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lunes, 31 de julio de 2017

Girona - Temps de flors - 2017


Ligustros en flor

a Alejandra y Frederic Compain

Observé largamente mis pies esta noche, y me parecieron más misterio­sos que el universo entero. Con ellos, hace algunos años, anduve caminan­do durante dos horas y cincuenta y cuatro minutos por el suelo polvoriento de la luna. Fue mi segunda misión por esos lados, aunque la primera con­sistió solamente en un vuelo de circunvalación; unas pocas revoluciones en la órbita lunar, y hasta más ver: de vuelta a casa.
En la segunda expedición, donde Brown y yo alunizamos realmente (Andy Wood nos esperaba girando en órbita en el módulo principal de la nave), el paseo duró un poco más, pero un desperfecto en las cámaras de te­levisión, semejante al que se produjo cuando la expedición Apolo 12, reba­jó el alcance del acontecimiento, y nos ocurrió a nosotros lo mismo que al alunizaje de esa expedición, que por no existir en imagen, se desvaneció tam­bién en la realidad y cayó en el más completo olvido. De la expedición Cha­llenger 3, que tuve el honor de dirigir, la indiferencia del público y un ol­vido casi inmediato fueron el único resultado desalentador, lo que en mi fuero íntimo consideré altamente satisfactorio, porque ya desde antes de ha­ber dado mi paseo por la luna, había decidido que al volver me retiraría pa­ra siempre de mi oficio de astronauta. Y hoy por hoy nada me impide con­siderar como mío el curioso pensamiento de un discutido filósofo austríaco: "¿Puedo siquiera considerar seriamente la mera hipótesis de haber estado al­guna vez en la luna?".
El tedio, que desde luego considero más temible que los supuestos pe­ligros desconocidos que acechan al explorador del espacio, fue la causa prin­cipal de mi retiro anticipado al que, después de nuestro fiasco, habría que agregar mi negativa a persistir en el ridículo, ya que no podría dársele otro nombre al hecho de que nuestra expedición, concebida con fines de propaganda, a causa de unas cámaras defectuosas, pasó prácticamente desapercibida para el público mundial. Cuando mis superiores me informaron de que nuestra misión principal, a la que debíamos subordinar imperativamente todas las otras, consistía en clavar en la superficie de la luna y en directo para varios miles de millones de espectadores la bandera de nuestro país, supe de inmediato que acababa de confirmarse la sospecha que venía persi­guiéndome desde tiempo atrás: todos los miembros del programa espacial, desde el director general hasta la señora de la limpieza, estaban locos.
Brown debía pensar lo mismo, pero aunque nos estimábamos y confiábamos uno en el otro, me hubiese resultado difícil desmantelar su prudencia que, aparte de la rebelión, es en nuestro país la única arma de que disponen para sobrevivir los miembros de su raza. Probablemente también él, aunque no lo dijese, estaba cansado de ser, de los proyectiles que se lanzan en esas insensatas experiencias de balística que llaman programa espacial, la munición que va adentro. Mientras lo observaba puntear con su palita el suelo ajeno de la luna, como la tierra en que sus antepasados vienen haciéndolo desde hace siglos, no podía dejar de preguntarme en qué momento iba a tirar la pala lo más lejos posible dando fin con ese acto significativo a su carrera de astronauta.
Como lo demuestro en mi estudio inédito Interés comercial y militar de la conquista del espacio 95 por ciento; interés científico 4,95 por ciento; interés filosó­fico 0,05 por ciento, de esos tres aspectos es evidente que es el científico el que puede reivindicar para sí mismo con justicia el colmo del ridículo. El filosófico es inexistente, y el financiero y político-militar, por rastrero que sea, parece corresponder mejor al verdadero nivel moral de la humanidad: y no tengo escrúpulos en escribir lo que antecede, aunque sé que los que creen conocerme a fondo, piensan de mí que, desde que volví de la luna, como si habiendo contemplado a los hombres desde tan arriba hubiese descubierto su tamaño verdadero, he caído en la misantropía.
Para nada: lo que pasa es que allá arriba -adverbio que por otra parte únicamente para nuestra situación singular tiene algún sentido- las sospe­chas se vuelven, de una vez por todas, evidencia. Cualquiera sabe que el uni­verso es un fenómeno casual que, aunque desde nuestro punto de vista pa­rezca estable, en lo absoluto no es más que un torbellino incandescente y efímero, de modo que allá arriba no es en ese sentido que la evidencia se pre­senta. Caminando por la semipenumbra polvorienta y estéril, si algo apren­dí no fue sobre la luna sino sobre mí mismo. Supe que si el conocimiento tiene un límite, es porque los hombres, adonde quiera que vayamos, lleva­mos con nosotros ese límite. Es más: nosotros somos ese límite. Y si vamos a Marte o a la luna, las dos o tres cosas más que sabremos sobre Marte o la luna, no cambiarán en nada, pero en nada, la extensión de nuestra ignoran­cia. No cabe duda de que sabemos un poco más de nosotros mismos cuan­do, dejando nuestro pueblo natal, vamos a una gran ciudad, y después a otro continente, donde los hombres son un poco diferentes de nosotros, por sus rasgos exteriores, su religión, sus costumbres, pero ese poco más que sabe­mos no modifica para nada la cantidad de nuestro saber, en relación con lo que ignoramos, y esto no es una reflexión moral sino un simple cómputo. De modo que el provecho científico de nuestras expediciones es más bien escaso. Que quede claro: como todas las otras, la conquista del espacio es principalmente obra de comerciantes y guerreros, y sus aspectos científicos son puramente logísticos y pragmáticos. Si hubiese hombres en la luna, co­mo los había en África y en América, los reduciríamos a la esclavitud o aca­baríamos con ellos. Si los hombres fuesen mejores, tal vez hubiese valido la pena ir a la luna.
