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martes, 31 de julio de 2018

Ordem do Graal na Terra




Balaám, o el problema de la culpa objetiva

Balaám, hijo de Beor, emprendió por encargo de Dios un viaje misional para atender trascendentales asuntos de Estado, e iba caballero sobre una burra. No le gustó sin embargo a Dios el camino escogido por aquél y envió a un ángel para que Balaám se detuviera. Obró pues de manera que el ángel con la espada desnuda sólo resultaba visible para la burra —cosa que por lo demás suele suceder con frecuencia—. Así que vio el impedimento actuó la burra muy razonablemente y abandonó el camino; Balaám, que no había visto al ángel, actuó también muy razonablemente y le dio un golpe con el palo para obligarla a retornar al camino. La operación se repitió tres veces, hasta que por último Dios le concedió lenguaje humano a la burra, y ésta dijo a voz en grito: 
— ¿Qué te he hecho para que me hayas castigado por tercera vez? Balaám, no especialmente maravillado por su lenguaje, ya que por aquellos tiempos sucedían también muchas otras cosas, replicó lleno de cólera:
— ¡Te estás burlando de mí! Lástima grande que no tenga aquí una espada, de otro modo ya te enseñaba yo a marchar... Dios, que había hablado por la boca de aquella sencilla y sumisa bestia de carga, vaciló mucho tiempo antes de comunicar al caballero de qué asunto se trataba. Antes por el contrario se puso a discutir allí con Balaám que ya estaba pálido de furor. Hasta que finalmente sintió conmiseración de ambos e hizo que el ángel también fuese visible para Balaám. Y éste de inmediato comprendió  toda la situación. El ángel sin embargo comenzó a increparlo: 
— ¿Por qué maltratabas a este desdichado animal? Esta burra —siguió diciendo a voz en cuello— te ha salvado la vida. Si ella hubiera seguido avanzando yo te hubiese aniquilado con este hierro, y a ella la habría dejado con vida.
—Oh, mi señor —se disculpó Balaám—. ¿Cómo habría podido verte cuando no apareciste ante mis ojos?
—Yo no pregunto si me viste —dijo gritando el ángel—; te pregunto por qué castigabas a este desdichado animal.
 —Pero mi bienhechor...  —tartamudeó Balaám— le pegaba porque no me obedecía; cualquier otro hubiera hecho lo mismo en mi lugar.
—No le cargues la culpa a los "otros" —continuó vociferando el ángel—, aquí estamos hablando de ti y no de los "otros". Ella se te oponía porque así se lo había ordenado yo. Mientras la castigabas te oponías a mí, que soy tu Superior, y también a Dios, que me había enviado y que es un Superior de mayor elevación. 
—Pero venerado, amado, adorado señor —gimió Balaám—, pero yo no te había visto, ¿cómo podía entonces?... 
—Nuevamente estás hablando de otro tema —lo interrumpió el ángel—, siempre sois iguales. Cada uno peca y dice después que nada vio. Habría que cerrar el infierno si se fuera a dar fe a todos esos pretextos. Tú has pecado objetivamente, ¿comprendes? Tú te has opuesto a Dios objetivamente.
—Comprendo —dijo Balaám, triste y deprimido. Estaba allí de pie, en medio del camino, menudo, regordete, desdichado y limpiándose el sudor del cráneo completamente calvo—. Comprendo, soy un pecador objetivo, o sea un pecador en general. Primero pequé por no haberte visto. En segundo término pequé a causa de haber castigado al inocente animal. En tercer término pequé porque quise seguir camino adelante contra la prohibición de Dios. En cuarto lugar he pecado por haber discutido contigo. Soy una bolsa de pecados, un sucio desperdicio para el cual el mismo infierno sería un acto de piedad. He pecado mucho, ¡oh, señor! Ten piedad, señor. Todo proviene de esta maldita violencia.
— Bueno; basta ya de tus justificaciones —murmuró el ángel, algo más tranquilo— ahora sigue tu viaje. 
— ¿Hacia qué dirección, señor? —preguntó Balaám.
 —En la misma que tomaste al principio —contestó el ángel. 
Balaám emitió un profundo suspiro y rompió a llorar: 
—Pero tú me detuviste, señor.
—Cierto que lo hice, pero ahora puedes seguir a lomo de tu burra —dijo el ángel.
—¿Para qué me detuviste entonces, oh, señor? 
—Deja ya de filosofar, pecador; Dios así lo quiso. Resignado volvió a montar Balaám en su burra, la que al punto se puso a trotar y dijo:
 —En resumidas cuentas resulto yo la más perjudicada; mi amo sólo ha sufrido una contrariedad, pero a mí me sigue doliendo el lomo.

