que habían tomado los cielos, la de cernir esos grises residuos del fuego y esparcidos, con ayuda del viento, como una oprimente melancolía general.
Miedo y perjuicio padecíamos todos: los del sur y nosotros, los del norte.
Allá, más cerca del volcán, más bien era pánico: se les desplomaban los techos, se borraban las aguadas, morían los pastos y el ganado. La gente huía.
A la búsqueda de aire puro, mi padre nos sacó de la ciudad. Quedamos instalados en una decorosa vivienda rural, dentro de unas parcelas urbanizadas, para familias medianamente acomodadas.
De la erupción del Descabezado, año 32, creía conservar solamente esos recuerdos.
La muerte de Luciano ha dado vigencia a otros.
Yo, que me considero un animal dañino, puro impulso de los sentidos; yo, negativo y negador, he regresado a recelosos pensamientos místicos.
He venido al tercer día, como estaba jurado. La inscripción, por mano de Luciano, está.
* * *
Fui al velorio. Se corrió un "¿Cómo se atreve...?", pero solapado, sin coraje.
Emilia, vestida de negro, de un negro lustroso y por consiguiente llamativo, se sorprendió de mi presencia, aunque no ingratamente (me lo comunicó su mirada).
Con mi descaro, que en el fondo algo podría admitir de transfiguración de un poco de pena, remordimiento y penitencia, me incliné sobre el vidrio ovalado para mirarlo en la caja. Estaba tal cual.
Justo lo que el cura, único que me habló, consintió en decirme: "De muerte natural". Claro, no deforma. Algo enfermizo me pareció, ya que le había mudado el color de la tez. No perfectamente "tal cual". Hasta se le habían desprendido unos mechones, lo que no era muy agradable presenciar. De todos modos, la merma de pelo podía pasar: cuestión de edad, aunque, a la de él, era temprano. Yo no podía juzgar: no lo había visto durante mucho tiempo.
El sacerdote era el mismo de la parroquia de nuestra infancia, ¡y pensar que yo suponía tan lejana la niñez...!
No me arrinconaron, en el velorio, los enconos ajenos, sino mis propias memorias: de la escuela, donde un guardapolvo blanco era Luciano; de la iglesia, a la hora de la doctrina, como si resurgiera en la yema de mis dedos el tacto de la madera sobada de los bancos.
Memorié las misteriosas conversaciones de la siesta, el pacto. "Si tenemos un alma que va a durar, si hay otra vida, el que muera primero tiene que avisarle al que quede."
"Si hay otra vida..." ¿Es que acaso dudábamos? No, si hasta nos asustaba la idea de que no hubiera, porque representaría el morir, morir de veras, cesar de gozar todo, sin compostura ni otra oportunidad. Eran desplantes -míos, yo propuse el pacto y el mensaje- copiados de mi alocado y deslumbrante tío, que los domingos venía de la ciudad, de visita, y nos dejaba cariño e influencias para toda la semana.
Yo quería sobrarlo, a Luciano. Siempre quise. (Cuando él, sin ostentación ni vanidad, me sobró en todo, en la vida, le quité por un tiempo a la mujer.)
Habíamos pronunciado otras promesas -de lealtad, de fraternidad, "por la eternidad"-, besando símbolos, sangrándonos un brazo e intercambiando nuestras sangres. Pero este voto recíproco pasaba a ser superior a todos los juramentos, porque nos remida fuera de la existencia común.
¿Cómo cumplirlo? Decidimos que tenía que ser con una inscripción en la lava. Que no era lava, sólo ceniza endurecida. Preferíamos darle ese nombre porque nos habían contado Los últimos días de Pompeya.
La ceniza se negociaba, por monedas, de puerta en puerta. Eran épocas de crisis y abundaban los menesterosos. Caía dondequiera y podría suponerse que bastaba recogerla. Sin embargo, no servía si provenía de la superficie, pues se malograba por la mezcla con tierra. Únicamente si formaba un cenizal alto, o profundo. El mejor yacimiento resultaba el relleno de un pozo, si se extraía con cuidado de no adulterarla con el polvo de las paredes.
