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miércoles, 29 de noviembre de 2017

Bagà


Si no te gusta, no escuches (2)

Un campesino había sembrado muchos guisantes, pero unas grullas tomaron la querencia de venir a comérselos.
-Ya veréis cómo os quito yo esa costumbre -se dijo el campesino.
Compró un cubo de vino, lo echó en una artesa, lo mezcló con miel, luego montó la artesa en el carro y se marchó al campo.
Cuando llegó a su parcela, descargó la artesa, la dejó allí y él se tendió a descansar, escondido.
Llegaron las grullas y se pusieron a comer los guisantes. Luego vieron la artesa y bebieron de ella hasta que todas se derrumbaron borrachas perdidas.
El hombre acudió corriendo, las ató a todas por las patas, las echó en el carro y emprendió la vuelta a su casa.
Por el camino, con el traqueteo, las grullas se despabilaron, volvieron en sí, empezaron a agitar las alas y remontaron el vuelo, levantando con ellas al campesino, el carro y el caballo. Subieron muy alto, muy alto. El campesino agarró entonces un cuchillo, cortó la cuerda y fue a caer en medio de un pantano. Un día y una noche estuvo forcejeando a más y mejor hasta que pudo salir de allí.
De vuelta a su casa se encontró con que su mujer había dado a luz y tenía que ir a buscar al pope para bautizar a la criatura.
-No -dijo-. Yo no voy a buscar al pope.
-¿Por qué?
-Porque tengo miedo a las grullas. Son capaces de remontarse otra vez conmigo, y si me caigo del carro, me puedo matar.
-No te preocupes, hombre: te ataremos al carro con una cuerda.
Bueno, pues lo montaron en el carro, lo ataron con una cuerda, y condujeron el caballo hasta el camino. En cuanto le pegaron un par de fustazos, el caballo emprendió el trote.
A la salida de la aldea había un pozo. El caballo, al que no habían dado de beber todavía, quiso saciar su sed. Se apartó del camino y fue derechito al pozo. Era un pozo que no tenía brocal. Además, dio la casualidad de que el arnés no tenía retranca ni el cabezal tenía brida y la collera era demasiado grande. El caballo se inclinó hacia el agua, saliéndose de la collera. Cuando acabó de beber volvió hacia el camino, y allí se quedaron el carro y el campesino.
Precisamente por entonces, unos cazadores habían hecho salir a un oso del bosque. Huyendo de ellos a todo correr se encontró con el carro, quiso saltar por encima y fue a meterse en la collera. Como los cazadores venían detrás, el oso reanudó su carrera tirando del carro.
-¡Socorro! ¡Socorro! -gritaba el campesino.
Más asustado todavía al oírle, el oso se lanzó a ciegas por campos, barrancos y pantanos. Así llegó hasta un colmenar y, quizá porque quisiera comer miel, trepó a un árbol, siempre tirando del carro. Subió hasta lo más alto, pero el peso del carro tiraba de él hacia abajo. El pobre oso no sabía qué hacer.
Al poco rato se presentó el amo del colmenar y vio al oso en lo alto del árbol.
-¡Ya caíste, amigo! -dijo-. ¿Habrase visto holgazán igual? Viene a robarme miel y, además, viene en carro...
El hombre agarró un hacha y se puso a talar el árbol a ras de tierra. El árbol, al desplomarse, destrozó el carro y aplastó al campesino.
En cuanto al oso, se desprendió de la collera y ¡piernas, para que os quiero....
Para que veáis cómo son las grullas.

Afanasiev

lunes, 27 de noviembre de 2017

Cartells Antics





Si no te gusta, no escuches  (1)

Vivían en cierto lugar dos hermanos listos y otro que era tonto. Un día fueron al bosque y quisieron almorzar allí. Echaron legumbres secas en un puchero, lo llenaron de agua fría (así dijo el tonto que se hiciera), pero cuando fueron a ponerlo a la lumbre resultó que no tenían con qué encenderla. 
Por allí cerca había un colmenar. Dijo el hermano mayor: 
-Iré por candela al colmenar. 
Llegó al colmenar y le pidió al viejo que encontró allí: 
-Dame un poco de candela, abuelo. 
-Cántame primero una canción. 
-Yo no sé cantar, abuelo. 
-Bueno, pues baila algo.  
-Tampoco se me da bien. 
-Pues, si no se te da bien bailar, yo no te doy candela. 
Además, como tenía muy mala intención, le arrancó piel de la espalda para un cinturón. 
Conque el hermano mayor volvió sin candela donde los demás. El hermano mediano se enfadó con él y dijo: 
-¡Cuidado que eres! Mira que no haber traído candela... Iré yo a buscarla. 
Allá fue el mediano al colmenar. Llegó y gritó: 
-¡Abuelo! Dame un poco de candela, por favor. 
-Cántame primero una canción, muchacho. 
-No sé cantar. 
-Pues cuéntame un cuento. 
-Es que tampoco sé, abuelo. 
El abuelo agarró y también al hermano mediano le arrancó de la espalda piel para un cinturón. 
Lo mismo que el mayor, volvió el hermano mediano sin candela donde estaban los demás. Los hermanos listos se quedaron mirándose sin saber qué hacer. 
El tonto también estuvo mirándolos un rato, hasta que dijo: 
-Tan listos como sois y no habéis traído candela... -y se marchó él a buscarla. 
Llegó donde el viejo: 
-¿No tendrías un poco de candela que darme, abuelo? -preguntó. 
-Baila algo primero -pidió el viejo. 
-No sé bailar -contestó el tonto. 
-Pues cuéntame un cuento. 
-Eso sí que me va -aseguró el tonto, sentándose sobre una cerca que estaba allí tirada-. Ahora tú siéntate aquí, frente a mí, y no me interrumpas, porque si me interrumpes te arranco de la espalda tiras de piel para tres cinturones. 
El viejo tomó asiento frente al tonto, con la calva al sol. Y tenía una calva muy grande. El tonto carraspeó y empezó: 
-Bueno, abuelo, pues escucha. 
-Te escucho, muchacho. 
-Yo tenía un caballejo pío en el que iba por leña al bosque. Un día monté en él como siempre, con el hacha colgada del cinto. El caballo iba trotando, tras-tras, tras-tras..., y al mismo tiempo iba el hacha pegándole en el lomo, zas-zas, zas-zas..., hasta que le cortó la parte trasera... Escucha, escucha, abuelo -dijo el tonto y le pegó con una varita en la calva. 
-Te escucho, muchacho. 
-Conque así anduve tres años más cabalgando en él sólo con la parte delantera, hasta que un día, de repente, descubrí en un prado la parte trasera de mi caballo que andaba por allí pastando. Corrí, la cacé, la cosí a la parte delantera y todavía anduve así tres años más. Escucha, abuelo, escucha... -y le pegó otra vez con la varita en la calva. 
-Te escucho, muchacho. 
-Anduve así en mi caballo hasta que un día llegué al bosque y vi un roble muy alto. Me puse a trepar por él y así llegué hasta el cielo. Allí vi que el ganado se vendía muy barato y en cambio estaban muy caros los mosquitos y las moscas. Descendí a tierra por el roble, cacé moscas y mosquitos hasta llenar dos sacas, me las eché a la espalda y trepé de nuevo al cielo. Abrí las sacas y me puse a comerciar con la gente que andaba por allí: a cambio de una mosca y un mosquito a mí me daban una vaca y un ternero. Así junté tanto ganado, que ni se podía contar. Conque llevé el rebaño hacia el lugar por donde había subido, y me encontré con que habían talado el roble... 
El tonto hizo una pausa, y luego continuó: 
-Muy preocupado, me puse a pensar en cómo bajaría del cielo, y por fin se me ocurrió hacer una cuerda que llegara hasta el suelo: para ello maté a todos los animales, con sus pieles hice una correa muy larga y empecé a bajar. Fui bajando, bajando... y al final resultó que me faltaba un trozo de correa poco más largo que la altura de tu cabaña... Escucha, escucha, abuelo -y otra vez le pegó con la varita en la calva. 
-Te escucho, muchacho. 
-Para suerte mía, un campesino estaba allí cerca aventando el grano. Con los trozos de paja que subían revoloteando yo trencé una cuerda y la empalmé a la correa. Pero en esto se levantó un vendaval que empezó a zarandearme de un lado para otro... Tan pronto hasta Moscú como hasta Píter... La cuerda de paja no aguantó, se rompió, y el viento me arrojó a un lodazal. Me hundí en el barro hasta el cuello. Sólo me asomaba la cabeza. Yo habría querido salir de allí, pero no era posible porque una pata había hecho su nido en mi cabeza... 
Después de otra pausa, siguió contando el tonto: 
-En esto apareció un jabalí que tenía la querencia de ir al pantano a robar huevos. Como pude, saqué una mano y me agarré al rabo del jabalí. Sí; conforme estaba a mi lado, le eché mano y grité muy fuerte: «¡Arre, arre!». Y el jabalí me sacó del pantano. ¿Me escuchas, abuelo? 
-Te escucho, muchacho. 
El tonto se dio cuenta de que la cosa se ponía fea: había terminado el cuento sin que el viejo le interrumpiera, como era lo prometido. Para sacarle de sus casillas de alguna manera, el tonto empezó otra historia. 
-Mi abuelo, que iba a caballo encima del tuyo... 
-¡No! ¡El que iba a caballo era el mío encima del tuyo! -le interrumpió el viejo. 
Entonces el tonto, que no estaba esperando otra cosa, le derribó boca abajo, le cortó de la espalda tres tiras de piel para cinturones, cogió un poco de candela y volvió donde sus hermanos.  
En seguida encendieron una hoguera y colocaron encima el puchero para hacerse la comida. 
Y se acabó de momento. Cuando ya esté la comida, seguiremos con el cuento. 

