La Unión de Comerciantes es una entidad constituida en 1988 para promocionar el comercio en Cardedeu con una política comercial conjunta de todos los establecimientos asociados. Se pretende mejorar la oferta tanto cuantitativa como cualitativamente, dinamizar el comercio y dar el máximo de apoyo a sus asociados.
Igualmente colabora en actos que potencien la vida social de Cardedeu. Con esta finalidad se organizan diferentes actos y actividades de los que destacan los cursos de formación, la fiesta de St. Jordi (concurso de los puntos de libro), tendero por un día, la campaña de Navidad y la de Reyes.
La sospecha
Un hombre perdió su hacha; y sospechó del hijo de su vecino. Observó la manera de caminar del muchacho –exactamente como un ladrón. Observó la expresión del joven –idéntica a la de un ladrón. Observó su forma de hablar –igual a la de un ladrón. En fin, todos sus gestos y acciones lo denunciaban culpable de hurto.
Pero más tarde, encontró su hacha en un valle. Y después, cuando volvió a ver al hijo de su vecino, todos los gestos y acciones del muchacho le parecían muy diferentes de los de un ladrón.
Los mercados medievales de La
fragua de Vulcano, una compañía perteneciente al grupo de ESPECTACULOS AMB
PRODUCCIONES S.L. Pionera en la organización de Mercados y Ferias Medievales de
más prestigio, en el desarrollo de recreaciones históricas, mercados medievales
y de época.
Los espectáculos Medievales de la
Fragua de Vulcano, se caracterizan por el rigor histórico, la perfección de su
ambientación medieval y la profesionalidad de los actores protagonistas, pero
sobre todo por la implicación del público que se sumerge en la época del
mercado recreado y se convierte en el cómplice "medieval".
La Fragua de Vulcano ajusta sus espectáculos a los requerimientos del cliente y gracias a una larga experiencia consigue ambientaciones a medida, integrándose perfectamente en cualquier espacio.
Los visitantes pueden perderse entre multitud de mercaderes y puestos artesanales, donde podrán adquirir una extensísima y singular gama de mercancías y objetos artesanales además de observar los procesos de elaboración.
El cuento de cada PUC PAC es como un eje vertebrador que ayuda a dar sentido
a una historia, donde hay unos personajes protagonistas que se ven sometidos a
situaciones emocionales concretas:
-Por
ejemplo, en el caso del "Pacto del fuego": llega un día que, debido a
la envidia que tiene un cocinero del gran fuego que tiene el herrero, el fuego
se desmadra y acaba para causar un incendio enorme. Finalmente, todos los
personajes llegan a un acuerdo con el fuego. Se necesitan los unos a los otros,
pero con unas normas de convivencia. Y por eso llegan al "Pacto del
fuego".
Vaya, que hay
situaciones estrambóticas, personajes ambivalentes (el caso del fuego que
puede ser bueno o malo según el caso), personajes que cambian de identidad... y
todo para provocar una reflexión en los niños.
Para objetos solamente
Las
cosas tienen un ser vital.
RUBÉN
DARÍO.