Y ambos fueron alejándose por el camino.
Esta historia permite una serie de conclusiones morales, pero no vamos a citarlas a todas. Sólo haremos mención de lo siguiente: Si el ángel hubiera sido también visible para Balaám, éste habría dirigido a la burra la que obedientemente hubiese dejado el camino que llevaban. Pero en ese caso no habría podido llevar a cabo acción meritoria alguna, dado que... ¿qué mérito tiene evitar un obstáculo visible? El mérito existe cuando se evita uno invisible. Pero esto él  no quiso hacerlo.

Primera moraleja: No subestimemos la voz de un animal... pues eventualmente suele saber algo mejor que nosotros.

Segunda moraleja: La ignorancia es un pecado, y en la medida en que nos justifiquemos con la ignorancia al viejo pecado agregamos uno nuevo.
 
Tercera moraleja: Habla contra la sana inteligencia humana utilizar la sana inteligencia humana en una discusión con la inteligencia absoluta.

Cuarta moraleja: Del pecado objetivo ni siquiera Dios puede librarnos.

Quinta moraleja: Así son las consecuencias cuando dos personas se conducen razonablemente, pero partiendo cada una de ellas de supuestos diferentes.

Leszek Kolakowski

domingo, 29 de julio de 2018

Nube Ocho






Hay una lechuza en mi cuarto 

A Gertrude Stein la vi una tarde en el noticiario que proyectaban en la pantalla de una sala de espera del ferrocarril, y la escuché leer aquel famoso pasaje suyo sobre las palomas en la hierba, ayayay (el dolor es, como sabemos, de la señorita Stein). Tras leer lo de las palomas en la hierba ayayay, la señorita Stein manifestó: «Se trata de una simple descripción de un paisaje que he visto muchas veces.» Yo no acabo de creerme que eso sea cierto. Las palomas en la hierba ayayay serán una simple descripción de la propia conciencia de la señorita Stein, pero no son una simple descripción de una parcela cubierta de hierba en la que las palomas se han posado, se están posando o se van a posar. Una descripción verdaderamente simple de las palomas posándose en la hierba de los jardines de Luxemburgo (que es donde, según creo, se posaban las palomas) diría de las palomas que se posan allí que son palomas que se posan. Las palomas que se posan donde sea ni son palomas tristes ni son palomas alegres, son simplemente palomas.
No resulta justo ni exacto relacionar la palabra «ayayay» con las palomas. Las palomas no tienen nada de ayayay. No tienen nada que ver con ayayay, como no tienen nada que ver con hurra (ni siquiera cuando les atamos cintas blancas, rojas y azules, y las lanzamos al aire en los conciertos de las bandas municipales); no tienen nada que ver con válgame Dios ni tampoco con vaya por dónde. Los conejos blancos, sí; y los terriers escoceses y las urracas azules, e incluso los hipopótamos, pero las palomas, ni hablar. Da la casualidad que he estudiado a las palomas con rigor, detenidamente, y he estudiado, también detenidamente, el efecto, o más bien la falta de efecto de las palomas. De vez en cuando, cierto número de palomas se posan en el alféizar de la ventana de mi hotel cuando desayuno asomado. Nunca me hacen exclamar ayayay, nunca me hacen sentir ayayay, nunca me hacen sentir nada.
No hay nadie, ni persona, ni animal, ni ave alguna capaz de poner menos pasión en nada que una paloma. Por ejemplo, cuando la paloma del alféizar de mi ventana se percata de que estoy ahí sentado en una silla, envuelto en mi bata de topos azules, cavilando, estira el cuello al máximo y me mira con fijeza y de reojo, y resulta clavadita (así se lo figuraría la señorita Stein) a un hombre tímido que mira con fijeza desde la esquina de un edificio y trata de determinar si lo sigue un sátiro o sólo el eco de sus propios pasos. Y sin embargo, no es ni por asomo clavadita a un hombre tímido que mira con fijeza desde la esquina de un edificio y trata de determinar si lo sigue un sátiro o sólo el eco de sus propios pasos, es más, no tiene nada que ver. Y eso es porque la paloma no emociona ni tiene el poder de inspirar emoción alguna. Una paloma que mira no es más que una paloma que mira. Cuando se trata de emociones, comparado con una paloma, un pez no cabe prácticamente en sí de gozo.