Se le daba el uso doméstico del puloil, para limpiar metales. Pero resultaba tosca y se comprobó que gastaba los cubiertos y mellaba el filo de los cuchillos. Decayó la compra por las amas de casa y quedaron en abandono vastas depresiones de los terrenos incultos, colmados de la muerta materia venida del aire.
De impalpable que parecía cuando volaba o hacía su descenso, almacenada en las fracturas de la naturaleza se aglomeró, se apretujó entre sí, tomó espesura, se volvió compacta. Sobre su costra pareja podíamos dibujar, con palitos o estacas, nuestras quimeras y bajorrelieves. Perduraban.
* * *
He vuelto. ¿Hacía falta detenerme en casa de Luciano? No es forzosamente aquí donde debe empezar el pequeño viaje que me he propuesto. Sólo que percibo que prefiero un previo repaso. ¿De qué, de quién? ¿De Emilia o de la tendencia de mis instintos?
Me justifico ante ella, posiblemente sin que sea necesario.
-No te saludé, en el velorio. Los demás me mordían la nuca.
-También a mí.
-Sí, lo supongo.
Creo que no tenemos de qué hablar. ¿Es que realmente he venido a probarme, a veda como mujer? Tal vez. Reviven ansias mías. ¿Me las provoca Emilia o es mi apasionada carga? ¿Se da cuenta de lo que me pasa? Considero que sí. Sin embargo, después de un recargado silencio, le declaro, sin vehemencia, sin dureza, aunque con una convicción bien definida:
-Debí matarte.
La veo encogerse en el sofá. Para que no se quede tullida del susto, no me propongo aterrarla, le aclaro:
-Pasó el momento.
Esa especie de indulgencia la recompone y se anima a averiguar:
-¿Pero por qué, tanto me querías...?
La paro. Le pido que no sea lerda ni consentida. Ella me entiende. O no. No sé. Pero se aplana.
Tampoco comprende esta tentativa, que acabo de producir, de concentrar en ella la culpa de los dos. Advierto que la estoy castigando, pero no por lo anterior, como si fuera algo que ha sobrevenido y yo desconozco.
Parece que yo tendría que pensar -ante ella, dentro de esta casa- en algo más. Se me forma una ansiedad. Noto como el asedio de un enigma, que no resuelvo, ni punta le hallo.
Me he enmarañado y para cortar le anuncio: "Me voy". Ella me dice: "¿Tiene que ser así?". Yo le digo: "No hay otra manera".
Me sigue hasta la puerta. En el jardín está un perro que al llegar yo se mostró amistoso. Ahora lo tomo en cuenta. Creo reconocerlo. Me gana una onda de afecto, que viene de lejos, y cambio el talante conque me iba yendo.
Pregunto a Emilia: "¿Es aquel que...?". Emilia sabe, estoy tratando de ubicar el nombre. Es la primera simpatía que le comunico a ella esta mañana y se adelanta a servirme la respuesta, un poco triste: "Murió, hace tanto... Éste es el nieto. Se llama igual: Milo".
Me reinstalo en aquellas vacaciones, en aquel reino de la amistad y los nobles sentimientos: Milo... o Millo. Por Colmillo Blanco, nombre tan bien inventado pero tan largo, tan difícil de usar para llamar a un perro.
Al pasar, chasqueo los dedos. Lo incito: "¡Adelante, Mito!". Brinca con entusiasmo y se me pone a la par. No se atreve a sacarme ventaja porque no sabe a dónde iremos. Yo tampoco... durante unos segundos, hasta que me desprendo de la excitación que me ha creado el encuentra con Emilia y recuerdo que he vuelto porque se cumple el tercer día,
* * *
El robledal ha sido talado. Tiene que estar convertido en roperos o en ataúdes de lujo. El replante se ha hecho con la trivialidad de los álamos.
