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sábado, 31 de marzo de 2018

Santos Ochoa



La lanza perdida

Aconteció un día, en los tiempos que las hadas moraban aún en la tierra y los negros no habían sido expulsados de la costa hacia el interior del país, que un poderoso Rey convocó a todos sus jefes para presenciar un torneo entre cuatro jóvenes, los más fuertes, valerosos, apuestos y gallardos de todos sus súbditos.
Y el galardón de la victoria era la hija menor del Rey – Lala, la de los ojos negros -, se la ganaría para esposa quien de los cuatro apuestos y gallardos jóvenes lanzara más lejos la azagaya.
Numerosos príncipes y jefes, acompañados de sus secuaces, reuniéronse en la ciudad del Rey, junto al mar; celebráronse fiestas en días sucesivos y eligiéronse de entre la multitud los cuatro jóvenes que, a la vez, eran los más fuertes, los más valientes y los más apuestos y gallardos.
Ardua empresa. Tres de los elegidos resultaron ser hijos de famosos jefes, pero el cuarto carecía de nobleza de armas y era un oscuro pastor.
Sin embargo, la princesa Lala, que estaba en la choza de su padre, dio al humilde pastor sus preferencias y la predilección de su corazón.
Para la lucha eligióse una llanura arenosa que se extendía entre las montañas, y los cuatro campeones se alinearon para lanzar la azagaya.
El primero de los competidores tiróla bien, y la azagaya cayó verticalmente en un hormiguero, lejos, muy lejos.
La segunda azagaya quedó clavada, temblorosa, en la corteza de un árbol, muchos pasos más allá del hormiguero.
La lanza del tercero atravesó el pecho de un pájaro de la miel, verde y dorado, que revoloteaba por encima de un alto aloe en flor, más lejos, mucho más lejos aún que el hormiguero y el árbol.
Pero el pastor, que era el cuarto de los contendientes, tiró su azagaya con tal vigor e ímpetu, que voló, como un rayo, hacia el cielo, hiriendo a un halcón que se cernía en busca de presa.
Grandes fueron las aclamaciones de los concurrentes, que le proclamaron vencedor en la prueba.
La Princesa lloró de alegría; pero el poderoso Rey no se avenía a que su hija casara con un humilde pastor.
Y dijo el Rey:
– Que repitan la prueba con lanzas que yo les daré. ¡El arma del pastor debe estar embrujada!
Así, a la mañana siguiente, el soberano mandó buscar nuevas lanzas de oro. Las mejores y más equilibradas fueron entregadas a los príncipes; al pastor, empero, entregósele una lanza tosca e infiel.
De nuevo tiraron y de nuevo la azagaya del pastor sobrepasó a las de sus rivales los príncipes. La lanza de aquél voló esta vez hasta las nubes y en su blancura perdióse.
Pero el Rey era injusto y dijo:
– ¡No ganarás a la hermosa Lala hasta encontrar la lanza; es indispensable que me la entregues y deposites a mis pies! ¡Vete!
La Princesa se abrazó a su padre y lloró sin consuelo; ella amaba a este valiente pastor, pero el Rey desembarazóse de sus brazos y ordenóle se retirara. Desobedecer al Soberano significaba la muerte, y la doncella se marchó.
Y Zandilli, el pastor, partió en busca del arma real.
Vagó, día tras día, por las montañas, pues la lanza había desaparecido en las nubes que coronaban sus crestas.
Y llegó el cuarto día de búsqueda, y mientras contemplaba las profundidades de un charco, un “pájaro-carnicero” cayó a sus plantas, llevando en sus garras una ranita verde. Gritaba ésta pidiendo socorro, y Zandilli logró ahuyentar al pájaro voraz. Y la Ranita expresó su gratitud así:
– Siempre que estés en trance apurado y creas que puedo serte útil, cierra tus ojos, recuerda con tu imaginación este charco, y correré en tu auxilio.
Zandilli dio las gracias a la bondadosa ranita, la que desapareció en la profundidad del agua.
Poco más adelante vio una mariposa grande, negra y amarilla, prendida de una espina de chumbera. La liberó, y la Mariposa dijo:
– Dos manecitas morenas, las de una niña de grandes ojos negros, me clavaron en esa espina. Ella fue muy cruel. Tú, en cambio, eres bondadoso y te estoy agradecido. Siempre que estés en trance apurado y difícil y creas que puedo serte útil, llámame y presto iré en tu ayuda.
Luego, la hermosa Mariposa extendió sus alas y se alejó, volando, para jugar con sus compañeras entre las orquídeas carmesí.
Caía la noche del quinto día de sus correrías y todavía no había encontrado la lanza perdida entre las nubes. Era una calurosa noche de verano y la luna elevóse, cual bola de fuego carmesí, de la niebla del Este.
Zandilli, rendido, estaba ansioso por encontrar albergue para pasar la noche, y, a este fin, penetró en una estrecha garganta por la cual corría un arroyuelo. La oscuridad más espantosa reinaba en aquel barranco. Sus paredes eran muy altas, muy altas, y Zandilli cayó en profundos escollos y tropezó contra resbaladizos peñascos.
Pero Zandilli no se descorazonó; sabía cuán a menudo se hallan pequeñas cuevas en estos barrancos. Y dio, al fin, con la cueva apetecida. La luna, ya libre de la niebla, había ascendido al más alto cielo, y resplandecía iluminando la pared occidental del barranco.
Zandilli penetró audazmente en su refugio; acostumbrado a las soledades de las altitudes, no conocía el miedo. La luz de la luna no penetraba muy adentro en la cueva y él estaba demasiado cansado para explorar la oscuridad, y echóse al suelo a descansar, con su lanza al alcance de la mano.
Despertóse y, al despertar, encontró la cueva sumida en oscuridad completa; una misteriosa y suave música arrullaba sus oídos. Era música más dulce que la de la tórtola llamando a su macho; más suave que el murmullo del viento entre las campanillas en flor. Sus notas llenaron de emoción el corazón de Zandilli y avivaron en él deseos de conocer a la privilegiada autora de tan divinos sones.
Levantóse y avanzó con paso silencioso y con gran cautela, como el leopardo en acecho, hacia el lugar de donde venían tan divinos acordes. Aumentaba el volumen de la música y, a medida que ganaba terreno, se ensanchaba la cueva, haciéndose más amplias sus bóvedas, que iluminaba una pálida luz.
Y Zandilli proseguía, siempre adelante, y a cada paso era más sonoro el acorde y más brillante la luz, hasta que sus ojos atónitos contemplaron lo que jamás mortal alguno había visto antes.
Un lago de grandes proporciones y de aguas de zafiro extendíase ante él.
El techo de la cueva resplandecía como el sol, y gigantescas columnas refulgentes con el brillo de incontables diamantes se levantaban de entre las aguas para perderse en la deslumbrante gloria de la cúpula.
Del centro del lago partían las gradas, talladas en oro, que conducían a un trono de Majestad; cada grada emitía destellos de fuego verde, destellos de una única esmeralda bellamente tallada.
El lago parecía no tener límites, pues sus orillas se perdían en la oscuridad lejana.
De las sombras, de todas direcciones, surgían, flotando, incontables lotos rosados, llevando, cada uno de ellos, una preciosa hada hacia el Trono.
La divina música que Zandilli oyera flotando en los aires, provenía de estas preciosas hadas que cantaban mientras se peinaban sus largos cabellos dorados.
Jamás había visto Zandilli figuras tan bellas como estas hadas.
Los lotos, donde iban las hadas, flotaban por todas partes, al parecer guiados por algún poder invisible.
Cuando los lotos tocaron los peldaños de oro, las hadas saltaron de sus pétalos rosados y sacudiendo sus cabellos de oro como un manto sobre sus hombros, reuniéronse con las multitudes de hadas tan bellas como ellas, que ya rodeaban el Trono.
Zandilli contemplaba esta maravilla con ojos de asombro.
No podía distinguir a la Reina del trono, pues una luz cegadora defendía como un velo la gloria de la Majestad.