Afanasiev

domingo, 26 de noviembre de 2017

Tamara Kolesnichenko en artAmore - Sitges







En artAmore, nuestra tienda favorita en Sitges, y hasta el 15 de Diciembre, expone Tamara Kolesnichenko.
Tamara Kolesnichenko (Dresden, Alemania – 1960). Se gradúa en “Escenografía para Teatro” en la Escuela de Arte Astrakhan en Rusia.
Ha diseñado la escenografía de más 200 espectáculos teatrales y festivales. Ha creado también, diseños para viviendas privadas y centros sociales,  complejos deportivos, jardines de infancia, escuelas, hospitales, iglesias etc.
Sus gráficos reflejan su estilo original y reconocible con caracteres brillantes, una fina técnica de realización y tintes hechos a mano.
Sus obras se encuentran en colecciones privadas en diferentes países como Rusia, España, Bulgaria, Ucrania, Francia, Estados Unidos y otros.

sábado, 25 de noviembre de 2017

La Puerta del Futuro - Cerámica aragonesa para el siglo XXI


Los amantes aprobados 

Es una historia sencilla. En mil novecientos treinta y tantos, vivía en el villorrio de..., en el litoral, una viuda respetable, gorda, de mirada blanda y crenchas algo canosas. Había tenido once hijos, de los cuales sobrevivían nueve, y toda la aventura de su vida había sido la de, como mujer de un magistrado pobre, haber recorrido el país en el transcurso de un pasar anónimo y sin fe. Triste, tal vez no. El marido había sido un tipo holgazán, sociable en extremo y que había hecho grandes amigos, muchos de los cuales sobrevivían también. Su muerte, ocurrida en pleno vigor físico y cuando esperaba la promoción a juez de segunda instancia, había provocado una crispación de pánico en los nervios de los colegas y de toda una pandilla fervorosa de los vicios de provincias, que son las malas lenguas, la política y el interés, esas fístulas crónicas de los hombres cuarentones. Los huérfanos, al principio socorridos con una generosidad demasiado exaltada para mantenerse fiel, fueron poco a poco dejados de la mano de Dios para que se criasen. Se sabía que la madre era una señora seria y de buenos principios y esto tranquilizaba -¡ya sabremos por qué!- las conciencias. Tenía ella en el pueblo una casa, poco más que una vivienda de pescadores, y allí se acomodó con los niños. Dos, protegidos por sus padrinos, tendrían estudios pagos y donativos de ropa; los otros crecieron un poco al azar, en el hábito de esa tragedia insulsa, pasmada, fría, de la burguesía avariciosa. Se podía decir que vivieron entre la escuela y el empleo en la burocracia, sin conocer el color del dinero. Enredados en un engranaje de deudas, promesas, limosnas, de caridad sopesada hasta la última gota en la balanza de los que en cada dádiva o tutela parecen encajar la bazofia de un concepto inútil, de la moralidad más rastrera y sin brillo, adquirieron todos un patrón de personalidad que los hacía muy idénticos. Así, todos sabían disimular y nunca manifestaban a tiempo sentimiento alguno; reaccionaban por aprendizaje, no por instinto, y en su alma todo estaba pegoteado y postizo como la luna en el teatro del propio Shakespeare.  
Con el tiempo y la colocación del mayor como celador de un colegio, se mudaron a una entreplanta, dejando el barrio excéntrico en cuyas zanjas los restos de pescado atraían a grandes moscas verdes. Vivían peor que nunca, pero habían logrado lo que se llama «meter baza». Poseían un relativo crédito y, comprobada su penuria, sus antecedentes de una honesta monotonía y el hecho decisivo de que habían vivido bien, la sociedad se había apaciguado un poco y les había concedido ciertos derechos. Por ejemplo, las muchachas llevaban cuellos de vieja piel percudida, sin que la gente se riese, porque en ellas los atributos de la clase y el lujo eran, por así decir, una adquisición histórica. Las admitían en la intimidad superficial de las personas finas, homenajeándolas con la confianza de pedirles favores como los de vender rifas o recortar florecillas de papel para el Día del Casco. En fin, podía afirmarse que todo marchaba bien, si algo muy extraño e imprevisto no alterase la conmovida paz de los benefactores que son la multitud en general cuando se siente despreocupada. Se supo que la viuda tenía un amante. Habíamos dicho que ella era una mujer gorda, callosa, de mirada blanda, pero no es del todo exacto. Era en realidad un tanto pesada, con un andar tambaleante de quien siempre ha usado zapatillas de plástico o cáñamo o cuero; sólo vestía batas de algodón negro y su apariencia era bastante mala, incluso los domingos, sobre todo los domingos, cuando, en la misa de las nueve, se arrodillaba en su almohadilla de raso liso rojo, al lado del «altar de los Dolores». Tenía un rostro inexpresivo de lo mucho que la fatiga se había sobrepuesto a las emociones y parecía no gustarle reír ni llorar, ni siquiera observar a los demás en esas ocupaciones. Por lo demás, tenía aún unos ojos hermosos y la frialdad de sus maneras le daba una gracia un tanto hostil que infundía ternura, después de haber provocado recelo. Era frecuente verla cruzar la calleja de viejo macadán, decidida a arrastrar del brazo a alguno que otro hijo que se juntaba con la troupe de la chiquillada con el propósito, en el vestíbulo del cine, de mendigar la cantidad necesaria para la entrada. Le huían para, en el gallinero del cine, que era como una asamblea de jueces apiñados en escalones al borde de los pasillos, vociferar amenazas contra «el cínico» de aquellas películas de Tim Mac Coy de hermosa dentadura que se precipitaba en un foso del prado en llamas. ¡Ay el lenguaje de esos ladrones de ganado, de esos sheriffs, de esas «excavadoras de oro» que sugerían hambre y agua de lavar platos! «Comete un grave error», decían, explicando la intriga y la traición mientras, con un rumor de viento filtrado por grietas de canteras, ardía un reguero de dinamita. Los muchachos se precipitaban, en el intermedio, hasta la calle, se enzarzaban llenos de arrojo imitando tiros; e iban a comprar, en la pequeña tienda próxima, un pan duro como corcho, de domingo, con trozos de carne de membrillo, o cartuchos de almendrados o pastillas Naval que chupaban laboriosamente, mostrándoselas unos a otros en la lengua para provocar envidia.  
-¡Qué cruz! -exclamaba la propietaria que iba, por condescendencia, a ayudar en la tienda, ya que entraban a tentebonete, y oleadas de muchachos embestían contra los mostradores donde los caramelos endulzaban junto a las onzas de tabaco. Era una mujer oxigenada, vistosa, llena de ambiciones que encajaban mal en su oficio de maestra de niños. Detestaba a los chiquillos, sus ropitas con olor a pescado y a mugre, sus zuecos con tachas, sus bolsas de harpillera con flores pintadas y que la lluvia descoloría; descargaba en ellos el odio por el mundo de frío y chatura que había conocido desde su infancia, cuando, desterrada del nabar donde su padre sorbía colillas de cigarrillo sentado en los montículos de abono, se había hecho letrada. Se había casado en el pueblo con un tipo mezquino que usaba manguitos de cutí y pesaba kilos de arroz con la destreza de un Shylock. A su hija, guapa como ella, la había criado para otra clase, otro medio, otra vida. ¡Cuántas lágrimas indignadas, esos vestidos de volantes, esas sombrillas japonesas! ¡Cuántos favores equívocos, asqueados, en los que acumulaba tedio e impotencia, para que ambas, en la Asamblea, sonriesen un poco duramente, como quien presiente que se ha equivocado de puerta y de lugar, y espera en todo momento una advertencia, una rectificación!  
-¡Qué cruz! -decía, cuando extendía sobre el mostrador, intentando no tocar las manitas en las que se escamaban los mocos secos, los confites o los panes cubiertos de harina, muy lamidos, color gris. Y, en particular, su aversión alcanzaba a los hijos de la viuda. Los despreciaba porque le parecían pobres, raquíticos, fastidiosos, serios; porque tenían hábitos finos, vivían disciplinados como hormigas, usaban con naturalidad sus ropas lavadas con bencina, y porque los niños adinerados los trataban con deferencia. ¿Alguna vez su Loló, delgada y frenética criatura de ojos verdes, había jugado en los jardines de sus mansiones, había usado los patinetes de los pequeños burgueses y la habían llevado a casa sus criados? Loló recorría las calles perseguida por una turbamulta de chiquillos con la camisa suelta que se dispersaban cuando ella se detenía para reconocerlos, lo que no ocurría nunca. Aun así, los denunciaba después; la madre se encargaba de repartir palmetazos en los nudillos de sus dedos, hiriendo, desollando, con una mirada malévola, nublada, y que hacia gritar a los menos estoicos antes de que se les acercase. ¡Ah, aquella viuda había sido durante mucho tiempo una espina clavada en medio del pecho, había sido un poco como una sombra proyectada sobre una pantalla donde se desliza el paisaje! Admiraba sus buenas maneras, su aire sobrio, sin sonrisas, pero sin amargura; envidiaba la tranquilidad con la que parecía estar entre sus hijos, que crecían feúchos y pelados como ratas de alcantarilla. De repente, aparecían todos grandes, las muchachas con su beauté du diable, sus vestidos inesperadamente a la moda, tentando destinos, viviendo; los muchachos tenían ahora buenas relaciones, hacían carrera modestamente, sin importunar, seguros. También su Loló, delgada y llena de encanto, bailaba un poco el charlestón y salía con un soldado. Pero los otros niños, siempre los mismos, con su olor a marisco en la piel, con su nariz lacrada con moco amarillo, con sus gritos a lo Tarzán, su pelota de trapo, ésos no crecían. Seguía dándoles en las orejas con palmeta, mientras les embutía las medidas de peso o de leña. ¡Y un sol tan blanco redondeándose sobre el mar! ¡Y el trepidar de los coches en el Largo de Sao Tiago, en la avenida, en la plaza! ¡Dios mío, Dios mío! Había una lámpara sobre la mesa donde corregía ejercicios, por la noche, y la luz amarilla se difundía nimbando su cabeza oxigenada. Los asiduos del cine la veían y, bajo la impresión inmediata de las carteleras donde se retorcían mujeres como llamas, comentaban: «Parece una vamp... Brigitte Helm... Marlene...». Y ella sentía en la piel, a flor de su piel blanca, empolvada y levemente fláccida, que hablaban de ella y cómo.  
Fue ella la primera en comprender y revelar que la viuda tenía un amante. Era un muchacho de veinte años, muy extraño, delgadito, y que daba clases en un colegio; se llamaba David, había llegado de las Islas, sin recursos, para estudiar. Era, por tanto, interno, y había comenzado a pagar con clases en los primeros cursos sus matrículas. La viuda lo conocía como compañero de sus hijos mayores, hacía bastante tiempo, los había visto salir juntos en las mismas mañanas de verano para darse un baño, con la toalla enrollada sujeta al cinturón del bañador. Con ocasión de los cumpleaños de las chicas, David no dejaba de enviarles postales, ilustradas por lo general con muchachas ricas entre flores, en alamedas de jardines, y colores muy brillantes. Él era tristón, casi huraño cuando desconfiaba de alguien o simplemente no lograba adaptarse; pero, familiarizándose, quebrada su cáscara de timidez tremenda, de orgullo más tremendo todavía, era maravilloso. Había en él un arranque de sinceridad que no sufría mella por la conciencia de virtud que en ello podía sorprender la razón. En su aceptación de todo lo que ocurre, de todo lo que triunfa, de todo lo que pierde, de todo cuanto es inútil o sin estética, de todo cuanto es bello para vejamen de nuestra propia alma, había paz. A veces sonreía, cuando todos se agrupaban haciendo traducciones de latín, estirando un labio siniestro sobre el mentón. Sonreía, con el libro abierto enfrente, como si observase una imagen verdaderamente llena de interés y humor.  
