Enrique Granier era un francés de gran corazón, y, sin embargo, se
había establecido en México abriendo una casa de empeños.
No quiere decir eso que yo juzgue hombres de malos sentimientos a los
que tienen casas de empeños; pero hay, sin embargo, necesidad de tener un
carácter especial para fundar la propia ganancia en la desgracia ajena; porque
es seguro que solamente van a buscar el remedio en el empeño los perseguidos
de la suerte, y allí se apuran hasta los últimos recursos, y allí, tras lo superfluo,
va lo necesario: después de la joya, llegan hasta el colchón y las prendas más
indispensables.
Se encuentra allí, es cierto, la salvación del momento, pero se prepara
la angustia de lo por venir.
A pesar de eso, siempre el que sale de aquella casa muestra en el
rostro algo de satisfacción; y es natural, pues si a dejar fue la prenda, sale
con el dinero que remedia una necesidad o salva de un compromiso; si a
recuperarla fue, sale contento con ella, porque vuelve a reconquistarla
después de haberla creído perdida, y es ya un augurio de mejores tiempos.
Pero, a pesar de todo, es triste contemplar aquella multitud de objetos, cada
uno de los cuales es el símbolo de una angustia, de un sacrificio, de un dolor,
y cada persona de las que vienen sueña que lleva un objeto de gran valía, que
simboliza para él la esperanza de salvación, y se encuentra con el frío
razonamiento del comerciante, que no ve en aquello el último recurso de una
familia sin pan, sino una prenda que definitivamente puede venderse para cubrir
la suerte principal y el interés del préstamo.
Y yo le hacía todas estas reflexiones a Granier, y él me contestaba:
-Mire usted, en el fondo tiene usted mucha razón; pero en la lucha por
la existencia los sentimientos románticos entran por muy poco en el cálculo.
Además, el hombre se acostumbra a todo; se procura tratar a los clientes con la
mayor benevolencia, y siempre viene con la reflexión este razonamiento: tienen
que existir estas casas de empeños; y de no tenerlas yo, las tendría otro, que
quizá fuera más rudo y sacrificara a los pobres.
-Tiene usted razón también; pero ahí, detrás de ese mostrador, habrá
usted comprendido todas las miserias de la humanidad, habrá usted presenciado
escenas conmovedoras.
-Sí, cosas terribles; oiga usted una historia muy sencilla, pero que a
mí me conmovió profundamente. -Cuéntemela usted.
*
Era una tarde del mes de diciembre; el tiempo estaba muy frío; oscurecía,
y ningún parroquiano asomaba por la puerta de la casa. Iba yo a cerrar para
arreglar mis cuentas, cuando entró una niña pequeñita, como de seis años,
vestida muy pobremente, y que se acercaba como vacilando y con timidez al
mostrador. Me causó compasión instintivamente, y como no alcanzaba para
hablarme, me incliné sobre la mesa para verle la cara.
-¿Qué quieres? -la pregunté.
-Nada.
-¿Cómo nada? Pues entonces, ¿a qué vienes?
-Porque mi papá y mi mamá están enfermos en la cama, y no han comido en
todo el día porque no tenemos, y yo vengo a empeñar.
-¿Vienes a empeñar? ¿Qué traes para empeñar?
Y ella entonces sacó de debajo de un viejo y destrozado rebocillo con
que se cubría un objeto pequeño, que me presentó con una especie de orgullo, al
mismo tiempo que de dolor, y como quien sacrifica una riquísima alhaja,
diciéndome:
-Pues vengo a empeñar mi rorro.
Era un rorro viejo ymaltratado, que seguramente no valía dos
céntimos.
Comprendí todo lo que pasaba en el corazón de aquella niña; el valor
tan grande que daba a su muñeca; el doloroso sacrificio que hacía por sus
padres al empeñarlo, y la esperanza tan lisonjera de obtener por él una gran
suma.
-¿Y qué hizo usted? -le pregunté a Granier.
-Pues sentí un nudo en mi garganta, y, sin poder hablar, le di a la
niña cinco duros y le devolví su rorro, y me quedé llorando como un tonto sobre
el mostrador.
Este tono
levantado del español es un defecto, viejo ya, de raza. Viejo e incurable. Es
una enfermedad crónica.
