Blogs que sigo

martes, 29 de septiembre de 2015

Clará


En una casa de empeños

Enrique Granier era un francés de gran corazón, y, sin embargo, se había establecido en México abrien­do una casa de empeños.
No quiere decir eso que yo juzgue hombres de malos sentimientos a los que tienen casas de empeños; pero hay, sin embargo, necesidad de tener un carácter especial para fundar la propia ganancia en la desgracia ajena; porque es seguro que solamente van a buscar el re­medio en el empeño los perseguidos de la suerte, y allí se apuran hasta los últimos recursos, y allí, tras lo superfluo, va lo necesario: después de la joya, llegan hasta el colchón y las prendas más indispensables.
Se encuentra allí, es cierto, la sal­vación del momento, pero se prepa­ra la angustia de lo por venir.
A pesar de eso, siempre el que sale de aquella casa muestra en el rostro algo de satisfacción; y es na­tural, pues si a dejar fue la prenda, sale con el dinero que remedia una necesidad o salva de un compromi­so; si a recuperarla fue, sale conten­to con ella, porque vuelve a recon­quistarla después de haberla creído perdida, y es ya un augurio de me­jores tiempos. Pero, a pesar de todo, es triste contemplar aquella multi­tud de objetos, cada uno de los cuales es el símbolo de una angustia, de un sacrificio, de un dolor, y cada persona de las que vienen sueña que lleva un objeto de gran valía, que simboliza para él la esperanza de salvación, y se encuentra con el frío razonamiento del comerciante, que no ve en aquello el último recurso de una familia sin pan, sino una prenda que definitivamente puede venderse para cubrir la suerte prin­cipal y el interés del préstamo.
Y yo le hacía todas estas re­flexiones a Granier, y él me con­testaba:
-Mire usted, en el fondo tiene usted mucha razón; pero en la lu­cha por la existencia los sentimien­tos románticos entran por muy poco en el cálculo. Además, el hombre se acostumbra a todo; se procura tratar a los clientes con la mayor benevolencia, y siempre viene con la reflexión este razonamiento: tie­nen que existir estas casas de empe­ños; y de no tenerlas yo, las tendría otro, que quizá fuera más rudo y sacrificara a los pobres.
-Tiene usted razón también; pero ahí, detrás de ese mostrador, habrá usted comprendido todas las miserias de la humanidad, habrá usted presenciado escenas conmovedoras.
-Sí, cosas terribles; oiga usted una historia muy sencilla, pero que a mí me conmovió profundamente. -Cuéntemela usted.
*
Era una tarde del mes de diciem­bre; el tiempo estaba muy frío; os­curecía, y ningún parroquiano aso­maba por la puerta de la casa. Iba yo a cerrar para arreglar mis cuen­tas, cuando entró una niña peque­ñita, como de seis años, vestida muy pobremente, y que se acercaba como vacilando y con timidez al mostra­dor. Me causó compasión instintiva­mente, y como no alcanzaba para hablarme, me incliné sobre la mesa para verle la cara.
-¿Qué quieres? -la pregunté.
-Nada.
-¿Cómo nada? Pues entonces, ¿a qué vienes?
-Porque mi papá y mi mamá están enfermos en la cama, y no han comido en todo el día porque no tenemos, y yo vengo a empeñar.
-¿Vienes a empeñar? ¿Qué traes para empeñar?
Y ella entonces sacó de debajo de un viejo y destrozado rebocillo con que se cubría un objeto pequeño, que me presentó con una especie de orgullo, al mismo tiempo que de dolor, y como quien sacrifica una riquísima alhaja, diciéndome:
-Pues vengo a empeñar mi rorro.
Era un rorro viejo y maltratado, que seguramente no valía dos cén­timos.
Comprendí todo lo que pasaba en el corazón de aquella niña; el va­lor tan grande que daba a su mu­ñeca; el doloroso sacrificio que ha­cía por sus padres al empeñarlo, y la esperanza tan lisonjera de obte­ner por él una gran suma.
-¿Y qué hizo usted? -le pre­gunté a Granier.
-Pues sentí un nudo en mi gar­ganta, y, sin poder hablar, le di a la niña cinco duros y le devolví su rorro, y me quedé llorando como un tonto sobre el mostrador.

Vicente Riva Palacio

domingo, 27 de septiembre de 2015

Románico zamorano






¿Por qué habla tan alto el español?