-¿En qué piensa? -preguntaba la viuda, sonriendo también.  
-Es tan tonto vivir exactamente así -decía David-. Dividimos el tiempo y nos emparedamos dentro de él. Pero no hay tiempo, el tiempo no existe, el tiempo es solamente memoria. Mire las violetas en ese florero... Se han marchitado, pero no tienen el recuerdo de su frescura, así que existen en un tiempo único. ¿Comprende?  
-Comprendo.  
Y ella ya no sonrió. Su rostro cansado se estremeció, se crispó y volvió a adquirir su fría blandura habitual. Sí, había comprendido. Durante muchos días se consumió en inmovilizarse dentro de sí misma, en rastrear en torno a su alma, para  que ella no presintiese cuánto la vigilaba, viendo si dormía o  estaba en vela; durante muchos meses vivió metódicamente entre su pequeña gente oscura, discutidora, mezquinamente ansiosa y que se traicionaba de habitación en habitación, de plato a plato. Se consideraba sosegada e igual a antaño, se sorprendía riendo jovialmente, porque tal liberación la exaltaba y le daba una especie de febril felicidad. Después, recaía de súbito; David la deslumbraba hasta el odio, quería que se fuese, tramaba planes para alejarlo, para dejar de recibirlo, para no volver a verlo; no le daba importancia, volvía a reírse de su ceguera,  acusándose de insensatez, malignidad, vileza. Rezaba mucho pero, en su oración, en el voto más ardiente, brotaba de su corazón el nombre de él, se sumergía en una postración tierna, exasperada y sumisa por fin. Enfermaba y renacía de la enfermedad como la serpiente que se desprende de su propia piel y se desliza vigorosamente hacia fuera del nido mohoso. La asaltaban escrúpulos que se traducían en manifestaciones de sacrificio; su amor por los hijos parecía recrudecer, se esclavizaba a ellos, contenta si dominaba su propia impaciencia y el juicio desfavorable que le provocaban el carácter de ellos, sus discusiones, su nulidad, su egoísmo desamparada e impotente. Se mataba lidiando inútilmente, infeliz cuando recorría la casa y veía que todas las cosas estaban correctas en su lugar, que el polvo flotaba en el aire sin posarse; todo era tranquilo e incluso, bajo la mesa de la sala, los gatos dormían indiferentes a travesuras en la vieja alfombra inglesa muy raída en las bordes como un camino hollado por una rueda en un pastizal. Se sentaba un momento, con las manos en el regazo, como alguien que espera en un banco de estación; le dolía la inmovilidad, la agitaba una añoranza de lágrimas que no podía llorar, y todo lo que hasta allí había vivido le parecía inoportuno en su memoria. Se ponía a pensar entonces en David, la sangre le latía despacio en las sienes y sonreía como una muchacha. Pensaba en él, encontrando sufrimiento y alivio porque él se le aparecía de repente tan distante como alguien ya muerto, como alguien a quien, a fuerza de dedicar sentimientos y proyectos, nos ha aproximado a la indiferencia y la erosión del alma. La vida parecía estancarse y se quedaba distraída observando por la ventana el cielo frío de primavera que tan bien le sugería todo el pueblo dibujado sobre una luz apática, con sombras que crecían rápidamente por los muros, con campos y norias, flores en miniatura que se balanceaban imperceptiblemente como cabecitas seniles; y los arenales donde se reparaban redes, oscurecidos aquí y allá por los desechos del mar, con recortes de espuma que, despacio, se evaporaba. ¡El cielo frío de primavera sobre el pueblo! Sobre los zarcillos tiernos llenos aún de pelusa gris; sobre los tallos nuevos de rosal que, partidos, derramaban savia dulce; sobre los campos, sobre los campos...  Fríos, de un verde inacabado, con tierra fría, cerrada, aún hostil, por debajo. Le llegaba ese escalofrío agudísimo del atardecer de primavera. Y, trémula, retomando con esfuerzo el movimiento, volvía a ser dueña de sí misma.  
Cuando hablaron las voces, diciendo que David y ella eran amantes, sólo se explicaría por el presentimiento de catástrofe al que son sensibles las colectividades. Se veían poco, nunca se tocaban; pero había sin duda en ellos una exaltación de pasión que el propio silencio, la propia ausencia y apariencia de ser extraños mantenían en secreto. Los hijos comenzaron a abandonar la casa, tratándola con una afectación incómoda. Algunos lloraban un poco por la nostalgia de la simbólica madre; por lo demás, habían amado siempre un símbolo de madre y no a ella. No a ella. Otros se volvían más viriles con esa realidad que en el fondo del alma los vejaba; y la torturaban.  
-¿Es verdad? ¿Es verdad? -decían-. Siempre hemos sido buenos hijos, la pobreza no nos hizo enrojecer nunca, almidonábamos nuestra ropa por la noche para ahorrarte trabajo, despreciábamos a las muchachas para no abandonarte. Has destruido todo eso. Ya no podemos tener confianza, porque nos has escupido en la cara.  
-¡Madre, madre! -decían las muchachas, con muecas de una cólera ávida, repelente, destructiva, la cólera sin finalidad de las mujeres, que es sólo pretexto de una afirmación, de una expansión casi vengativa del sexo-. ¡Es una canallada!...  
Y el propio David, que sentenciaba con una voz en la que se entreveía más el placer de la audacia que la intención de disculparla:  
-No hay acciones canallas sino almas canallas. La misma acción vivida por almas diferentes no es la misma acción.  
Ella suspiraba, se llevaba la mano a la cara como si fuese a defenderse de un golpe. No comprendía; no comprendían. Y, cuando David apoyaba la cabeza en sus rodillas y los envolvía el silencio denso, el silencio amasado con todo el vociferar de la calle donde jugaban los niños y se desencajaban las vendedoras de pescado, con todos los sollozos de agonía de los que morían en la soledad terrible de aquellos a quienes ha abandonado el propio pecado, ella encontraba felicidad. Un día se dijo que se habían matado. Ella había aparecido con dos balas en el pecho, en el suelo de su pequeña habitación donde se respiraba esa miseria estéril de los que sólo duran, sólo duermen, sólo sueñan, sólo mienten. Los candelabros de cristal, sobre la cómoda, frente a imágenes baratas de verbena de peregrinación, tenían viejas gotas de estearina cubiertas de polvo. David respiraba todavía.  
El caso, muy poco divulgado, pasó deprisa, pues a la gente le gusta eludir su responsabilidad con el olvido. Sí, con el olvido que precede siempre a la redención. Todo pasó deprisa; por tanto, pocos años después, el vecindario sólo trivialmente se refería a la viuda, a los hijos que se habían marchado por casarse, por haber sucumbido a una fiebre, a un accidente, o porque la provincia los había devorado como pequeños burócratas. Sólo quien fielmente se acordaba de todo era la rubia maestra de niños, que continuaba corrigiendo problemas en su mesa iluminada por la lámpara que el tiempo había torcido y cuya pantalla se había puesto sucia y raída como una faldita de bailarina de guiñol. La luz amarilla hacía resplandecer sus cabellos y hasta los asiduos del cine miraban, con un interés pronto apagado, el recorte de su cabeza en el cristal. Pero ya no hacían comentarios.  
-¡Qué cruz! -murmuraba la mujer, rayando ferozmente con rojo los cuadernos llenos de borrones color violeta y donde se dibujaba la tripa de la tinta. Loló había engordado y ya no tenía ojos verdes, ya no usaba sombrillas japonesas; ya no tenía pretendientes vestidos de franela blanco como Conrad Ángel, como Barrymore; se había casado con no sé quién, bajaba a tropezones su escalera estrechita, agarrándose de lado al pasamano, con unos viejos zapatos orlados de felpa y que ganaban pulgas -¡oh, esos zapatos de lana que criaban pulgas alimentaban la comunicabilidad pachorruda, morosa, feliz, con más de una vecina!-, iba a elegir alcachofas a la panadería, haciendo crujir su corteza entre los dedos, expresando razones de protesta con todas las cosas que ocurrían.  
-¡Qué cruz! -decía ella también.  
Su madre, aún oxigenada, atrevida aún porque se pintaba bajo las arrugas, sobre las facciones deshechas, se había desprendido mucho de ella. A veces pensaba en la viuda, en David, en su amor que sentía vivo, impregnado en el propio cielo frío de primavera, fluyendo de todas las cosas, incluso las más ingratas e inexpresivas cosas del mundo. Ellos se habían amado. En aquel entresuelo donde había vivido la viuda, no podía ver a nadie correr un estor, abrir una ventana, arrojar fuera los restos de un cenicero, sin que pensase que todo estaba ocurriendo todavía. Que, en la habitación, que recibía luz de una claraboya del pasillo, dos seres tan verdaderos como sólo pueden ser los que comprenden que la muerte participa de la vida y la completa, agonizaban, sin tragedia, sin vehemencia, porque la tragedia, la vehemencia, no es de los que cumplen, sino de los que sólo los imitan. ¡Las carteleras expuestas en la acera del cine, las mujeres serpentinas de mirada vidriosa o fulgurante, las pasiones estereotipadas de un mundo senil, agotado, impaciente! ¡Y aquella criatura, sin juventud, que vestía batas de percal, que era tal vez algo estúpida y sin importancia, pero cuya fealdad, limitación, pobreza, merecían una aprobación a través del amor! Así sentía la maestra de niños que seguía distribuyendo los domingos paquetitos de pastillas Naval, reclamando el dinero justo en la palma de la mano para librarse de las vueltas. Los chicos se apiñaban, se repelían, se aplastaban contra el mostrador, ella decía «¡qué cruz!» aburrida y, a pesar de todo, lírica, porque no renunciaba a sus cabellos rubios, a su solemnidad, y porque, en fin, en cada esteta fracasado hay un lírico que se busca.  
Ésta es la historia sencilla de los que llamamos amantes aprobados. Nos olvidábamos de decir que David sobrevivió. Qué le ocurrió después no lo sabemos. O, mejor dicho, la última vez que fuimos a la ciudad, encontramos en la calle a un hombre que se le parecía mucho; los cabellos eran más ralos y usaba gafas. Por lo demás, caminaba muy deprisa y no pudimos observarlo mucho. Se asemejaba a uno de esos eruditos pobres que viven en un zaguán, duermen sobre un baúl y ellos mismos se cocinan un arroz quemado en un hornillo a queroseno. Tal vez era él, con su mirada retraída, fina, persistente, pero no lo podemos asegurar. El mundo está lleno de personas que se parecen y todas se continúan, sí, todas se continúan. De cualquier manera, el David que conocemos hace mucho... Pero ya no tenemos nada que agregar a esta historia.  