Por
el momento nadie entra en la habitación, pero, si alguien entrara, o, mejor
aún, si sólo penetrara una mirada, sin tacto, sin gusto, sin olfato, sin oído,
sólo una mirada, y decidiera fríamente hacer un ordenado inventario visual de
sus objetos, comenzando, digamos, por la derecha, lo primero que habría de
encontrar sería un amplio sofá, forrado de terciopelo verde oscuro, ya bastante
deteriorado y con dos quemaduras de cigarrillo en el borde del respaldo. Sobre
el sofá hay un montón de diarios y revistas, pero la hipotética mirada sólo
estaría en condiciones de ver la revista que está arriba de todo, es decir un
ejemplar no demasiado nuevo de Claudia, y a lo sumo conjeturar, gracias
a las características especiales de su tipografía, que el trozo de periódico
que asoma por debajo de otros diarios, aunque no incluye ningún título ni
indicación directa, puede pertenecer a BP-Color. También sobre el sofá,
a unos treinta centímetros de los diarios y revistas, hay un libro boca abajo,
con un cortapapeles metido entre sus primeras hojas. En uno de los ángulos hay
una mancha verdosa, con varios granitos más oscuros, como de yerba. En la pared
que está detrás del sofá hay un almanaque de la Panadería La Nueva. La hoja que
está a la vista es de noviembre 1965 y tiene dos anotaciones hechas con
bolígrafo azul, y una más con bolígrafo rojo. Las azules corresponden al día 4
(«Beatriz, 15.30») y al día 13 («M. ¿O. K.? OK»); la roja está en la línea del
día 19 («Ensayo gral.»). El sofá llega hasta la segunda pared. Junto al tramo
inicial de la misma hay una banqueta de madera con un cenicero repleto de
puchos, todos torcidos de la misma manera y sin manchas de carmín. Más allá
está un ropero de roble, modelo antiguo pero todavía en buenas condiciones, sin
espejo exterior, con una hoja cerrada y otra abierta. Por el espacio que deja
la hoja abierta puede distinguirse ropa de hombre, prolijamente colgada de sus
perchas: un impermeable gris, un gabán de cuello amplio, varios sacos que quizá
sean trajes completos, ya que los pantalones o chalecos pueden estar ocultos
bajo los sacos. El ropero tiene tres cajones, todos cerrados, aunque del
tercero surge un pliegue blanco de ropa, que presumiblemente corresponde a una
camisa. En el suelo, junto a una de las patas del ropero, hay un papel
irregularmente rasgado, algo así como la mitad de una hoja de carta, color
crema, que alguien hubiera partido en dos. Está escrito con una letra menuda y
muy pareja, de curvas suaves, con los puntos de las jotas y las íes muy por
encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, podría
comprobar que las palabras, y trozos de palabras, que contiene el papel, son
los siguientes:
Después del ropero, casi sin
espacio que los separe, hay una mesita de pino, sin cajones, con una portátil
negra, un despertador chico, de cobre, un block de notas en cuya primera página
hay sólo una palabra (chau), dos bolígrafos de la misma marca
y un portarretrato con la fotografía de una mujer joven que en el ángulo
inferior derecho tiene una leyenda: «A Fernando, con fe y esperanza, pero sin
caridad. Beatriz». Junto a la mesita, una cama (tendida, una plaza, de bronce)
cuya cabecera se apoya en la segunda pared, el flanco derecho siguela líneade la pared tercera. La colcha
blanca cubre también la almohada. Sobre la colcha blanca, tres objetos: un
encendedor, un cepillo de ropa, un programa de teatro doblado en dos. Sólo está
a la vista la mitad inferior, donde consta el reparto: Vera: Amanda Blasetti.
Jacinto: Fernando Montes. Octavio: Manuel Solano. Rita: María Goldman. Ernesto:
Benjamín Espejo. Debajo de la cama, un par de mocasines marrones. En el rincón
que forman la tercera y la cuarta pared, hay un tocadiscos. Sobre el plato, un
disco de doce pulgadas, detenido no obstante, si la mirada quisiera detalles,
podría comprobar que se tratadelvolumen III del álbum de
Bessie Smith. Debajo del tocadiscos, un casillero con varios álbumes, pero en
sus lomos sólo constan números romanos, y además no están en orden. Junto al
mueblecito hay una alfombra (medida aproximada: un metro por setenta y cinco
centímetros) de lana marrón con franja negra. Sobre ella está depositado el
sobre de cartón correspondiente al disco de Bessie Smith. A esta altura, a la
mirada le quedarían apenas tres objetos para completar el inventario.
El primero es una cocinita a gas, de dos hornillas. No hay nada sobre
ellas. Una de las hornillas tiene la llave hacia la izquierda; la otra, hacia
la derecha. El segundo objeto es un cuerpo humano, totalmente inmóvil. Es un
muchacho. Pelo oscuro, la nuca apoyada en un almohadoncito. Tiene puestas sólo
dos prendas. Un short azul claro, y, en el cuello (suelto, sin
anudar), un pañuelo rojo de seda. Los ojos están cerrados. No hay el menor
movimiento, ni en las fosas nasales ni en la boca. El tercer y último objeto es
un trozo de papel color crema, algo así como la mitad de una hoja de carta que
alguien hubiera partido en dos, escrito con una letra menuda y muy pareja, de
curvas suaves y con los puntos de las jotas y las íes muy por encima de su
ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, comprobaría que las
palabras, y los trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:
Antiguamente,
la Plaza era el centro del mundo. Hoy es sólo un cruce de caminos, con casas
alrededor y una calle que sube hacia el Pueblo. El viento azota a las hayas y
el ramaje murmura con un suave gemido, el polvo remolinea y cae sobre el suelo
desierto. Nadie. La vida se ha trasladado al otro lado del Pueblo.
