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lunes, 30 de marzo de 2015

Tot de Tot



Si todo vuelve a comenzar

Quiero decirlo ahora
porque si no después las cosas se complican.
Soy peor todavía de lo que muchos creen.

Me gusta justamente el plato que otro come
aburro una tras otra mis camisas
me encantan los entierros y odio los recitales
duermo como una bestia
deseo que los muebles estén más de mil años en el mismo lugar
y aunque a escondidas uso tu cepillo de dientes
no quiero que te peines con mi peine
soy fuerte como un roble
pero me ando muriendo a cada rato
comprendo las cuestiones más difíciles
y no sé resolver lo que en verdad me importa.

Así puedo seguir hasta morirme:
ya ves soy lo que llaman
el clásico maníaco depresivo.

José Agustín Goytisolo

sábado, 28 de marzo de 2015

Picasso







El paisajista

Muchas historias chinas toman a un pintor como personaje principal. Marguerite Yourcenar se inspiró de forma excelente en una de esas historias para la primera de sus Nouvelles orientales. Sabemos por otra parte que la pintura de calidad gozaba de una reputación particular, y que rivalizaba con la realidad. Un emperador hizo borrar una cascada de un cuadro de su habitación porque el ruido del agua no le dejaba dormir.
Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana, desconocida, recién conquistada, Con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así aquella provincia.
El pintor viajó mucho, visitó todos los recodos de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin ni siquiera un boceto.
El emperador se sorprendió, e incluso se enfadó. Entonces el pintor pidió que le dejasen un gran lienzo de pared del palacio. Sobre aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano, le explicó todos los rincones del paisaje, de las montañas, de los ríos, de los bosques.
Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba poco a poco en el sendero, que avanzaba poco a poco por el paisaje, que se hacía más pequeño. Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje, dejando el gran muro desnudo.
El emperador y las personas que lo rodeaban volvieron a sus aposentos en silencio. 