Agustina Bessa Luis

jueves, 23 de noviembre de 2017

XII Trobada de Les Corts


Bajito  

¡Lo que significa ser bajitos! Todos se burlan de nosotros; los hombres altos, por el solo hecho de ser altos se creen más inteligentes que nosotros, y las mujeres no nos toman en serio, como si fuéramos niños. Y, sin embargo, según dice el refrán, en los barriles pequeños se encierra el buen vino, mientras que en los grandes se pone el vino común, de ese que te bebes azumbres sin que se te suba a la cabeza. Pero me da la impresión de que refrán lo ha inventado algún bajito para resarcirse de tantas humillaciones. Los hombres normales no conocen ese refrán, ni siquiera lo han oído, y se burlan de los bajitos siempre que pueden.  
Mi desgracia, además, quiere que, pese a ser tan bajito, sólo me gusten las mujeres grandes. Será por contraste, será por el deseo de hacerme valer, pero el caso es que las mujeres de mi estatura no me dicen nada. Ni tampoco me gustan las medianas, digamos que de un metro sesenta y cinco. No, para mí, si no superan el metro ochenta, no sirven. Y no solamente las quiero altas, sino de grandes proporciones, quiero decir con caderas capaces, pecho poderoso, hombros anchos, brazos y piernas fuertes. Pero observen ustedes que no se trata de una cuestión de estética, como decir que uno prefiere los coches grandes a los pequeños por una razón muy clara. No, las mujeres grandes me gustan sin motivo, señal ésta de que me gustan mucho. Y, en efecto, cuando descubro, aunque sea de lejos, a una mujer alta, grande y gruesa, mi corazón late muy de prisa incluso antes de verle la cara, mi imaginación se enciende y yo me siento atraído hacia ella como un trocito de hierro hacia un imán. Naturalmente, no logro ocultar mis sentimientos y aunque me repita continuamente: «¡Despacito!, acuérdate de que eres un tapón, acuérdate de que las mujeres en general, y sobre todo las que te gustan, no te toman en serio», me lanzo a hacer la corte a cualquier giganta que me salga al paso. Resultado: nada. O, mejor dicho, menos que nada, porque, nueve veces de cada diez, la mujer no se contenta con permanecer indiferente y se burla de mí. Y, aún más que las mujeres, se burlan mis amigos, que conocen mi debilidad.  
Bueno, digo burlarse pero quizás sea decir poco. Me gastan ciertas bromas que a otra persona de peor pasta que la mía conseguirían enfadarla para toda su vida. Como aquella vez en que organizaron toda una correspondencia entre una cigarrera del corso Vittorio y yo, advirtiéndome de que no era cosa de aparecer personalmente antes de cierto numero de cartas; y, en cambio, las cartas de ella las escribían entre todos y las mías se las leían en voz alta, riéndose a mi costa; y cuando,. impaciente me armé de valor y hablé con la mujer, ésta se asombró y me echó de allí con palabras fuertes. Bromas inoportunas, y me quedo corto; pero, según ellos, estas bromas, que con los altos podrían acabar a navajazos, los pequeños deben de aceptarlas como prueba de amistad y de benevolencia. Así, aquella vez, como otras muchas, tuve que aguantarme, como suele decirse; y hasta tuve que invitarlos a un vermut de reconciliación, para demostrar que no estaba ofendido. Pero luego siempre estuve receloso; y cuando me hablaban de esta o de aquella mujer que, según ellos, tenía debilidad por mí me mantenía a la defensiva y me mostraba evasivo. Ya no me fiaba de ellos y en cualquier cosa que dijeran o hiciesen veía siempre una trampa.  
Bueno, el verdadero amor, el amor intenso, el amor que hace delirar lo sentí aquel invierno por Marcella, una muchacha que regentaba con su cuñado y su hermana una bodega hacia el Teatro Valle. En aquella familia todos eran grandes: Teodoro, el dueño del local, era un  hombretón que ni un mozo de cuerda; Egle, su mujer, era casi más grande que él, no muy bella, sin embargo, ni muy joven; pero Marcella era como una rosa: grande,  alta, majestuosa, formada como una estatua; tenía un  cuello largo y una cabeza pequeña, toda ojos y boca, y los tobillos y las muñecas finos, y una voz dulce, angelical. Como ocurre a menudo con las mujeres grandes,  tenía un alma pequeña, de niña; quiero decir que era tímida; pero tan tímida que se ruborizaba y se volvía hacia otro lado si advertía que un hombre la miraba. Esta timidez me gustaba, pero complicaba las cosas. Por  la noche, tras haber cerrado mi comercio de accesorios eléctricos y tras haber cenado, iba con mis amigos a la  bodega. Era un local muy grande, con las paredes tapizadas de botellas dispuestas en pirámides, algunas mesas y el mostrador. Teodoro, la mayoría de las veces, iba de  una mesa a otra, bebiendo sin orden ni concierto; Egle servía a los clientes; y Marcella, vestida con un delantal negro, estaba tras el mostrador, al fondo de la bodega, para la venta al menudeo. Bueno, ¿lo creerán ustedes?  En un mes que frecuentamos la bodega ni una sola vez levantó los ojos hacia mí. Y eso que yo me sentaba adrede precisamente frente al mostrador y no hacía sino mirarla y con los ojos buscaba los suyos todo el tiempo.   
Mis amigos jugaban a las cartas, bebían un medio litro o un litro por cabeza, bromeaban y charlaban de lo divino y lo humano hasta el cierre del local; Teodoro pasaba de una mesa a la otra, era un hombre que se daba aires de hacerlo todo, cuando en realidad no hacía más que beber de gorra y jugar a las cartas; Egle y Marcella se ocupaban de los clientes; y yo, cada vez más enamorado, me roía por dentro con mis vanos intentos de que ella se fijara en mí, retorciéndome en la silla peor que una marioneta a la que se le han roto los hilos. Nunca acababa de encontrar pretextos para levantarme de la mesa e ir al mostrador; ella no se movía jamás del mostrador; si hubiera estado solo, quizás habría encontrado la manera de trabar conversación, pero estaban mis amigos, que ya se habían dado cuenta de mis sentimientos y no me dejaban en paz ni un instante. Si la miraba, se burlaban diciendo:  
-Pero, ¿qué miras? ¿Qué es lo que miras?... Te la comerás a fuerza de mirarla... Mira más bien a las cartas, mira a tu vaso.  
Si no la miraba, me preguntaban con falsa ingenuidad:  
-¿Qué pasa? ¿Por qué no la miras esta noche?  
Y las dos o tres veces en que, finalmente, desesperado, hice ademán de acercarme al mostrador tuve que retroceder al oírlos reírse y hacer muecas a mis espaldas. Teodoro, embrutecido por el vino, no parecía advertir nada de nada. Pero Egle se manifestaba como enemiga mía y un par de veces me lo dio a entender, diciéndome sin grandes cumplidos:  
-Es mejor que dejes en paz a mi hermana... Deberías de comprenderlo... aunque no fuera más que por la diferencia de estaturas.  
En cuanto a Marcella, por muy estatua que fuera, podría haberse mostrado más sensible y dispuesta.  
Entre tanto, sin embargo, crecía mi pasión, hasta el punto de que el gesto que ella hacía para volverse hacia atrás, a la estantería, y coger una botella, girando el busto e hinchando el pecho bajo el delantal negro, casi bastaba para dejarme sin aliento, desmayado. Pensaba algunas veces, mientras jugaba a las cartas: «¿Por qué me gusta tanto?», y concluía que, además de la belleza, era aquel detalle tan hermoso de la cabeza pequeña encima del cuerpo grande lo que me fascinaba; la razón no la conocía, como suele suceder siempre en el amor. Me gustaba. Y según pasaba el tiempo y ella continuaba tan alejada, como inaccesible, mi ardor aumentaba en lugar de disminuir; y si, en un principio, había pensado en ella como en una mujer a la que habría querido amar, ahora, poco a poco, había llegado a considerarla como a la única mujer indicada para mí. ¡Lo que es la imaginación del hombre! Mientras la había visto como una muchacha a la que hacer la corte no me había arriesgado con la fantasía más allá de hablarle, apretarle la mano, si acaso ir de paseo con ella, al cine, al café; pero, tan pronto como pensé que podía casarme con ella, inmediatamente la vi en mi casa, sentada conmigo a la mesa, o bien en la tienda, detrás del mostrador. En suma, como mi mujer .  
Es preciso decir que estos pensamientos se me leían en la frente; porque uno de aquellos amigos, Giovacchino, que no había sido nunca de los que más se burlaban, me dijo una noche, al salir de la bodega:  
-Oye, tú no te atreves a hablar con Marcella... Mañana le hablo yo... Ya verás como te da una cita:  
De momento, me habría gustado abrazarlo; pero por culpa del habitual miedo a las bromas me limité a eludir el asunto, aunque sin negarme, desde luego. Giovacchino es un joven rubio, delgado, con una cara decidida, que siempre parece tener prisa. Pero a la noche siguiente, en la bodega, advertí inmediatamente que todo el grupo estaba al corriente. Había una atmósfera de suspensión, socarrona y llena de alusiones. Me decían:  
-Puedes estar tranquilo, Giovacchino lo arreglará -o bien-: ¡Bebe otro vaso, esta noche es tu noche!  
En suma, despertaron mis sospechas. Estaba sentado de espaldas al local y me parecía que la espalda me quemaba, porque detrás estaba el mostrador y tras el mostrador estaba Marcella, sirviendo a los clientes. .Jugamos y bebimos alrededor de un hora; luego, Teodoro pasó de nuestra mesa a otra; y entonces Giovacchino, sin vacilar, se levantó susurrándome:  
-Ahora voy a hablarle. Entre la puerta y el escaparate había un gran espejo inclinado con el anuncio de un vino del Piamonte. En aquel espejo vi a Giovacchino que se iba rápido al mostrador, se acodaba en él, se inclinaba hacia ella, le hablaba. Ella lo miraba y contestaba en voz baja. Hablaron durante un rato, o así me lo pareció; y entre tanto los otros no hacían más que darme codazos, reír y embromarme. Giovacchino, tras haber hablado con ella, dijo, cuando se iba, algo que la hizo ruborizarse y reír, y luego volvió a la mesa.  
-Mañana  por  la  tarde,  a  las  siete,  bajo la columnata de San Pedro, a la derecha  -murmuró, sentándose con aire satisfecho.  
Los otros, naturalmente, me felicitaron: estaba hecho, había aceptado la cita, tenía que agradecérselo a Giovacchino, invitarlos a beber, demostrar que no era un ingrato. Hice todo lo que quisieron; pero entre tanto,  incrédulo ante mi buena suerte, me convencía cada vez más de que no podía ser sino una broma.  
A las siete, en invierno, es ya de noche. Había pensado incluso, durante el día, no acudir a la cita. Pero en el último momento, por un hilo de esperanza que aún me quedaba, pese a las anteriores desilusiones, quise probar. La Plaza de San Pedro, a esa hora, más que una plaza parece un desierto de adoquines, con San Pedro allá al fondo, hundida en la oscuridad. Pero a la luz de las lámparas blancas que, arracimadas, están en lo alto de las grandes farolas de hierro, descubrí con claridad el automóvil de Raniero, uno de los amigos, junto a la fuente de la derecha, parado bajo la columnata. A través del brillo del parabrisas entreví también la cara de Giovacchino, precisamente él, y entonces me convencí de que todo había sido una broma. Fingiendo indiferencia me acerqué al coche, hice con el brazo un gesto vulgar, para demostrar que había comprendido, y me alejé a toda prisa a través de la plaza. Nunca me había sentido tan pequeño como aquella tarde, mientras escapaba como un ratón en medio de aquella inmensidad, bajo el obelisco cuya punta desaparecía allá arriba en la oscuridad. Pasaba un taxi, lo tomé y, con el corazón lleno de veneno, me volví a casa.  
Esta vez no perdoné: había querido demasiado a Marcella, sentía que no podía acabar todo con la consabida reconciliación. No los volví a ver; y, encima, me puse enfermo, quizás por la contrariedad y la rabia.  
Estuve un mes o más en casa, luego me fui otro mes al campo, otro mes transcurrió entre mi casa y la tienda, sin amigos y sin reuniones para tomar una copa. Alguna vez me encontré a alguno del grupo, pero lo saludaba desde lejos y volvía la esquina. Así llegó el verano.   
Una tarde de junio, un domingo, seguía a la multitud por las aceras atestadas del Corso, lentamente, como en procesión. Me sentía triste porque estaba solo, y me habría gustado dar aquel paseo al lado de una mujer, acaso de Marcella. En el semáforo del largo Goldoni me detuve y entonces la vi que caminaba ante mí, dando el brazo a un hombre. Sólo podía ser ella, ninguna mujer del mundo tiene una cabeza tan pequeña y un cuerpo tan  grande. Pero esta vez lo primero que llamó mi atención no fue ella, sino el hombre que iba a su lado. Era pequeño, aquel hombre, no exactamente un enano pero digamos que tan bajo como yo. Se pararon y giraron los rostros uno hacia otro, hablándose: era Marcella y él era un hombre de unos cuarenta años, con una cabeza muy gruesa, patillas y una cara ancha. Le daba el brazo pero, por culpa de la diferencia de estaturas, no como un hombre sino como un niño. Luego echaron a andar y desaparecieron entre la multitud.  
Esta vez tuve el valor que me había faltado durante todo el invierno.  
Al día siguiente, lunes, a una hora de calor, me encaminé a escondidas a la bodega y, por casualidad, sólo la encontré a ella, la bodega estaba desierta. Fui al mostrador y le pregunté de sopetón:  
-¿Quién era el hombre con el que paseaba ayer por el Corso?  
Ella alzó los ojos hacia mí, por primera vez desde que la conocía, y dijo con sencillez:  
-Era Giovanni, mi novio... ¿No lo sabía?.. Nos casamos dentro de un mes.  
Sentí que me caía del mostrador, como si se hubiera abierto el pavimento, y me agarré con ambas manos. Le dije:  
-Pero, entonces, usted, aquella tarde..., en San Pedro... Ella, esta vez, no fue tan tímida. Respondió, volviéndose hacia la estantería y cogiendo una botella:  
-En la vida hay que saber atrapar las ocasiones, ¿no lo sabe, Francesco?.. Y usted, ¿cómo está?.. ¿Quiere un vermut?  
Lo rechacé con un ademán e insistí, con voz estrangulada:  
-Pero yo creí que era una broma.  
-Para ellos, si, pero no para mí -dijo.  
De forma que me marché e intenté no pensar más en ello. Pero, si primero evitaba a los del grupo, ahora llegaba incluso a odiarlos. Me habían embromado tanto que me hicieron creer que deseaba algo absolutamente imposible. Y, en cambio, era posible; y el instinto, que no falla nunca, me había advertido de la verdad: Marcella era la mujer que yo necesitaba. Porque, en efecto, no solo era grande, como yo deseaba, sino que, por añadidura, había crecido con ganas de un marido pequeño. Mucho más que una ocasión, como había dicho ella: casi un milagro. Pero yo sabía que no se volvería a repetir.  