El tren mató
a la Plaza. Bajo las vías férreas han muerto hombres que yo suponía eternos. El
señor Palma Branco, alto, seco, con un aura de respeto. Los tres hermanos
Montenegro, graves y anchos de hombros. Estroina, borracho, con su zigzag de
piernas, empuñando una navaja. Má Raça, haciendo crujir los dientes, siempre
furioso contra todo y contra todos. El
labrador de Alba Grande, plantado en medio de la Plaza con su serena valentía. Maestre Sobral. Ui
Cotovio, rufián, con su rizo sobre la frente. Acácio, el borrachón de Acácio,
haciendo fotos, encorvado debajo del gran paño negro. Y, en la parte alta de la
calle, delgaducho, un hombre que nunca supe quién era y que aparecía de repente
en la esquina, mirando lleno de asombro hacia la Plaza.
En aquel
tiempo, las hayas se agitaban, vigorosas. Movían rudamente sus brazos y eran
parte de todos los grandes acontecimientos. A su sombra, los payasos mostraban
sus habilidades y bailaban osos salvajes. A su sombra, se batían los valientes;
junto al tronco de un haya cayó muerto António Valmorim, temido por los hombres
y amado por las mujeres.
Era el centro
del Pueblo. Los viajeros se apeaban de la diligencia y contaban novedades. A
través de la Plaza la gente se comunicaba con el mundo. A falta de noticias,
ahí también se inventaban cosas que se pareciesen a la verdad. Pasaba el tiempo
y esas cosas inventadas acababan siendo verdad. Nada las destruía: habían
venido de la Plaza. Así, la Plaza era el centro del mundo.
Quien
dominase allí dominaba todo el Pueblo. Los más inteligentes y sabios bajaban a
la Plaza y desde allí instruían al Pueblo. Los valientes se alzaban en medio de
la Plaza y desafiaban al Pueblo, lo sometían a su voluntad. Los borrachos se reían
del Pueblo, tambaleantes, les era indiferente todo el mundo, si alguien se
molestaba no era cuestión de ellos: tambaleaban y caían de bruces. Caían
acongojados de tristeza en el polvo blanco de la Plaza. Era el lugar donde los
hombres se sentían grandes en todo lo que les daba la vida, ya fuese valentía,
ya inteligencia, ya tristeza.
Los señores
del Pueblo bajaban a la Plaza y hablaban
de igual a igual con los maestros albañiles y los maestros herreros. Y
hasta con los dueños del comercio, con los campesinos, con los empleados del
ayuntamiento. También de igual a igual
con los azotacalles, con los misteriosos y arrogantes vagabundos. Ése era el
lugar de los hombres, sin distinción de clases. De esos hombres antiguos que
nunca se descubrían delante de nadie y sólo se quitaban el sombrero para
acostarse.
También
estaba allí la mejor escuela de los niños. Allí aprendían las artes escuchando
a los maestros artesanos, mirando sus gestos graves. O aprendían a ser
valientes, o borrachos, o vagabundos. Aprendían cualquier cosa y todo era vida.
La Plaza estaba llena de vida, de valentías, de tragedias. Estaba llena de
grandes rasgos de inteligencia. Y era cierto que el niño que aprendiese todo
eso llegaba a ser poeta y se entristecía por no seguir siendo siempre niño que
aprende la vida, la grande y misteriosa vida de la Plaza.
La casa era
para las mujeres.
En el fondo
de las casas, apartadas de la calle, se peinaban las trenzas, largas como colas
de caballo. Trabajaban en la sombra de los patios, bajo las parras. Hacían la
comida y las camas, vivían sólo para los hombres. Y, sumisas, los esperaban.