Jean-Claude Carriere

jueves, 26 de marzo de 2015

Fundación Telefónica



Las tres preguntas

Un día a cierto emperador se le ocurrió que si conociera la respuesta a tres preguntas nunca se equivocaría:
¿Cuál es el momento oportuno para cada cosa?
¿Quién es, en cada momento, la persona más importante con la cual relacionarse?
¿Cuál es la empresa más importante en cada momento?
Entonces hizo conocer en todo el reino un decreto ofreciendo una gran recompensa a aquel que conociera la respuesta a sus preguntas. Muchos se presentaron pero nadie recibió la recompensa, porque las respuestas que le ofrecían no satisfacían al emperador.
Al cabo de varias noches de reflexión, el emperador resolvió visitar a un ermitaño que vivía en las montañas, del cual se decía que era un hombre iluminado. El emperador quería plantearle al anciano sus preguntas, pero sabía que el hombre sólo recibía a los pobres y se negaba a las personas ricas o poderosas. De modo que se disfrazó de campesino y ordenó a sus sirvientes que mientras visitaba al anciano lo esperaran al pie de la montaña.
Al llegar al lugar, el emperador encontró al eremita trabajando la tierra del jardín frente a la choza.
Cuando el anciano vio al extranjero, lo saludó y siguió cavando. Evidentemente el trabajo era difícil para el hombre y cada vez que paleaba para remover la tierra, jadeaba pesadamente.
El emperador se aproximó y le dijo: "He venido porque tengo tres preguntas y seguramente tú me puedes ayudar: ¿Cuál es el momento oportuno para cada cosa? ¿Quién es, en cada momento, la persona más importante con la cual relacionarse? ¿Cuál es la empresa más importante en cada momento?".
El eremita escuchó atentamente y luego palmeó el hombro del emperador y siguió cavando. El emperador dijo: "Debes estar cansado, déjame ayudarte". El anciano le agradeció, le pasó la pala y se sentó a descansar.
Cuando había cavado dos hileras, el emperador se detuvo y le repitió las tres preguntas. El anciano no respondió; en cambio, se puso de pie y, señalando la pala, dijo: "Descansa tú ahora, yo puedo seguir".
Pero el emperador se opuso y siguió cavando. Trabajó hasta que el sol comenzó a caer. Luego puso la pala a un costado y le dijo al eremita: "He venido para ver si tienes respuesta a mis tres preguntas. Por favor, dime si puedes ayudarme o no, para que pueda regresar a casa".
El anciano levantó la cabeza y preguntó: "¿Has oído ese ruido? Parece que hay alguien corriendo allí en el bosque". El emperador se volvió para mirar en la dirección indicada y ambos vieron aparecer a un hombre de larga barba blanca que corría hacia ellos apretando una herida sangrante en su estómago. El hombre se arrojó en los brazos del emperador gimiendo y luego se desmayó. El emperador le desgarró la ropa y vio que el hombre había recibido una profunda herida de espada. Le limpió la herida y lo vendó con su propia camisa, pero en pocos minutos la sangre la empapó. El emperador enjuagó la camisa y lo volvió a vendar y tuvo que volver a hacerlo una tercera vez antes de que la sangre dejara de manar.
Finalmente el hombre recuperó la conciencia y pidió agua para beber. El emperador corrió hasta el arroyo y trajo agua fresca para el hombre. Había caído la noche y hacía frío. El eremita le dio una mano al emperador y juntos llevaron al herido a la choza y lo arroparon en la cama del anciano. El hombre cerró los ojos y parecía tranquilo. El emperador, agotado por el esfuerzo del día, se recostó y se quedó dormido.
Cuando despertó era pleno día. Al principio se sintió desconcertado, no recordaba dónde estaba ni a qué había ido. Vio al hombre herido en la cama. Éste también se despertó y miró confundido alrededor. Al ver al emperador se cubrió el rostro con las manos y susurró: "Por favor, perdóname".
"¿Qué me has hecho que deba perdonarte?", preguntó sorprendido el emperador.
"Tú no me conoces, pero yo sé quién eres. Juré vengarme de ti porque durante la última batalla mataste a mi hermano y te apoderaste de mis propiedades. Cuando supe que habías venido a esta montaña solo para visitar al eremita resolví esperarte emboscado, sorprenderte cuando regresaras y asesinarte por la espalda. Estuve esperando mucho tiempo y, como no apareciste, resolví salir de mi escondite. En ese momento tus sirvientes me descubrieron, me reconocieron y me hirieron. Tuve la suerte de escapar con vida y corrí hacia aquí. Tú me cuidaste. ¡El hombre que había jurado matar me salvó la vida! Estoy avergonzado y agradecido. Si no muero, seré tu fiel sirviente por el resto de mi vida. ¡Por favor, perdóname!"
El emperador se llenó de dicha al ver que se había podido reconciliar con un enemigo. No sólo lo perdonó sino que prometió devolverle sus propiedades y enviar a su médico y sus sirvientes para que lo cuidaran hasta que estuviera completamente curado. Luego ordenó a sus sirvientes que lo llevaran a su casa y regresó a la choza del eremita. Antes de volver al palacio, el emperador quería plantearle al anciano por última vez sus preguntas. Lo encontró sembrando semillas en la tierra que habían cavado el día anterior.
El anciano interrumpió su trabajo y miró al emperador: "¿A qué has vuelto? ¿Acaso no te han sido respondidas tus tres preguntas?".
"No entiendo", dijo el emperador. "Por favor, explícamelo."
"Si ayer no hubieras tenido compasión por mí y no me hubieras ayudado a cavar, el hombre que salvaste, que estaba emboscado esperándote, te hubiera asesinado. Seguramente te habrías arrepentido de no quedarte ayudándome. Por lo tanto, el momento más importante fue cuando estabas cavando, la persona más importante era yo y la empresa más importante del momento era ayudarme. Luego, cuando el herido llegó hasta nosotros, el momento más importante fue el que pasaste curando su herida, porque si no lo hubieras cuidado él habría muerto y no se habría dado la oportunidad de reconciliarse con el enemigo. De modo que él era la persona más importante y la empresa más importante era atender su herida. Recuerda que sólo hay un momento importante: ahora. El momento presente es el único momento sobre el cual tenemos dominio. La persona más importante siempre es la persona con la cual estás, la que está frente a ti, porque, ¿quién sabe si habrá un futuro para tener relación con alguna otra persona? La empresa más importante es hacer feliz a esa persona que está contigo, porque ésa es la única ocupación válida en esta vida."

     (Rusia)