Alberto Moravia

martes, 21 de noviembre de 2017

Arnaldo Biete




La Primera Gripe de Adán 

Pienso en la primera enfermedad, es decir, en la enfermedad del primer hombre, Adán. No pienso en una enfermedad grave: para lo que quiero pensar, me basta con una gripe.
Yo no estuve allí, desde luego, pero tengo para mí que Adán no debió sentir mucho la pérdida del paraíso. Le ocurriría probablemente como a los que saltan de la cama a una habitación fría y no reparan en la baja temperatura hasta en el momento en que su cuerpo pierde el calor que había absorbido entre las sábanas: vería Adán el mismo cielo azul que había visto antes, y vería los mismos ríos limpios, y los mismos pájaros, y no tendría otra incomodidad que la provocada por algunas imágenes llegadas en sueños, imágenes de un ángel con una espada, o de una serpiente, o de un árbol lleno de manzanas a causa del cual, él no sabía muy bien por qué, habían tenido en el paraíso una gran discusión. ¿Durante cuánto tiempo viviría Adán inmerso en aquella inocencia? Ya he dicho que no estuve allí, y no lo sé. Lo que sí sé, porque me es fácil imaginarlo, es lo que sintió un día al despertar: dolor de garganta, tos persistente, cierta sensación de mareo y malestar en el estómago. Todo es relativo, y para alguien que había vivido en el paraíso el mal que sentía era un mal terrible, y Adán, presa del pánico y de un humor que luego, siglos después, alguien llamaría melancolía, se dirigió hacia la mujer que tenía a su lado y exclamó: “Eva, me estoy muriendo”. La exclamación, por decirlo así, resultó en aquel contexto revolucionaria: se utilizaba por primera vez el verbo morir, y por primera vez también, aquel hombre reparaba en la persona que le había acompañado tras la salida del paraíso. Efectivamente, allí estaba Eva. Allí estaba él, Adán, muriéndose.
Incontables fueron, o debieron ser, las mutaciones que se produjeron durante los días que Adán tuvo la gripe, pero en esta somera descripción sólo voy a dar cuenta de aquella que, por primera vez en su vida, y por primera vez en el mundo, permitió a Adán decir una frase ligeramente inútil, del estilo de “¡qué color tan bonito tienen esos melocotones!” ¿Qué había ocurrido? Pues que, asustado y débil, es decir enfermo, pudo descubrir al fin la belleza de las cosas.
Imagino ahora lo que ocurrió una semana después. Imagino que, repuesto de la gripe, abrazaría a su mujer y le diría: “¡Eva, nunca me he sentido mejor!” Expresión que en su caso, viniendo de donde venía, era muchísimo decir. Y supongo –para seguir con mis imaginaciones- que Adán mantuvo esa convicción hasta el día en que, por poner un ejemplo más que posible, descubrió al pequeño Caín con la frente ardiendo y todo el cuerpo lleno de manchitas rojas. Y supongo que volvió a pasarlo mal para luego volver pasarlo bien y que vivió hasta el día en que descubrió que la flaqueza que tenía era la flaqueza final. ¿Qué pensaría entonces Adán? Me da bastante pena no haber estado allí y no saberlo con seguridad, pero me aventuraría a afirmar que, a pesar de todo, a pesar de encontrarse ya sin salida, a pesar de las desgracias familiares, comprendió y aceptó que la vida era precisamente lo que había ocurrido después de haber salido del paraíso. 

