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sábado, 31 de mayo de 2014

ADDA




Fundada en 1976 la Asociación Defensa Derechos Animal, fue la primera ONG española dedicada a la defensa y al bienestar de los animales en general.
Declarada de Utilidad Pública en 1981 y sin ánimo de lucro, Ong ADDA es una Organización No Gubernamental, apolítica e independiente.
Ong ADDA colabora y trabaja de forma conjunta, con diversas coaliciones de ámbito europeo y asociaciones a nivel nacional e internacional.  

El loro y el inglés

Cuentan que un inglés, que jamás había salido de Londres, ni conocía los pericos, llegó a Veracruz, y en busca de un hotel se internó en la ciudad.
Caminaba dirigiendo miradas investigadoras a todas las puertas, cuando un loro, volando desde un balcón, vino a posarse en la banqueta, casi a los pies del hijo de Albión.
Los vivos colores del plumaje del animal, la figura de su pico y la mansedumbre que demostraba, llamaron la atención del viajero a tal grado, que se detuvo y se inclinó extendiendo la mano para tomar al pájaro.
Iba ya asegurarlo cuando el loro retirándose pausadamente con ese aire zalamero que suele tomar en las ocasiones solemnes, dijo:
-Lorito, ¿eres casado? ¡Ay que regalo!
El asombro del britano fue terrible; retrocedió como si hubiera visto a una serpiente, y quitándose ceremoniosamente el sombrero, exclamó dirigiéndose al perico:
-Perdone usted, caballero; ¡yo creí que era usted pájaro!

Vicente Riva Palacio

jueves, 29 de mayo de 2014

Universidad Pontificia de Salamanca

   