Los botes – los lotos – vacíos flotaban perezosamente sobre sus aguas, como el loto azul en el remanso del río.
Y cesó, de súbito, la música…
– ¡Esta gente extraordinaria – díjose Zandilli – ha notado mi presencia!
Hubo cuchicheos entre las multitudes de hadas que hacían Corte de Honor ante el Trono.
Luego, un ancho sendero se abrió entre las incontables hadas, y un Ser, vestido de gloria, descendió del Trono y se acercó a la orilla del agua.
Una voz argentina tembló en los aires y dijo:
– ¡Oh, Mortal! A ti aguardábamos. Tú eres Zandilli, el pastor. Tu búsqueda no nos es desconocida. Buscas una lanza real y aspiras a la mano de una hermosa hija de rey. La luna ha florecido cinco veces desde que venciste a los tres príncipes en tirar la lanza. Cuando la luna vuelva a brillar dos veces más sobre la tierra y el mar, tu novia, a menos que la salves, se habrá casado con otro. Con todo, no temas; tú eres valeroso, Zandilli, y la lanza real está a tu alcance.
Las melodías argentinas cesaron y Zandilli se postró humillado en tierra y así oró:
– ¡Oh, gran Ser, cuya gloria es semejante a la luz del Sol y cuya sabiduría es mayor que la de nuestros Magos, ayuda a tu servidor para encontrar la lanza que Tú dices está a mi alcance!
Una canoa de oro, de extraña forma salió disparada de los peldaños del trono y se detuvo a los pies de Zandilli.
Subió a ella sin miedo y, veloz como la luz, fue llevado hacia las gradas del trono.
El deslumbrante Ser que lo presidía dióle su mano cuando él saltaba de la canoa. Alzó él los ojos y vio la presencia de una mujer más bella que la mañana. Incontables rayos de luz salían de un ceñidor y peto de diamantes y de las flotantes ropas de tejido plateado que la vestían, dejando tan sólo desnudos su garganta y sus brazos, blancos como dos lirios. Sus cabellos de oro caíanle hasta los pies y ceñía su frente una corona de flores de estrellas.
– ¡Bienvenido seas al país de las Hadas de la Luna! – exclamó ella, y tomó la mano de Zandilli para conducirlo al Trono, junto a su beldad.
La multitud que hacía Corte de Honor inclinóse humildemente a su paso.
Entonces Zandilli habló:
– ¡Oh, gran Reina! ¡Más blanca que las nubes de viento, más bella que la aurora, di a tu servidor cómo puede servirte mejor y reconquistar la lanza!
Ella posó sus ojos, azules como el lago, sobre él, y contestó:
– Ojalá pudiera decir: “tuya es ahora”, para llevártela; pero hay entre nosotros una muy antigua ley que prohíbe hasta a la Reina permitir dejar llevar de nuestro tesoro “lo que sea”.
“Y a esta lanza real de oro, que tú lanzaste en buena lid y con arte y fuerza sumas, y que, venturosamente, cayó en la boca de esta gruta, le ha sido dado un lugar entre nuestros tesoros.
“Se profetizó, en tiempos lejanos, que un Mortal vendría a nuestro reino en busca de su lanza, gloria y alegría de su vivir. Y se fijaron, para cuando este Mortal llegara a nosotros, dos trabajos a realizar por él. Si los realizaba, la lanza le sería entregada…
“Tú, Zandilli, el pastor, eres ese Mortal. ¿No buscas, por ventura, una lanza que ha de proporcionarte la más bella de las esposas? Deliberaremos sobre los trabajos que se te impondrán. Entretanto, mis doncellas te mostrarán las bellezas de nuestra mansión.”
Pronunciadas estas palabras, levantóse la Reina y descendió a un bote – un loto ­ que se la llevó rápidamente.
Tres de las más lindas hadas subieron con Zandilli a la canoa de oro. Maravilla tras maravilla aparecía ante su asombrada mirada. ¡Todo era gloria deslumbradora y luz!
Pero había una caverna oscura, cuyas paredes carecían de lustre y eran negras como la noche.
Zandilli estaba impaciente por reconquistar la lanza, especialmente al recordar que la Reina habíale hablado de otro que iba a casar con la princesa Lala antes de que la luna brillara por segunda vez. Y suplicó le llevasen de nuevo ante la Reina, que había reaparecido en el Trono.
Y así fue complacido.
Y la Reina le saludó y puso su mano blanca de lirio sobre su bronceado brazo de pastor guerrero.
– Hemos decidido – dijo – tu primer trabajo. Mis consejeros no lo han querido fácil de realizar. ¿Viste la cámara negra, en la más profunda de las oscuridades? Es la única mancha de nuestra mansión. Si tú puedes hacerla tan hermosa como todas las otras, la mitad de tu trabajo habrá quedado ejecutado. Has de terminarlo antes de que salga la luna; de lo contrario, morirás.
Zandilli fue llevado a la cámara negra y allí le dejaron solo en la canoa de oro, con desesperación en su corazón, pues no poseía ningún medio para embellecer aquellas horribles paredes.
– Pensó en el mar, en las crestas de las olas coronadas por la blanca espuma que jamás volvería a ver; en la tímida doncella que la fatalidad le arrebataba, privándola de ser su esposa. Pensó en las flores, en los pájaros, en las mariposas… Y al pensar en ellos, recordó la mariposa que él salvó, y se echó a reír.
¿Podría servirle de ayuda? Parecía no haber esperanza. Zandilli suspiró y, rendido por el cansancio, se echó a dormir…
La Mariposa oyó el grito de socorro que, con un suspiro, había exhalado su antiguo salvador. Así, al romper el día, llamó a todas sus hermanas y a sus primas, las luciérnagas. Todas entraron volando en la negra caverna. El sonido de tanto aleteo despertó a Zandilli.
Indescriptible fue su sorpresa al encontrar las negras paredes transformados en un palacio de hadas, de gloriosas alas y tiernas gemas verdes, claras, pálidas. Las mariposas y las luciérnagas se habían extendido por todos los ámbitos, invadiéndole de luz y color.
Cuando la Reina y su séquito fueron a comprobar el trabajo, no pudieron disimular su gran sorpresa y alegría ante el prodigio realizado por el Mortal.
Y a coro exclamaron:
– ¡Ha vencido! ¡Ha vencido!
Todo aquel día transcurrió en fiestas, mientras la Reina, ausente, discutía con sus sabios consejeros el segundo trabajo que debía el Mortal ejecutar.
Al declinar el día, la Reina habló así a Zandilli:
– Terminaste tu primer trabajo; lo realizaste con éxito maravilloso y, en parte, tienes ganada tu lanza. Ahí está colocada; sobre los peldaños de mi trono. ¡Mira! Éste es tu segundo trabajo: los vestidos de mis doncellas están tejidos con alas de moscas. Nuestros husos están ociosos, ya, que nuestros almacenes están sin provisiones. Se te encarga el trabajo de llenar cien de nuestros botes de alas de moscas.
Dicho esto la Reina desapareció.
Zandilli se echó en el fondo de su canoa y se abandonó a la desesperación. Este trabajo parecía ser mucho más difícil que el anteriormente confiado: era un imposible.
Jamás vería el sol; jamás cazaría el leopardo; jamás volvería a ver las cascadas de los ríos, ni los límpidos estanques; jamás contemplaría los ojos negros de su Princesa…
Quedó dormido bajo la pesadilla de estos tristes pensamientos.
La Ranita verde oyó cómo su salvador suspiraba por la visión del pardo y fresco charco, y llamó a sus hermanas y a sus amigos lagartos.
Cada uno de ellos llegó cargado de moscas, y pronto, muy pronto, llenaron los cien botes formados con cien lotos.
El croar despertó a Zandilli, quien halló su trabajo ejecutado milagrosamente.
Y cuando la Reina y su séquito se presentaron para comprobarlo, exclamaron:
– ¡Ha vencido! ¡Ha vencido!
Entonces Zandilli ascendió por los peldaños de oro para recibir su bien ganado premio.
Pero la Reina no quería dejarle marchar. Le habría gustado retener para siempre a este maravilloso trabajador, e intentó retenerle.
Pero Zandilli estaba impaciente y se apartó de ella. Arrebató la lanza de oro y, saltando a la canoa, la utilizó como remo hasta la orilla del lago, y saltó a tierra.
Pocas horas después rendía su lanza ante el Rey, que no pudo negarle la mano de la bella princesa Lala, galardón de su victoria.
Anónimo