Mis valencias turísticas son limitadas. Ver la tierra desde la luna y pa­searme por ese suelo polvoriento, oyendo el chasquido de mis zapatos grue­sos contra las esférulas y los pedruzcos de piroxena, olivina y feldespato, chi­rriar la materia vitrificada y muerta bajo las suelas, no me produjo mayor entusiasmo que mis visitas (un poco obligadas por los hábitos de la época, como mi carrera de astronauta lo fue en cierto sentido por un padre militar) a las cataratas del Iguazú o al desierto de Gobi. No digo que no me haya producido ninguno sino que el que experimenté fue de lo más módico. Tal vez la única maravilla auténtica de mi paseo haya sido que las huellas de mis zapatos quedarán impresas en ese polvo pardo durante millones de años, pe­ro también eso tiene su lado negro, porque en las noches de insomnio, o en las mañanas indecisas y turbias en las que mi situación parece sin salida, la forma estriada y ancha de esas huellas, obcecada y autónoma, insiste en ve­nir a estamparse, nítida y excluyente, durante horas e incluso durante días, en la zona clara de mi mente.
El fragmento de mundo que hollábamos, Brown y yo, igual que la tierra paciente que nuestra especie había desfigurado con sus pasos, dejaba intacto el infinito. (Sé que los llamados hombres de ciencia consideran que el univer­so es finito, pero si eso es cierto, lo es en una escala diferente a aquella en que se sitúan los que han formulado la hipótesis.) Saber algo sobre la luna: tal era nuestra ilusión, ya que confundíamos experiencia y conocimiento. Encerrados en las cápsulas de nuestros trajes espaciales, deambulábamos en la penumbra grisácea, indiferentes a la esfera azul que flotaba, fantasmal, a lo lejos, en el firmamento negro, mientras esperábamos que el módulo principal de la na­ve, con Andy Wood adentro, después de dar el número previsto de revolucio­nes en la órbita lunar, pasara a recogernos para llevarnos de vuelta a la tierra. Presentía a Brown encapsulado en su piel negra, igual que yo en la mía, y tuve la impresión, mientras dábamos nuestros pasos torpes y lentos, punteando aquí y allá con nuestras palitas especiales, unos cilindros metálicos que clavá­bamos en el suelo y retirábamos llenos de materia lunar, que estábamos aislados uno del otro por una serie de envoltorios y de cápsulas que nos volvían mutuamente desconocidos y remotos. ¿Para qué ir tan lejos a develar misterios si lo más cercano -yo mismo por ejemplo- es igualmente enigmático? La yema de los dedos y la luna son igualmente misteriosos, pero los cinco sentidos son más inexplicables que la totalidad de la materia ígnea, pétrea o gaseosa, de modo que excavar la luna, sondear el sol o visitar Saturno, como han dado en llamar caprichosamente a esos objetos sin nombre apropiado y sin razón de ser, no resolverá nada.
Tales son mis pensamientos tenues cuando me paseo por las calles, tan polvorientas como las de la luna, pero en las que mis huellas se desvanecen, fugitivas, casi en el mismo momento en que las imprimo, de mi pueblo natal. La vejez y lo que sigue me ha dado cita para uno de estos días en alguna de sus esquinas desiertas. Es inconcebible que la luna exista, casi tanto como que exista yo. Que haya un universo es por cierto misterioso, pero que yo esté caminando esta noche de primavera en la penumbra apacible de los árboles lo es todavía más. Así como ver la esfera azul desde la luna permitía poseer un punto de vista suplementario pero no volvía las cosas más claras, haber estado en la luna no me reveló nada nuevo sobre ella y, a decir verdad, me gusta más verla desde aquí, redonda, brillante y amarilla. Allá arriba, la proximidad no mejoraba mi conocimiento, sino que la volvía todavía más extraña y lejana. Desde acá sigue siendo un enigma, pero un enigma familiar como el de mis pies, de los que no podría asegurar si existen o no, o como el enigma de que haya plantas por ejemplo, de que haya una planta a la que le dicen ligustro y que, cuando florece, despida ese olor, y que cuando se la huele, es el universo entero lo que se huele, la flor presente del ligustro, las flores ya marchitas desde tiempos inmemoriales, y las infinitas por venir, pero también las constelaciones más lejanas, activas o extintas desde millones de años atrás, todo, el instante y la eternidad. y sobre todo que, gracias a ese olor, por alguna insondable asociación, mi vida entera se haga presente también, múltiple y colorida, en lo que me han enseñado a llamar mi memoria, ahora en que al pasar junto a un cerco, en la oscuridad tibia, fugaz, lo siento.