Este tono levantado del español es un defecto, viejo ya, de raza. Viejo e incurable. Es una enfermedad crónica.
Tenemos los españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y estamos desento­nados para siempre, para siempre porque tres veces, tres veces, tres veces tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la laringe.
La primera fue cuando descubrimos este Continente y fue necesario que gritásemos sin ninguna medida: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡'Tierra! Había que gritar esta palabra para que sonase más que el mar y llegase hasta los oídos de los hombres que se habían quedado en la otra orilla. Acabábamos de descubrir un mundo nuevo, un mundo de otras dimensiones al que cinco siglos más tarde, en el gran naufragio de Europa, tenía que agarrarse la esperanza del hombre. ¡Había motivos para hablar alto! ¡Había motivos para gritar!
La segunda fue cuando salió por el mundo, grotesca­mente vestido, con una lanza rota y una visera de papel, aquel estrafalario fantasma de La Mancha, lanzando al viento desaforadamente esta palabra de luz olvidada por los hombres: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!... ¡Tam­bién había motivos para gritar! ¡También había motivos para hablar alto!
El otro grito es más reciente. Yo estuve en el coro. Aún tengo la voz parda de la ronquera. Fue el que di­mos sobre la colina de Madrid, el año 1936, para preve­nir a la majada, para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo: ¡Eh! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!... ¡Que viene el lobo!
El que dijo Tierra y el que dijo Justicia es el mismo español que gritaba hace seis años nada más, desde la colina de Madrid, a los pastores: ¡Eh! ¡Que viene el lobo!
Nadie le oyó. Los viejos rabadanes del mundo que escriben la historia a su capricho, cerraron todos los postigos, se hicieron los sordos, se taparon los oídos con cemento y todavía ahora no hacen más que pre­guntar como los pedantes: ¿pero por qué habla tan alto el español?
Sin embargo, el español no habla alto. Ya lo he dicho. Lo volveré a repetir: El español habla desde el nivel exacto del Hombre, y el que piense que habla demasiado alto es porque escucha desde el fondo de un pozo.

Sé todos los cuentos

Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con
cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo sé muy pocas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.

León Felipe

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Raquel Herrera

viernes, 25 de septiembre de 2015

Musée de La Roche-sur-Yon





La esencia de la sabiduría

El viejo rey había muerto demasiado pronto. Su joven hijo aún no había alcanzado la madurez. Subió al trono, preocupado por estar tan poco formado para el cargo que le correspondía. Tenía esa penosa sensación de que la corona se le caía de la cabeza, de que era demasia­do grande y demasiado pesada. Se atre­vió a decirlo. Los consejeros se tranqui­lizaron; pensaron: «Su conciencia de no saber, de no estar listo, le predispone a ser un buen rey, capaz de aceptar consejos, de escuchar sugerencias sin precipi­tarse a la hora de tomar una decisión, de reconocer un error y de aceptar corre­girlo. Alegrémonos por el reino». Él, de­seoso de instruirse, hizo llamar a todos los sabios del reino: eruditos, monjes y sabios probados. De entre ellos eligió a algunos como consejeros y pidió a los demás que recorrieran el mundo entero para ir a buscar y traer toda la ciencia co­nocida en su época, con el fin de extraer de ella el conocimiento, incluso la sabi­duría.
Algunos partieron tan lejos como la tierra podía llevarles, otros tomaron vías marítimas hasta los confines del hori­zonte. Regresaron dieciséis años más tarde, cargados de rollos, libros, sellos y símbolos. El palacio era vasto. No pudo, sin embargo, albergar tan prodigiosa abundancia de ciencia. ¡Sólo el que re­gresaba de China había traído consigo, sobre innumerables dromedarios, los veintitrés mil volúmenes de la enciclope­dia Cang-Xi, así como las obras de Lao Tse, Confucio, Mencio y otros muchos, tanto renombrados como desconocidos!
El rey recorrió a caballo la ciudad del saber que había tenido que mandar cons­truir para recibir tal abundancia. Se sin­tió satisfecho de sus mensajeros, pero comprendió que una sola vida no basta­ría para leerlo todo, para comprenderlo todo. Solicitó entonces a los letrados que leyeran los libros en su lugar, que extra­jeran de ellos la médula esencial y que redactaran, para cada ciencia, una obra comprensible. Pasaron ocho años antes de que los letrados pudieran entregar al rey una biblioteca constituida por los simples resúmenes de toda la ciencia hu­mana. El rey recorrió a pie la inmensa bi­blioteca así constituida. Ya no era tan jo­ven, veía la vejez llegar dando zancadas, y comprendió que no tendría tiempo en esta vida para leer y asimilar todo eso. Pidió entonces a los letrados que habían estudiado esos textos que no escribieran más que un único artículo por ciencia, yendo directamente a lo esencial.
Pasaron ocho años antes de que todos los artículos estuvieran listos, ya que buen número de los eruditos que habían partido hacia los confines del mundo recogiendo todo este saber estaban ya muertos, y los jóvenes letrados que pro­seguían la obra en curso debían leer pre­viamente todo el material antes de escri­bir un artículo.
Finalmente, se le entregó un libro en varios volúmenes al anciano rey, postra­do en su cama, enfermo. Rogó que cada cual resumiera su artículo en una frase.
Resumir una ciencia en pocas pala­bras no es cosa fácil. Se necesitaron ocho años más. Se concibió un único libro que contenía una frase sobre cada una de las ciencias y las sabidurías estudiadas. Al viejo consejero que le traía el libro, el rey moribundo le pidió en un murmullo:
-Dime una única frase que resuma todo este saber, toda esta sabiduría. ¡Una sola frase antes de mi muerte!
-Majestad -dijo el consejero-, toda la sabiduría del mundo cabe en dos pala­bras: «Vivir el instante».