jueves, 29 de marzo de 2018

Continental






Wood'stown

El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, sólo a cuatro millas del mar.
En cuanto al gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto un bosque parecido. Metido en el centro de todas las lianas, de todas las raíces, cuando talaban por un lado renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.
Para terminar con esas resistencias donde se enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.
Muy pronto una ciudad inmensa, toda de madera como Chicago, se extendió en las riberas del Río Rojo, con sus largas calles alineadas, numeradas, abriéndose alrededor de las plazas, la Bolsa, los mercados, las iglesias, las escuelas y todo un despliegue marítimo de galpones de aduanas, de muelles, de entrepuertos, de astilleros para la construcción de los barcos. La ciudad de madera, Wood´stown -como se la llamó- fue rápidamente poblada por los secadores de yeso de las ciudades nuevas. Una actividad febril circulaba en todos los barrios; pero sobre las colinas de los alrededores, que dominaban las calles repletas de gente y el puerto lleno de barcos, una masa sombría y amenazadora se instaló en semicírculo. Era el bosque que miraba.
Miraba aquella ciudad insolente que había ocupado su lugar en las riberas del río, y de tres mil árboles gigantescos. Toda Wood’stown estaba hecha con su vida misma. Los altos mástiles que se balanceaban en el puerto, aquellos innumerables desniveles uno tras otro, hasta la última cabaña del barrio más alejado, todo se lo debían, tanto los instrumentos de trabajo como los muebles, tomando sólo en cuenta el largo de sus ramas. Por esto, ¡qué rencor terrible guardaba contra esta ciudad de ladrones!
Mientras duró el invierno, no se notó nada. Los habitantes de Wood’stown oían a veces un crujido sordo en sus techumbres y en sus muebles. De vez en cuando una muralla se rajaba, un mostrador de tienda estallaba en dos estruendos. Pero la madera nueva padece estos accidentes y nadie les daba importancia. Sin embargo, al acercarse la primavera -una primavera súbita, violenta, tan rica de savia que se sentía bajo la tierra como el rumor de las fuentes- el suelo comenzó a agitarse, levantado por fuerzas invisibles y activas. En cada casa, los muebles, las paredes de los muros se hinchaban y se veía en los tablones del piso largas elevaciones, como ante el paso de un topo. Ni puertas, ni ventanas, ni nada funcionaba. “Es la humedad -decían los habitantes- con el calor pasará”.
De pronto, al día siguiente de una gran tempestad que provenía del mar, y que trajo el verano con sus claridades ardientes y su lluvia tibia, la ciudad, al despertar, lanzó un grito de estupor. Los techos rojos de los monumentos públicos, las campanas de las iglesias, los tablones de las casas y hasta la madera de las camas, todo estaba empapado en una tinta verde, delgada como una capa de moho, leve como un encaje. De cerca parecía una cantidad de brotes microscópicos, donde ya se veía el enroscamiento de las hojas. Esta nueva rareza divirtió sin inquietar más; pero, antes de la noche, ramitas verdes se abrieron en todas partes sobre los muebles, sobre las murallas. Las ramas crecían a ojos vistas; si uno las sostenía un momento en la mano, se las sentía crecer y agitarse como alas.
Al día siguiente todas las viviendas parecían invernaderos. Las lianas invadían las rampas de las escaleras. En las calles estrechas, las ramas se enlazaban de un techo al otro, poniendo por encima de la ruidosa ciudad la sombra de avenidas arboladas. Esto se volvió inquietante. Mientras los sabios reunidos discutían sobre este caso de vegetación extraordinaria, la muchedumbre salía fuera para ver los diferentes aspectos del milagro. Los gritos de sorpresa, el rumor sorprendido de todo aquel pueblo inactivo daba solemnidad al extraño acontecimiento. De pronto alguien gritó: ” ¡Miren el bosque!” y percibieron, con terror, que desde hacia dos días, el semicírculo verde se había acercado mucho. El bosque parecía descender hacia la ciudad. Toda una vanguardia de espinos, de lianas se extendían hasta las primeras casas de los suburbios.
Entonces Wood’stown empezó a comprender y a sentir miedo. Evidentemente el bosque venía a reconquistar su lugar junto al río; sus árboles, abatidos, dispersos, transformados, se liberaban para adelantárselo. ¿Cómo resistir la invasión? Con el fuego se corría el riesgo de incendiar la ciudad entera. ¿Y qué podían las hachas contra esta savia sin cesar renaciente, esas raíces monstruosas que atacaban por debajo del suelo, esos millares de semillas volantes que germinaban al quebrarse y hacían brotar un árbol donde quiera que cayeran?
Sin embargo todos se pusieron bravamente a luchar con las hoces, las sierras, los rastrillos: se hizo una inmensa matanza de hojas. Pero fue en vano. De hora en hora la confusión de los bosques vírgenes, donde el entrelazamiento de las lianas creaban formas gigantescas, invadía las calles de Wood´stown. Ya irrumpían los insectos y los reptiles. Había nidos en todos los rincones, golpes de alas y masas de pequeños picos agresivos. En una noche los graneros de la ciudad fueron totalmente vaciados por las nidadas nuevas. Después, como una ironía en medio del desastre, mariposas de todos los tamaños y colores volaron sobre las viñas florecidas, y las abejas previsoras y buscando abrigos seguros, en los huecos de los árboles tan rápidamente crecidos instalaron sus colmenas, como una demostración de permanencia y conquista.
Vagamente, en el gemido rumoroso del follaje se oían golpes sordos de sierras y de hachas; pero el cuarto día se reconoció que todo trabajo era imposible. La hierba crecía demasiado alta, demasiado espesa. Lianas trepadoras se enroscaban en los brazos de los leñadores y agarrotaban sus movimientos. Por otra parte, las casa se volvieron inhabitables; los muebles, cargados de hojas, habían perdido la forma. Los techos se hundieron perforados por las lanzas de las yucas, los largos espinos de la caoba; y en lugar de techumbres se instaló la cúpula inmensa de las catalpas. Era el fin. Había que huir.
A través del apretujamiento de plantas y de ramas que avanzaba cada vez más, los habitantes de Wood’stown, espantados, se precipitaron hacia el río, arrastrando en su huida lo que podían de sus riquezas y objetos preciosos. ¡Pero cuántas dificultades para llegar al borde del agua! Ya no quedaban muelles. Nada más que musgos gigantescos. Los astilleros marítimos, donde se guardaban las maderas para la construcción, habían dejado lugar a bosques de pinos; y en el puerto, lleno de flores, los barcos nuevos parecían islas de verdor. Por suerte se encontraban allí algunas fragatas blindadas en las que se refugió la muchedumbre desde donde pudieron ver al viejo bosque unirse victorioso con el bosque joven.
Poco a poco los árboles confundieron sus copas y bajo el cielo azul resplandeciente de sol, la enorme masa del follaje se extendió desde el borde del río hasta el lejano horizonte. Ni rastro quedó de la ciudad, ni de techos, ni de muros. A veces un ruido sordo de algo que se desmoronaba, último eco de las ruinas, donde se oía el golpe de hacha de un leñador enfurecido, retumbaba en las profundidades del follaje. Solamente el silencio vibrante, rumoroso, zumbante de nubes de mariposas blancas giraban sobre la ribera desierta, y lejos, hacia alta mar, un barco que huía, con tres grandes árboles verdes erguidos en medio de sus velas, llevaba los últimos emigrantes de lo que fue Wood’stown.

Alphonse Daudet


martes, 27 de marzo de 2018

Nube Ocho





Los dos morteros

Los habitantes de este bajo mundo son estúpidos y están poco atentos a lo que hacen. Yo, por ejemplo, he imaginado un mecanismo muy interesante para machacar grano en dos morteros con la ayuda de un único mazo. 
-¿Y como es ese mecanismo? -preguntó un discípulo. 
-Es muy sencillo. Uno de los morteros se coloca en el suelo, como de costumbre, y el otro se cuelga del techo, boca abajo. De esta forma, al levantar y al bajar el mazo golpearán los dos morteros a la vez. 
-Sí -dijo otro discípulo-. Es verdad, podríamos hacerlo de esa manera a condición de que los granos del mortero de arriba pudieran mantenerse en su sitio. 
-Exacto -dijo el maestro-. Precisamente ése es el problema. 