Insisto en el presentimiento de que, sin buscarla, me saldrá al paso, con su digno silencio, la capillita azul del 1700.
Milo se desmanda en cortas carreras y virajes, hocica supuestas cuevas de conejos silvestres, se frustra sin amarguras, regresa y me hace fiestas. ¿Por qué diablos me festeja? ¿Por mis perradas contra su amo?
¡Paz!, me impongo. Convierto el mandato en una acción física: me detengo, entre cierro los ojos, hago por sosegarme. No quiero enfermarme, sostengo en mi monólogo. Nada de que ahora venga la moral a encresparme los nervios... o a corroerme el alma. ¡No tengo alma, no tengo escrúpulos!
¿A dónde voy, entonces? ¿Qué pretendo demostrarme? ¿Que soy leal al amigo...? Ironizo contra mí, con una mueca.
Reanudo la marcha. El perro lo celebra. Disfruta de la travesía. Si me hace fiestas, ya comprendo, se debe a que es una bestia agradecida. No yo: carezco de gratitud y caridad. Me sorprendo aplicando estas palabras asimiladas en la clase de catecismo. Me veo vestido con el liso hábito escarlata, largo hasta los talones, y la sobrepelliz corta, blanca y almidonada; aprendiz o practicante de monaguillo, estoy de pie en una de las primeras gradas del altar, dándole con esmero el vaivén al incensario. Sonrío, sin burla.
Sin mortaja, como no sea la del silencio del campo y la fina gasa que trama la atmósfera durante el mediodía del estío, se me manifiesta el horno de ladrillos, con sus bastidores y contrafuertes, antes semisepultos-semisalidos, hoy entre gastados y derruidos... Me deja sentir que no se ha retirado de estos sitios la irrealidad que le conferimos los dos chicos. Nada más he de encontrar, seguramente, pero esto alcanza para que no haya desencanto.
Milo invade las ruinas y, ya a distancia, de verlo trotar sin altos y sin bajos deduzco que no hay depresiones, que los pozos han de haberse llenado con variedad de residuos hasta emparejarse con el nivel de los terrenos. Luego, al penetrar yo mismo por donde me ganó el perro, me entero que predomina el relleno de ceniza endurecida, poco menos que petrificada en tanto tiempo, con una cubierta miserable de polvo y hojarasca, que cualquier día es barrida por el viento y lavada por las lluvias.
Con una mano que no vacila en ensuciarse, limpio, para reconocer, en su tumba a perpetuidad, aquel aire ceniciento, ahora macizo, que aturdió mi infancia.
No he descuidado lo que vine a buscar, no creo hallar nada. Igual que si me buscara a mí mismo: empeño sin sentido.
Sin embargo, lo encuentro.
En la amplitud del cenicero, distingo un espacio que tiene la superficie despejada, no por acaso, para que se ofrezca a la vista, a mi vista, una inscripción de letra enorme que dice... lo que no consigo leer. Es que me sacude la impresión; me pongo torpe, turbio y vacilante.
El perro, ese maldito Milo, se ha puesto a corretearle por encima y me hace crecer la confusión. Quiere despabilarme, porque ha notado que no avanzo y, tal vez, se ha dado cuenta de mi gesto perdido; pero sus patas y sus uñas, en los entusiastas giros y enviones, destruyen los trazos que labraron el mensaje. Trato de ahuyentarlo y es peor, lo toma a juego.
Ya está consumado el estrago. Nada más permanecen legibles que mi nombre y dos o tres palabras, o sus restos.
Confusamente me sugieren un llamado, un pedido, un clamor. No sólo las que están a salvo, todavía, sino las que vislumbré antes de que las garrapateara el animal. En procura de sentido, asocio las más completas: "investigue" o "se investigue" y "muerte".