Tenemos los
españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y
estamos desentonados para
siempre, para siempre porque tres veces, tres veces,
tres veces tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la
laringe.
La primera
fue cuando descubrimos este Continente y fue necesario que gritásemos sin
ninguna medida: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡'Tierra! Había que gritar esta palabra para
que sonase más que el mar y llegase hasta los oídos de los hombres que se
habían quedado en la otra orilla. Acabábamos de descubrir un mundo nuevo, un
mundo de otras dimensiones al que cinco siglos más tarde, en el gran naufragio
de Europa, tenía que agarrarse la esperanza del hombre. ¡Había motivos para
hablar alto! ¡Había motivos para gritar!
La segunda
fue cuando salió por el mundo, grotescamente vestido, con una lanza rota y una
visera de papel, aquel estrafalario fantasma de La Mancha, lanzando al viento
desaforadamente esta palabra de luz olvidada por los hombres: ¡Justicia!
¡Justicia! ¡Justicia!... ¡También había motivos para gritar! ¡También había
motivos para hablar alto!
El otro grito es más
reciente. Yo estuve en el coro. Aún tengo la voz parda de la ronquera. Fue el
que dimos sobre la colina de Madrid, el año 1936, para prevenir a la majada,
para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo: ¡Eh! ¡Que viene el
lobo! ¡Que viene el lobo!... ¡Que viene el lobo!
El que dijo Tierra y el que dijo Justicia es el mismo español que gritaba hace
seis años nada más, desde la colina de Madrid, a los pastores: ¡Eh!
¡Que viene el lobo!
Nadie le oyó.
Los viejos rabadanes del mundo que escriben la historia a su capricho, cerraron
todos los postigos, se hicieron los sordos, se taparon los oídos con cemento y
todavía ahora no hacen más que preguntar como los pedantes: ¿pero por qué
habla tan alto el español?
Sin embargo, el español no habla alto. Ya lo he dicho. Lo volveré a
repetir: El español habla desde el nivel exacto del Hombre, y el que piense que
habla demasiado alto es porque escucha desde el fondo de un pozo.
Sé todos los cuentos
Yo no sé muchas
cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo
que he visto.
Y he visto:
que la cuna del
hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de
angustia del hombre los ahogan con
cuentos,
que el llanto del
hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del
hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del
hombre...
ha inventado todos
los cuentos.
Yo sé muy pocas
cosas, es verdad,
pero me han
dormido con todos los cuentos...
y sé todos los
cuentos.
León Felipe
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Raquel Herrera
El viejo rey había muerto demasiado pronto. Su joven hijo
aún no había alcanzado la madurez. Subió al trono, preocupado por estar tan
poco formado para el cargo que le correspondía. Tenía esa penosa sensación de
que la corona se le caía de la cabeza, de que era demasiado grande y demasiado
pesada. Se atrevió a decirlo. Los consejeros se tranquilizaron; pensaron: «Su
conciencia de no saber, de no estar listo, le predispone a ser un buen rey,
capaz de aceptar consejos, de escuchar sugerencias sin precipitarse a la hora
de tomar una decisión, de reconocer un error y de aceptar corregirlo.
Alegrémonos por el reino». Él, deseoso de instruirse, hizo llamar a todos los
sabios del reino: eruditos, monjes y sabios probados. De entre ellos eligió a
algunos como consejeros y pidió a los demás que recorrieran el mundo entero
para ir a buscar y traer toda la ciencia conocida en su época, con el fin de
extraer de ella el conocimiento, incluso la sabiduría.
Algunos partieron tan lejos como la tierra podía
llevarles, otros tomaron vías marítimas hasta los confines del horizonte.
Regresaron dieciséis años más tarde, cargados de rollos, libros, sellos y
símbolos. El palacio era vasto. No pudo, sin embargo, albergar tan prodigiosa
abundancia de ciencia. ¡Sólo el que regresaba de China había traído consigo, sobre
innumerables dromedarios, los veintitrés mil volúmenes de la enciclopedia
Cang-Xi, así como las obras de Lao Tse, Confucio, Mencio y otros muchos, tanto
renombrados como desconocidos!