Jean-Claude Carriere

domingo, 25 de marzo de 2018

Printhaus



El marido confesor

Hubo, en otra época, en Rímini, un comerciante, muy rico en tierras y en metálico, con mujer bonita y de primaverales años, que se volvió en extremo celoso. ¿Cuál era el motivo? No tenía otro sino que amaba hasta la locura a su mujer, encontrándola perfectamente bonita y bien hecha, y como el anhelo de ella era agradarle, se imaginaba que trataba, a la par, de agradar a los demás, ya que todos la hallaban amable y no cesaban de prodigar elogios a su belleza. Idea original, que sólo podía salir de un cerebro estrecho y enfermizo. Hostigado incesantemente por sus celos, no la perdía un instante de vista; de suerte que aquella infortunada era vigilada con más ahínco que lo son algunos criminales sentenciados a la última pena. Para ella no había ni bodas, ni festines, ni paseos: sólo le era permitido ir a la iglesia los días de gran solemnidad, pasando todo el tiempo en su casa, sin tener libertad de asomar la cabeza a las ventanas de la calle, bajo ningún pretexto. En una palabra, su situación era de las más desdichadas, y la soportaba con tanta mayor impaciencia cuanto que no tenía cosa que reprocharse. Nada más capaz de conducirnos al mal que la torcida opinión que se haya formado de nosotros. Así, pues, aquella mujer, viéndose, sin motivo alguno, mártir de los celos de su marido, creyó que no sería un crimen mayor si estaba celoso con fundamento. Mas ¿cómo obrar para vengarse de la injuria hecha a su discreción? Las ventanas permanecían continuamente cerradas, y el celoso se guardaba de introducir en la casa quienquiera que fuese que hubiese podido enamorarse de su mujer. No teniendo, pues, la libertad de elección, y sabiendo que en la casa contigua a la suya vivía un joven gallardo y bien educado, deseaba que hubiese alguna hendidura en la pared que dividía sus habitaciones, desde la cual pudiese hablarle y entregarle su corazón, si quería aceptarlo, segura de que más tarde le sería fácil encontrar un medio para verse de más cerca y distraerse un tanto de la tiranía de su marido, hasta que este celoso se hubiese curado de su frenética pasión.
De consiguiente, mientras estuvo ausente su marido, no tuvo otra ocupación que inspeccionar la pared por todos lados, levantando con frecuencia la tapicería que la cubría. A fuerza de mirar y remirar, divisó una pequeña hendidura, y, aplicando los ojos en ella, vio un poco de luz al través. Sí bien no le fue posible distinguir los objetos, no obstante, pudo juzgar con facilidad que aquello debía ser una habitación. “Si por casualidad fuese la de Felipe, decía para sí, mi empresa estaría en vías de ejecución. ¡Dios lo quiera!” Su criada, que pusiera de su parte, y que estaba apiadada de su suerte, recibió el encargo de informarse discretamente de lo que le convenía saber. Aquella fiel confidente descubrió que la hendidura daba precisamente al cuarto del joven, y que éste dormía en él sin compañía. Desde aquel momento, no cesó la joven de escudriñar por el agujero, sobre todo cuando sospechaba que Felipe podía estar en su habitación. Un día que le oyó toser, empezó a rascar la hendidura con un bastoncito, y tanto hizo, que el joven se aproximó para ver lo que aquello significaba. Entonces ella le llamó por su nombre suavemente, y, habiéndola reconocido Felipe al timbre de su voz, y contestándole con cariño, apresúrase a declararle la pasión que le inspiraba. Contentísimo el joven por tan feliz coyuntura, trabajó, por su parte, para ensanchar el agujero, teniendo especial cuidado en cubrirlo con la tapicería cada vez que abandonaba la habitación. Al poco tiempo, la hendidura fue bastante grande para verse y tocarse las manos; empero, los dos amantes no podían hacer otra cosa, a causa de la vigilancia del celoso, que raras veces salía de casa, y encerraba a su mujer bajo llave, si se veía obligado a ausentarse por algún tiempo.
Acercaban se las fiestas de Navidad, cuando, una mañana, la mujer dijo a su marido que deseaba confesarse y ponerse en estado de cumplir con sus deberes religiosos el día de la Natividad del Salvador, según práctica entre buenos cristianos.
—¿Qué necesidad tenéis de confesaros —preguntó el marido—, y qué pecados habéis cometido?
¿Creéis, acaso, que soy una santa —replicó la mujer— y que no peco lo mismo que las demás? Mas no es a vos a quien debo confesarme, ya que ni sois sacerdote ni tenéis facultades para absolverme.
No se necesitaba más para hacer nacer mil sospechas en el ánimo del celoso y para que le entraran ganas de saber qué pecados hubiese podido cometer su mujer. Creyendo haber hallado un medio seguro para lograr sus fines, la contestó que no tenía inconveniente en que fuera a confesarse, pero a condición de que lo haría en su capilla y con su padre capellán, o con cualquier otro sacerdote que éste le indicase; entendiéndose que iría muy temprano y regresaría a su casa una vez terminada la confesión. La joven, que no era lerda, creyó entrever algún proyecto en aquella respuesta; empero, sin despertar sus sospechas, díjole que estaba conforme con lo que la exigía.