Pero mi atención funciona con desorden. Me extraña la quietud en que ha caído el perro. Se me ocurre, con rencor, que él traía una misión: la de impedir que yo llegara a enterarme.
Considero que debo irme. No me iré. Me ato a este lugar. Tengo que descifrar... ¿qué? ¿Lo que decía el mensaje? ¡No tanto! El hecho de que el mensaje haya existido, escrito por Luciano, que está muerto, y hallado por mí en la fecha exacta que, veinticinco años atrás, fue determinada por el pacto de dos niños. Yo he cumplido. Luciano también.
Estoy sobrecogido. No acierto a distinguir si esto que me sucede es estremecerse o enternecerse. Se me pasan por la mente las designaciones a menudo malgastadas: milagro, prodigio, más allá...
Con claridad leí "muerte". Además, me parece reconstruible "vida". ¿No son, esas palabras, aquellas de nuestro dilema precoz: la vida después de la muerte? ¿U otra vida? ¿O, puesto a idear y a desear que sea así: "Te escribo desde la muerte"?
* * *
El sobrecogimiento y el sobresalto van cediendo... noto que estoy regresando de un estado de fascinación. Noto que, por unos momentos, he gozado la aceptación de lo fantástico. Ahueco las manos, para ofrendar el agua pura de mi deslumbramiento. Noto que no idealizo, que he construido el gesto real.
Querría disfrutar sin análisis el pasaje que acabo de vivir. No puedo. Admito el misticismo con que acudí a la cita y el acopio de espiritualidad que fui poniendo en los episodios del camino.
Me aconsejo: me digo que he de tomar las cosas con realismo, que no debo descuidar esa palabra que leí nítidamente, "investigue", que puede ser "se investigue" y, junto a "muerte", serviría para armar el grave encargo: "Que se investigue mi muerte".
Sin esfuerzos imaginativos se me representa Luciano, no muy consciente de lo que le estaba ocurriendo -¿que-, palpitándose su muerte, o un peligro mortal, sin voluntad de escapar, pero sí, aunque sin mayor empeño o interés, de que alguien la hiciera pagar... Que viene y se acuerda de nuestro juramento, se deja caer hasta aquí, vaya a saber en qué condiciones penosas, y con un palo o un bastón, por si yo guardo una fibra de apego, me escribe... Elige. Me elige a mí y elige un modo.
Yo, que nunca pretendí el perdón, me siento iluminado por esa misión que teorizo y pudo ser.
No obstante... rebajo esa ilusión. Malicia una burla. Luciano me sobró. Por un rato se habrá dado el gusto. Puso el mensaje con la pretensión de hacerme creer algo sobrenatural, siquiera un instante, lo suficiente para causarme la impresión o el susto. Desde luego, lo escribió cuando estaba vivo. Quién sabe cuánto tiempo atrás. ¡Nada de ternuras, Luciano, ni tuyas ni mías; nada de aflojar la cuerda!
No alcanzan, esta hiel, este despecho, para oscurecerme una intuición.
Atravieso el predio pelado de lo que, en la realidad o en la leyenda, fue una capilla del 700, y que para mí tuvo formas y color (azul), aunque únicamente en la consistencia de la imaginación. Surco el que fue robledal y quedó apenas alameda. Desemboco en las vecindades del jardín que fue de Luciano y es de Emilia. El perro capta que aquí nuestros caminos se separan.
Recupero el auto y en la ciudad me procuro un abogado, de los de buena ley. Le cuento. Acato los pasos que propone. Me acompaña ante la Policía.
Desde ese punto nos engrana el procedimiento. Toleramos la mudez con que nos lleva y nos trae, con que funciona un vestido de civil, que es de la Brigada, puesto a escarbar el caso. Tolero que violente o roce la magia del cenizal de mi infancia.
Pero no más.
Porque cuando la autopsia revela envenenamiento paulatino, por tóxicos agregados a los alimentos, él pretende leer adentro de mi cabeza: que yo le enseñe quién.