Una paloma que me mira no me inspira tristeza, ni alegría, ni miedo, ni esperanza. Con un caballo, una vaca o un perro, la cosa sería distinta. La cosa sería distinta sobre todo con un perro. Algunos perros me miran con fijeza, como si yo acabara de perder el juicio por completo o como si ellos acabaran de perder el juicio por completo. Y hasta puedo decir, sin temor a exagerar, que la mayoría de los perros me miran de esa manera. Esto crea en la conciencia, tanto en la del perro como en la mía, una sensación de alarma o de terror total y absoluto que, con razón, me permite elaborar una descripción del paisaje en la que el perro y yo somos personajes, una nota de emoción. Por lo tanto, no me habría importado si la señorita Stein hubiese escrito: perros en la hierba, cuidado, perros en la hierba, cuidado, cuidado, perros en la hierba, cuidado Alice. Ésa sí que sería una simple descripción de los perros en la hierba. Ahora bien, cuando cualquier escritor afirma que una paloma lo pone triste o lo pone de cualquier otro modo, debo objetar de inmediato que se trata de una impresión fantástica, altamente especializada, creada en la conciencia de una persona y que, por tanto, no puede presentarse con justeza como una simple descripción de lo que realmente debería verse.
Las personas que no entienden a las palomas, y las palomas sólo pueden entenderse cuando se entiende que no hay nada que entender sobre ellas, no deberían ir por la vida describiendo a las palomas ni el efecto de éstas. De todas las aves, las palomas son las que están más cerca de causar un impacto nulo. Las gallinas me dan vergüenza, del mismo modo que me daba vergüenza mi tía Hattie cuando yo tenía doce años y ella insistía en que no era lo bastante mayor para bañarme solito; las lechuzas me perturban; si estoy en compañía de un águila, siempre finjo no estar en compañía de un águila; y así hasta llegar a las golondrinas en el crepúsculo, que me inspiran un pavor irrefrenable. Pero las palomas no me producen el menor efecto. No producen el menor efecto en nadie. No asustarían ni siquiera a un niño. Por eso mismo las eligen de entre todas las aves para lanzarlas al aire, tras adornarlas con cintas de colores, en los conciertos de las bandas municipales, las inauguraciones de bibliotecas y los bautismos de dirigibles nuevos. Si en ocasiones así, a alguien le diera por soltar lechuzas, se producirían disturbios, abucheos, silbidos, desmayos varios, lanzamientos de sillas y sabe Dios cuántas cosas más.
Desde donde estoy ahora sentado, puedo asomarme a la ventana y ver a una paloma comportándose como una paloma en el tejado del Club de Harvard. No existe ninguna otra criatura menos capaz de ser lo que no es que una paloma, y la señorita Stein debería entender, mejor que nadie, ese simple hecho. Detrás de la paloma que estoy contemplando, una pared desnuda, imperturbable, de sórdidos ladrillos grises, intenta ahogar en sueño los efectos del olvido; debajo de la paloma, las ventanas enclaustradas del Club de Harvard contemplan con horrorizado asombro algo que han visto en la acera de enfrente. La paloma sigue allí en el tejado comportándose como una paloma, igual que ha venido haciendo hasta ahora y, lo que es más, igual que seguirá haciendo en adelante. No hay nada más simple. Si leemos esa oración en voz alta, comprobaremos al instante a qué me refiero. Es una simple descripción de una paloma en un tejado. Sólo si me esfuerzo, soy consciente de la paloma, pero tengo plena conciencia del enorme y taciturno tubo de hierro rojo que, sigiloso, trepa por la medianera del edificio, resuelto a aparecérsele por sorpresa a una chimenea achispada que grita a voz en cuello.
Nada de lo que una paloma pueda ser o hacer me inspiraría lástima de ella, ni de mí mismo, ni de las gentes del mundo, de la misma manera que nada de lo que yo pudiera ser o hacer inspiraría a la paloma lástima de sí misma. Ni siquiera si le arrancara las plumas le daría lástima de sí misma, ni haría que a mí me diera lástima de mí mismo o de ella. Ahora bien, intentemos arrancarle las púas a un puercoespín o incluso despellejar a una liebre. Nada de lo que una paloma pudiera, o más bien, pueda ser, conseguiría metérseme en la conciencia, cual mano titubeante que hurga en el cajón de una cómoda, para desordenarme la mente o sacar algo de ella. No excluyo absolutamente nada. Podríamos disfrazar a una paloma con un diminuto traje de etiqueta y encasquetarle un sombrerito de seda en la cabeza, ponerle un bastoncito de empuñadura dorada debajo del ala y soltarla de noche en mi habitación para que se paseara. Ni se me ocurriría gritar: «¡Santo cielo, los pájaros han tomado el mando!» Ahora bien, si soltáramos en mi habitación una lechuza, vestida únicamente con las plumas con las que vino al mundo, sin trampa ni cartón, me taparía la cabeza con las mantas y me pondría a gritar.
Nada en este mundo dista más que una paloma de ser capaz de hacer lo que no puede hacer. O de ser incapaz de hacer lo que puede hacer, si se presenta la ocasión.