El collar de perlas        

Estaba predispuesto a sentir antipatía por Mr. Max Kelada aún sin haberlo conocido. Recién terminaba la guerra, y el movimiento de pasajeros en los grandes barcos que cruzaban el océano era febril. Difícilmente podían pedirse comodidades, y uno  debía  contentarse  con  lo  que  le  daban  las  agencias  de vapores. Imposible soñar con obtener un camarote individual, y me di por satisfecho con uno de dos literas. Cuando me enteré del nombre de quien sería mi acompañante, se me encogió el corazón; significaba que las portillas tendrían que permanecer herméticamente cerradas, privándome de la fresca brisa nocturna.
Me disgustaba mucho tener que compartir un camarote con cualquiera durante catorce días -hacía el viaje de San Francisco a Yokohama-, pero lo hubiese aceptado con menos desaliento si mi compañero de viaje se hubiera llamado Smith o Brown.
Al subir a bordo encontré que el equipaje de mister Kelada ya estaba abajo. No me gustó su aspecto; las maletas tenían demasiadas etiquetas, y el baúl era excesivamente voluminoso.
Había desempaquetado ya los artículos de tocador, y pude observar que era un buen cliente de la fábrica Coty, pues el perfume, la brillantina y la loción capilar eran de esa marca. Sus cepillos, no obstante que eran de ébano con iniciales de oro, podrían haber lucido más si hubiesen estado más limpios. Mr. Kelada no me agradó en absoluto. Me dirigí al salón de fumar, pedí una baraja y me dediqué a sacar solitarios. Apenas comenzaba cuando se me acercó un hombre, preguntándome si no se equivocaba al suponer que mi nombre era tal o cual.
-Yo soy Kelada -añadió con una amplia sonrisa que dejaba ver una hilera de dientes brillantes, y tomó asiento.
-¡Ah!... Creo que compartimos el camarote.
-A eso le llamo yo suerte, ya que nunca se sabe quién podrá tocarnos de compañero. Me alegré cuando supe que era usted inglés. Yo sostengo que nosotros, los ingleses, deberíamos permanecer siempre unidos cuando estamos a bordo. Ya sabe usted lo que quiero decir.
Esto me hizo parpadear.
-¿Es usted inglés? -le pregunté, tal vez con poco tacto.
-Desde luego. No pensará usted que me parezco a un americano. Soy británico hasta los huesos; sí, señor.
Para hacer más creíble su afirmación, Mr. Kelada sacó del bolsillo un pasaporte y lo colocó airosamente bajo mi nariz.
El rey Jorge tiene, en efecto, algunos súbditos extraños. Aquel Mr. Kelada era robusto, de pequeña estatura, afeitado, de tez morena, nariz aguileña y ojos grandes y brillantes; su cabello era negro y levemente rizado. Hablaba con una fluidez poco común en los ingleses, y sus ademanes eran ampulosos. Con tales antecedentes tuve la seguridad de que, observado más de cerca, aquel pasaporte británico hubiera revelado que su propietario había nacido seguramente bajo un cielo más azul del que por lo general cubre Inglaterra.
-¿Desea usted beber algo, señor? -me preguntó.
Le observé con desconfianza. Como la ley seca estaba vigente, y a bordo todo parecía tan seco como un hueso, le contesté:
-Sin tener sed, no podría decir en realidad qué me desagrada más, si la ginebra o el zumo de limón.
Mr. Kelada me dirigió una oriental y taimada sonrisa.
-¿Qué le gustaría más?, ¿un whisky con soda o un Martini seco? Basta con una palabra.
Del bolsillo trasero del pantalón sacó una botella achatada que colocó ante mí sobre la mesa. Elegí el Martini. Mr. Kelada llamó al camarero y le pidió un cubo de hielo y un par de vasos.
-Es un cóctel excelente -observé.
-Es cierto, y en el sitio de donde salió esto hay mucho más –repuso-. Si tiene usted amigos a bordo, dígales que su compañero dispone de toda la bebida que se pueda desear.
Mr. Kelada se había vuelto muy locuaz;  hablaba  de Nueva York y de San Francisco, de teatro, de cine y de política. Parecía muy patriota. El pabellón de Gran Bretaña es un impresionante trozo de tela, pero cuando lo enarbola un individuo procedente de Alejandría o de Beirut me da la impresión de que palidece su dignidad.
Mr. Kelada empezaba a tomarse confianza conmigo. No deseo darme importancia, pero no puedo menos que reconocer que lo común y correcto en un desconocido es que se dirija a mí anteponiendo a mi apellido la palabra "señor", Mr. Kelada, sin duda para darme una sensación de confianza, había prescindido de esa formalidad. Como ya he dicho, Mr. Kelada no me era simpático.
Yo había dejado de lado las cartas cuando se acercó a mí, pero considerando que esa primera conversación había durado ya bastante, proseguí mi juego.
-El tres sobre el cuatro -me dijo Mr. Kelada.
Cuando se juega un solitario, no hay nada tan mortificante  como que le digan a uno dónde debe poner la carta que ha salido antes de haber tenido tiempo de cerciorarse uno mismo.
-Va a salir, va a salir... El siete sobre la sota.
Furioso, di por terminado el solitario. Mr. Kelada tomó las cartas de inmediato y me preguntó:
-¿Le agradan a usted los juegos de manos con la baraja?
-No, los detesto -repuse.
-Sin embargo, le enseñaré uno.
Tuve que soportar tres, después de lo cual le manifesté que iba al comedor para elegir un lugar.
-¡Oh! No se preocupe usted. He hecho que le reserven un asiento, pues pensé que, como compartimos el camarote, lo más natural era que nos sentásemos también a la misma mesa.
Repito que no me era simpático  Mr. Kelada.
No sólo tuve que compartir el camarote y comer con él tres veces al día en la misma mesa, sino que se unía a mí cada vez que me paseaba por cubierta, sin que me fuera posible desairarlo. Parecía no habérsele ocurrido siquiera que pudiese ser una persona poco grata. No dudaba de que uno se sentía tan contento de encontrarse con él como él lo estaba al encontrarse con uno. De habernos hallado en la propia casa, podríamos haberle arrojado a puntapiés por la escalera y cerrarle la puerta en las narices, sin que se le ocurriese sospechar que no era bien recibido.
Alternaba  con  todo el  mundo,  por lo  que  en tres  días conoció a la totalidad de los pasajeros. Se entrometía en todo y todo lo capitaneaba.
Dirigía las apuestas que a diario se hacían a bordo sobre el número de millas recorridas en las veinticuatro horas; hacía de rematador; recaudaba dinero para instituir premios en los juegos; formaba equipos para jugar al chito y al golf; organizaba conciertos, y  llevaba a cabo los preparativos necesarios para un baile de disfraces. En una palabra, tomaba parte en todo.
Era, por cierto, el hombre más detestado a bordo. Le apodaban "Don Sábelotodo”, y así le llamábamos pero él lo tomaba como un cumplido. Pero cuando se mostraba más insoportable era durante las comidas; nos tenía a su merced la mayor parte del tiempo.
Era cordial, festivo, locuaz y estaba siempre dispuesto a discutir. Pretendía saberlo todo mejor que nadie, y consideraba como una afrenta a su vanidad que alguien no compartiera sus opiniones.
No cesaba de hablar sobre cualquier tema hasta que lograba convencer a su interlocutor de que su forma de pensar era la más acertada. No se le ocurrió nunca la posibilidad de estar equivocado.
Nos sentamos a la mesa del médico. De no haber estado presente un señor llamado Ramsay, Mr. Kelada habría podido explayarse a su antojo, puesto que el médico era un hombre indolente y yo mostraba una fría indiferencia por todo. Ramsay era tan dogmático como Kelada, y le fastidiaba amargamente la seguridad que el oriental ponía en sus afirmaciones. En consecuencia, las discusiones se hacían agrias e interminables.