Bernardo Atxaga

domingo, 19 de noviembre de 2017

Capital Decor



Kalimán el magnífico y la pérfida Mesalina

Todo empezó un mediodí­a de abril cuando oí­ dentro de mi cabeza aquellas voces extrañas queriendo comunicarme sus mensajes. Entonces yo trabajaba de tipógrafo, el único oficio que habí­a conocido desde niño. Aturdido por el desconcierto me desmayé, arrastrando en mi caí­da el chibalete. Los tipos de bronce se desparramaron por el suelo y tuve que pasar la tarde entera reponiéndolos en las cajas. – Será de hambre que te desmayaste -me dijo lleno de lástima José de Arimatea, el prensista, que habí­a corrido en mi auxilio al oí­r el desbarajuste. Y era cierto que no habí­a desayunado esa mañana como tantas otras mañanas en que me presentaba a la tipografí­a con el estómago vací­o. Eran siete bocas las que tení­a que alimentar para entonces porque mi mujer quedaba preñada con una sola de mis miradas, aunque fueran miradas inocentes. Por lo menos, era lo que yo creí­a en aquel tiempo. Traté de explicarle a José de Arimatea que el hambre no era la causa de mi desvanecimiento, sino que aquellas voces habí­an entrado en tropel tan desenfrenado en mi cabeza que mi mente no habí­a podido soportar la impresión de semejante novedad. – Así­ es el hambre, hermano -insistió él-. Te hace oí­r voces y ver visiones. Es lo que le pasaba a los santos ermitaños. Ya repuesto del susto, y mientras me dedicaba a recoger los tipos para devolverlos a las cajas, leyendo con paciencia las í­nfimas cabecitas según cada letra, las voces volvieron a dejarse oí­r, ya más sosegadas. En adelante -me explicaron- ellas iban a concederme la gracia de la adivinación. Pero mis poderes no iban a tener que ver con el número premiado de la loterí­a, ni con enterramientos de tesoros, sino con las perfidias de amor, las pasiones infieles y los ardides del corazón. Yo debí­a ir por el mundo desengañando a aquellos que, ví­ctimas inocentes de conspiraciones traidoras, ignoraban las viles tramas que llenaban de sombras malignas sus vidas. Ellas iban a dictarme nombres, escondites de cartas comprometedoras, sitios clandestinos donde se consumaban las traiciones. Identificarí­a a las mujeres adúlteras, descubriendo en sus rostros las huellas del pecado que nadie más que yo percibirí­a; y aun antes de enfrentarlas, las voces, convertidos en gemidos de angustia, me advertirí­an de su odiosa presencia, así­ como me revelarí­an el sino de los hombres engañados con sólo verlos levantar la cortina al entrar en mi consultorio. Porque aquella misma tarde decidí­ abrir mi consultorio de adivino y abandonar el oficio de tipógrafo. Una vez que terminé de reponer en las cajas los tipos como despedida compuse la papeleta que José de Arimatea, incrédulo aún de mis facultades, y burlesco como siempre, imprimió en tinta ciclamen, según mis indicaciones. – Ese oficio de andarte metiendo en las vidas ajenas te va a costar caro -me advirtió. Pero yo no estaba para detenerme a oí­r consejos que no fueran los de las voces aliadas. Le robamos al propietario de la imprenta media resma de papel celeste, del mismo que serví­an para imprimir los programas de los circos. El nombre de adivinador que escogí­ – Kalimán el magní­fico- , lo puse en los encabezados, en tipos de fantasí­a, y debajo, la dirección de mi casa en el barrio de Campo Bruce, el único sitio donde podí­a abrir mi consultorio pese a todas las inconveniencias del caso. El propietario de la imprenta se dio cuenta del robo a la mañana siguiente, cuando ya decidido a emprender mi nueva vida de adivinador me presenté en el taller a reclamar mi liquidación, confiado además en poder llevarme los paquetes de papeletas que José de Arimatea ya tení­a traspuestos en el cajón de los desperdicios de papel. Al propietario, Don Nicomedes, lo llamábamos a sus espaldas Basilisco, dado su carácter sulfuroso, y ya pueden imaginarse el respeto forzado con que José de Arimatea y yo lo tratábamos. Muy receloso en el control de los materiales, contaba las remesas de papel todas las mañanas, y al notar la falta nos puso en confesión. Como no lograba sacarnos nada, se dedicó a registrar todos los rincones, y ya iba directo al cajón de los desperdicios cuando las voces se presentaron en mi auxilio. Urgidas, me aconsejaron que debí­a revelarle el amargo secreto de que su hija de catorce años iba a fugarse con un hombre casado. En lugar de mostrarse agradecido, como era mi esperanza, más violenta fue su furia. Enardecido por mi atrevimiento abandonó la búsqueda y corrió a su escritorio a sacar de la gaveta una pistola con la que me apuntó, decidido a matarme. Maldije entonces a las voces, y como después va a quedar patente, no iba a ser la única vez que habría de maldecirlas. Pensé que me habí­a quedado para siempre sin habla, mientras esperaba mi fin, pero las voces hicieron el milagro de que me salieran las palabras para decirle, en un balbuceo, que buscara la carta del malhechor en el bulto escolar de la niña, metida entre las páginas del libro de gramática de G.M. Bruño. Mientras tanto, José de Arimatea, acobardado, se habí­a pegado contra la pared. Basilisco me insultó otra vez, pero ya habí­a cierto asomo de duda en su semblante. -Camina -me ordenó. Y poniéndome el cañón de la pistola en las costillas me hizo atravesar la puerta que separaba su vivienda de la tipografí­a. La niña estaba por irse al colegio, y hoy que me acuerdo de la trampa que le habí­a tendido mi portento a la pobre criatura, aún siento lástima por ella; aunque en aquel momento de angustias ni lástima de mí­ mismo tuve tiempo de sentir. La niña, de pie junto a la mesa del comedor, ya el bulto a la espalda, donde permanecí­a escondido el cuerpo del delito, bebí­a su café soplando a cada sorbo la taza enlozada. Basilisco obligó a la niña a entregarle el bulto y la mandó a encerrarse en el aposento, entre los llantos y reclamos de la esposa y de la criada, a las que también ordenó alejarse, mientras seguí­a sonando a todo volumen el tocadiscos que la señora poní­a desde la hora del desayuno con su canción preferida del Trí­o Los Panchos, Flor de Azalea. Apuntándome con la pistola me hizo abrir el bulto y desparramar los libros y cuadernos sobre el piso, hasta que de entre las páginas de la gramática salió a volar la carta perfumada. Las voces, mientras tanto, se trocaron en risas chavacanas, celebrando no sé si mi desdicha o mi primer éxito de adivino. Basilisco la leyó, con la cara descompuesta, y ya no fue a mí­ a quien quiso matar sino a José de Arimatea, porque era él el firmante de la propuesta traicionera, aunque yo no habí­a alcanzado a identificar su nombre en mi profecí­a. Y demás está decir que Basilisco, blandiendo en alto la pistola, corrió hacia la tipografí­a en su busca, sin encontrarlo, demás está decirlo también, porque al no más verme desaparecer cautivo por la puerta, manos arriba, José de Arimatea habí­a emprendido la fuga en su ropa de fajina dejando colgada en el clavo del tabique su mudada catrina. José de Arimatea, en la calle, era el catrí­n entre los catrines, un enamorado empedernido vestido siempre de blanco, la concertina en la bolsa trasera del pantalón, que sacaba siempre en auxilio de sus lances. Y mientras yo me quedaba dentro de la casa, los ojos apretados para saber lo que las voces tení­an que ordenarme, y cabe decir que se obstinaron en callar, mi ensayo de trance fue roto por los disparos que sonaron desde la calle. Di por muerto a José de Arimatea, equivocación que compartió la esposa de Basilisco, porque corrió como una loca, en camisón, atropellando los muebles. -¡Me lo mataste, cobarde, me lo mataste! -gritaba en desafuero mientras alcanzaba la puerta Revelación que tampoco me habí­a sido dictada por las voces, así­ serí­an otras veces de veleidosos mis poderes. Armándome de valor yo corrí­ tras ella. Pero no habí­a matado Basilisco a José de Arimatea sino que furioso, al no encontrar rastros suyos en la calle, se habí­a contentado con descargar su pistola al aire, espantando a los zanates que rondaban los aleros. Por lo visto, la fatalidad perseguí­a a aquella casa. Las voces aparecieron, otra vez ente risas sofocadas, para recomendarme que mejor me alejara cuanto antes del lugar de los hechos, no sin antes insuflarme el valor suficiente para penetrar en la tipografí­a. que habí­a quedado desierta, en el afán de recoger los paquetes de papeletas. Así­ lo hice, aprovechando el momento en que Basilisco, a falta de tiros, forzaba del pelo a