Llegado el día de la festividad, se levanta al despuntar el alba, vístese y se encamina a la iglesia que su marido le había señalado, a la que llegó él antes que ella, por otro camino. El capellán estaba de su parte, habiéndose concertado los dos sobre lo que se proponía hacer. Vístese en seguida con una sotana y un capuchón o muceta que le cubría el rostro, y se sienta en el coro, así engalanado. Apenas hubo penetrado en la iglesia la señora, cuando preguntó por el padre capellán, rogándole se dignase confesarla. Este la dijo que en aquel momento no le era posible acceder a sus ruegos, mas que le mandaría uno de sus colegas, que no se encontraba tan ocupado como él y que tendría mucho gusto en confesarla. Poco después vio llegar a su marido, con el disfraz de que os he hablado; por más precauciones que tomó para ocultarse, como la señora recelaba de él, lo conoció en seguida, y se dijo en su interior: “¡Alabado sea Dios! De marido celoso, helo aquí convertido en sacerdote. Veremos cuál de los dos será el burlado. Le prometo que encontrará lo que busca: micer Cornamenta va a visitarlo, o yo me equivoco mucho.”
El celoso había tenido la precaución de meterse algunas piedrecitas en la boca para que su mujer no le conociera la voz. La joven, fingiendo tomarle por un clérigo verdadero, se echó a sus pies, y, después de recibir la bendición, empieza a comunicarle sus pecados. Luego le dice ser casada, y acúsase de estar enamorada de un sacerdote que todas las noches dormía con ella. Cada palabra de éstas fue una puñalada para el marido confesor, quien habría estallado, a no detenerlo el deseo de saber nuevas cosas.
—Pero ¿cómo es eso? —dice a la señora—. ¿Acaso vuestro marido no duerme a vuestro lado? —Sí, padre mío.
—Y, entonces, ¿cómo puede dormir con vos un sacerdote?
—Ignoro qué secreto emplea —repuso la penitente—; pero no hay puerta de nuestra casa, por cerrada que esté, que no se abra a su presencia. Más me ha dicho, y es que, antes de entrar en mi dormitorio, tiene costumbre de pronunciar ciertas palabras para adormecer a mi marido, y que sólo cuando queda dormido abre la puerta y se acuesta a mi lado.
—Esto es muy mal hecho, señora mía; y, si queréis obrar bien, no debéis recibir más a ese infeliz sacerdote.
—No puede ser lo que pedís; le quiero tanto, que me fuera imposible renunciar a sus caricias.
—Si es así, siento tener que deciros que no puedo absolveros.
—¡Cómo ha de ser! Mas yo no he venido aquí para decir mentiras. Si me sintiese con fuerzas para seguir vuestro consejo, os lo prometería con mil amores.
—En verdad, señora, que siento os condenéis de esta suerte; no hay salvación para vuestra alma, si no renunciáis a ese comercio criminal. Lo único que puedo hacer en vuestro servicio es rogar al Señor para que os convierta, y espero que atenderá a mis fervientes oraciones. Os mandaré de vez en cuanto un clérigo para saber si éstas se han aprovechado. Si producen buen efecto, adelantaremos un poquito más y podré daros la absolución.
—¡Que Dios os libre, padre mío, de mandar quienquiera que sea a mi casa!: mi marido es tan celoso, que, si llegara a saberlo, nadie le quitaría de la cabeza que hay un mal en ello, y no me dejaría sosegar. Harto sufro ya ahora.
—No os dé cuidado eso, señora, pues arreglaré las cosas de suerte que él no tendrá de qué quejarse.
—Siendo así —repuso la penitente—, consiento de todo corazón lo que me proponéis.
Terminada la confesión, y dada la penitencia, la señora se levantó de los pies del confesor y fue a oír misa. El celoso despojóse de su disfraz, y luego regresó a su casa, con el corazón lacerado y ardiendo de impaciencia para sorprender al sacerdote y darle un mal rato.
La joven no tardó en apercibirse, al ver la cara de vinagre de su marido, que le había herido en lo vivo. Estaba el buen hombre de un humor insoportable. Aunque fingió cuanto pudo para no demostrar lo que pasaba en su interior, resolvió hacer centinela la noche siguiente en un cuartito inmediato a la puerta de la calle, para ver si acudía el sacerdote.
—Esta noche —dijo a su mujer— no vendré a cenar, ni a dormir; de consiguiente, te ruego cierres bien las puertas, y sobre todo la de la escalera y la de tu habitación. En cuanto a la de la calle, yo me encargo de cerrarla, y me llevaré la llave.
—Está muy bien —contestó la mujer—; puedes quedar tan tranquilo como si no te ausentases de casa.
Viendo que las cosas seguían el camino que ella deseaba, espió el momento favorable para dirigirse al agujero de comunicación, e hizo la señal convenida. Al momento se acerca Felipe, y la señora le cuenta lo que hizo por la mañana y lo que la dijo su marido, después de comer. —No creo ni un palabra —prosiguió— de su pretendido proyecto; hasta estoy segura que no saldrá de casa; mas ¿qué importa, con tal que se esté junto a la puerta de la calle, donde, no me cabe duda, permanecerá de centinela toda la noche? Así, pues, querido amigo, tratad de introduciros en nuestra casa por el tejado, y venid a reuniros conmigo cuanto haya oscurecido. Encontraréis abierta la ventana del desván; pero tened cuidado de no caer, al pasar del uno al otro tejado.
—Nada temáis, querida amiga —contestó el joven, en el colmo de su alegría—; la pendiente del tejado no es muy rápida; por lo tanto, no hay peligro alguno.
Llegada la noche, el celoso se despidió de su mujer, fingió salir afuera, y, habiéndose armado, fue a apostarse en el cuarto inmediato a la calle. Por su parte, la mujer hizo como que se encerraba bajo siete llaves, si bien se contentó con cerrar la puerta de la escalera, para que el marido no pudiese acercarse, y en seguida corre en busca de Felipe, que se introduce en su dormitorio, donde emplearon las horas muy agradablemente. No se separaron hasta que comenzó a despuntar la aurora, y eso con pena.