Mr. Ramsay se hallaba adscrito al consulado americano, y residía en Kobe. Era un hombre corpulento, un típico habitante del Middle-West, con una espesa capa de grasa bajo su piel tirante. Regresaba para hacerse cargo de su puesto, después de un rapidísimo viaje a Nueva York para recoger a su esposa que se encontraba en esa ciudad desde hacía un año.
Mrs. Ramsay era una joven atractiva, de modales agradables y con un agudo sentido del humor. La retribución asignada en el servicio consular era escasa, lo que la obligaba a vestir muy modestamente, pero sabía lucir los trajes y tenía cierta sobria distinción.
Habría pasado inadvertida para mí de no haber poseído una cualidad que tal vez sea común en la mayoría de las mujeres, pero que actualmente no se refleja en su comportamiento.  Mrs. Ramsay asombraba por su modestia, que lucía en ella como una flor en un frac.
Una tarde, la conversación versó sobre las perlas. Los diarios publicaban muchos artículos acerca del cultivo de las perlas a que los astutos japoneses se dedicaban y el médico se permitió observar que eso, con seguridad, haría disminuir el valor de las auténticas. Se producían en la actualidad con mucho parecido, y se podía esperar que muy pronto llegasen a ser perfectas.
Mr. Kelada,  como  acostumbraba  hacer,  se  extendió  en  consideraciones sobre el tema. Nos explicó todo lo que se podía saber sobre las perlas. Estoy seguro de que Mr. Ramsay no sabía absolutamente nada sobre el particular, pero no podía resistir la oportunidad que se le presentaba para enfrentarse con el oriental. Así, pues, en menos de cinco minutos nos hallamos en medio de una acalorada polémica entre ambos.
En ocasiones anteriores, Mr. Kelada había mostrado una verbosidad extraordinaria, pero nunca fue tan impetuoso como entonces. Al final, algo que dijo Mr. Ramsay debió molestarle sobremanera, pues, dando un puñetazo en la mesa, gritó:
-Creo saber lo que digo, pues me dirijo al Japón precisamente para ponerme al corriente del negocio de las perlas. Comercio con ellas y no habrá  nadie que no le asegure que mi opinión en estos asuntos no admite discusión. Conozco las perlas más famosas del mundo,  y,  en resumen,  lo que yo no sepa  sobre esta cuestión no vale la pena aprenderlo.
Esto nos sorprendió, ya que Mr. Kelada, a pesar de su locuacidad no le había dicho nunca a nadie en qué se ocupaba. Sabíamos vagamente que se dirigía al Japón por algún asunto comercial.
 Mirando alrededor de la mesa, afirmó con pedantería:
-No encontrará nunca una perla de cultivo que un experto como yo no reconozca con un solo ojo. -Contempló el collar que lucía Mrs. Ramsay y, dirigiéndose a ella, dijo-: Señora, confíe en mi palabra: ese collar que lleva no podrá valer jamás un céntimo menos de lo que hoy vale.
Mrs.  Ramsay, con su habitual modestia, ocultó el collar bajo el cuello de su vestido con cierta turbación.
Ramsay nos miró sonriendo.
-¿Verdad que es un hermoso collar el de Mrs. Ramsay? -pregunté.
-Lo noté enseguida -me contestó Mr. Kelada-, y me dije: "No cabe duda: son perlas legítimas".
Mr. Ramsay intervino:
-No lo compré yo, pero me interesaría saber cuánto cree usted que puede haber costado.
-¡Ah! Eso sería muy difícil de decir. De haber sido comprado directamente a un comerciante del ramo, puede haber costado unos quince mil dólares, pero si fue adquirido en la Quinta Avenida, no me extrañaría saber que se hubiesen pagado por él hasta treinta mil dólares...
Mr. Ramsay sonrió y le dijo:
-Sin duda, le sorprenderá saber que mi esposa adquirió ese collar, la víspera de nuestra salida de Nueva York, por dieciocho dólares en uno de los grandes almacenes de la ciudad.
Ante esta afirmación,  Mr. Kelada se turbó.
-Eso es una tontería. No sólo es legítimo, sino que puedo asegurar que no he visto jamás otro del mismo tamaño.
-¿Apostaría usted algo? Le juego cien dólares a que es una imitación.
-Aceptado.
Mrs. Ramsay los interrumpió, y dirigiéndose a su esposo, le dijo:
-Ulmeh, no puedes apostar sobre una cosa de la que estás seguro...
Sonreía débilmente, y el tono de su voz era implorante.
-¿Que no puedo? Sería tonto si no aprovechara una ocasión de ganar dinero con tanta facilidad.
-Pero -insistió su esposa-, ¿en qué forma puede demostrarse? No tienes otra prueba que mi palabra contra la de Mr. Kelada.
-Permítame observar de cerca el collar, señora. Le diré inmediatamente si es una imitación. No me importa hacer frente a un caso como la pérdida de cien dólares -repuso Mr. Kelada.
-Quítatelo, querida -dijo Mr. Ramsay-, y deja que este señor lo observe de cerca cuanto quiera.
Sin embargo, Mrs. Ramsay vaciló un momento, y, llevándose la mano al cierre, manifestó:
-No puedo quitármelo, Mr. Kelada tendrá que contentarse con mi palabra.
Presentí por un instante que algo extraño iba a ocurrir, pero no pude adivinar de qué se trataba. Ramsay se levantó, le quitó el collar a su esposa y se lo entregó a Mr. Kelada.
El oriental sacó de su bolsillo un magnífico lente y comenzó a examinarlo con cuidado.
Una sonrisa de triunfo se dibujó en su cara morena, y devolvió el collar. Estaba a punto de decir algo cuando observó el rostro de Mrs. Ramsay. Esta había palidecido intensamente; tenía los ojos muy abiertos y una expresión de terror. Su angustia era tan evidente,  que  me  extrañó que  su  esposo no lo advirtiese.
Mr. Kelada se quedó atónito y se sonrojó. Casi podía verse el esfuerzo que hacía para vencer su convicción.
-Me equivoqué... -dijo-. Es una imitación perfecta. Al examinarlo con la lente me he convencido de que no son perlas legítimas. Definitivamente, dieciocho dólares es todo cuanto puede valer este maldito collar.
Sacó la cartera y tomó un billete de cien dólares, que entregó en silencio a Ramsay.
-Tal vez esto le sirva de lección, amigo mío, para que de aquí en adelante no ponga tanta seguridad en sus afirmaciones -dijo Ramsay tomando el billete.
Observé que a Mr. Kelada le temblaban las manos.
Como es de suponer, el incidente se divulgó por todo el barco, y Mr. Kelada tuvo que resignarse aquella tarde a soportar muchas bromas. Se consideraba todo un triunfo haberlo vencido en algo. La pobre Mrs. Ramsay tuvo que retirarse a su camarote con un fuerte dolor de cabeza.
A la mañana siguiente, cuando me levanté, empecé a afeitarme como de costumbre. Mr. Kelada se encontraba sentado en un sillón, fumando. De pronto oí un leve ruido y vi que habían introducido una carta por debajo de la puerta. Abrí inmediatamente, pero no pude ver a nadie. Recogí la carta y, al ver que iba dirigida a Mr. Kelada, se la entregué. El sobre estaba escrito a maquina.
-¿De quién será? -preguntó al abrirlo-. ¡Oh! -exclamó, sacando del sobre no una carta sino un billete de cien dólares.
Me miró y se ruborizó. Rompió el sobre y me dijo entregándomelo:
-¿Quiere tener la bondad de tirarlo por la portilla?
Hice lo que me pedía, observándolo mientras tanto con una velada sonrisa.
-A nadie le gusta que lo tomen por tonto -me dijo.
-Entonces, ¿las perlas eran legítimas? -le pregunté.
-Si yo tuviera una esposa joven y bonita, no la dejaría sola en Nueva York mientras yo me encontrara en Kobe -repuso.
En aquel momento no me era tan antipático Mr. Kelada.
Sacó la cartera del bolsillo y guardó en ella el billete.
W. Somerset Maugham