martes, 24 de marzo de 2015

Archivo Biblioteca Capitular - Catedral de Toledo


La gloria de los feos

Me fijé en Lupe y Lolo, hace ya muchos años, porque eran, sin lugar a dudas, los raros del barrio. Hay niños que desde la cuna son distintos y, lo que es peor, saben y padecen su diferencia. Son esos críos que siempre se caen en los recreos; que andan como almas en pena, de grupo en grupo, mendigando un amigo. Basta con que el profesor los llame a la pizarra para que el resto de la clase se desternille, aunque en realidad no haya en ellos nada risible, más allá de su destino de víctimas y de su mansedumbre en aceptado.
Lupe y Lolo eran así: llevaban la estrella negra en la cabeza. Lupe era hija de la vecina del tercero, una señora pechugona y esférica. La niña salió redonda desde chiquitita; era patizamba y, de las rodillas para abajo, las piernas se le escapaban cada una para un lado como las patas de un compás. No es que fuera gorda: es que estaba mal hecha, con un cuerpo que parecía un torpedo y la barbilla saliéndole directamente del esternón.
Pero lo peor, con todo, era algo de dentro; algo desolador e inacabado. Era guapa de cara: tenía los ojos grises y el pelo muy negro, la boca bien formada, la nariz correcta. Pero tenía la mirada cruda, y el rostro borrado por una expresión de perpetuo estupor. De pequeña la veía arrimarse a los corrillos de los otros niños: siempre fue grandona y les sacaba a todos la cabeza. Pero los demás críos parecían ignorar su presencia descomunal, su mirada vidriosa; seguían jugando sin prestarle atención, como si la niña no existiera. Al principio, Lupe corría detrás de ellos, patosa y torpona, intentando ser una más; pero, para cuando llegaba a los lugares, los demás ya se habían ido. Con los años la vi resignarse a su inexistencia. Se pasaba los días recorriendo sola la barriada, siempre al mismo paso y doblando las mismas esquinas, con esa determinación vacía e inútil con que los peces recorren una y otra vez sus estrechas peceras.
En cuanto a Lolo, vivía más lejos de mi casa, en otra calle. Me fijé en él porque un día los otros chicos le dejaron atado a una farola en los jardines de la plaza. Era en el mes de agosto, a las tres de la tarde. Hacía un calor infernal, la farola estaba al sol y el metal abrasaba. Desaté al niño, lloroso y moqueante; me ofrecí a acompañarle a casa y le pregunté que quién le había hecho eso. "No querían hacerlo", contestó entre hipos: "Es que se han olvidado". Y salió corriendo. Era un niño delgadísimo, con el pecho hundido y las piernas como dos palillos. Caminaba inclinado hacia delante, como si siempre soplara frente a él un ventarrón furioso, y era tan frágil que parecía que se iba a desbaratar en cualquier momento. Tenía el pelo tieso y pelirrojo, grandes narizotas, ojos de mucho susto. Un rostro como de careta de verbena, una cara de chiste. Por entonces debía de estar cumpliendo los diez años.
Poco después me enteré de su nombre, porque los demás niños le estaban llamando todo el rato. Así como Lupe era invisible, Lolo parecía ser omnipresente: los otros chicos no paraban de martirizarle, como si su aspecto de triste saltamontes despertara en los demás una suerte de ferocidad entomológica. Por cierto, una vez coincidieron en la plaza Lupe y Lolo: pero ni siquiera se miraron. Se repelieron entre sí, como apestados.
Pasaron los años y una tarde, era el primer día de calor de un mes de mayo, vi venir por la calle vacía a una criatura singular: era un esmirriado muchacho de unos quince años con una camiseta de color verde fosforescente. Sus vaqueros, demasiado cortos, dejaban ver unos tobillos picudos y unas canillas flacas; pero lo peor era el pelo, una mata espesa rojiza y reseca, peinada con gomina, a los años cincuenta, como una inmensa ensaimada sobre el cráneo. No me costó trabajo reconocerle: era Lolo, aunque un Lolo crecido y transmutado en calamitoso adolescente. Seguía caminando inclinado hacia delante, aunque ahora parecía que era el peso de su pelo, de esa especie de platillo volante que coronaba su cabeza, lo que le mantenía desnivelado.
Y entonces la vi a ella. A Lupe. Venía por la misma acera, en dirección contraria. También ella había dado el estirón puberal en el pasado invierno. Le había crecido la misma pechuga que a su madre, de tal suerte que, como era cuellicorta, parecía llevar la cara en bandeja. Se había teñido su bonito pelo oscuro de un rubio violento, y se lo había cortado corto, así como a lo punky. Estaban los dos, en suma, francamente espantosos: habían florecido, conforme a sus destinos, como seres ridículos. Pero se los veía anhelantes y en pie de guerra.
Lo demás, en fin, sucedió de manera inevitable. Iban ensimismados, y chocaron el uno contra el otro. Se miraron entonces como si se vieran por primera vez, y se enamoraron de inmediato. Fue un 11 de mayo y, aunque ustedes quizá no lo recuerden, cuando los ojos de Lolo y Lupe se encontraron tembló el mundo, los mares se agitaron, los cielos se llenaron de ardientes meteoros. Los feos y los tristes tienen también sus instantes gloriosos.

Rosa Montero

domingo, 22 de marzo de 2015

Bibliotecas Municipales de Burgos (2)