El celoso, armado de pies a cabeza, estaba muriéndose de despecho, de frío y de hambre, pues no había, cenado, y se mantuvo en acecho hasta que se hizo de día. Como el sacerdote no compareciera, se acostó sobre un catre que había en aquella especie de covacha, y, después de dormir dos o tres horas, abrió la puerta de la calle, fingiendo llegar de fuera. El siguiente día, un muchacho, que dijo venir de parte de cierto confesor, preguntó por la mujer, informándose sobre si el hombre en cuestión había acudido la noche pasada. La joven, que estaba sobre aviso, contestó negativamente, y que, si su confesor quería seguir auxiliándola durante algún tiempo, creía poder olvidar la persona por quien sentía todavía inclinación. Difícil será creerlo, pero no deja de ser cierto que el marido, cegado siempre por los celos, continuó acechando por espacio de algunas noches, esperanzado de sorprender al sacerdote. Ya comprenderá el lector que la mujer aprovecharía todas sus ausencias para recibir las caricias de su amante y entretenerse con él de lo agradable que es engañar a un celoso.
Aburrido el marido de tanta fatiga inútil, y perdida la esperanza de poder declarar infiel a su mujer, no lograba, sin embargo, retener los ímpetus de sus celos; por lo tanto, tomó el partido de preguntarla lo que había dicho a su confesor, puesto que la mandaba recados con tanta frecuencia. La señora contestó que no estaba obligada a decírselo. Insistió el marido, y viendo que todo era inútil:
—¡Pérfida, bribonaza! —añadió con acento furioso—. A pesar de tus negativas, ya sé lo que le dijiste, y quiero saber irremisiblemente quién es el sacerdote temerario que, merced a sus sortilegios, ha logrado dormir contigo, y del que estás tan enamorada; ¡o me dices su nombre, o te estrangulo!
Entonces, la mujer negó que estuviese enamorada de ningún sacerdote.
—¿Cómo es eso, desdichada? ¿Acaso no dijiste a tu confesor, el día de Navidad, que amabas a un cura y que casi todas las noches se acostaba a tu lado, mientras yo dormía? Desmiénteme, si te atreves.
—No tengo necesidad de ello —repuso la mujer—; mas reportaos, por favor, y os lo confesaré todo. ¿Es posible? —añadió la joven, sonriendo— que un hombre experto, como sois vos, se deje embaucar por una mujer tan sencilla como yo? Lo más extraño del caso es que nunca habéis sido menos prudente que desde que entregasteis vuestra alma al demonio de los celos, sin saber fijamente por qué. Así, pues, cuanto más torpe y estúpido os habéis vuelto, menos debo vanagloriarme de haberos engañado. ¿Creéis de buena fe que esté yo tan ciega de los ojos del cuerpo como hace algún tiempo lo estáis vos de los del ánimo? Desengañaos, que yo veo muy claro; tan claro, que reconocí perfectamente al sacerdote que me confesó la última vez; sí, vi que erais vos mismo en persona; mas, para castigaros de vuestros curiosos celos, quise haceros pasar un mal rato, y lo sucedido después responde al éxito de mi empresa. No obstante, si hubieseis tenido alguna inteligencia, si los espantosos celos que os atormentan no os hubieran quitado la penetración que antes poseíais, no formaríais tan mala opinión de vuestra esposa, ni creyerais que era verdad lo que os decía, sin suponerla, por esto, culpable de infidelidad. Os dije que amaba a un cura: ¿acaso no lo erais en aquel momento? Añadí que todas las puertas de mi casa se abrían a su paso, si quería dormir conmigo: ¿qué puertas os he cerrado, cuando habéis venido a buscarme? Además, os dije que el susodicho cura se acostaba conmigo todas las noches: ¿acaso habéis faltado de mi lado alguna vez? Y cuando me habéis acompañado y me ha visitado, de parte vuestra, el pretendido clérigo, ¿no he contestado que el cura no había comparecido? ¿Era tan difícil desembrollar este misterio? Sólo un hombre cegado por los celos ha podido no ver claro en el asunto. Y, en efecto, ¿no se necesita ser tonto, y muy tonto, para pasar las noches en acecho y quererme dar a entender que habíais ido a cenar y dormir fuera de casa? En lo sucesivo, no os deis tan inútil trabajo; razonad un poco más, y desechad, como en otras ocasiones, celos y sospechas. No os expongáis a ser el juguete de aquellos que pueden hallarse al tanto de vuestras locuras. Estad persuadido de que, si me encontrara de humor de engañaros y de trataros cual se merece un celoso de vuestra especie, no seríais vos quien me lo impidiese, y, aunque tuvieseis cien ojos, os juro que nada veríais. Sí, amigo mío: os pondría los cuernos, sin que abrigaseis la menor sospecha, si me diese la gana; así, pues, desechad unos celos tan deshonrosos para vuestra mujer como injurioso para vos mismo.
El imbécil del celoso, que, por medio de una treta, creía haber descubierto el secreto de su mujer, encontrándose él mismo cogido en el garlito, no supo qué contestar; y, por lo tanto, dio gracias al cielo de haberse equivocado; consideró a su mitad como un modelo de discreción y virtud, y abandonó sus celos, precisamente en el momento que hubiera podido tenerlos con razón. Su conversión dio una mayor libertad a la señora, que ya no tuvo necesidad de hacer penetrar al amante por el tejado, como los gatos, para solazarse con él. Le hacía entrar por la puerta de la calle, con alguna precaución, y disfrutaba momentos muy felices en su compañía, sin que nada sospechara el marido.