James Thurber

viernes, 27 de julio de 2018

China











La hoja de hierba 

Cierto día de junio, una hoja de hierba le dijo a la sombra de un olmo: "Te agitas muy a menudo, de un lado a otro, e interrumpes mi paz y tranquilidad." 
Y la sombra del olmo le respondió: "No, no soy yo quien se mueve; mira al cielo: existe un árbol que se mueve al aire del este al oeste, en medio del sol y la tierra." 
Y la hoja de hierba miró al cielo, y por vez primera vio aquel árbol. Y pensó "¡Vaya! ¡Allá hay una hoja de hierba más grande que yo!" 
Y la hoja de hierba guardó silencio. 

Gibran  J. Gibran

miércoles, 25 de julio de 2018

Biblioteca Nacional





Onís es asesino  

Nuestro idioma parece ser particularmente propicio para los juegos de palabras. Todos nos hemos divertido con los de Villamediana (diamantes que fueron antes / de amantes de su mujer); con los más recatados, si bien más insulsos (di, Ana, ¿eres Diana?), de Gracián, quien, hay que reconocerlo, escribió un tratado bastante divertido, la Agudeza y arte de ingenio, para justificar esa su irresistible manía; con los de Calderón de la Barca (apenas llega cuando llega a penas); etcétera. Es curioso que sea difícil recordar alguno de Cervantes. Muchos años después Arniches (imagínate, mencionarlo al lado de estos) llega a la cumbre. Como es natural, nosotros heredamos de los españoles este vicio que, entre los escritores y poetas o meros intelectuales, se convierte en una verdadera plaga. Hay los que suponen que entre más juegos de palabras intercalen en una conversación (principalmente si ésta es seria) los tendrán por más ingeniosos, y no desperdician oportunidad de mostrar sus dotes en este terreno. Es dificilísimo sacar a un maniático de estos de su error. Personaje digno de La Bruyere, no hay quien no lo conozca. A dondequiera que vaya es recibido con autentico horror por el miedo que se tiene a sus agudezas, que sólo él celebra o que los demás le festejan de vez en cuando para ver si se calma. ¿Lo visualizas y  te ríes? Pues tú también tendrías que releer un poco tu Horacio.  
Son más raros los que llevan sus hallazgos a lo que escriben, aunque, por supuesto, mucho más soportables. Shakespeare aterra con sus juegos de palabras a los traductores (su merecido, por traidores), quienes no tienen más remedio que recurrir a las notas a pie de página para explicar que tal cosa significa también otra y que ahí estaba el chiste. Proust, tú sabes, los dosifica majestuosamente. En las traducciones de Proust las notas casi desaparecen: cuando habla de las preciosas radicales no se necesita ser muy listo para darse cuenta de que está aludiendo a las preciosas ridículas de Moliere. Joyce lleva las cosas a extremos demoníacos, por lo cual no se traduce Finnegan´s Wake. Entre nosotros, recuerdo, han sido buenos para esto Rubén Darío:   

Kants y Nietzsches y Schopenhauers, 
ebrios de cerveza y azur 
iban, gracias al calembour
a tomarse su chop en Auer's 

y más cerca aún, Xavier Villaurrutia:  

Y mi voz que madura 
y mi bosque madura 
y mi voz quemadura 
y mi voz quema dura. 
  