No podían
salir solas a la calle porque eran mujeres. Un hombre de la familia las
acompañaba siempre. Iban a visitar a sus amigas y los hombres las dejaban en la
puerta y entraban en una tienda que quedase cerca, a la espera de que saliesen
para llevarlas a casa. Iban a misa y los hombres no pasaban del atrio. Ellos no
entraban en casas donde los obligasen a quitarse el sombrero. Eran hombres que,
de cualquier modo, dominaban en la Plaza.
Vino el tren y el Pueblo cambió. Las tiendas
se llenaron de utensilios que antes sólo se vendían en las ferreterías y en las
carpinterías. Se desarrolló el comercio, se construyó una fábrica. Se vinieron
abajo los talleres, los herreros se convirtieron en obreros, los albañiles
comenzaron a llamarse gente del polvillo y también se transformaron en obreros.
Apareció la Guardia, sustituyó a los pachorrudos cabos de ronda y detuvo a los
valientes. Las mujeres se cortaron los cabellos, se pintaron la boca y ahora
salen solas. Los señores se quitan ahora el sombrero, los unos frente a los
otros, hacen grandes reverencias y se dan apretones de manos a toda hora. Van a
misa con sus mujeres, pasan las tardes en el Club y ya no bajan a la Plaza.
Sólo los borrachos y los azotacalles se entretienen allí en las tardes de
domingo.
Hoy las
noticias llegan en el mismo día, venidas de todas las partes del mundo. Se oyen
en todas las tabernas y en los numerosos cafés que se han abierto en el Pueblo.
Las radios proclaman todo lo que ocurre en la superficie de la tierra y de las
aguas, en el aire, en el fondo de las minas y de los océanos. El mundo está en
todas partes, se ha vuelto pequeño e íntimo para todos. Todos saben
inmediatamente algo que ocurra en cualquier región y piensan sobre ello y toman
partido. Y algo está ocurriendo en la tierra, algo terrible y deseado está
ocurriendo en todas partes. Nadie queda fuera, todos están interesados.
El Pueblo se
ha dividido. Cada café tiene su clientela propia, según la condición de vida.
La Plaza, que era de todos y en la que sólo se sabía aquello que a algunos les
interesaba que se supiese, ha muerto. Los hombres se han separado de acuerdo
con sus intereses y sus necesidades. Escuchan la radio, leen los periódicos y
discuten. Y, cada día más, sienten que algo está ocurriendo.
También los
niños se han dividido: juegan juntos sólo los de la misma condición; se paran a
las puertas de los cafés que frecuentan sus padres o los hermanos mayores. La
Plaza, ahora, es todo el mundo. Allí están los hombres, las mujeres y los niños. En la otra Plaza, sólo los
borrachos, los gandules de los vagabundos y aquellos que no quieren creer que
todo ha cambiado. Lo cierto es que ya
nadie le da importancia a esta gente y a esta Plaza.
Las grandes
hayas aún bordean la Plaza como antiguamente y, a su sombra, Joao Gaduña aún
insiste en continuar la tradición. Pero ya nada es como era. Todos se burlan de
él y se alejan.
Joao Gaduña,
el borracho, habla de Lisboa, adonde nunca ha ido. Todo en él, los gestos y el
modo solemne de hablar, es una imitación mal digerida de los hombres que oyó
cuando era joven.
-¡Gran ciudad
Lisboa! -dice-. ¡Allí hay gente a rabiar, calles llenas de personas, como en
una feria!
Gaduña supone
que en Lisboa aún hay plazas y hombres como los que él conoció allí, en aquella
Plaza bordeada por las viejas hayas. Su voz resuena, animada:
-Si os
interesa saberlo, una tarde estaba yo en la plaza del Rossio...
-¿En la plaza
del Rossio?
-¡Sí,
muchacho! -afirma Gaduña alzando la cabeza, dándose aires de importancia-.