Giovanni Boccaccio

viernes, 23 de marzo de 2018

The Kabuki



Es que somos muy pobres

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos ente­rrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llo­ver como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin dar­nos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un mano­jo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaban, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le re­galó para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el es­truendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumban­do el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazo­nes y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se no­taba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había per­dido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tama­rindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque aho­ra ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más es­pesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin can­sarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subi­mos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpen­tina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puer­ta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se hubiera es­tado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y sus­pirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y aca­lambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había vis­to. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árbo­les con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o tron­cos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos ha­bía conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que cre­cieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y enten­dían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el sue­lo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguan­tó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantar­las más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vuelta a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: «Que Dios las ampare a las dos.»
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: pun­tiagudos y altos y medio alborotados para llamar la aten­ción.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera donde quiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa era la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entien­de. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido seme­jante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

Juan Rulfo

miércoles, 21 de marzo de 2018

Material ferroviari





















La modelo 

A primera hora de la mañana, Ephraim Elihu telefoneó a la Liga de Estudiantes de Arte y les preguntó cómo podía encontrar a una modelo con experiencia a la que pudiera pintar desnuda. Le dijo a la mujer que contestó la llamada que quería alguien de unos treinta años.  
-¿Cree que podría ayudarme? 
-No recuerdo su nombre -dijo la mujer por teléfono-. ¿Se había puesto antes en contacto con nosotros? Algunas de nuestras alumnas hacen de modelos, pero generalmente solo para pintores que conocen. 
El señor Elihu dijo que no había tenido relación con la liga antes. Quiso dejar claro que era un pintor aficionado que tiempo atrás había estudiado en la liga. 
-¿Posee usted un estudio? 
-Es un gran salón con mucha luz. Ya no soy ningún jovencito -añadió-, pero después de muchos años he vuelto a pintar y me gustaría hacer algunos estudios de desnudos para volver a cogerle el pulso a la forma. No soy pintor profesional, pero me tomo en serio la pintura. Si quiere referencias acerca de mi carácter, se las puedo proporcionar. 
Le preguntó cuál era la tarifa actual de las modelos y la mujer, tras una pausa, respondió: 
-Seis cincuenta la hora. 
El señor Elihu dijo que era un precio razonable. Parecía tener ganas de hablar más, pero ella no le dio pie. La mujer anotó el nombre y la dirección del señor Elihu y dijo que quizá consiguiera alguna modelo al cabo de dos días. Él le agradeció su amabilidad. 
Eso fue un miércoles. La modelo se presentó el viernes por la mañana. Le había telefoneado la noche anterior y habían acordado una hora. La modelo llamó al timbre poco después de las nueve y el señor Elihu abrió la puerta enseguida. Era un hombre de setenta años de pelo gris que vivía en una casa de piedra marrón cerca de la Novena Avenida, y estaba emocionado con la perspectiva de pintar a esa joven. 
La modelo era una mujer poco agraciada de unos veintisiete años. El pintor concluyó que su rasgo más hermoso eran los ojos. La joven llevaba un impermeable azul a pesar del despejado día de primavera. Al viejo pintor le gustó la cara de la chica, pero no se lo dijo. Ella apenas lo miró mientras entraba decidida en la sala. 
-Buenos días -dijo él. 
-Buenos días -contestó ella. 
-Es casi primavera -continuó el anciano-. Las hojas de los árboles están empezando a brotar. 
-¿Dónde quiere que me cambie? -preguntó la modelo. 
El señor Elihu le preguntó cómo se llamaba. 
-Señorita Perry -respondió ella. 
-Puede cambiarse en el cuarto de baño, señorita Perry, o, si lo prefiere, mi habitación, al final del pasillo, está vacía y también puede cambiarse allí. El cuarto de baño está más caldeado. 
La modelo dijo que le daba igual, pero que creía que prefería cambiarse en el cuarto de baño. 
-Como desee -contestó el anciano. 
-¿Está su esposa? -preguntó la modelo mirando dentro de la habitación. 
-Soy viudo. 
El pintor le contó que habían tenido una hija, pero que murió en un accidente. 
La modelo dijo que lo lamentaba. 
-Me cambiaré en un par de minutos. 
-No hay prisa -dijo el señor Elihu, contento porque estaba a punto de pintarla. 