Pero lo anterior no tiene casi nada que ver con que Onís sea asesino, o con que amen a Panamá, o con que seamos seres sosos, Ada.  
Ahora te lo explico. La otra noche me encontré al señor Onís, hijo del señor Onís, en una reunión de intelectuales. En cuanto me lo presentaron dije viéndolo fijamente a los ojos: ¡Onís es asesino! Cuando noté que, aterrado, estaba a punto de decirme que sí, de confesarme algo horrible,  me apresuré a explicarle que se trataba de un simple palíndroma. Qué gusto sentí al notar que el  alma le volvía al cuerpo. Recuerda que palíndromas son esas palabras o frases que pueden leerse  
igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, según declara valientemente la Academia  de la Lengua, aunque llamándolas palíndromos, como si no fuera mejor del otro modo. Los vimos en la escuela: ANILINA. DABALE ARROZ A LA ZORRA EL ABAD. ANITA LAVA LA TINA, etcétera.  
Y es aquí donde los asesinos de salón que hacen juegos de palabras para acabar con las conversaciones se encontrarían con una verdadera dificultad. Pruébenlo. Hace ya varios años nos entregábamos a este inocente juego (lo más que requiere es un poco de silencio y mirar de cuando en cuando al techo con un papel y un lápiz en la mano) un grupo de ociosos del tipo de Juan José Arreola, Carlos Illescas, Ernesto Mejía Sánchez, Enrique Alatorre, Ruben Bonifaz Nuño, algún otro y yo. Durante tardes enteras o noches a la mitad tomábamos nuestros papelitos, trabajábamos silenciosos y allá cada vez nos comunicábamos con júbilo nuestros hallazgos.  
Estas cuatro o cinco cuartillas quieren ser un homenaje y un reconocimiento al talento (entre otros) para el palíndroma de Carlos Illescas, positivo monstruo de este deporte, quien de pronto levantaba la mano, pedía silencio y decía, como hablando de otra cosa: Aman a Panamá, o Amo la paloma, o sea AMAN A PANAMA o AMO LA PALOMA por cualquier lado que los mires o quieras amarlos; mientras nosotros, yo por lo menos, nos debatíamos repitiendo ROMA AMOR ROMA AMOR, para que él nos saliera al rato con algo tan humillante como esto: ADELA, DIONISO: NO TAL PLATÓN, O SI NO, ID A LEDA, lo que acababa de sumirnos en la desesperación y la impotencia.  
Posteriormente leímos los famosos que el gran mago Julio Cortázar trae en «Lejana», de Bestiario:  

Salta Lenin el atlas  
Amigo, no gima  
Átale, demoníaco Caín, o me delata  
Anás usó tu auto, Susana.  

Y recordábamos uno muy pobre o muy tímido de Joyce o que Joyce usó:  

Madam, I'm Adam  

y alguno que otro del idioma inglés (no muy bueno para esto, según entiendo):  

A man, a plan, a canal: Panamá.  
  
Más tarde Bonifaz Nuño aportó la declaración antisinestésica:  

Odio la luz azul al oído  

Y Enrique Alatorre el existencialista:  

¡Río, sé saeta! Sal, Sartre, el leer tras las ateas es oír;  

y Arreola  
Etna da luz azul a Dante;  

en tanto que Illescas, como diligente araña, sacaba sus hilitos de tejer y destejer:  

Somos laicos, Adán; nada social somos;  

o el admonitorio  

Damas, oíd: a Dios amad;   
  
o el acusatorio  

Onís es asesino;  

o el preventivo y definitivo y ahora en plan de suave melodía de égloga virgiliana:  

Si no da amor alas, sal a Roma, Adonis.  