Estaba yo en la plaza del Rossio observando el movimiento. Y pasaban personas
para un lado, familias para el otro, un mundo de gente, y yo observaba. En
esto, me encuentro con un tipo que me mira de reojo. Ya, un ladrón, pensé. ¡Y
vaya si lo era! ...Comenzó a acercarse, como quien no quiere la cosa, y me
metió la mano por dentro de la chaqueta. ¡Pero yo estaba alerta!... Salté hacia
un lado y, zas, le di un puñetazo en la mandíbula: ¡el tipo salió disparado,
golpeó con la cabeza en un eucalipto y cayó desvanecido!
Una carcajada
recibe las últimas palabras de Gaduña.
-¿Un
eucalipto?
Sólo por un
detalle estropeó una historia tan hermosa. Si hubiese sido como era
antiguamente, todos habrían escuchado en silencio. Ahora, todos lo saben y se
ríen. Pero Gaduña insiste. Dice que sí, que ya ha estado en la plaza del
Rossio, allá en Lisboa.
-¿Vosotros
habéis visto alguna vez una plaza sin eucaliptos, sin hayas o sin ningún árbol?
-pregunta él desnortado.
Todos se
alejan riendo. Joao Gaduña se queda solo y triste. Sus ojos se arrasan de
lágrimas, cuando está borracho le da por llorar. Se aferra a las hayas, las
abraza y les habla cariñosamente. Las aprieta contra el pecho, como si
intentase abarcar el pasado. Y sus lágrimas mojan el tronco carcomido de las
hayas.
Así se va
muriendo la Plaza. Los domingos, el dolor de la Plaza moribunda es aún más
grande. Todos van a los cafés, al cine o al campo. La Plaza queda desierta bajo
el ramaje de las hayas silenciosas. En esos días, hacia el atardecer, el viejo
Ranito sale de la taberna haciendo rechinar los dientes. En otra época, fue
maestro artesano; era importante y respetado. Hoy es tan pobre e inútil que no
sabe exactamente cuántos hijos tiene. Sólo sabe emborracharse. Pequeño y
delgado, el vino lo transforma. Se endereza, levanta el bastón y, sin doblar
las rodillas, sólo con un golpe de pies, da un salto en el aire y asesta tres
bastonazos en el polvo de la Plaza antes de tocar de nuevo el suelo con sus
pies. Alza la cabeza y grita, aturdido:
-¡Si hay
algún valiente, que venga hasta aquí! Pero ya no hay ningún valiente en la
Plaza, ya no hay nadie en la Plaza. Ranito mira a su alrededor con ojos de
asombro.
Se le turba
la vista, rechinan sus dientes:
-¡Ah, qué
vida, qué vida!...
Hace girar el
bastón sobre la cabeza. Rodea feroz la Plaza ya sin vida, asestando bastonazos
al suelo. Arrastrando el cinturón suelto, ágil y ridículo, desafía a hombres
que ya han muerto.
Hasta que se
cansa en aquella lucha desigual. Se le escapa el bastón de las manos y se queda
sin fuerzas, desequilibrado. A tropezones, se inclina hacia delante y cae,
tiene que caer, la Plaza ya ha muerto, el no quiere, pero tiene que caer. Bajo
el peso de la borrachera y la desgracia, cae vencido.
Se alza una
nube de polvo; después cae pausada y triste. Cae sobre Ranito con su ropa
andrajosa y lo cubre.
Él ya no
puede ver que la Plaza es el mundo fuera de aquel circulo de hayas resecas. Ese
vasto mundo donde algo, terrible y deseado, está ocurriendo.
En una
pequeña ciudad donde vivía una comunidad judía, había una particular ceremonia,
instituida desde hacía mucho tiempo, que se celebraba en el bosque cada treinta
años. Un viejo rabino, que conocía al dedillo el ritual de la ceremonia, se lo
transmitió a otro rabino antes de morir.
Cuando llegó
el momento, este último condujo a un reducido grupo de fieles al bosque, al
lugar preciso, y celebró la ceremonia según el rito exacto. Después todos
regresaron a sus casas.
Pasaron los
años. Cuando, treinta años más tarde, volvió a llegar el momento de la
ceremonia, el rabino ya había muerto. Sólo quedaban tres o cuatro fieles con
vida de la última ceremonia, los cuales se fueron al bosque con algunos
neófitos y otro rabino.