Martine Quentric-Seguy - Cuentos de los sabios de la India

lunes, 21 de septiembre de 2015

Museo Art Nouveau y Art Decó Casa Lis - Salamanca




El Museo de los Esfuerzos Inútiles

Todas las tardes voy al Museo de los Esfuerzos Inútiles. Pido el catálogo y me siento frente a la gran mesa de madera. Las páginas del libro están un poco borrosas, pero me gusta recorrerlas lentamente, como si pasara las hojas del tiempo. Nunca encuentro a nadie leyendo; será por eso que la empleada me presta tanta atención. Como soy uno de los pocos visitantes, me mima. Seguramente tiene miedo de perder el empleo por falta de público. Antes de entrar miro bien el cartel que cuelga de la puerta de vidrio, escrito con letras de imprenta. Dice: «Horario: Mañanas, de 9 a 14 horas. Tardes, de 17 a 20. Lunes, cerrado». Aunque casi siempre sé qué Esfuerzo Inútil me interesa consultar, igual pido el catálogo para que la muchacha tenga algo que hacer.
-¿Qué año quiere? -me pregunta muy atentamente.
-El catálogo de mil novecientos veintidós -le contesto, por ejemplo.
Al rato ella aparece con un grueso libro forrado en piel color morado y lo deposita sobre la mesa, frente a mi silla. Es muy amable, y si le parece que la luz que entra por la ventana es escasa, ella misma enciende la lámpara de bronce con tulipán verde y la acomoda de modo que la claridad se dirija sobre las páginas del libro. A veces, al devolver el catálogo, le hago algún comentario breve. Le digo, por ejemplo:
-El año mil novecientos veintidós fue un año muy intenso. Mucha gente estaba empeñada en esfuerzos inútiles. ¿Cuántos tomos hay?
-Catorce -me contesta ella muy profesionalmente.
Y yo observo alguno de los esfuerzos inútiles de ese año, miro niños que intentan volar, hombres empeñados en hacer riqueza, complicados mecanismos que nunca llegaron a funcionar, y numerosas parejas.
-El año mil novecientos setenta y cinco fue mucho más rico -me dice con un poco de tristeza-. Aún no hemos registrado todos los ingresos.
-Los clasificadores tendrán mucho trabajo -reflexiono en voz alta.
-Oh, sí -responde ella-. Recién están en la letra C y ya hay varios tomos publicados. Sin contar los repetidos.
Es muy curioso que los esfuerzos inútiles se repitan, pero en el catálogo no se los incluye: ocuparían mucho espacio. Un hombre intentó volar siete veces, provisto de diferentes aparatos; algunas prostitutas quisieron encontrar otro empleo; una mujer quería pintar un cuadro; alguien procuraba perder el miedo; casi todos intentaban ser inmortales o vivían como si lo fueran.
La empleada asegura que sólo una ínfima parte de los esfuerzos inútiles consigue llegar al museo. En primer lugar, porque la administración pública carece de dinero y prácticamente no se pueden realizar compras, o canjes, ni difundir la obra del museo en el interior y en el exterior; en segundo lugar, porque la exorbitante cantidad de esfuerzos inútiles que se realizan continuamente exigiría que mucha gente trabajara, sin esperar recompensa ni comprensión pública. A veces, desesperando de la ayuda oficial, se ha apelado a la iniciativa privada, pero los resultados han sido escasos y desalentadores. Virginia -así se llama la gentil empleada del museo que suele conversar conmigo- asegura que las fuentes particulares a las cuales se recurrió se mostraron siempre muy exigentes y poco comprensivas, falseando el sentido del museo.
El edificio se levanta en la periferia de la ciudad, en un campo baldío, lleno de gatos y de desperdicios, donde todavía se pueden encontrar, sólo un poco más abajo de la superficie del terreno, balas de cañón de una antigua guerra, pomos de espadas enmohecidos, quijadas de burro carcomidas por el tiempo.
-¿Tiene un cigarrillo? -me pregunta Virginia con un gesto que no puede disimular la ansiedad.