El goce y la penitencia

Todos los lunes a las cuatro y media en punto de la tarde, yo llevaba a mi hijo Santiago al taller de Armindo Talas, para que lo retratara: yo no hacía sino obedecer a mi marido. Siguiendo el ejemplo de nuestros antepasados, bajo sus órdenes, grandes pintores hacían retratos de todos los vástagos de nuestra familia, ya que en el comedor de la casa teníamos los de sus bisabuelos pintados por Prilidiano Pueyrredón; los míos por Fabre, en mi dormitorio; y el de mi padre disfrazado de indio, por Bermúdez, en el vestíbulo; y el de una hermana de mi abuela vestida de amazona, por V. Dupit, en el rellano oscuro de la escalera.
-¡Qué bien quedaría un retrato tuyo, mío, de Santiago, de los tres, en esta casa!-repetía, cuando se habían ido las visitas o cuando las esperábamos.
Yo lo oía como quien oye llover. En la época de las fotografías no me parecía urgente adquirir retratos, por valiosos que fueran. Las instantáneas, con sus ampliaciones, me gustaban más.
Dejamos pasar el tiempo, pero hay antojos duraderos. Mi marido eligió el pintor: resolvimos que empezaría por el retrato de Santiago, porque tenía cinco años que no volvería a tener, mientras que nosotros ya empezábamos a cumplir siempre la misma edad. Mi marido sostenía que los retratos tenían que parecerse al modelo: si la nariz original era aguileña y horrible, o si era respingada y atroz, la copia tenía que serlo. Había que dejar de lado la belleza. En una palabra, le gustaban los mamarrachos. Yo sostenía que la expresión de una cara no dependía, en modo alguno, de sus líneas ni de sus proporciones, y que el parecido no se manifestaba en meros detalles.
El taller de Armindo Talas quedaba en la calle Lavalle, a dos cuadras de Callao: era misterioso, pobre y enorme, con ventanales por donde se entreveían infinitas azoteas y patios con plantas casi negras. Sobre la repisa del caballete, sucia de pintura, a veces había pan, restos quizá del desayuno. En los rincones, entre papeles, aparecían tarros de miel y de café y alguna cuchara pringosa. En un altillo se amontonaban toda suerte de objetos polvorientos, hasta un caballo de calesita y la cabeza de una vaca que estuvo, según me aseguró el pintor, durante años sobre la puerta de una carnicería de Avellaneda. Pocas veces en mi vida, salvo en un jardín o en un museo, habla visto a un pintor seriamente entregado a su tarea. Me fascinaba ver a Armindo Talas preparar la paleta con todos los colores, como pastas dentífricas, que iba sacando de los pomos, los pinceles que tenía en un cacharro y que secaba cuidadosamente con un trapo. En lugar de mirar como pintaba Armindo Talas, poco a poco, insensiblemente, le miré las manos, luego el mentón, luego la boca. No me gustó. Yo llevaba un libro, que nunca pude leer, porque él y yo conversábamos continuamente. ¿De qué? A veces quisiera reproducir esos diálogos que eran el fruto de mi aburrimiento; no puedo. Hablábamos tal vez de las noticias de los diarios o tal vez de lugares pintorescos de Buenos Aires, de los veraneos, de eso hablábamos mucho, ahora lo recuerdo, pero jamás de cosas íntimas.