la infiel para arrastrarla de vuelta a la casa; y ya adentro todo fue un estrellarse de sillas y quebrar de trastos. La primera víctima de aquel mar de destrozos fue el tocadiscos, mismo que calló para siempre, lanzado violentamente al piso. Mientras tanto, yo me fui, cargando en la cabeza los paquetes. Hasta entonces comprendí­, sin que las voces me lo dijeran, el porqué de aquel eterno cantar del Trí­o Los Panchos, con su flor de azalea, la más amarga desesperación, que empezaba apenas José de Arimatea poní­a pie en la tipografí­a y que no cesaba hasta que la prensa se apagaba al atardecer, cuando, a manera de despedida, él tocaba la misma melodí­a en su concertina, arrimándose a la puerta medianera. Y comprendí­ el porqué de aquellas sopas de gallina que le enviaba la enamorada, ya lejos la hora del almuerzo, cuando Basilisco roncaba su siesta. Sopas, que dicho sea de paso, jamás fueron para mí­, a pesar de mis respetuosas cortesí­as para con ella. La muy pérfida, no se dignaba compadecerse de mi hambre. Pero aún no habí­a descendido sobre mí­ el poder de la adivinación conferido por las voces, acerca de cuya constancia y fidelidad, tengo, de todas maneras, tantas quejas. Y hasta ahora entiendo que si un error cometió la infiel, fue utilizar a su tierna hija como correo de las sopas. La niña, sonriente, se acercaba a la prensa llevando el tazón caliente, con el cuidado de no derramarlo, y esperaba hasta que José de Arimatea se la bebí­a toda, sin convidarme, mientras cuchicheaban los dos, apartados de mis oí­dos. Después, como despedida, le regalaba una interpretación de Flor de Azalea con la concertina, ajena la madre a todos aquellos coloquios porque, seguramente, su oficio estaba en vigilar los ronquidos de Basilisco junto a la puerta del dormitorio, temerosa de que no fuera a despertarse antes de tiempo. Kalimán el Magní­fico, en poco tiempo se hizo famoso en la ciudad de Managua, capital de la república, y lugares circunvecinos. La dirección de la humilde vivienda de este servidor en el barrio Campo Bruce, pregonada en las papeletas, se convirtió en obligado punto de atracción para todos aquellos que querí­an saber si eran dichosos o infelices en las suertes del amor, si viví­an en la verdad, o en el engaño. Gracias a las voces, atraje sobre mi amistades eternas por los favores concedidos, y por igual, inquinas peligrosas, porque al descifrar los arcanos de la infidelidad alguien salí­a necesariamente perjudicado. Era difí­cil entenderme con las voces, entre la algarabí­a de los crí­os que berreaban y peleaban, y entre los gritos aguardentosos de mi mujer que dada a la bebida, se comportaba de manera hostil con los clientes, a pesar de que los emolumentos percibidos le reparaban beneficios, pródiga ahora en comprarse vestidos de tafetán, lápices de labio y coloretes, aunque se olvidara de mi almuerzo, enemiga como se volvió de acercarse a la cocina para no arruinar el esmalte de sus uñas, porque pintarse las uñas, que se habí­a dejado crecer como navajas peligrosas, era una de sus ocupaciones favoritas. Si me atreví­a a reclamarle, enderezaba sus inquinas contra mi, burlándose a carcajadas del turbante de seda adornado con un broche artí­stico, que yo habí­a elegido como la pieza principal de mi atuendo. Pero fue mi fama la que vino a rescatarme de aquel infierno. Acepté la oferta de adivinar por la radio, ya que la YNW, la muy escuchada Radio Mundial, me abrió sus puertas, dándome la hora estelar de la noche, después del repris de El derecho de nacer. Las voces, que se mostraban molestas en aquel ambiente, no se opusieron al cambio y, mas bien, me felicitaron. Además, La Mejoral, que patrocinaba el programa, me retribuí­a con cierta largueza, que superaba en mucho los emolumentos de los clientes. Antes de regresar a mi casa, casi a la medianoche, pasaba comiéndome un sandwich de jamón por el restaurante Munich, me tomaba mi cerveza; ya no padecí­a de hambre. Como los oyentes llamaban por teléfono o enviaban sus cartas bajo seudónimo, para someter a consulta sus casos, corrí­a menos riesgos de ser ví­ctima de alguna venganza. Y para no tener que verle la cara a mi mujer en el dí­a, ni aguantar berridos y bochinches, me iba a los estudios de la Radio Mundial a preparar las respuestas a las cartas para tenerlas listas a la hora de empezar el programa. A prudente distancia del micrófono, tal como el controlista me habí­a indicado, leí­a las cartas y respondí­a a cada llamada que entraba por el parlante de la cabina, con aplomo y parsimonia, como si se tratara de un pastor protestante que predicara casa por casa. A usted su mujer lo engaña, busque la carta en tal sitio, se ven en tal lugar, no está en el cine, está con el otro en la pensión tal, ese hijo que va a tener tiene otro padre, desconfí­e de su más í­ntimo amigo, no le crea a su esposa que su mamá está enferma y por eso se fue a Jinotega, cuando usted se va al trabajo el otro entra, se acuestan en su propia cama, ese collar no se lo sacó en una rifa, es regalo de su amante, ese disco de Nat King Cole que pone a cada rato, es porque le recuerda los momentos de pasión que ha vivido con él, llévela donde un sacerdote, tal vez se arrepiente, déjela de una vez por todas, ya no hay remedio para sus desvarí­os, perdónela por esta vez, quiera a ese niño aunque no sea suyo, la criatura no tiene la culpa, si decide castigarla, no lo haga delante de sus hijos. Sea valiente, que si un amor paga mal, otro vendrá a reponerlo. A veces, las voces se reí­an de mis consejos, y se permití­an comentarios libertinos, pero yo estaba ya acostumbrado a sus mofas, y no me enojaba. Viví­a en paz con ellas, porque al fin y al cabo, me procuraban el sustento. Hasta que una noche, entró por el parlante una voz aguardentosa de mujer, que yo conocí­a – Señor Kalimán, aquí­ le habla Mesalina. Soy una mujer casada, y con hijos. Desde hace tiempo, por distracción, le he sido infiel a mi esposo con varios hombres. Si los hijos que he tenido son o no son de él, que él mismo lo averigíue, para eso tiene poderes sobrenaturales. Pero ahora ardo de pasión por un caballero muy galante, que dice que me adora, y toca muy lindo la concertina. Cuando mi esposo no está en las noches, y es que nunca está, el caballero y yo nos citamos en una pensión frente a la estación del ferrocarril. Otras veces, me lleva al cine, me lleva a bailes. Acaba de proponerme que me vaya con él para Chinandega, y que allí­ vamos a vivir felices. Las voces, más divertidas que nunca estallaron en un gran riserí­o. Yo, como era natural, me quedé helado, sin responder, mientras el controlista me llamaba la atención, golpeando el vidrio de la cabina. – Aló -se oyó en el parlante. – ¿Cuál es entonces su pregunta? -dije al fin yo, con el puñal de la desesperación clavado en el pecho. – No tengo pregunta -contestó ella-. Sólo quiero que mi esposo sepa que ya le acepté la propuesta al caballero, que ya me fui de la casa. Aquí­ está conmigo el caballero. Buenas noches, se despide, Mesalina. Para colmo de todos los males, en el parlante se escuchó, antes de que ella colgara, una concertina que tocaba flor de azalea la vida en su avalancha te arrastró. -¡­Puta, mil veces puta! -grité yo, remeciendo el micrófono, que se zafó del pedestal y cayó con un golpe sordo al suelo. Yo lo recogí­, y seguí­ gritando. El controlista, espantado, se lanzó sobre la consola a cerrar el switch del sonido, y a la carrera puso en la tornamesa la cuña de la Mejoral, cualquier dolor, cualquier mal, mejor mejora Mejoral. Me abandonaron para siempre las voces; las muy léperas, desaparecieron de mi cabeza sin despedirse. Volví­ a encontrar empleo de tipógrafo en el periódico Flecha, otra vez, siempre con el estómago vací­o, por tantas bocas que alimentar. Componiendo una vez un artí­culo, me encontré en el original mecanografiado el nombre de Mesalina. Allí­ se explicaba que la tal Mesalina fue la esposa del emperador Claudio, una mujer licensiosa que se envanecí­a de haber llevado a su lecho a todos los centuriones de las legiones romanas, y tení­a por gloria superar en la intensidad de sus orgasmos a las hetairas de los lupanares más célebres del imperio. Qué nombre más nefasto, Mesalina. ¿De dónde lo habrá sacado la pérfida para ponérselo de seudónimo, la noche en que me llamó por teléfono para comunicarme que se iba con José de Arimatea? Si jamás leí­a periódicos, si en su vida habí­a tocado un libro. Las voces lo sabrán. Pero a mi cabeza, que no vuelvan nunca.