Después venían otros suyos sumamente extraños, ya dentro de la embriaguez en, que se pierden los sentidos (que es la buena) y África y Grecia se abrazan en misterioso contubernio, como  

Acata, sale, salta, acude, saeta afromorfa;  
ateas educa, Atlas, el as ataca.  

o lo que él llamaba palíndroma de palíndromas:  

Somos seres sosos, Ada; sosos seres somos;  

en el que cada palabra es también palíndroma; o el palíndroma ad infinitum:  

O sale el as o... el as sale... o sale el as... o;  

o, por fin, el palíndroma político, en el que alguien pregunta: «¿Qué es la OIT (Organización Internacional del Trabajo)?», y se le responde:  

Tío Sam más OIT  

para rematar con algo que ya no le creíamos porque somos naturalmente desmemoriados y eso  de Evemón se nos hacía sospechoso:  

¿No me ve, o es ido Odiseo, Evemón?   

y nos tenía que explicar que Evemón no era otro que Tésalo (ah, así sí), padre de Eurípilo (claro), como fácilmente se podía ver en Ilíada II, 736; V; 79; VII, 167; VIII, 265; y XI, 575.  

Ahora yo tengo que confesar que jamás pude ni he podido posteriormente hacer o encontrar un solo palíndroma que vaya más allá de los ya dados por la madre naturaleza: oro, ara, ama, eme, etcétera, excepto uno que me costó horas de esfuerzo pero tan escatológico, para vergüenza mía, que me apresuro a ponerlo aquí: ¡Acá, caca! Sospecho que Mejía Sánchez tampoco, pues finalmente, cuando empezamos, por incapacidad manifiesta, a buscar un nuevo género, o sea los falsos palíndromas (ejemplo: Don Odón, que suena pero no es), salió con uno falsísimo pero que a todos en un momento dado nos pareció auténtico, pues en esos días se hablaba del Premio Nobel para Alfonso Reyes:  

Alfonso no ve el Nobel famoso,  

que no se lee de atrás para adelante ni de broma; en tanto que Illescas, algo cansado de su facilidad, aceptaba con entusiasmo mi modesta proposición de estructurar una larga frase en español que, leída de derecha a izquierda, dijera lo mismo, pero en inglés, o en el idioma que en ese momento le pareciera mejor, o más difícil.  

Augusto Monterroso

lunes, 23 de julio de 2018

Fundación Juan March - William Morris



El arpa sin cuerdas 

Un ermitaño de gran reputación e incomparables poderes vivía retirado en el desierto. Un día, mientras permanecía inmóvil como siempre en el mismo sitio, vio aparecer en el horizonte una especie de bola de polvo. Aquella bola se hizo más y más grande y el ermitaño pronto reconoció a un hombre que se le acercaba corriendo y levantando aquella polvareda. 
El hombre, que era joven, llegó hasta el ermitaño y se postró ante él. Jadeaba. El ermitaño lo dejó que se recuperara y luego le preguntó: 
-¿Qué quieres? 
-Maestro -le contestó el joven-, he venido a oírte tocar el arpa sin cuerdas. 
-Como quieras -le dijo el ermitaño. 
El santo hombre no varió su postura lo más mínimo. No cogió ningún instrumento, no hizo nada. El ermitaño y el ferviente discípulo permanecieron inmóviles el uno frente al otro durante «un cierto tiempo» y, ese cierto tiempo, dependiendo del humor o de la formación de los narradores, duró algunas horas, algunos días o algunos años. De hecho, tiene poca importancia. 
Tras ese «cierto tiempo», el joven dejó percibir, quizá por un gesto, una inclinación, por un carraspeo, un incipiente cansancio. 
-¿Qué te pasa? -le preguntó el ermitaño. 
El joven dudó un poco. Farfulló. No se entendía demasiado bien lo que quería decir. Para ayudarlo el ermitaño le preguntó, inclinándose hacia él: 
-¿No has oído nada? 
-No -contestó el joven con voz culpable. 
-Entonces -le preguntó el ermitaño-, ¿por qué no me has pedido que tocase más fuerte? 

Jean-Claude Carriere