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Carmen Gómez

martes, 27 de mayo de 2014

Tarraco Viva







Festival anual sobre el mundo romano celebrado en el mes de mayo en la ciudad de Tarragona, de la que coge su antiguo nombre romano, Tarraco. El festival tiene como objetivo principal la divulgación del conocimiento de la Edad Antigua en época romana. En el festival, participan numerosos grupos de reconstrucción histórica y distintas entidades culturales relacionadas con la historia de Roma o de Tarragona. Es un foro donde compartir y participar en el mosaico de actividades, conferencias, actos, actuaciones y eventos programados durante cerca de una semana.

Ilustran esta entrada, entre otros, tres puzzles de Ruta de Caesaraugusta, de Zaragoza, una serie de Oiasso, museo romano de Irún y otra del Museu d´Historia de Tarragona

 ***

Las industrias del pescado

Este tipo de industrias empezaron a proliferar en el s. I a. C. en las  costas del sur peninsular y norte de África, continuando y potenciando una tradición iniciada en época fenicia y púnica. En estas empresas se basaba la economía y el comercio exterior e interprovincial y sus productos adquirieron amplia fama y llegaron a ser imprescindibles en toda la cocina del imperio romano. Los elementos característicos comunes a todas las fábricas eran las piletas o tanques de salazón, unas cubetas en las que se maceraba el pescado con sal, en un proceso que duraba de veinte  días a tres meses. Las mismas piletas eran utilizadas para la salazón de las carnes de los peces (salsamenta), y para la fabricación de las distintas salsas de pescado, de las cuales la más famosa y que alcanzaba altísimos precios en la época era el garum.

El garum

La utilización de las salsas de pescado eran una constante característica de la cocina romana. La más conocida era el garum que se utilizaba a modo de condimento o potenciador del sabor de casi todos los platos.
Estas salsas de pescado se obtenían por la maceración de la vísceras de determinados peces, con carne de pescado desmenuzada y otras pequeñas especies. El proceso de descomposición era facilitado por la propia acción de las enzimas digestivas de los peces, con el abundante uso de sal que evitaba la putrefacción. Dentro de los tanques se batían todos los ingredientes para transformarlos en una pasta, favoreciendo la fermentación. Por la acción del calor, el producto quedaba reducido, tras lo cual se filtraba y se separaba un líquido, llamado garum. Los restos sobrantes eran también utilizados, aunque considerados como de menor calidad.

***

Fácil receta de "algo parecido al Garum" 

Ingredientes:

Aceitunas negras sin hueso,
anchoas saladas sin espina,
alcaparras,
aceite de oliva,
yemas de huevos cocidos,
cominos.

Elaboración:

En un mortero, una vez troceadas, se machacan las aceitunas, anchoas y alcaparras hasta formar una pasta. Se va añadiendo aceite y las yemas de huevo trituradas hasta darle la consistencia deseada.

***

Un soldado de Lúculo perdió sus ahorros, reunidos con
sufrimiento, hasta el último céntimo una noche mientras
cansado, roncaba. Tras esto, cual lobo furioso, airado por
igual consigo y con el enemigo, con sus yeyunos dientes
afilados, desalojó a la guardia real, según dicen,
de posición fuertemente protegida y llena de riquezas.
Famoso por esta acción, le cuelgan nobles condecoraciones
y además recibe también veinte mil sestercios al contado.
Casualmente poco después el general, que deseaba asaltar
no sé qué castillo, empezó a exhortarle a éste mismo
con palabras que podían infundir arrojo al más cobarde:
«Ve, valiente, adonde el valor te llama, ve con buen pie a
llevarte merecida recompensa. Y bien, ¿qué te detiene?»
Aquél, astutamente, por muy paleto que fuera, dijo: «Irá
allí donde quieres quien haya perdido su faltriquera.»