Un día Santiago se portó mal: la voz de un vendedor de helados que iba pregonando por la calle, creo que lo perturbó. Hacía gestos, no quería sentarse y a cada instante abría la boca y miraba el techo con cara de idiota. Como única penitencia le infligí la penitencia más divertida del mundo: lo encerré con llave en el altillo. Oí su jubiloso paso, su alegría mientras Armindo aprovechaba la oportunidad para mostrarme cuadros, libros, fotografías. Nos miramos en los ojos por primera vez. Él me pidió que me levantara el pelo para admirar mi perfil con la oreja descubierta. Fue como si me ordenara quitarme la ropa. No quise. Insistió. No sé cómo, terminamos sentados en el diván azul, debajo del ventanal, él con un lápiz y un papel en las manos, yo, mostrándole mi perfil con la oreja descubierta. Hablábamos sin cesar. ¿Quién era el charlatán? Ninguno de los dos. Estábamos nerviosos. Me confesó que el hecho de retratar a mi hijo lo asustaba un poco, porque era la primera vez que retrataba a un niño. Para él, cada cuadro que pintaba, era el primero. Yo protesté diciéndole que era modesto. Me respondió:
-Al contrario. En eso consiste ser un gran pintor. Cada cuadro es un problema nuevo, un problema inesperado.
Al verlo afligido lo consolé lo mejor que pude. Le tomé la mano y miré el dibujo que había hecho de mi perfil. Se me antojó que en una lámina para estudiantes de anatomía, esa oreja era una parte muy vergonzosa del cuerpo humano. Me pareció indecente, se lo dije y lo rompí. Sonrió complacido. Estudiamos el retrato de Santiago, lo retiramos del caballete y le colocamos un marco. Nadie hubiera conocido a mi hijo. Prometí a Armindo fotografías que podrían servirle de ayuda.
En el altillo no se oía ningún ruido. Comencé a inquietarme por Santiago.
-No se habrá suicidado -dije-, podría tirarse por la ventana.
-La ventana queda muy arriba -me contestó Armindo.
-Puede comer pintura. Es un niño violento.
-No hay pintura.
Corrí a abrirle la puerta. Santiago estaba jugando con unos muñecos articulados y no quiso salir del altillo. Me arañó un brazo. Volví a encerrarlo.
Entonces sin saber qué hacer nos abrazamos como si nos despidiésemos, desesperadamente. Todo fue natural mientras mirábamos el malogrado retrato de Santiago.
Cada vez que llevaba a Santiago al taller, para infligirle la consabida penitencia, involuntariamente yo conseguía que se portara mal. No había otro pretexto para encerrarlo con nave. Armindo y yo sabíamos que nuestro goce duraría el tiempo de la penitencia. De ese modo eché a perder la educación de Santiago, que terminó por pedirme que lo pusiera en penitencia a cada rato.
El retrato se parecía cada vez menos al modelo. En vano indiqué a Armindo ciertas características de la cara de mi hijo: la boca de labios anchos, los ojos un poco oblicuos, el mentón prominente. Armindo no podía corregir esa cara. Tenía una vida propia, ineludible. Una vez concluido el cuadro, pensamos que nuestra dicha también había concluido.
Volví a mi casa, aquel día, en taxímetro, con Santiago, con el retrato y con una espina clavada en el hígado. Mi marido al ver el cuadro declaró que no lo pagaría. Sugerí que podía cambiarlo por una naturaleza muerta o un león parecido a los de Delos. Durante una semana el cuadro anduvo de silla en silla, para que lo vieran las visitas y la servidumbre. Nadie reconocía a Santiago, por más que Santiago se colocara junto al retrato. El cuadro terminó detrás de un ropero. Entonces quedé encinta. No fui víctima de malestares ni de fealdades, como la vez anterior. Comer, dormir, pasear al sol fueron mis únicas ocupaciones y algún furtivo encuentro con Armindo, que me abrazaba como a un almohadón. No podíamos amarnos sin Santiago en penitencia, en el altillo.
Di a luz sin dolor.
Cuando mi hijo menor tuvo cinco años, durante una mudanza mi marido comprobó que era idéntico al retrato de Santiago. Colgó el cuadro en la sala.
Nunca sabré si ese retrato que tanto miré formó la imagen de aquel hijo futuro en mi familia o si Armindo pintó esa imagen a semejanza de su hijo, en mí.  