El rey
recorrió a caballo la ciudad del saber que había tenido que mandar construir
para recibir tal abundancia. Se sintió satisfecho de sus mensajeros, pero
comprendió que una sola vida no bastaría para leerlo todo, para comprenderlo
todo. Solicitó entonces a los letrados que leyeran los libros en su lugar, que
extrajeran de ellos la médula esencial y que redactaran, para cada ciencia,
una obra comprensible. Pasaron ocho años antes de que los letrados pudieran
entregar al rey una biblioteca constituida por los simples resúmenes de toda la
ciencia humana. El rey recorrió
a pie la inmensa biblioteca así constituida. Ya no era tan joven, veía la
vejez llegar dando zancadas, y comprendió que no tendría tiempo en esta vida
para leer y asimilar todo eso. Pidió entonces a los letrados que habían
estudiado esos textos que no escribieran más que un único artículo por ciencia,
yendo directamente a lo esencial.
Pasaron ocho años antes de que todos los artículos
estuvieran listos, ya que buen número de los eruditos que habían partido hacia
los confines del mundo recogiendo todo este saber estaban ya muertos, y los
jóvenes letrados que proseguían la obra en curso debían leer previamente todo
el material antes de escribir un artículo.
Finalmente, se le entregó un libro en varios volúmenes al
anciano rey, postrado en su cama, enfermo. Rogó que cada cual resumiera su
artículo en una frase.
Resumir una ciencia en pocas palabras no es cosa fácil.
Se necesitaron ocho años más. Se concibió un único libro que contenía una frase
sobre cada una de las ciencias y las sabidurías estudiadas. Al viejo consejero
que le traía el libro, el rey moribundo le pidió en un murmullo:
-Dime una única frase que resuma todo este saber, toda
esta sabiduría. ¡Una sola frase antes de mi muerte!
-Majestad -dijo el consejero-, toda la sabiduría del mundo
cabe en dos palabras: «Vivir el instante».
Martine Quentric-Seguy - Cuentos de los sabios de la India
Todas las tardes voy al Museo de los Esfuerzos Inútiles. Pido el catálogo y me siento frente a la gran mesa de madera. Las páginas del libro están un poco borrosas, pero me gusta recorrerlas lentamente, como si pasara las hojas del tiempo. Nunca encuentro a nadie leyendo; será por eso que la empleada me presta tanta atención. Como soy uno de los pocos visitantes, me mima. Seguramente tiene miedo de perder el empleo por falta de público. Antes de entrar miro bien el cartel que cuelga de la puerta de vidrio, escrito con letras de imprenta. Dice: «Horario: Mañanas, de 9 a 14 horas. Tardes, de 17 a 20. Lunes, cerrado». Aunque casi siempre sé qué Esfuerzo Inútil me interesa consultar, igual pido el catálogo para que la muchacha tenga algo que hacer.
-¿Qué año quiere? -me pregunta muy atentamente.
-El catálogo de mil novecientos veintidós -le contesto, por ejemplo.
Al rato ella aparece con un grueso libro forrado en piel color morado y lo deposita sobre la mesa, frente a mi silla. Es muy amable, y si le parece que la luz que entra por la ventana es escasa, ella misma enciende la lámpara de bronce con tulipán verde y la acomoda de modo que la claridad se dirija sobre las páginas del libro. A veces, al devolver el catálogo, le hago algún comentario breve. Le digo, por ejemplo:
-El año mil novecientos veintidós fue un año muy intenso. Mucha gente estaba empeñada en esfuerzos inútiles. ¿Cuántos tomos hay?
-Catorce -me contesta ella muy profesionalmente.
Y yo observo alguno de los esfuerzos inútiles de ese año, miro niños que intentan volar, hombres empeñados en hacer riqueza, complicados mecanismos que nunca llegaron a funcionar, y numerosas parejas.
-El año mil novecientos setenta y cinco fue mucho más rico -me dice con un poco de tristeza-. Aún no hemos registrado todos los ingresos.
-Los clasificadores tendrán mucho trabajo -reflexiono en voz alta.
-Oh, sí -responde ella-. Recién están en la letra C y ya hay varios tomos publicados. Sin contar los repetidos.
Es muy curioso que los esfuerzos inútiles se repitan, pero en el catálogo no se los incluye: ocuparían mucho espacio. Un hombre intentó volar siete veces, provisto de diferentes aparatos; algunas prostitutas quisieron encontrar otro empleo; una mujer quería pintar un cuadro; alguien procuraba perder el miedo; casi todos intentaban ser inmortales o vivían como si lo fueran.