Todavía aguanto la presión mental que me aplica el policía, no quiero quedarme a medias en saber.
Que me expliquen, él y el médico: ¿Entonces, no es verdad que, aparte de caerse el pelo, por mechones, viene la ceguera o una parálisis? El doctor me aclara que no, si las dosis resultan excesivas o precipitadas, o es débil la resistencia del organismo, porque en esos casos el proceso es rápido.
Por mi parte lo recuerdo bajo el óvalo de vidrio, con sus estropicios de la pelusa, y el de la pesquisa me instala un dato: si no sabía lo del bastón. Supongo que me está indicando que Luciano escribió el mensaje con un bastón, lo que es admisible y estuvo en mis conjeturas. Pero lo que ha averiguado y especifica es que Luciano lo precisaba porque, levemente, fue disminuyendo su facultad de usar las piernas. Hacia el final, dice, tampoco comía.
* * *
Ya se me despeja el mensaje.
Luciano fue envenenado de a poco. Calculo que cuando sintió la intensidad del daño se creyó sin salvación o realmente su organismo ya no podría recobrarse, aunque hubiera cesado de comer o vaya a saberse cómo se nutría. Quizá no descubrió exactamente qué se le estaba haciendo y prefirió someterse (por amargura y de-cepción tal vez, porque ha de haber intuido de quién venía el mal).
Se inmolaba, pero a través de esa resignación elaboró las formas de la venganza. Las imaginó sutiles, las condicionó al azar.
Él iba a sugerir que fue asesinado, pero lo haría después de morir. ¿Con una carta a la Justicia que llegara al juez cuando él estuviera en la fosa? No correspondía ese trámite al estilo del introvertido y retirado Luciano; probablemente, de considerarlo lo habría desechado por demasiado simple.
Escribiría un mensaje en la lava, donde podía permanecer un tiempo sin borrarse, y lo escribiría para una sola persona. En esta persona se daban dos condiciones que ninguna otra podía tener, respecto de él, de Luciano. La primera: estar ligados por un pacto (inocente) de sangre, que incluía un mensaje "desde más allá de la vida". La segunda: ser un amigo... pero, un amigo infiel.
En consecuencia, únicamente le importaba que funcionara su insinuación de denuncia si se producía a través del amigo desleal. ¿Por qué? ¿Para qué? Para ponerlo en la cruz: el amigo tendría que sospechar o deducir quién podía haber deslizado el veneno en la comida diaria, y asumir el terrible deber de marcarle el camino de la expiación.
Pero ese mensaje cumpliría su destino nada más que si aquel con quien se juramentó Luciano concurría a buscarlo, al yacimiento de ceniza, el tercer día, inspirado en el remoto pacto. Es decir, Luciano, alma crédula, dejaba a prueba la persistencia de un sentimiento fraterno, de un rito ingenuo, y libraba a esas casualidades la posibilidad de que se castigara el crimen.
* * *
Protesto, al pesquisante y al médico: "¿Cómo, y lo de muerte natural...? ¡No pueden haberlo enterrado sin un certificado de defunción en regla!".
-¿Usted no sabe lo que significa un certificado de favor y que aun para estos casos, con todos los riesgos, hay quienes...?
-Sí -dejo pasar.
-¿Quién pudo hacerlo? -me indaga el pesquisante.
¿Un certificado de esa clase...? Pienso en lo que haría yo mismo, si fuera médico, cierta clase de médico. Podría responder: "Un doctor que se larga por una mujer". Pero digo:
-¿El certificado? No me lo imagino.
-No quién pudo hacer el certificado, quién lo extendió se sabe porque está la firma; pregunto quién le dio el veneno.
Hasta aquí llegamos. Lo miro con cara de piedra.
Yo, cualquier cosa, menos soplón. Ni por un amigo. Total, ya está muerto. Y no hay más allá, ni, por consiguiente, castigo.