La señorita Perry entró en el cuarto de baño, se desvistió y regresó enseguida. Se quitó el albornoz de rizo. Tenía la cabeza y los hombros delgados y bien formados. Le preguntó al anciano cómo le gustaría que posara. Él estaba de pie junto a una mesa de cocina con el tablero esmaltado, en una sala que tenía una gran ventana. Mezclaba el contenido de dos pequeños tubos de pintura sobre la mesa. No tocó los otros tres tubos. La modelo dio una última calada al cigarrillo y lo aplastó contra la tapa de una lata de café que había en la mesa de la cocina. 
-Espero que no le moleste que fume de vez en cuando.  
-No me importa, si lo hace durante la pausa. 
-Esa es mi intención. 
Ella lo observaba mezclar lentamente los colores. 
El señor Elihu no miró inmediatamente su cuerpo desnudo, sino que le dijo que le gustaría que se sentara en la silla que había junto a la ventana. Esta daba a un patio trasero donde había un ailanto cuyas hojas acababan de brotar. 
-¿Cómo desea que me siente, con las piernas cruzadas o no?  
-Como prefiera. No importa si cruza las piernas o no. Como esté más cómoda. 
La modelo pareció sorprendida, pero se sentó en la silla amarilla al lado de la ventana y cruzó las piernas. Tenía buena figura. 
-¿Está bien así? 
El señor Elihu asintió con la cabeza. 
-Muy bien -dijo-. Estupendo. 
Mojó el pincel en la pintura que había mezclado sobre la mesa y, tras echarle un vistazo al cuerpo desnudo de la modelo comenzó a pintar. La miraba y enseguida apartaba la vista, como si le diera miedo ofenderla. Pero la expresión del pintor era objetiva. Aparentemente pintaba con naturalidad, levantando los ojos hacia la modelo de vez en cuando. No la miraba a menudo. Ella parecía ajena a la presencia del pintor. En una ocasión ella se volvió para observar el ailanto y él la estudió un momento para comprender qué podía haber visto en el árbol. 
Entonces ella comenzó a fijarse en el pintor con interés. Observaba sus ojos y observaba sus manos. Él se preguntaba si estaba haciendo algo malo. Al cabo de casi una hora la chica se levantó impaciente de la silla amarilla.  
-¿Cansada? -preguntó él. 
-No es eso -dijo ella-, pero me gustaría saber, en nombre de Dios, qué cree que está haciendo. La verdad, me parece que no tiene la menor idea de pintar. 
Lo dejó atónito. El pintor cubrió rápidamente el lienzo con una toalla. 
Un instante después, el señor Elihu, con una respiración estrecortada, se humedeció los labios secos y aseguró que no se las daba de pintor. Dijo que había procurado dejarle eso bien claro a la mujer de la escuela de arte con quien había hablado al pedir la modelo. 
Luego añadió: 
-Puede que haya cometido un error al pedirle que viniera hoy a esta casa. Creo que debería haberme puesto a prueba un poco más, solo para no hacerle perder el tiempo a nadie. Me parece que aún no estoy preparado para hacer lo que me gustaría. 
-No me importa lo mucho que se haya puesto usted a prueba -dijo la señorita Perry-. La verdad, no creo que me haya pintado. De hecho, creo que usted no tenía interés en pintar. Creo que lo que le interesa es contemplar mi cuerpo desnudo por razones que usted sabrá. Ignoro cuáles son sus necesidades, pero estoy prácticamente segura de que la mayoría de ellas poco tienen que ver con pintar. 
-Supongo que he cometido un error. 
-Supongo que sí -dijo la modelo. Ya se había puesto el albornoz con el cinturón bien apretado-. Soy pintora, y hago de modelo porque no tengo un centavo, pero reconozco a un farsante en cuanto lo veo. 
-No me sentiría tan mal-replicó el señor Elihu- si no me hubiera tomado la molestia de explicarle la situación a esa señora de la Liga de Estudiantes de Arte. Siento que haya sucedido esto -añadió el señor Elihu con voz ronca-. Debería haberlo pensado mejor. Tengo setenta años. Siempre he amado a las mujeres y me parecía muy triste no tener ninguna amiga en esta época de mi vida. Esa es una de las razones por las que quería volver a pintar, aunque nunca he pretendido tener un gran talento. Además, me imagino que no me di cuenta de lo mucho que se me había olvidado pintar. No solo eso, también se me había olvidado cómo era el cuerpo femenino. No se me ocurrió que me afectaría tanto el suyo y, si lo pienso bien, la manera en que ha transcurrido mi vida. Esperaba que volver a pintar reviviera mi gusto por la vida. Lamento las molestias y los inconvenientes que le he causado. 
-Las molestias me las pagará -dijo la señorita Perry-, pero lo que no puede pagarme es el insulto de venir aquí y someterme al repaso de su mirada. 
-No pretendía insultarla. 
-Pues así es como lo he percibido. 
Entonces le pidió al señor Elihu que se desvistiera. 
-¿Yo? -exclamó él, sorprendido-. ¿Para qué? 
-Quiero dibujarle. Quítese los pantalones y la camisa. 
El pintor dijo que todavía llevaba la ropa interior de invierno, pero ella no sonrió. 
El señor Elihu se quitó la ropa, avergonzado de lo que pensaría de su aspecto la modelo. 
Con rápidos brochazos, la chica dibujó su silueta. No era un hombre feo, pero se le veía incómodo. Cuando lo hubo dibujado, la joven mojó el pincel en un pegote de pintura negra que había sacado del tubo y emborronó sus rasgos, que se convirtieron en un caos negro. 
El pintor contempló su odio, aunque no dijo nada. 
La señorita Perry arrojó el pincel a la papelera y regresó al cuarto de baño a vestirse. 
El anciano le extendió un cheque por la suma que habían acordado. Le daba vergüenza firmar con su nombre, pero lo firmó y se lo entregó. La señorita Perry metió el cheque en su bolso y se fue. 
El pintor se dijo que la joven era, a su manera, atractiva, si bien carecía de gracia. Entonces el anciano se preguntó: ¿No hay nada más en mi vida que esto? ¿Es todo lo que me queda? 
La respuesta parecía ser que sí, y lloró al darse cuenta de lo rápido que había envejecido. 
Después apartó la toalla del lienzo e intentó dibujar la cara de la joven, pero ya la había olvidado. 

Bernard Malamud