La empleada asegura que sólo una ínfima parte de los esfuerzos inútiles consigue llegar al museo. En primer lugar, porque la administración pública carece de dinero y prácticamente no se pueden realizar compras, o canjes, ni difundir la obra del museo en el interior y en el exterior; en segundo lugar, porque la exorbitante cantidad de esfuerzos inútiles que se realizan continuamente exigiría que mucha gente trabajara, sin esperar recompensa ni comprensión pública. A veces, desesperando de la ayuda oficial, se ha apelado a la iniciativa privada, pero los resultados han sido escasos y desalentadores. Virginia -así se llama la gentil empleada del museo que suele conversar conmigo- asegura que las fuentes particulares a las cuales se recurrió se mostraron siempre muy exigentes y poco comprensivas, falseando el sentido del museo.
El edificio se levanta en la periferia de la ciudad, en un campo baldío, lleno de gatos y de desperdicios, donde todavía se pueden encontrar, sólo un poco más abajo de la superficie del terreno, balas de cañón de una antigua guerra, pomos de espadas enmohecidos, quijadas de burro carcomidas por el tiempo.
-¿Tiene un cigarrillo? -me pregunta Virginia con un gesto que no puede disimular la ansiedad.
Busco en mis bolsillos. Encuentro una llave vieja, algo mellada; la punta de un destornillador roto, el billete de regreso del autobús, un botón de mi camisa, algunos níqueles y, por fin, dos cigarrillos estrujados. Fuma disimuladamente, escondida entre los gruesos volúmenes de lomos desconchados, el marcador del tiempo que contra la pared siempre indica una hora falsa, generalmente pasada, y las viejas molduras llenas de polvo. Se cree que allí donde ahora se eleva el museo, antes hubo una fortificación, en tiempos de guerra. Se aprovecharon las gruesas piedras de la base, algunas vigas, se apuntalaron las paredes. El museo fue inaugurado en 1946. Se conservan algunas fotografías de la ceremonia, con hombres vestidos de frac y damas con faldas largas, oscuras, adornos de estraza y sombreros con pájaros o flores. A lo lejos se adivina una orquesta que toca temas de salón; los invitados tienen el aire entre solemne y ridículo de cortar un pastel adornado con la cinta oficial.
Olvidé decir que Virginia es ligeramente estrábica. Este pequeño defecto le da a su rostro un toque cómico que disminuye su ingenuidad. Como si la desviación de la mirada fuera un comentario lleno de humor que flota, desprendido del contexto.
Los Esfuerzos Inútiles se agrupan por letras. Cuando las letras se acaban, se agregan números. El cómputo es largo y complicado. Cada uno tiene un casillero, su folio, su descripción. Andando entre ellos con extraordinaria agilidad, Virginia parece una sacerdotisa, la virgen de un culto antiguo y desprendido del tiempo.
Algunos son Esfuerzos Inútiles bellos; otros, sombríos. No siempre nos ponemos de acuerdo acerca de esta clasificación.
Hojeando uno de los volúmenes, encontré a un hombre que durante diez años intentó hacer hablar a su perro. Y otro, que puso más de veinte en conquistar a una mujer. Le llevaba flores, plantas, catálogos de mariposas, le ofrecía viajes, compuso poemas, inventó canciones, construyó una casa, perdonó todos sus errores, toleró a sus amantes y luego se suicidó.
-Ha sido una empresa ardua -le digo a Virginia-. Pero, posiblemente, estimulante.
-Es una historia sombría -responde Virginia-. El museo posee una completa descripción de esa mujer. Era una criatura frívola, voluble, inconstante, perezosa y resentida. Su comprensión dejaba mucho que desear y además era egoísta.
Hay hombres que han hecho largos viajes persiguiendo lugares que no existían, recuerdos irrecuperables, mujeres que habían muerto y amigos desaparecidos. Hay niños que emprendieron tareas imposibles, pero llenas de fervor. Como aquellos que cavaban un pozo que era continuamente cubierto por el agua.
En el museo está prohibido fumar y también cantar. Esta última prohibición parece afectar a Virginia tanto como la primera.
-Me gustaría entonar una cancioncilla de vez en cuando -confiesa, nostálgica.