 Horacio

domingo, 25 de mayo de 2014

Bibliotecas de Castilla y León




El collar

Era una de esas lindas y encantadoras muchachas nacidas, como por un error del destino, en una familia de empleados. No tenía dote, ni esperanzas, ni el menor medio de que un hombre rico y distinguido la conociera, la comprendiera, la amara y la llevara al altar; y dejó que la casaran con un empleadillo del ministerio de Instrucción Pública.
Al no poder engalanarse, fue sencilla, pero desgraciada como si hubiera venido a menos; pues las mujeres no tienen casta ni raza, y su belleza, su gracia y su encanto les sirven de nacimiento y de familia. Su natural finura, su instintiva elegancia, su agilidad de espíritu constituyen su única jerarquía, e igualan a las hijas del pueblo con las grandes señoras.
Sufría sin cesar, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría por la pobreza de su hogar, por la miseria de las paredes, por el desgaste de las sillas, por la fealdad de las telas. Todas esas cosas, en las cuales otra mujer de su casta ni siquiera habría reparado, la torturaban e indignaban. La visión de la joven bretona que le servía de criada despertaba en ella añoranzas desoladas y sueños enloquecidos. Pensaba en antecámaras mudas, acolchadas con colgaduras orientales, iluminadas por grandes hachones de bronce, y en dos altos lacayos de calzón corto durmiendo en los anchos sillones, amodorrados por el pesado calor del calorífero. Pensaba en grandes salones revestidos de viejas sedas, en muebles finos con chucherías inestimables, y en saloncitos coquetos, perfumados, hechos para la charla de las cinco con los amigos más íntimos, los hombres conocidos y buscados cuya atención ambicionan y desean todas las mujeres.
Cuando se sentaba, para cenar, ante la mesa redonda cubierta por un mantel de tres días, frente a su marido que destapaba la sopera, declarando con aspecto arrobado: « ¡Ah! ¡Qué buen cocido! No conozco nada mejor...», pensaba en cenas de gala, en servicios de plata resplandeciente, en tapicerías que poblaban las paredes con personajes antiguos y extrañas aves en medio de un bosque de cuento de hadas; pensaba en platos exquisitos servidos en vajillas maravillosas, en galanterías susurradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladeaba la carne rosada de una trucha o un  alón de faisán.
No tenía hermosos trajes, ni joyas, nada. Y sólo le gustaba eso; se sentía hecha para ello. ¡Habría dado tanto por agradar, ser deseada, ser seductora y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera del colegio de monjas a la que ya no iba a ver, porque sufría mucho al regresar a casa. Y lloraba durante días enteros, de pena, de nostalgia, de desesperación y de angustia.
Ahora bien, una noche su marido volvió a casa con aire triunfante, y llevando en la mano un ancho sobre.
«Mira, dijo, aquí hay algo para ti.»
Ella rasgó vivamente el papel y sacó una tarjeta impresa con estas palabras: «El ministro de Instrucción Pública y la señora de Ramponneau ruegan al señor y la señora Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del ministerio.»
En lugar de estar encantada, como esperaba su marido, tiró con despecho la invitación sobre la mesa, murmurando:
«¿Qué quieres que haga con eso?
-Pero, querida, pensaba que estarías contenta. No sales nunca, y es una ocasión, ¡y estupenda! Me costó mucho trabajo conseguirla. Todo el mundo la quiere; es muy buscada, y no han dado muchas a los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.»
Ella lo miraba con ojos irritados, y declaró con impaciencia:
«¿Y qué quieres que me ponga para ir?»
Él no lo había pensado; balbució:
«¡Pues el traje con el que vas al teatro.  Me  parece muy  bien, por lo menos mí...»
Se calló, estupefacto, pasmado, al ver que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas descendían lentamente de las comisuras de los ojos hacia las comisuras de la boca; tartamudeó :
«¿Qué tienes? ¿Qué tienes?»
Pero ella, con un violento esfuerzo, había domado su pena y respondió con voz tranquila, enjugándose las húmedas mejillas:
«Nada. Sólo que, como no tengo nada que ponerme; no puedo ir a esa fiesta. Dale tu tarjeta a cualquier colega cuya mujer esté mejor trajeada que yo.» 
Él estaba desolado. Prosiguió: 
«Veamos, Mathilde. ¿Cuánto costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, una cosa sencillita?
Ella reflexionó unos segundos, echando sus cuentas y pensando también en la suma que podía pedir sin atraerse una negativa inmediata y una pasmada exclamación del ahorrativo empleado. 
Por fin, respondió vacilando: 
«No sé exactamente, pero me parece que podría arreglarme con cuatrocientos francos.»
Él palideció un poco, pues se reservaba exactamente esa suma para comprarse una escopeta y permitirse unas partidas de caza, al verano siguiente, en la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras, por allí, los domingos.
Dijo, sin embargo:
«Está bien. Te doy cuatrocientos francos. Pero trata de conseguir un bonito vestido.»
Se acercaba el día de la fiesta, y la señora Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo su traje estaba preparado. Su marido le dijo una noche:
«¿Qué tienes? Veamos, llevas tres días muy rara.
Y ella respondió:
«Me fastidia no tener una joya, ni la más insignificante piedra, nada que ponerme. Así tendré un aire pobretón. Casi preferiría no ir a esa velada.»
Él prosiguió:
«Ponte flores naturales. Esta temporada se llevan mucho. Por diez francos tendrás dos o tres rosas magníficas.»
Ella no estaba muy convencida.
«No...no hay nada más humillante que tener pinta de pobre entre mujeres ricas.»
Pero su marido exclamó:
«¡Qué tonta eres! Ve a ver a tu amiga, la señora Forestier, y pídele que te preste alguna joya. Tienes bastante amistad con ella para hacerlo.»
Ella lanzó un grito de gozo:
«Es cierto. No se me había ocurrido.»
Al día siguiente, se dirigió a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora Forestier fue hacia su armario de luna, cogió un gran cofre, lo trajo, lo abrió, y le dijo a la señora Loisel:
«Escoge, querida.»
Vio primero brazaletes, después un collar de perlas, luego una cruz veneciana, de oro y pedrería, un admirable trabajo. Se probó los aderezos ante el espejo, vacilaba, no podía decidirse a quitárselos, a devolverlos.  Preguntaba siempre:
 «¿No tienes nada más?
-Claro que sí. Busca. No se lo que puede agradarte.»
 De repente descubrió, en una caja de satén negro, un soberbio collar de brillantes; y su corazón empezó a latir con un deseo inmoderado. Sus manos temblaban al cogerlo. Lo sujetó en torno a su garganta, sobre su traje de cuello alto, y se quedó extasiada consigo misma.
Después preguntó, vacilante, llena de angustia: «¿Puedes prestarme esto, sólo esto?
-Claro que sí, desde luego».
Saltó al cuello de su amiga, la abrazó con arrebato, y después escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora Loisel tuvo un verdadero triunfo. Estaba más linda que ninguna, elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, pedían que se la presentaran. Todos los directores generales querían valsar con ella. El ministro se fijó en ella.
Bailaba con entusiasmo, con arrebato, embriagada de placer, sin pensar en nada, entre el triunfo de su belleza, entre la gloria de su éxito, entre una especie de nube de felicidad compuesta por todos los homenajes, todas las admiraciones, todos los deseos despertados, por esa victoria tan completa y tan dulce para el corazón de las mujeres.
Se marchó hacia las cuatro de la madrugada. Su marido dormía, desde medianoche, en un saloncito desierto, con otros tres señores cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros la prenda que había traído para la salida, modesta prenda de la vida ordinaria, cuya pobreza chocaba con la elegancia del traje de baile. Ella lo notó y quiso escapar, para que no repararan en ella las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retenía:
«Espera. Vas a coger frío fuera. Voy a llamar un Simón.»
Pero ella no lo escuchaba y bajaba rápidamente la escalera. Cuando estuvieron en la calle, no encontraron un coche; y empezaron a buscar, gritándoles a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Bajaban hacia el Sena, desesperados, tiritando. Por fin encontraron en el muelle uno de esos cupés noctámbulos que sólo se ven en París cuando cae la noche, como si durante el día se avergonzaran de su pobreza.
Los llevó hasta su puerta, en la calle des Martyrs, y subieron tristemente a su casa. Se había acabado, para ella. Y él, por su parte, pensaba en que tendría que estar en el Ministerio a las diez.
Ella se quitó la prenda con que se había cubierto los hombros, delante del espejo, con el fin de verse una vez más en plena gloria. Pero de pronto lanzó un grito.  ¡Ya no llevaba el collar en torno al cuello!
Su marido, medio desvestido ya, preguntó: «¿Qué te pasa?»
Se volvió hacia él, enloquecida:
«¡No..., no..., no tengo ya el collar de la señora Forestier!»
Él se irguió, sobrecogido: 
«¿Qué?.. ¿Cómo?.. ¡No es posible!»
Y buscaron entre los pliegues del traje, entre los pliegues del abrigo, en los bolsillos, por todas partes. No lo encontraron.
Él preguntó:
«¿Estás segura de que aún lo tenías al salir del baile?
-Sí, lo toqué en el vestíbulo del ministerio.
-Pero, si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Debe de estar en el simón.
-Sí, es probable. ¿Te quedaste con el número?
-No. Y tú, ¿no te has fijado?
-No.»
Se contemplaban aterrados. Por fin Loisel volvió a vestirse.
«Voy a desandar todo el camino que seguimos a pie, dijo, a ver si lo encuentro.»
Y salió. Ella se quedó vestida de gala, sin fuerzas para acostarse, caída en una silla, sin fuego, sin ideas.
Su marido regresó hacia las siete. No había encontrado nada.
Se dirigió a la prefectura de Policía, a los periódicos, para prometer una recompensa, a las compañías de coches de alquiler, en fin, a todos los lugares a donde lo empujaba un vislumbre de esperanza.
Ella esperó todo el día, en el mismo estado de pasmo ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche, con el rostro hundido, pálido; no había descubierto nada.
«Hay que escribirle a tu amiga, dijo, que se te ha roto el cierre del collar y que lo están arreglando. Eso nos dará tiempo para solucionarlo.»
Ella escribió al dictado.
Al cabo de una semana, habían perdido toda esperanza.
Y Loisel, que había envejecido cinco años, declaró:
«Hay que pensar en sustituir esa joya.»
Cogieron, al día siguiente, el estuche que la había encerrado, y se dirigieron al joyero cuyo nombre se encontraba en el interior. Consultó sus libros:
«No fui yo, señora, el que vendió ese collar; solo debí de proporcionar el estuche.»
Entonces fueron de joyería en joyería, buscando un collar parecido al otro, consultando sus recuerdos, enfermos ambos de pesar y de angustia.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, una sarta de brillantes que les pareció enteramente igual a la que buscaban. Valía cuarenta mil francos. Se lo dejarían en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que no lo vendiera antes de tres días. Y pusieron la condición de que lo devolverían, por treinta y cuatro mil francos, si encontraban el primero antes de finales de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil francos que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Tomó en préstamo, pidiendo mil francos a uno, quinientos a otro, cinco luíses por aquí, tres luíses por allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con todas las razas de prestamistas. Comprometió todo el final de su existencia, arriesgó su firma sin saber si podría hacer honor a ella, y, espantado por las angustias del futuro, por la negra miseria que iba a abatirse sobre él, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue a recoger el nuevo collar, depositando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la Señora Loisel le devolvió el collar a la señora Forestier, ésta le dijo, con aire ofendido:
«Hubieras debido devolvérmelo antes, pues podía haberlo necesitado.»
No abrió el estuche, cosa que su amiga temía. Si se hubiera dado cuenta de la sustitución, ¿qué habría pensado?, ¿qué habría dicho? ¿No la habría tomado por una ladrona?
La señora Loisel conoció la horrible vida de los necesitados. Se resignó, por lo demás, de repente, heroica. Había que pagar aquella espantosa deuda. Pagaría. Despidieron a la criada, cambiaron de casa, alquilaron otra, una buhardilla bajo los tejados.
Conoció los trabajos pesados del hogar, las odiosas tareas de la cocina. Lavó la vajilla, desgastando sus rosadas uñas en los pucheros grasientos y el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños de cocina, que tendía a secar en una cuerda; bajó a la calle, todas las mañanas, la basura y subió el agua, deteniéndose en cada piso para recobrar el resuello. Y, vestida como una mujer del pueblo, fue a la frutería, a la tienda de ultramarinos, a la carnicería, con su cesto bajo el brazo, regateando, insultada, defendiendo céntimo a céntimo su miserable dinero.
Cada mes era preciso pagar unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido trabajaba, por la tarde, pasando a limpio las cuentas de un comerciante, y de noche, a menudo, hacía copias a veinticinco céntimos la página.
Y esta vida duró diez años. Al cabo de diez años lo habían devuelto todo, todo, con los porcentajes de la usura, y la acumulación de los intereses superpuestos.
La señora Loisel parecía vieja, ahora. Se había convertido en la mujer fuerte, y dura, de las parejas pobres. Mal peinada, con las sayas torcidas y las manos rojas, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en la oficina, se sentaba junto a la ventana, y pensaba en aquella velada de antaño, en aquel baile, donde había estado tan hermosa y tanto la festejaron.
¿Qué habría ocurrido de no haber perdido aquel collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué singular es la vida, qué mudable! ¡Cuán poca cosa se necesita para perdernos o salvarnos!
Ahora bien, un domingo, habiendo ido a dar una vuelta por los Campos Elíseos para descansar de los quehaceres de la semana, vio de repente a una mujer que paseaba un niño. Era la señora Forestier, siempre joven, siempre hermosa, siempre seductora.
La señora Loisel se sintió emocionada. ¿Le hablaría?... Sí, claro. Y ahora que había pagado, se lo diría todo. ¿Por qué no? 
Se acercó. .. «Hola, Jeanne.»
La otra no la reconocía, y se extrañó de que aquella burguesa la llamase con tanta familiaridad. Balbució:
«Pero... ¡señora!... Yo no sé... Usted debe de confundirse.
-No. Soy Mathilde Loisel.»
Su amiga lanzó un grito:
«¡Oh!... ¡Pobre Mathilde, qué cambiada estás!...
-Sí, he pasado días muy duros, desde que dejé de verte; y muchas miserias...¡y todo por tu culpa! ...
-Por mi culpa... ¿Cómo?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir a la fiesta del Ministerio?
-Sí. ¿Y qué?
-Pues lo perdí.
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro muy parecido. Y hace diez años que lo estamos pagando. Comprenderás que no fue fácil para nosotros, que no teníamos nada... En fin, ya se acabó, y estoy terriblemente contenta.»
La señora Forestier se había detenido. .
«¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir el mío?
-Sí. No te habías dado cuenta, ¿eh? Eran muy parecidos.»
Y sonreía con una alegría orgullosa e ingenua.
La señora Forestier, muy emocionada, le cogió las dos manos.
«¡Oh! ¡Pobre Mathilde! Pero, ¡si el mío era falso! Valía a lo sumo quinientos francos...»