Silvina Ocampo

viernes, 20 de marzo de 2015

Vehicles











De viaje   

Más allá de N. entramos en un país de prados llanos y hú­medos, entre los cuales algún que otro rastrojo lucía como la cabeza pelada de un recluta. La calesa avanzaba a buen paso a pesar de los baches y los lodazales. A lo lejos, por encima de las orejas de los caballos, se divisaba la línea del bosque. No había nadie por los alrededores, cosa normal en aquella estación del año. Tardamos mucho en vislum­brar la primera silueta humana, que se volvía cada vez más reconocible a medida que nos acercábamos. Era un indivi­duo de rostro vulgar ataviado con el uniforme de los fun­cionarios de correos. Permanecía inmóvil en el margen del camino y, cuando pasamos delante de él, nos echó una mi­rada indiferente. Apenas lo hube perdido de vista, apare­ció otro igual, también inmóvil. Lo examiné atentamente, pero pronto apareció el tercero y después el cuarto. Todos estaban de cara al camino, tenían una mirada apática y lleva­ban uniformes deslucidos. Intrigado, me levanté del asien­to para observar el camino por encima de los hombros del cochero. En efecto, a lo lejos vislumbré otra figura tiesa. Al distinguir a dos hombres más, me entró una curiosidad irresistible. Aunque separados por una distancia conside­rable, estaban lo bastante cerca los unos de los otros para verse, y por regla general se mantenían en la misma postu­ra, sin prestar a la calesa mayor atención de la que los via­jeros suelen dispensar a los postes telegráficos. Agucé la vista y pude comprobar que, más allá de cada uno de los que dejábamos atrás, aparecía otro. Ya iba a abrir la boca para preguntarle al mayoral qué significaba aquello, cuando éste, señalando al siguiente con el látigo, dijo sin vol­ver la cabeza:
-Están de servicio.
Y delante de nosotros apareció otra silueta con la mirada perdida en el vacío.
-¿Cómo es esto? -pregunté.
-Lo normal. Están de servicio. ¡Arre, bayo! ¡Arre!
Visiblemente, el calesero no tenía ganas de dar explicaciones, o tal vez las considerara superfluas. Aguijaba a los caballos, blandiendo de vez en cuando la tralla por pura costumbre. Las zarzamoras, las capillitas y los sauces soli­tarios de los márgenes nos salían al encuentro para luego quedar atrás y, a cada rato, yo volvía a descubrir entre ellos una de las consabidas siluetas.
-¿Qué servicio? -insistí.
-¡¿Cuál va a ser?! El servicio público. La línea de telégrafo.
-¡Venga! -exclamé-. ¡El telégrafo requiere cableado y postes!
-Se nota que usted no es de aquí -dijo-. Cualquiera sabe que un telégrafo normal requiere cables y postes. Pero éste es un telégrafo sin cable. Estaba previsto uno con ca­ble, pero robaron los postes y cables no los hay.
-¡¿Cómo que no hay cables?!
-Tal como lo oye. No hay. ¡Arre, rucio! ¡Arre!
Sorprendido, me callé. Pero no pensaba dar la conversación por terminada.
-¿Qué quiere decir exactamente eso de sin cable?
-Es muy sencillo. Uno le grita al otro lo que haga falta, éste se lo dice al tercero, el tercero al cuarto, y así cada uno se lo pasa al siguiente hasta que el telegrama llega a su destino. Ahora no están transmitiendo, pero cuando haya algo, lo oirá.
-¿Y una cosa así funciona?
-¡¿Por qué no va a funcionar?! Funciona. Sólo que a veces se tergiversan los despachos. Lo peor es cuando algu­no coge una curda. Entonces se lo toman a la ligera y se in­ventan palabras, y así queda. Pero, por lo demás, es inclu­so mejor que un telégrafo con cables y postes. Ya se sabe, una persona de carne y hueso siempre es más lista. No se avería con las tormentas y nos ahorramos la madera. ¡Con lo sobreexplotados que están los bosques de Polonia! Sólo los lobos provocan alguna que otra interrupción en invier­no. ¡Arre!
-Bueno, ¿y esa gente? ¿Están contentos? -pregunté, asombrado.
-¿Por qué no? No es un trabajo muy duro. Sólo que hay que saber palabras extranjeras. Y ahora el director de la estafeta de correos incluso ha ido a Varsovia por lo de la mejora. Van a darles unos cucuruchos modernos para que no tengan que desgañitarse. ¡Huesque!
-¿Y si alguno es sordo?
-No admiten a sordos. Ni a zopas. Una vez se coló por favoritismo un tartamudo, pero tuvieron que retirarlo por­que bloqueaba la línea. Dicen que en el kilómetro veinte hay uno que ha estudiado teatro. Es a quien mejor se en­tiende.
Desconcertado por su argumentación, volví a sumirme en el silencio. Dejé de prestar atención a la gente apostada a lo largo del camino. La calesa saltaba sobre los baches, rodando hacia un bosque cada vez más cercano.
-Vaya. ¿Y no les gustaría tener un telégrafo moderno con postes y cable? -tanteé con cautela.
-¡Dios nos guarde! -contestó el cochero, visiblemente sobresaltado-. Gracias a éste, en la comarca no falta traba­jo. Por lo menos no en el telégrafo. Además, esos pasmarotes se sacan un sobresueldo, porque si alguien tiene un in­terés especial en que no le embrollen el despacho, se sube a un carro y se va hasta el kilómetro diez o quince repartiendo propinas por el camino. Bueno, y un telégrafo sin cable no es lo mismo que uno con cable. Es más progresista. ¡Arre!
A través del murmullo de las ruedas nos llegó un grito apenas perceptible, diríase un soplo o un lamento lejano. Sonaba más o menos así:
-Oooeeeuuuaaaoooaaa...
El cochero se volvió sobre el pescante y aguzó el oído.
-Transmiten -dijo-. Paremos. Se oirá mejor. ¡Sooo!
Cesó el traqueteo y un gran silencio se extendió sobre la campiña. Y en medio del silencio se acercaban unas vo­ces que recordaban el graznar de las aves acuáticas. El pas­marote que estaba más cerca de nosotros arrimó la mano a la oreja.
-Está a punto de llegar hasta aquí -susurró el cochero.      
En efecto. Apenas se hubo apagado el último «aaa», en el breñal que acabábamos de atravesar resonó un prolon­gado:
-¡Paaadre haaa mueeerto, miéeercoles entieeerro!
-¡Descanse en paz! -suspiró el cochero, y fustigó a los caballos. Nos adentrábamos en el bosque.

Slawomir Mrozek

miércoles, 18 de marzo de 2015

Titelles Guinyol Didó (2)