Busco en mis bolsillos. Encuentro una llave vieja, algo mellada; la punta de un destornillador roto, el billete de regreso del autobús, un botón de mi camisa, algunos níqueles y, por fin, dos cigarrillos estrujados. Fuma disimuladamente, escondida entre los gruesos volúmenes de lomos desconchados, el marcador del tiempo que contra la pared siempre indica una hora falsa, generalmente pasada, y las viejas molduras llenas de polvo. Se cree que allí donde ahora se eleva el museo, antes hubo una fortificación, en tiempos de guerra. Se aprovecharon las gruesas piedras de la base, algunas vigas, se apuntalaron las paredes. El museo fue inaugurado en 1946. Se conservan algunas fotografías de la ceremonia, con hombres vestidos de frac y damas con faldas largas, oscuras, adornos de estraza y sombreros con pájaros o flores. A lo lejos se adivina una orquesta que toca temas de salón; los invitados tienen el aire entre solemne y ridículo de cortar un pastel adornado con la cinta oficial.
Olvidé decir que Virginia es ligeramente estrábica. Este pequeño defecto le da a su rostro un toque cómico que disminuye su ingenuidad. Como si la desviación de la mirada fuera un comentario lleno de humor que flota, desprendido del contexto.
Los Esfuerzos Inútiles se agrupan por letras. Cuando las letras se acaban, se agregan números. El cómputo es largo y complicado. Cada uno tiene un casillero, su folio, su descripción. Andando entre ellos con extraordinaria agilidad, Virginia parece una sacerdotisa, la virgen de un culto antiguo y desprendido del tiempo.
Algunos son Esfuerzos Inútiles bellos; otros, sombríos. No siempre nos ponemos de acuerdo acerca de esta clasificación.
Hojeando uno de los volúmenes, encontré a un hombre que durante diez años intentó hacer hablar a su perro. Y otro, que puso más de veinte en conquistar a una mujer. Le llevaba flores, plantas, catálogos de mariposas, le ofrecía viajes, compuso poemas, inventó canciones, construyó una casa, perdonó todos sus errores, toleró a sus amantes y luego se suicidó.
-Ha sido una empresa ardua -le digo a Virginia-. Pero, posiblemente, estimulante.
-Es una historia sombría -responde Virginia-. El museo posee una completa descripción de esa mujer. Era una criatura frívola, voluble, inconstante, perezosa y resentida. Su comprensión dejaba mucho que desear y además era egoísta.
Hay hombres que han hecho largos viajes persiguiendo lugares que no existían, recuerdos irrecuperables, mujeres que habían muerto y amigos desaparecidos. Hay niños que emprendieron tareas imposibles, pero llenas de fervor. Como aquellos que cavaban un pozo que era continuamente cubierto por el agua.
En el museo está prohibido fumar y también cantar. Esta última prohibición parece afectar a Virginia tanto como la primera.
-Me gustaría entonar una cancioncilla de vez en cuando -confiesa, nostálgica.
Gente cuyo esfuerzo inútil consistió en intentar reconstruir su árbol genealógico, escarbar la mina en busca de oro, escribir un libro. Otros tuvieron la esperanza de ganar la lotería.
-Prefiero a los viajeros -me dice Virginia.
Hay secciones enteras del museo dedicadas a esos viajes. En las páginas de los libros los reconstruimos. Al cabo de un tiempo de vagar por diferentes mares, atravesar bosques umbríos, conocer ciudades y mercados, cruzar puentes, dormir en los trenes o en los bancos del andén, olvidan cuál era el sentido del viaje y, sin embargo, continúan viajando. Desaparecen un día sin dejar huella ni memoria, perdidos en una inundación, atrapados en un subterráneo o dormidos para siempre en un portal. Nadie los reclama.
Antes, me cuenta Virginia, existían algunos investigadores privados; aficionados que suministraban materiales al museo. Incluso puedo recordar un período en que estuvo de moda coleccionar Esfuerzos Inútiles, como la filatelia o los formicantes.