Una vez en el
bosque, les fue difícil recordar el lugar exacto. «Es en este claro», decía
uno. «No —decía otro—, ¡es mucho más lejos!» Finalmente escogieron un sitio sin
estar seguros de que fuera el correcto, celebraron la ceremonia según el ritual
y volvieron a sus casas.
Treinta años
después, sólo quedaban algunos de los neófitos con vida. Bajo la dirección de
un nuevo rabino, acompañados por un grupo de jóvenes, volvieron a dirigirse
hacia el bosque. Esta vez les fue imposible reconocer siquiera un claro. Todo
había cambiado, todo se enmarañaba en sus memorias. Incluso el rito de la
ceremonia les parecía incierto, impreciso. ¿Había que pronunciar primero
aquella plegaria o aquella otra? Ya no lo sabían.
Lo hicieron
lo mejor que pudieron y regresaron a la ciudad.
Treinta años
más tarde, un nuevo grupo, guiado por un nuevo rabino, se adentró en el bosque.
Habían oído hablar de una importante ceremonia que se celebraba allí antaño.
¿Qué día? No lo sabían con exactitud. ¿En qué lugar? ¿De qué forma? Imposible
decirlo con certeza.
El rabino y
los fieles erraron por el bosque durante dos horas, bajo la lluvia, sin
celebrar la ceremonia, y luego regresaron. Se volvieron a encontrar en la
sinagoga.
Uno de los
fieles, desanimado, dijo:
—Lo hemos
olvidado todo. La próxima vez ya no valdrá la pena ni regresar al bosque.
—Es verdad
—dijo el rabino—, hemos olvidado todos los detalles de la ceremonia. Pero no
todo está perdido. Seguimos teniendo un buen motivo para sentirnos satisfechos.
—¿Por qué
deberíamos estarlo? —preguntaron los fieles.
Cuando murió Gala, su mujer, Dalí recorrió en su Cadillac, conducido por un chofer, los 60 kilómetros que hay entre Cadaqués, el pueblo donde vivían, y Púbol, el sitio donde habían construido su mausoleo particular. En el asiento de atrás del Cadillac iba el cadáver de Gala, sostenido con unas almohadas, listo para ser embalsamado en el castillo. El trato era que los dos reposarían en la misma tumba hasta el final de los tiempos y, a modo de aderezo para aquel proyecto metafísico, Dalí diseñó, como guardianes de esa puerta al más allá, dos caballos gigantes de ajedrez, una jirafa y algo así como un conejo. Las dos tumbas estaban separadas por un muro de ladrillo, que tenía un agujero que coincidía con otro que se había practicado en el ataúd de Gala; la idea era que la mano derecha del cadáver de Gala saliera por el agujero y llegara, a través del agujero en el ladrillo, al cuadrángulo que ocuparía, en su momento, el cadáver de Salvador Dalí cuya mano izquierda, gracias al mismo sistema de agujeros, quedaría enlazada para siempre con la de su amada. Pero un buen día, con Gala ya enterrada y con su mano bien dispuesta a recibir la de su marido, Dalí escribió, dentro de su lista de últimas voluntades, que prefería que lo enterraran en Cadaqués, y no en Púbol como había pactado, y el resultado de aquel golpe de timón es que el pobre cadáver de Gala sigue, hasta el día de hoy, con la mano sacada por un agujero del ataúd, crispada y ansiosa, esperando a que su marido, finalmente, cumpla con su palabra.
El famoso pintor Salvador Dalí y su mujer Gala, cuando eran
ya muy mayores, tenían un conejo amaestrado al que querían mucho y que no se
alejaba nunca de ellos. En una ocasión tenían que hacer un largo viaje y
estuvieron discutiendo hasta muy entrada la noche qué hacer con el conejo. Era
complicado llevarlo y era difícil confiárselo a alguien, porque el conejo
desconfiaba de la gente. Al día siguiente Gala cocinó y Dalí disfrutó de una
comida excelente hasta que comprendió que estaba comiendo carne de conejo. Se
levantó de la mesa y corrió al retrete donde vomitó al amado animalito, al fiel
amigo de su vejez. En cambio Gala estaba feliz de que aquel a quien amaba
hubiera penetrado en sus entrañas, las acariciara y se convirtiera en parte del
cuerpo de su ama. No existía para ella una realización más perfecta del amor
que la de comerse al amado. En comparación con esta fusión de los cuerpos, el
acto sexual le parecía sólo una ridícula cosquilla.