Una tragedia menor

Todas  las grandes tragedias han ocurrido ya, hace mucho tiempo. Podemos leerlas en libros o verlas en teatros. En nuestros días sólo acontecen tragedias menores, tales como que la gente tiene hijos sin poder permitirse el lujo de casarse, o que un cartero casado se enamore de una mujer al hacer el tercer reparto en una escalera recién fregada, pero no puede comprarle un sombrero porque tiene un hijo adulterino a quien mantener.
Ocurrió un otoño cuando llovía mucho y los zapatos del cartero estaban siempre mojados. Tenía que enjugarse el agua de los ojos al entrar en los portales para poder ver las ranuras de los buzones. A veces caía una gota encima de una dirección y alguien abría la puerta para decir que el cartero no tenía derecho a manchar cartas ajenas. El cartero era una persona sensible y lo afligía siempre el no dar gusto a todo el mundo y, cuando volvía a casa por las noches, su esposa lo reñía porque estaba lloviendo, porque él tenía un hijo y ella no, porque gastaba muchos zapatos y porque nunca ascendía a jefe de carteros. Él no respondía, pero ya no la amaba. En todo caso, no como antes.
Cuando una tarde, durante el tercer reparto, vio a Lena en la escalera, no pensó mucho en ella al principio. Fue sólo que ella le impedía hacer su trabajo. Él iba a subir y ella estaba arrodillada, fregando la escalera. Como él, por naturaleza, andaba muy silenciosamente, ella no lo oyó y siguió fregando. Como él, también por naturaleza, era muy tímido, no se atrevió a decir nada sino que fue retrocediendo de espaldas, escalera abajo, y se dispuso a esperar. Faltaban cuatro escalones pero tuvo tiempo de mirarla, y así, cuando se mira a una mujer un buen rato, puede ocurrir que uno empiece a amarla, por lo menos un poco.
El cartero veía su espalda, que era joven e inocente y parecía impaciente cuando se inclinaba. Le gustó mucho. También le gustó mucho su pelo, que era rubio natural y le caía sobre la frente, sobre los brazos y sobre las manos, que parecían acariciar la escalera con el trapo de fregar.
«Yo querría ser una escalera, una escalera bien alta y que tú me fregaras», pensó él, y supo que, si seguía siendo hermosa al volverse, se enamoraría de ella.
Entonces ella se volvió y era muy hermosa. Él empezó a tartamudear.
-Yo, yo so... sólo que... quería su... subir -dijo él.
-¿No hay nada para nosotros? ¿Broberg?
Mientras hacía memoria la ayudó a llevar el cubo de fregar hasta la puerta. Después miró en la cartera. No había carta, pero sí un periódico de caza.
-Julius Broberg -dijo él, y se aferraba a la esperanza de que fuera su hermano.
Pero era su marido, que iba de caza los domingos y a veces por la noche, aunque su oficio era el de carnicero. Él le dio el periódico y pareció tan preocupado que ella le preguntó qué le pasaba. A él también le gustó su voz porque, cuando uno ama a alguien, lo ama todo en el ser amado.
-Es... es que, a veces, vi... vienen cartas ta... tan grandes que no caben po... por el bu... buzón y te... tengo que llamar a la pu... puerta.
Se oyó a alguien por la escalera, probablemente algún chiquillo curioso y soplón, y ella se metió adentro.
-Me llamo Lena -cuchicheó por la ranura de la puerta-, pero yo no recibo nunca cartas tan grandes. Mi marido suele estar en casa a las cinco.
-Esas cartas suelen venir en el primer reparto -dijo él y echó a correr escalera abajo. Estaba resbaladiza y resbaló y se hizo daño en la rodilla; pero amaba tanto ya, que no sintió el menor dolor.
Antes de ir a su casa por la tarde entró en un estanco que había en su calle y compró un sobre grande. Enrojeció al comprarlo, como si estuviera haciendo algo indecoroso y, para desviar las sospechas, se compró también un diario de la tarde. Después se metió en un portal, rompió el periódico y lo metió en el sobre. Con manos temblorosas y letra falsa escribió Julius Broberg y la dirección de Julius Broberg en el sobre.
Por la noche se quedó de sobremesa como de costumbre y la esposa le leyó una novela de amor de la guerra de los treinta años. Se trataba de un postillón que cruzaba todos los frentes para poder reunirse con su amada, una dama burguesa de Lützen. El cartero escuchaba con una atención desusada porque le parecía que el libro trataba de él. También esperaba que el postillón pudiera darle alguna idea útil, pero no le sirvió de nada, ya que el sistema de correos era completamente distinto por aquellos tiempos. Al final del capítulo quince, la esposa hizo un alto en la lectura y le dijo:
-¿No te parece romántico? ¡Fíjate qué sentimientos más profundos tenía la gente en aquellos tiempos!
-Sí, sí -dijo el cartero, pensando en el sobre que, en esos momentos, iba camino de la oficina de correos en un gran coche amarillo.
A la mañana siguiente estaba a la puerta de los Broberg, sin aliento, por haber ido corriendo todo el camino. Llamó al timbre, pero nadie abrió. Llamó una y otra vez, pero la puerta siguió cerrada. Por fin apareció un anciano por una puerta vecina y se quedó parado mirándolo. Era uno de esos ancianos que todo lo saben y que desean que todo el mundo se entere de ello.