-Creo que la abundancia de piezas hizo fracasar la afición -declara Virginia-. Sólo resulta estimulante buscar lo que escasea, encontrar lo raro.
Entonces llegaban al museo de lugares distintos, pedían información, se interesaban por algún caso, salían con folletos y regresaban cargados de historias, que reproducían en los impresos, adjuntando las fotografías correspondientes. Esfuerzos Inútiles que llevaban al museo, como mariposas, o insectos extraños. La historia de aquel hombre, por ejemplo, que estuvo cinco años empeñado en evitar una guerra, hasta que la primera bala de un mortero lo descabezó. O Lewis Carroll, que se pasó la vida huyendo de las corrientes de aire y murió de un resfriado, una vez que olvidó la gabardina.
No sé si he dicho que Virginia es ligeramente estrábica. A menudo me entretengo persiguiendo la dirección de esa mirada que no sé adónde va. Cuando la veo atravesar el salón, cargada de folios, de volúmenes, toda clase de documentos, no puedo menos que levantarme de mi asiento e ir a ayudarla.
A veces, en medio de la tarea, ella se queja un poco.
-Estoy cansada de ir y venir -dice-. Nunca acabaremos de clasificarlos a todos. Y los periódicos también. Están llenos de Esfuerzos Inútiles.
Como la historia de aquel boxeador que cinco veces intentó recuperar el título, hasta que lo descalificaron por un mal golpe en el ojo. Seguramente ahora vagabundea de café en café, en algún barrio sórdido, recordando la edad en que veía bien y sus puños eran mortíferos. O la historia de la trapecista con vértigo, que no podía mirar hacia abajo. O la del enano que quería crecer y viajaba por todas partes buscando un médico que lo curara.
Cuando se cansa de trasladar volúmenes se sienta sobre una pila de diarios viejos, llenos de polvo, fuma un cigarrillo -con disimulo, pues está prohibido hacerlo- y reflexiona en voz alta.
-Sería necesario tomar otro empleado -dice con resignación.
O:
-No sé cuándo me pagarán el sueldo de este mes.
La he invitado a caminar por la ciudad, a tomar un café o ir al cine. Pero no ha querido. Sólo consiente en conversar conmigo entre las paredes grises y polvorientas del museo.
Si el tiempo pasa, yo no lo siento, entretenido como estoy todas las tardes. Pero los lunes son días de pena y de abstinencia, en los que no sé qué hacer, cómo vivir.
El museo cierra a las ocho de la noche. La propia Virginia coloca la simple llave de metal en la cerradura, sin más precauciones, ya que nadie intentaría asaltar el museo. Sólo una vez un hombre lo hizo, me cuenta Virginia, con el propósito de borrar su nombre del catálogo. En la adolescencia había realizado un esfuerzo inútil y ahora se avergonzaba de él, no quería que quedaran huellas.
-Lo descubrimos a tiempo -relata Virginia-. Fue muy difícil disuadirlo. Insistía en el carácter privado de su esfuerzo, deseaba que se lo devolviéramos. En esa ocasión me mostré muy firme y decidida. Era una pieza rara, casi de colección, y el museo habría sufrido una grave pérdida si ese hombre hubiera obtenido su propósito.
Cuando el museo cierra abandono el lugar con melancolía. Al principio me parecía intolerable el tiempo que debía transcurrir hasta el otro día. Pero aprendí a esperar. También me he acostumbrado a la presencia de Virginia y, sin ella, la existencia del museo me parecería imposible. Sé que el señor director también lo cree así (ése, el de la fotografía con una banda bicolor en el pecho), ya que ha decidido ascenderla. Como no existe escalafón consagrado por la ley o el uso, ha inventado un nuevo cargo, que en realidad es el mismo, pero ahora tiene otro nombre. La ha nombrado vestal del templo, no sin recordarle el carácter sagrado de su misión, cuidando, a la entrada del museo, la fugaz memoria de los vivos.
Cristina Peri Rossi