Al tercer día
de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que
atravesar su patio anegado para tirarlos en el mar, pues el niño recién nacido
había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la
pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una
misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como
polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos.
La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después
de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y
se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que
era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de
sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes
alas.
Asustado por
aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio.
Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas
hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su
lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda
grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban
encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta
atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron
por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó
en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como
pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen
juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el
temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas
las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para
sacarlos del error.
-Es un ángel -les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre
está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían
cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para
quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una
conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo
estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con su garrote de
alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con
las gallinas en el gallinero alambrado. A media noche, cuando terminó la
lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño
despertó sin fiebre y con deseos
de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones
para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al
patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al
gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de
comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.
El padre
Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A
esta hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y
habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más
simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más
áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que
ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado
como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y
sabios que se hicieran cargo del universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser
cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en un instante
su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca
a aquel varón de lástima que más bien parecía una enorme gallina decrépita
entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las
alas extendidas, entre las cáscaras de frutas y las sobras de desayunos que le
habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si
levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre
Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco
tuvo la primera sospecha de su impostura al comprobar que no entendía la
lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de
cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el
revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas
por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo
con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con
un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad.
Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de
carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el
elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un
aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo,
para que éste escribiera otra a su primado y para que éste escribiera otra al
Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más
altos.
Su prudencia cayó
en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta
rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y
tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya
estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto
barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y
cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron
curiosos hasta de la
Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador,
que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le
hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral:
Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre
mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le
alcanzaban los números, un jamaiquino que no podía dormir porque lo
atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche
a deshacer las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor
gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra,
Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana
atiborraban de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que
esperaban turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era
el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba
en buscar acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las
lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas.
Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo
con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles.
Pero él los despreciaba, como
despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y
nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que
papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia.
Sobre todo en
los primeros tiempos, cuando lo picoteaban las gallinas en busca de los
parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban
plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban
piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez
que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de
marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron
muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos
en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol
de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo.
Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor,
desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su
pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo
en reposo.
El padre
Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de
inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la
naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la
urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si
su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la
punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas
cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del
párroco.
Sucedió que
por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del
Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había
convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo
costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle
toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y
al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una
tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella
triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera
aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia; siendo casi una niña
se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba
por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno
pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el
relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las
bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la
boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible
escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que
apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se
le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego
que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico
que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a
quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación
que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la
reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de
aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y
el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que
llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de
la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una
mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos
para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en
las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un
criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal
empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones
altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más
codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que
no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las
lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por
conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas
partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño
aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera muy cerca del gallinero.
Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes
de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del
gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos
displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las
infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos
contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no
resistió a la tentación de auscultar al ángel, y le encontró tantos soplos en
el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que
estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas.
Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía
entenderse por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el
niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían
desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá
como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento
después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo
tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por
toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de
ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan
turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las
cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le
hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron
que pasaba la noche con calenturas delirando en trabalenguas de noruego
viejo. Fue ésa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que
se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se
hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo,
no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros
soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde
nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas
unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían
un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de esos
cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie
oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una
mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un
viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la
ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan
torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a
punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban
en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda
exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por
encima de las últimas casas sustentándose de cualquier modo con un azaroso
aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo
pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto
imaginario en el horizonte del mar.
(G. García Márquez - La Increíble y Triste Historia de Cándida Eréndira y su Abuela Desalmada)
Cuando el tabernero acabó de leer aquella noticia inquietante -un niño
se había suicidado pegándose un tiro en la sien derecha- habló el vagabundo
desconocido que acababa de comer muy pobremente en un rincón de la tasca
marinera, y dijo:
-Yo sé la historia de ese niño.
Pronunció la palabra niño de un modo muy particular. Así que los cuatro
bebedores de aguardiente, los cinco de albariño y el tabernero se callaron y
escucharon con gesto inquisidor y atento.