Gente cuyo esfuerzo inútil consistió en intentar reconstruir su árbol genealógico, escarbar la mina en busca de oro, escribir un libro. Otros tuvieron la esperanza de ganar la lotería.
-Prefiero a los viajeros -me dice Virginia.
Hay secciones enteras del museo dedicadas a esos viajes. En las páginas de los libros los reconstruimos. Al cabo de un tiempo de vagar por diferentes mares, atravesar bosques umbríos, conocer ciudades y mercados, cruzar puentes, dormir en los trenes o en los bancos del andén, olvidan cuál era el sentido del viaje y, sin embargo, continúan viajando. Desaparecen un día sin dejar huella ni memoria, perdidos en una inundación, atrapados en un subterráneo o dormidos para siempre en un portal. Nadie los reclama.
Antes, me cuenta Virginia, existían algunos investigadores privados; aficionados que suministraban materiales al museo. Incluso puedo recordar un período en que estuvo de moda coleccionar Esfuerzos Inútiles, como la filatelia o los formicantes.
-Creo que la abundancia de piezas hizo fracasar la afición -declara Virginia-. Sólo resulta estimulante buscar lo que escasea, encontrar lo raro.
Entonces llegaban al museo de lugares distintos, pedían información, se interesaban por algún caso, salían con folletos y regresaban cargados de historias, que reproducían en los impresos, adjuntando las fotografías correspondientes. Esfuerzos Inútiles que llevaban al museo, como mariposas, o insectos extraños. La historia de aquel hombre, por ejemplo, que estuvo cinco años empeñado en evitar una guerra, hasta que la primera bala de un mortero lo descabezó. O Lewis Carroll, que se pasó la vida huyendo de las corrientes de aire y murió de un resfriado, una vez que olvidó la gabardina.
No sé si he dicho que Virginia es ligeramente estrábica. A menudo me entretengo persiguiendo la dirección de esa mirada que no sé adónde va. Cuando la veo atravesar el salón, cargada de folios, de volúmenes, toda clase de documentos, no puedo menos que levantarme de mi asiento e ir a ayudarla.
A veces, en medio de la tarea, ella se queja un poco.
-Estoy cansada de ir y venir -dice-. Nunca acabaremos de clasificarlos a todos. Y los periódicos también. Están llenos de Esfuerzos Inútiles.
Como la historia de aquel boxeador que cinco veces intentó recuperar el título, hasta que lo descalificaron por un mal golpe en el ojo. Seguramente ahora vagabundea de café en café, en algún barrio sórdido, recordando la edad en que veía bien y sus puños eran mortíferos. O la historia de la trapecista con vértigo, que no podía mirar hacia abajo. O la del enano que quería crecer y viajaba por todas partes buscando un médico que lo curara.
Cuando se cansa de trasladar volúmenes se sienta sobre una pila de diarios viejos, llenos de polvo, fuma un cigarrillo -con disimulo, pues está prohibido hacerlo- y reflexiona en voz alta.
-Sería necesario tomar otro empleado -dice con resignación.
O:
-No sé cuándo me pagarán el sueldo de este mes.
La he invitado a caminar por la ciudad, a tomar un café o ir al cine. Pero no ha querido. Sólo consiente en conversar conmigo entre las paredes grises y polvorientas del museo.
Si el tiempo pasa, yo no lo siento, entretenido como estoy todas las tardes. Pero los lunes son días de pena y de abstinencia, en los que no sé qué hacer, cómo vivir.
El museo cierra a las ocho de la noche. La propia Virginia coloca la simple llave de metal en la cerradura, sin más precauciones, ya que nadie intentaría asaltar el museo. Sólo una vez un hombre lo hizo, me cuenta Virginia, con el propósito de borrar su nombre del catálogo. En la adolescencia había realizado un esfuerzo inútil y ahora se avergonzaba de él, no quería que quedaran huellas.
-Lo descubrimos a tiempo -relata Virginia-. Fue muy difícil disuadirlo. Insistía en el carácter privado de su esfuerzo, deseaba que se lo devolviéramos. En esa ocasión me mostré muy firme y decidida. Era una pieza rara, casi de colección, y el museo habría sufrido una grave pérdida si ese hombre hubiera obtenido su propósito.