Guy de Maupassant

viernes, 23 de mayo de 2014

Jacint Verdaguer - Biblioteca de Catalunya



Vora la mar 
  
Al cim d’un promontori que domina
          les ones de la mar,
quan l’astre rei cap al ponent declina,
          me’n pujo a meditar.

Ab la claror d’aqueixa llàntia encesa
          contemplo mon no-res;
contemplo el mar i el cel, i llur grandesa
          m’aixafa com un pes.

Eixes ones, mirall de les estrelles,
          me guarden tants records,
que em plau reveure tot sovint en elles
          mos somnis que són morts.

Aixequí tants castells, en eixes ribes,
          que m’ha aterrat lo vent,
ab ses torres i cúpules altives
          de vori, d’or i argent:

poemes, ai!, que foren una estona
          joguina d’infantons,
petxines que un instant surten de l’ona
          per retornar al fons:

vaixells que ab veles i aparell s’ensorren
          en un matí de maig,
illetes d’or que naixen i s’esborren
          del sol al primer raig:

idees que m’acurcen l’existència
          duent-se’n ma escalfor,
com rufagada que s’endú ab l’essència
          l’emmusteïda flor.

A la vida o al cor quelcom li prenen
          les ones que se’n van;
si no tinc res, les ones que ara vénen,
          digueu-me: què voldran?

Ab les del mar o ab les del temps un dia
          tinc de rodar al fons;
per què, per què, enganyosa poesia,
          m’ensenyes de fer mons?

Per què escriure més versos en l’arena?
          Platja del mar dels cels,
quan serà que en ta pàgina serena
          los escriuré ab estels?

  (Jacint Verdaguer)

Junto al mar 

En la cima de un promontorio que domina las olas del mar, cuando el astro rey hacia el poniente declina, subo a meditar. 
A la luz de esta lámpara encendida contemplo mi pequeñez; contemplo el mar y el cielo y su grandeza me aplasta como un peso. 
Esas ondas, espejo de las estrellas, me guardan tantos recuerdos, que me place ver de nuevo a menudo en ellas mis sueños que están muertos. 
Levanté tantos castillos en sus orillas, que me ha tirado el viento, con sus torres y cúpulas altivas de marfil, oro y plata.
Poemas, ¡ay!, que fueron por un momento juguetes de niños, conchas que en un instante salen de la ola para volver al fondo: 
bajeles cuyas velas y aparejos naufragan en una mañana de mayo, isletas de oro que nacen y desaparecen del sol al primer rayo: 
ideas que me acortan la existencia llevándose mi calor, como ráfaga que se lleva la esencia de la marchita flor.
A la vida o al corazón alguna cosa le llevan las olas que se van; si no tengo nada, las olas que vienen, decidme: ¿Qué querrán?
En las del mar o en las del tiempo algún día tengo que rodar hasta el fondo; ¿por qué, por qué, engañosa poesía, me enseñas a hacer mundos?
¿Por qué escribir más versos en la arena? ¿Playa del mar de los cielos, cuando será que en tu página serena los escribiré con estrellas?