-Yo sé la historia de ese niño -repitió el vagabundo. Y tras una sagaz
y bien medida pausa, comenzó:
-Allá por el mil ochocientos treinta, una beata que después murió de
miedo vio salir del camposanto florido y oloroso de su aldea a un viejo muy
viejo desnudo. Aquel viejo era un recién nacido. Antes de salir del vientre de
la tierra madre había escogido él mismo esa manera de nacer. ¡Cuánto mejor ir
de viejo a mozo que de mozo a viejo!, pensó siendo espíritu puro. A Nuestro
Señor le chocó la idea. ¿Por qué no hacer la prueba? Y así, con su consentimiento,
se formó en el seno de la tierra un esqueleto. Y después con carne de gusano,
se hizo la carne del hombre. Y en la carne del hombre hormigueó el calorcillo
de la sangre. Y como todo estaba listo, la tierra-madre parió. Parió un viejo
desnudo.
"Cómo después el viejo encontró ropa y alimento es cosa de mucha
risa. Llegó a las puertas de la ciudad y como todavía no sabía hablar, los
alguaciles, después de echarle una capa encima, lo llevaron delante del juez,
como si hubiesen sido testigos: Aquí le traemos a este pobre viejo que perdió
el habla con la paliza que le dieron unos ladrones desaprensivos. No le dejaron
ni la ropa.
"El juez dio órdenes y el viejo fue llevado a un hospital. Cuando
salió, ya bien vestido y alimentado, le decían las monjitas: Va hecho un buen
mozo. Hasta parece que perdió años.
"Por aquel entonces ya había aprendido a hablar algo y se hizo
mendigo. Así anduvo muchas tierras. En Lourdes estuvo dos veces, la segunda tan
rejuvenecido que, los que le habían conocido la primera vez, pensaron que había
sido un milagro de la Virgen.
"Cuando adquirió suficiente experiencia pensó que lo mejor era
mantener en secreto aquella extraña condición que lo hacía más joven cuantos
más años corriesen. Así, no sabiéndolo nadie -a no ser uno o dos amigos fíeles-
podría vivir mejor su verdadera vida.
"Trabajó de viejo y se hizo rico para descansar de joven. De los
cincuenta a los quince años su vida fue lo más feliz que imaginarse pueda. Cada
día gustaba más a las muchachas y anduvo envuelto con muchas y con las más
bonitas. Y hasta dicen que una princesa... Pero de eso no estoy seguro.
"Cuando llegó a niño comenzó la vida a complicársele. Le daba
miedo la sorpresa con que lo veían entrar tan libre en las tiendas a comprar
golosinas y juguetes. Algún ratero de visera calada lo había seguido a veces a
lo largo de muchas calles tortuosas. Y alguna vez comió sus golosinas temblando
de angustia, con las lágrimas en los ojos y el almíbar en los labios. La última
vez que lo encontré -tenía ocho años- estaba muy triste. ¡Cuánto pesaban en su
espíritu de niño los recuerdos de su vejez!
"Luego comenzó a atosigarlo día y noche una obsesión tremenda.
Cuando pasaran algunos años lo recogerían en cualquier calleja perdida. Quizá
alguna señora rica y sin hijos. Después... ¡Quién sabe lo que pasaría después!
La lactancia, los paseos en un carrito, con un sonajero de cascabeles en la
tierna manecita. Y al final... ¡Oh! El final daba espanto. Cumplir su destino
de hombre que vive al revés y refugiarse en el seno de la señora rica -puede
que cuando ella durmiese- para ir allí consumiéndose hasta transformarse
primero en una sanguijuela, después en un corpúsculo, y luego en pequeñísima
simiente..."
El vagabundo se levantó muy pensativo, con las manos en los bolsillos,
y comenzó a pasear muy amargado. Finalmente dijo:
-Me explico, sí, me explico que se diese un tiro en la sien el pobre
muchacho.
Los cuatro bebedores de aguardiente, creían. Los cinco de albariño
sonreían y dudaban. El tabernero negaba. Cuando todos discutían más
animadamente, el tabernero de pronto se levantó de puntillas y se puso a mirar
alrededor con los ojos muy abiertos. El vagabundo había desaparecido: sin
pagar.