Cuando el museo cierra abandono el lugar con melancolía. Al principio me parecía intolerable el tiempo que debía transcurrir hasta el otro día. Pero aprendí a esperar. También me he acostumbrado a la presencia de Virginia y, sin ella, la existencia del museo me parecería imposible. Sé que el señor director también lo cree así (ése, el de la fotografía con una banda bicolor en el pecho), ya que ha decidido ascenderla. Como no existe escalafón consagrado por la ley o el uso, ha inventado un nuevo cargo, que en realidad es el mismo, pero ahora tiene otro nombre. La ha nombrado vestal del templo, no sin recordarle el carácter sagrado de su misión, cuidando, a la entrada del museo, la fugaz memoria de los vivos.
Si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.
En la parte alta de Guetaria, pequeño y precioso pueblo costero cerca
de S. Sebastián, se encuentra el Museo dedicado a su paisano, el gran modisto
Cristóbal Balenciaga.
Hacer el recorrido por el Museo entre pasillos en penumbra y paredes
gris oscuro, te hace sentir intimidad con el trabajo del maestro. Dentro de las
vitrinas iluminadas, los trajes resaltan con toda su belleza.
Trajes sastre, vestidos para todas las ocasiones, abrigos, capas, en
colores que van del blanco al negro pasando por amarillos intensos, verdes
agua, azules, magentas y naranja. Modelos de gran audacia y en muchos casos
todavía vigentes, que impactaron y se convirtieron en incuestionable tendencia temporada
tras temporada.
El recorrido abarca desde 1917, todavía en S. Sebastián, 1937 ya en
París y hasta su retirada en 1968.
Ver el trabajo de este artista merece la pena y para recordarlo, en la
tienda puedes adquirir varios libros, pero inexplicablemente no hacen
marcapáginas, por tanto los que exponemos en esta página los hemos creado
nosotros virtualmente.
Había una vez un hombre importante casado y padre de familia, fiel devoto de Buddha. Había salido de viaje para presentar sus respetos al Bienaventurado con ocasión de la fiesta de aniversario de su muerte y adornar sus altares con guirnaldas de flores. Su esposa, que se había quedado en casa, recibió la visita de su madre:
«Entonces, hija, ¿sigues siendo feliz con tu marido? ¿Qué tal se porta contigo?
-¡No tengo queja, mi querido esposo es un hombre bueno, sabio y virtuoso como un anacoreta!»
La buena señora, que era algo dura de oído, no oyó más que la última palabra, «anacoreta». Enseguida se deshizo en gritos y lamentos:
«¡Cómo -exclamó-, vaya marido, que abandona a su joven esposa recién casada, con un niño y otro en camino! ¡Eso es abominable! ¡Hacerse anacoreta cuando tiene mujer e hijos pequeños!». Y, casi llorando, se arañó el rostro; se arrancó los pelos y se cubrió la cabeza de cenizas, todo ello delante de los vecinos:
«¡Anacoreta! ¡Qué desgracia más terrible!
-¡Que no, mamá -exclamaba alarmada la joven esposa-, que mi marido no se ha hecho anacoreta!
-¡Anacoreta! ¡Ay! -se desgañitaba la vieja sorda- ¡Qué catástrofe! ¡Qué va a ser de mi hija y de mis pobres nietos! ¡Qué desgracia, qué pena!»
Y corría por el pueblo anunciando a todo el mundo la noticia.
Cuando Kalyana regresó a casa, sus conciudadanos lo acogieron convencidos de que ahora era anacoreta. Asombrado, consideró que aquello debía de ser un signo del cielo. Arregló sus asuntos, se despidió de su esposa y sus hijos y regresó al monasterio zen del que había sido huésped durante sus devociones. Se hizo realmente anacoreta, pronto se hizo famoso por su santidad y, murió, entró en el cielo de Brahma.
* * *
Una palabra puede cambiar el destino.
Ninguna palabra es totalmente inocente. La «palabra justa» es parca. No hay que añadir sufrimiento al mundo, hay que curar, si se puede, la relación entre los hombres. Ni mentir, ni calumniar, evitar los comadreos. Hablar de un tercero nunca es sabio. Decir mal de él es perjudicarlo, hablar demasiado bien de él es despreciar, por comparación, al interlocutor. Alentar, reconfortar, valorar, equilibrar, sonreír. Despertar el gusto por las cosas espirituales. La «palabra justa», según los maestros zen, aporta un poco de paz, de sabiduría y de felicidad a este mundo.