sábado, 19 de septiembre de 2015

Escolajoso





El deseo de ser piel roja

Si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían de­saparecido las crines y la cabeza del caballo.
Franz Kafka

viernes, 18 de septiembre de 2015

Balenciaga. Un legado atemporal

En la parte alta de Guetaria, pequeño y precioso pueblo costero cerca de S. Sebastián, se encuentra el Museo dedicado a su paisano, el gran modisto Cristóbal Balenciaga.
Hacer el recorrido por el Museo entre pasillos en penumbra y paredes gris oscuro, te hace sentir intimidad con el trabajo del maestro. Dentro de las vitrinas iluminadas, los trajes resaltan con toda su belleza.
Trajes sastre, vestidos para todas las ocasiones, abrigos, capas, en colores que van del blanco al negro pasando por amarillos intensos, verdes agua, azules, magentas y naranja. Modelos de gran audacia y en muchos casos todavía vigentes, que impactaron y se convirtieron en incuestionable tendencia temporada tras temporada.
El recorrido abarca desde 1917, todavía en S. Sebastián, 1937 ya en París y hasta su retirada en 1968.
Ver el trabajo de este artista merece la pena y para recordarlo, en la tienda puedes adquirir varios libros, pero inexplicablemente no hacen marcapáginas, por tanto los que exponemos en esta página los hemos creado nosotros virtualmente.


jueves, 17 de septiembre de 2015

Teatro Real




El hombre importante que se hizo anacoreta

Había una vez un hombre importante casado y padre de familia, fiel devoto de Buddha. Había salido de viaje para presentar sus respetos al Bienaventurado con ocasión de la fiesta de aniversario de su muerte y adornar sus altares con guirnaldas de flores. Su esposa, que se había quedado en casa, recibió la visita de su madre:
«Entonces, hija, ¿sigues siendo feliz con tu marido? ¿Qué tal se porta contigo?
-¡No tengo queja, mi querido esposo es un hombre bueno, sabio y virtuoso como un anacoreta!»
La buena señora, que era algo dura de oído, no oyó más que la última palabra, «anacoreta». Enseguida se deshizo en gritos y lamentos:
«¡Cómo -exclamó-, vaya marido, que abandona a su joven esposa recién casada, con un niño y otro en camino! ¡Eso es abominable! ¡Hacerse anacoreta cuando tiene mujer e hijos pequeños!». Y, casi llorando, se arañó el rostro; se arrancó los pelos y se cubrió la cabeza de cenizas, todo ello delante de los vecinos:
«¡Anacoreta! ¡Qué desgracia más terrible!
-¡Que no, mamá -exclamaba alarmada la joven esposa-, que mi marido no se ha hecho anacoreta!
-¡Anacoreta! ¡Ay! -se desgañitaba la vieja sorda- ¡Qué catástrofe! ¡Qué va a ser de mi hija y de mis pobres nietos! ¡Qué desgracia, qué pena!»
Y corría por el pueblo anunciando a todo el mundo la noticia.
Cuando Kalyana regresó a casa, sus conciudadanos lo acogieron convencidos de que ahora era anacoreta. Asombrado, consideró que aquello debía de ser un signo del cielo. Arregló sus asuntos, se despidió de su esposa y sus hijos y regresó al monasterio zen del que había sido huésped durante sus devociones. Se hizo realmente anacoreta, pronto se hizo famoso por su santidad y, murió, entró en el cielo de Brahma.
* * *
Una palabra puede cambiar el destino.
Ninguna palabra es totalmente inocente. La «palabra justa» es parca. No hay que añadir sufrimiento al mundo, hay que curar, si se puede, la relación entre los hombres. Ni mentir, ni calumniar, evitar los comadreos. Hablar de un tercero nunca es sabio. Decir mal de él es perjudicarlo, hablar demasiado bien de él es despreciar, por comparación, al interlocutor. Alentar, reconfortar, valorar, equilibrar, sonreír. Despertar el gusto por las cosas espirituales. La «palabra justa», según los maestros zen, aporta un poco de paz, de sabiduría y de felicidad a este mundo.
Henri Brunel