Sergio Ramírez

viernes, 17 de noviembre de 2017

Caixa Forum Madrid




La Sirena (1541)

Corren a lo largo de los grandes ríos, desde las empalizadas de Buenos Aires hasta la casa fuerte de Nuestra Señora de la Asunción, las noticias sobre los hombres blancos, sobre sus victorias, sus desalientos, sus locos viajes y la traidora pasión con que se matan unos a otros. Las conducen los indios en sus canoas y pasan de tribu en tribu, internándose en los bosques, derramándose por las llanuras, desfigurándose, complicándose, abultándose. Las llevan las bestias feroces o curiosas: los jaguares, los pumas, las vizcachas, los quirquinchos, las serpientes pintarrajeadas, los monos, papagayos y picaflores infinitos. Y las transmiten también en su torbellino los vientos contrarios: el del sudeste, que sopla con olor a agua; el polvoriento pampero; el del norte, que empuja las nubes de langostas; el del sur, que tiene la boca dura de escarcha.
La Sirena oyó hablar de ellos hace años, desde que apare­cieron asombrando al paisaje fluvial las expediciones de Juan Díaz de Solís y Sebastián Gaboto. Por verles abandonó su refugio de la laguna de Itapuá. A todos les ha visto, como vio más tarde a quienes vinieron en la flota magnífica de don Pedro de Mendoza, el funda­dor. Y ha crecido su inquietud. Sus compañeros la interrogaban, burlones:
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
Y la Sirena se limitaba a mover la cabeza tristemente.
No, no había encontrado. Se lo dijo al Anta de orejas de mula y hocico de ternera que cría en su seno la misteriosa piedra bezoar; se lo dijo al Carbunclo que ostenta en la frente una brasa; se lo dijo al Gigante que habita cerca de las cataratas estruendosas y que acude a pescar en la Peña Pobre, desnudo. No había encontra­do. No había encontrado.
Ya no regresó a la laguna de Itapuá. Nadaba perezosamen­te, semiescondida por el fleco de los sauces, y los pájaros acallaban el bullicio para oírla cantar.
Va de un extremo al otro de los ríos patriarcales. No teme ni a los remolinos ni a los saltos que levantan cortinas de lluvia transparente, ni al rigor del invierno ni a la llama del estío. El agua juega con sus pechos y con su cabellera; con sus brazos ágiles; con la cola de escamas azules prolongada en tenues aletas caudales color del arco iris. A veces se sumerge durante horas y a veces se tiende en la corriente tranquila y un rayo de sol se acuesta sobre la frescura de su torso. Los yacarés la acompañan un trecho; revolotean en torno suyo los patos y las palomas llamadas apicazú, pero presto se fatigan, y la Sirena con­tinúa su viaje, río abajo, río arriba, enarcada como un cisne, flojos los brazos como trenzas, y hace pensar en ciertas alhajas del Renacimien­to, con perlas barrocas, esmaltes y rubíes.
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
La mofa: ¿Has encontrado?
Suspira porque presiente que nunca hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo hombres. Tienen la piel más fina y más clara, pero son eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a un hombre. No puede amar a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez.
Ahora nada por el Río de la Plata, rumbo a la aldea de Men­doza. El Gigante le ha referido que unos bergantines descendieron de Asunción, y por los faisanes ha sabido que sus jefes se aprestan a despoblar a Buenos Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y tris­te. Apenas han transcurrido cinco años desde que el Adelantado alzó allí las chozas. Y la destruirán.
En la vaguedad del crepúsculo, la Sirena: distingue los tres navíos que cabecean en el Riachuelo. Más allá, en la meseta, arden los fuegos del villorrio destinado a morir.
Se aproxima cautelosamente. No ha quedado casi nadie en los bergantines. Eso le permite acercarse. Nunca ha rozado como hoy con el pecho grácil las proas; nunca ha mirado tan vecinas las velas cuadradas que tiemblan al paso de la brisa.
Son unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrede­dor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés, advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, te­merosa de ser descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello ne­gro, goteantes las negras pestañas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo? O no... o no es un hombre... El corazón le brinca. Vuelve a zambu­llirse. La noche lo cubre todo. Únicamente fulgen en el cielo las estrellas frías y en la aldea las fogaradas de quienes preparan el via­je. Han incendiado la nao que hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y mujeres que lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzan unos mugidos sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la desierta oscuridad.
Al amanecer prosigue la carga de los bergantines. Partirán hoy. En lo que fue Buenos Aires, sólo queda una carta con instrucciones para quienes arriben al puerto, aconsejándoles cómo precaverse de los indios y prometiéndoles el Paraíso en Asunción, donde los cristianos cuentan con setecientas esclavas para servirles.
Las naos remontan el río, entre las islas del delta. La Sirena las sigue a la distancia, columpiándose en el vaivén de las estelas espumosas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?
Tuvo que aguardar a la luz indecisa de la tarde para verle. No había abandonado su puesto de vigía. Con un tridente en la de­recha y una rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual tiro­neaban los foques al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como ella, de su casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuer­po, pues el resto, de la cintura a los pies, se transformaba en una mén­sula adherida al barco. Una barba rígida, triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente una pequeña corona. Y así, medio hom­bre y medio capitel, todo él moreno, soleado, estriado por las tor­mentas, parecía arrastrar el navío al impulso de su torso recio.
La Sirena ahogó un grito. Surgieron en la borda las cabezas de los soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió tan hondo que sus ma­nos se enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear se llenó de burbujas.
La noche arma de nuevo sus tenebrosas tiendas, y la hija del Mar se arriesga a arrimarse a la popa y a deslizarse hasta el bau­prés, eludiendo las manchas amarillas de los faroles encendidos. A su claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las barbas de dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.
La Sirena le llama por lo bajo. Le llama y es tan suave su voz que los animales nocturnos que rugen y ríen en la cercana es­pesura callan a un tiempo.
Pero el Mascarón de afilado tridente no contesta y sólo se escucha el chapotear del agua contra los flancos del bergantín y la salmodia del paje que anuncia la hora junto al reloj de arena.
Entonces la Sirena comienza a cantar para seducir al impa­sible, y las bordas de los tres navíos se pueblan de cabezas maravi­llosas. Hasta irrumpe en el puente Domingo Martínez de Irala, el jefe violento. Y todos imaginan que un pájaro está cantando en la floresta y escudriñan la negrura de los árboles. Canta la Sirena y los hombres recuerdan sus caseríos españoles, los ríos familiares que murmuran en las huertas, los cigarrales, las torres de piedra erguidas hacia el vuelo de las golondrinas. y recuerdan sus amores distantes, sus lejanas juventudes, las mujeres que acariciaron a la sombra de las anchas encinas, cuando sonaban los tamboriles y las flautas y el zumbido de las abejas amodorraba los campos. Huelen el perfume del heno y del vino que se mezcla al rumor de las ruecas veloces. Es como si una gran vaharada del aire de Castilla, de Andalucía, de Extremadura, meciera las velas y los pendones del Rey.
El Mascarón es el único en quien no hace mella esa voz peregrina.
Y los hombres se alejan uno a uno cuando cesa la canción. Se arrojan en sus cujas o sobre los rollos de cuerdas, a soñar. Dijérase que los tres bergantines han florecido de repente, que hay guirnaldas tendidas en los velámenes, de tantos sueños.
La Sirena se estira en el agua quieta. Lentamente, angustio­samente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra las tablas carcomidas. Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de made­ra. Ya aprieta su desesperación contra el tronco insensible.
Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados. Le abraza, le abraza y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto del Mascarón.
Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, estrechados en una sola forma, y se hun­den, inseparables, entre la fuga plateada de los pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.

Mújica Lainez