-No hay nadie en casa -dijo-. La mujer está fuera, ha ido a suscribirse a un periódico, y el hombre está en la carnicería. Y no llame tan fuerte, que las baterías de la casa sólo alcanzan para diez horas y es muy difícil cargarlas. Antes, las baterías eran de Alemania, y mi hermano tenía una firma en Kungsholmen. Sepa usted que Kungsholmen era muy diferente por entonces, y una vez un tranvía de caballos descarriló enfrente del hospital Serafimer. Pero, lo que es ahora, todos los caballos los mandan a Rusia, así que no sé qué va a pasar. Leí en el periódico que tenemos que comprar nueces, tantas nueces que no vamos a hacer otra cosa que cascar para el resto de nuestros días. Bien que cascaba yo antes siempre con los dientes, pero ahora se acabó. De todas maneras he conseguido un buen dentista, es un verdadero diablo cuando se trata de limpiar el rapé, y si quiere usted la dirección...
-No, gracias -dijo el cartero,
-¿A qué viene entonces a molestar a la gente llamando -siguió el anciano- si no quiere la dirección?
-Era por esta carta -dijo el cartero-, no pasa por el buzón. La traeré otra vez en el segundo reparto.
-¿Cómo que no pasa? Claro que pasa -dijo el viejo y, arrancándosela de las manos, la estrujó por la ranura del buzón-. En mis tiempos era otra cosa -dijo-. Tenía usted que haberlo visto.
-Claro, claro -dijo el cartero y echó a correr.
En el segundo reparto tampoco había nadie en casa. En el tercero estaba Lena. Pareció alegrarse de ver al cartero porque lo había echado de menos, pero no podía decírselo porque únicamente cuando a uno no le gusta alguien, se lo puede decir sin haber sido presentados.
-Sólo quería saber si la carta llegó en buen estado porque vino un viejo que me la arrancó y la metió en el buzón. Pero yo llamé a la puerta en el primer reparto y en el segundo.
-Qué mala suerte -dijo ella-. Por cierto que no sé de quien es la carta porque es para Julius, y Julius no está en casa, se ha ido a pasar la noche de caza. Pero la carta está en el contador de gas, y si usted quiere puede pasar a ver si está bien ahí porque, lo que es yo, no tengo costumbre de guardar cartas.
Entonces el cartero dijo que, desgraciadamente, tenía mucha prisa en ese momento y que, además, no le estaba permitido entrar en un piso cuando estaba de servicio.
-Pero -añadió-, a veces, cuando hay una carta muy importante, puedo hacer un cuarto reparto y entonces incluso tengo la obligación de entrar y dejar la carta en la mesa de la cocina.
-Bienvenido entonces en el cuarto reparto -dijo ella y cerró la puerta.
Cuando el cartero llegó a casa esa noche le dijo a su esposa que tenía que asistir a una conferencia sobre clasificación de correspondencia para que fuera más fácil ascender a jefe de carteros. Entonces ella se sentó en sus rodillas y le dijo que nada de ascender a jefe, que lo que él tenía que hacer era convertirse en postillón porque los postillones tenían sentimientos muy profundos. Después sacó el libro y se puso a leérselo. Él sudaba y se sentía muy desgraciado, pero cuando se acabó el libro, aún quedaba tiempo para llegar al cine. Trató de escabullirse entre la multitud que había a la puerta del cine, pero ella empezó a gritar y a dar tantas voces llamándolo, que tuvo miedo de provocar un escándalo.
La película trataba de un amor prohibido y transcurría en el siglo dieciocho, y su esposa se emocionó mucho, y camino de casa, dijo que a ella le encantaban las grandes tragedias. Entonces el cartero se puso muy contento y en mitad de la calle se lo confió todo: habló de la lluvia por la mañana temprano, de las cartas mojadas, de la mujer que fregaba las escaleras y de sus sentimientos hacia ella, de la carta y de su marido que era carnicero y se iba de caza por las noches y, para terminar, de la cita que se habían dado en la cocina.
La esposa lo agarró firmemente del brazo y no lo soltó hasta que estuvieron en el vestíbulo de su casa. Allí se quitó el sombrero y dijo:
-Y ¿te atreves a contarme eso después de haber visto una gran tragedia de amor en una gran película? ¡Vergüenza debía de darte! Y ¿cómo con lo que ganas vas a poder pagar pensión a dos esposas y a un bastardo? Y ¿cómo puedes encontrarle algo a una casada casquivana que empieza a flirtear con el primer cartero que encuentra en la escalera? Y ¿qué va a decir el carnicero?
El cartero tardó mucho en conciliar el sueño por la noche; no se durmió hasta que hubo comprendido que todas las grandes tragedias ya habían ocurrido y que ahora quedaban tragedias muy, muy pequeñas. Y Lena permaneció también mucho tiempo despierta, llorando sola; la lamparilla estaba encendida y tenía un espejo bajo la almohada, y cuando se miró en él no vio más que vejez y fealdad. Pero el carnicero llegó a casa, borracho y alegre, y al abrir la carta comentó que querían que se suscribiera a un periódico vespertino.
-Pero como sigan enviando ejemplares rotos se va a suscribir su madre -dijo-. Aunque seguramente ha sido culpa del correo, y como le eche la vista encima al cartero se va a llevar un soplamocos. ¡Vamos si se lo lleva!
Stig Dagerman