miércoles, 21 de mayo de 2014

Móndegrafit











Papá Noel duerme en casa

La navidad en que Papá Noel pasó la noche en casa fue la última vez que estuvimos todos juntos; después de esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, aunque no creo que Papá Noel haya tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto unos meses atrás porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de acuerdo, él dijo que un buen árbol de navidad era importante esa vez, y compró uno de todas formas. Venía en una caja de cartón, larga y plana, y traía una hoja que explicaba cómo encajar las tres partes y abrir las ramas de forma que se viera natural. Armado era más alto que papá, era inmenso, y yo creo que por eso ese año Papá Noel durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un coche a control remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular, pero todos los chicos tenían uno en esa época y cuando jugábamos en el patio los autos a control remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío. Así que había escrito mi carta y papá me había llevado hasta el correo para enviarla. Y le dijo al tipo de la ventanilla:
-Se la enviamos a Papá Noel. -Y le pasó el sobre.
El tipo de la ventanilla ni saludó, porque había mucha gente y se ve que ya estaba cansado de tanto trabajo; la época navideña debe ser la peor para ellos. Tomó la carta, la miró y dijo:
-Falta el código postal.
-Pero es para Papá Noel -dijo papá, y le sonrió y le guiñó un ojo, se ve que para hacerse amigo, y el tipo dijo:
-Sin código postal no sale.
-Usted sabe que la dirección de Papá Noel no tiene código postal -dijo papá.
-Sin código postal no sale -dijo el tipo, y llamó al siguiente. Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa, y la carta salió.
Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o no a Papá Noel, y del asunto del coche dependía que me aceptaran los chicos que jugaban en el patio del colegio.
Además no podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses, y eso también me preocupaba, porque la que siempre estaba en todo era mamá, y las cosas salían bien entonces. Pero un día dejó de preocuparse, así nomás, de un día para el otro. La vieron algunos médicos, papá siempre la acompañaba y yo me quedaba en la casa de Marcela, que es nuestra vecina. Pero mamá no mejoró. Dejó de haber leche y cereales a la mañana, ropa limpia para vestirse; papá llegaba tarde a los lugares a los que debía llevarme, y después llegaba otra vez tarde para pasarme a buscar. Cuando pedí explicaciones, papá dijo que mamá no estaba enferma ni tenía cáncer ni se iba a morir. Que bien podría haber pasado algo así pero él no era un hombre de tanta suerte. Marcela me explicó que mamá simplemente había dejado de creer en las cosas, que eso era estar «deprimido», y te quitaba las ganas de todo, y tardaba en irse. Mamá no iba más a trabajar ni se juntaba con amigas ni hablaba por teléfono con la abuela. Se sentaba con su bata frente al televisor, y hacía zapping toda la mañana, toda la tarde y toda la noche. Yo era el encargado de darle de comer. Marcela dejaba comida hecha en el freezer con las porciones marcadas. Había que combinarlas; no podía, por ejemplo, darle todo el pastel de papas y después toda la tarta de verdura, había que combinar las porciones para que la alimentación fuera sana. La descongelaba en el microondas y se la alcanzaba en una bandeja, con el vaso de agua y los cubiertos. Mamá decía:
-Gracias mi amor, no tomes frío. -Lo decía sin mirarme, sin perder de vista lo que sucedía en el televisor.
A la salida del colegio me agarraba de la mano de la mamá de Augusto, que era hermosa. Eso funcionaba cuando venía a buscarme papá, pero después, cuando empezó a venir Marcela, a ninguna de las dos parecía gustarle eso, así que esperaba solo debajo del árbol de la esquina. Viniera quien viniera a buscarme, siempre llegaban tarde.
Marcela y papá se hicieron muy amigos, y algunas noches papá se quedaba con ella en la casa de al lado, jugando al póquer, y a mamá y a mí nos costaba dormirnos sin él en la casa; nos cruzábamos en el baño y entonces mamá decía:
-Cuidado mi amor, no tomes frío. -Y volvía frente al televisor.
Muchas tardes Marcela estaba en casa; eran las tardes en que cocinaba para nosotros y ordenaba un poco. No sé por qué lo hacía. Supongo que papá le pediría ayuda y como ella era su amiga se sentía en la obligación, porque la verdad es que no se la veía muy contenta. Un par de veces le apagó el televisor a mamá, se sentó frente a ella y le dijo:
-Julia, tenemos que hablar, esto no puede seguir así...
Le decía que tenía que cambiar de actitud, que así no llegaría a ningún lado, que ella ya no podía seguir ocupándose de todo, que tenía que reaccionar y tomar una decisión o terminaría por arruinarnos la vida. Pero mamá nunca contestaba. Y al final Marcela terminaba yéndose con un portazo, y esa noche papá pedía pizza porque no había nada para cenar, y a mí la pizza me encanta.
Yo le había dicho a Augusto que mamá había dejado de «creer en las cosas», y que entonces estaba «deprimida», y él quiso venir a ver cómo era. Hicimos algo muy feo que a veces me avergüenza: saltamos frente a ella un rato, pero mamá apenas nos esquivaba con la cabeza; después le hicimos un sombrero con papel de diario, se lo probamos de distintas maneras y se lo dejamos puesto toda la tarde, pero ella ni se movió. Le quité el sombrero antes de que llegara papá. Estaba seguro de que mamá no iba a decirle nada, pero me sentía mal de todos modos.
Después llegó navidad. Marcela hizo su pollo al horno con verduras horribles pero como era una noche especial me preparó además papas fritas. Papá le pidió a mamá que dejara el sillón y cenara con nosotros. La movió cuidadosamente hasta la mesa -Marcela la había preparado con un mantel rojo, velas verdes y los platos que usamos para las visitas-, la sentó en una de las cabeceras y se alejó unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirarla; supongo que pensó que podía funcionar, pero en cuanto él estuvo lo suficientemente lejos ella se levantó y volvió a su sillón. Así que mudamos las cosas a la mesa ratonera del living y comimos ahí con ella. La tele estaba prendida, por supuesto, y el noticiero mostraba una nota sobre un sitio de gente pobre que había recibido un montón de regalos y comida de gente de más plata, y entonces ahora estaban muy contentos. Yo estaba nervioso y miraba todo el tiempo el árbol de navidad porque ya iban a ser las doce y quería mi auto. Entonces mamá señaló el televisor. Fue como ver moverse un mueble. Papá y Marcela se miraron. En la tele Papá Noel estaba sentado en el living de una casa, con una mano abrazaba a un chico sentado sobre sus piernas, y con la otra a una mujer parecida a la mamá de Augusto, y entonces la mujer se inclinaba y besaba a Papá Noel y Papá Noel te miraba y decía:
-…y cuando vuelvo del trabajo solo quiero estar con mi familia. -Y un logo de café aparecía en la pantalla.
Mamá se puso a llorar. Marcela me tomó de la mano y me dijo que subiera al cuarto, pero yo me negué. Volvió a decírmelo, esta vez con el tono impaciente con el que le habla a mamá, pero nada iba a alejarme esa noche del árbol. Papá quiso apagar el televisor y mamá empezó a luchar con él como una nena. Sonó el timbre y yo dije:
-Es Papá Noel. -Y Marcela me dio una cachetada y entonces papá empezó a pelear con Marcela y mamá encendió otra vez el televisor, pero Papá Noel ya no estaba en ningún canal. El timbre volvió a sonar y papá dijo:
-¿Quién mierda es?
Pensé que ojalá no fuese el del correo porque volverían a pelear y papá ya estaba de mal humor.
El timbre sonó otra vez muchas veces seguidas, y entonces papá se cansó, fue hasta la puerta y cuando la abrió vio que era Papá Noel. No era tan gordo como en televisión y se lo veía cansado, no podía mantenerse de pie y se apoyaba un momento de un lado de la puerta, otro momento del otro.
-¿Qué quiere? -dijo papá.
-Soy Papá Noel -dijo Papá Noel.
-Y yo soy Blanca Nieves -dijo papá y le cerró la puerta. Entonces mamá se levantó, corrió hasta la puerta, la abrió y Papá Noel todavía estaba ahí, tratando de sostenerse, y lo abrazó. A papá le agarró un ataque:
-¿Éste es el tipo, Julia? -le gritó a mamá, y empezó a decir malas palabras y a tratar de separarlos. Y mamá le dijo a Papá Noel:
-Bruno, no puedo vivir sin vos, me estoy muriendo.
Papá logró separarlos y le dio a Papá Noel una trompada y Papá Noel cayó para atrás y quedó seco sobre la entrada. Mamá empezó a gritar como loca. Yo estaba triste por lo que le estaba pasando a Papá Noel, y porque todo esto atrasaba lo del auto, aunque por otro lado me alegraba ver a mamá otra vez en movimiento.
Papá le dijo a mamá que iba a matarlos a los dos y mamá le dijo que si él era tan feliz con su amiga por qué ella no podía ser amiga de Papá Noel, cosa que a mí me pareció lógico. Marcela se acercó a ayudar a Papá Noel, que empezaba a moverse en el piso, y le dio una mano para levantarse. Y entonces papá otra vez empezó a decirle de todo y mamá a gritar. Marcela decía cálmense, entremos, por favor, pero nadie la escuchaba. Papá Noel se llevó la mano a la nuca y vio que le sangraba. Escupió a papá y papá le dijo:
-Maricón de mierda.
Y mamá le dijo a papá:
-Maricón serás vos, hijo de puta. -Y también lo escupió. Le dio a Papá Noel la mano, lo hizo entrar a la casa, se lo llevó a su cuarto y se encerró.
Papá se quedó como congelado, y en cuanto reaccionó se dio cuenta que yo todavía seguía ahí y me mandó furioso a la cama. Sabía que no estaba en condiciones de discutir; me fui al cuarto sin navidad y sin regalo. Esperé acostado a que todo quedara en silencio, mirando nadar en las paredes el reflejo de los peces de plástico de mi velador. No tendría mi auto a control remoto, eso estaba clarísimo, pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso me aseguraba un año mejor.
(Samanta Schweblin)


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