Juan José Saer

sábado, 29 de julio de 2017

Raja Yoga - Infolio




Grandeza del hombre
                                                     
Ya había oscurecido cuando se abrió la puerta de la os­cura prisión y los guardias arrojaron dentro a un viejeci­to minúsculo y barbudo.
La barba del viejecito era blanca y casi más grande que él. En la espesa penumbra de la cárcel desprendía una débil luz, causando cierta impresión a los maleantes que estaban allí encerrados.
Debido a las tinieblas, sin embargo, al principio el viejecito no se dio cuenta de que en esa especie de caver­na había más gente, y preguntó:
-¿Hay alguien?
Le respondieron varias risitas y gruñidos. Después, siguiendo las reglas de etiqueta locales, se hicieron las presentaciones.
-Marcello Riccardon -dijo una voz ronca-, robo con agravantes.
Una segunda voz, también discretamente cavernosa:
-Carmelo Bezzeda, reincidente en estafa.
Y luego:
-Luciano Madi, violencia carnal.
-Max Lavataro, inocente.
Estalló una salva de sonoras carcajadas. La broma había gustado muchísimo, porque todos sabían que La­vataro era uno de los bandidos más famosos y sanguina­rios.
Otro más:
-Enea Expósito, homicidio -y la voz vibró con un estremecimiento de orgullo.
-Vincenzo Muttironi, parricidio -el tono era de triunfo- …¿y tú, vieja pulga?
-Yo… -contestó el recién llegado- en realidad no lo sé. Me pararon, me pidieron los documentos; yo nun­ca he tenido documentos.
-Entonces es por vagabundeo, ¡bah! -dijo uno con desprecio-. ¿Y cómo te llamas?
-Yo... yo soy Morro, ejem, ejem... conocido como el Grande.
-Morro el Grande, ésta sí que es buena -comentó uno, invisible, desde el fondo-. Te queda un poco gran­de el nombrecito. Cabes diez veces en él.
-Es verdad -dijo el viejecito con gran mansedum­bre-. Pero yo no tengo la culpa. Me encasquetaron ese nombre en son de burla y no puedo hacer nada. Y me ha traído más de un disgusto. Por ejemplo, una vez... pero es una historia muy larga...
-Venga, venga, escupe -le apremió duramente uno de los malnacidos-, que aquí lo que sobra es tiempo.
Todos aprobaron. En el oscuro aburrimiento de la cárcel cualquier distracción era una fiesta.
-Está bien -dijo el viejecito, y empezó a contar-: Un día que andaba yo por una ciudad cuyo nombre será mejor callar, veo un gran palacio con sirvientes que en­tran y salen por la puerta con toda clase de manjares. Aquí dan una fiesta, pienso, y me acerco a pedir limosna. Nada más llegar un forzudo de dos metros de alto me agarra por el cuello. «¡Aquí está el ladrón!», empieza a gritar, «¡el ladrón que ayer robó la gualdrapa de nuestro amo! Y tiene la osadía de volver. ¡Ahora te moleremos las costillas!» «¿Yo?», contesto, «pero si ayer estaba por lo menos a treinta millas de aquí. ¿Cómo iba a ser yo?» «Te vi con mis propios ojos, vi cómo te escabullías con la gualdrapa a la espalda» y me arrastra al patio del palacio. Caigo de rodillas: «Ayer estaba por lo menos a treinta millas de aquí. No he estado nunca en esta ciudad, pala­bra de Morro el Grande.» «¿Qué?», dice el energúmeno abriendo mucho los ojos. «Palabra de Morro el Grande», repito. El otro, olvidando por un momento su enfado, suelta una carcajada. «¿Morro el Grande?», dice. «Eh, venid a ver a este gusano que dice que se llama Morro el Grande», y a mí: «¿Tú sabes quién es Morro el Grande?» «Aparte de mí mismo», contesto, «no conoz­co a nadie más.» «Morro el Grande», dice el gigantón, «es nada menos que nuestro excelentísimo amo. ¡Tú, miserable, te atreves a usurpar su nombre! Buena la has hecho. Pero mira, ahí viene.»
»Así era. Atraído por los gritos, el amo del palacio había bajado personalmente al patio. Era un mercader riquísimo, el hombre más rico de toda la ciudad, quizá del mundo. Se acerca, pregunta, mira, ríe, la idea de que un pordiosero como yo tenga el mismo nombre que él le hace mucha gracia. Ordena al sirviente que me suelte, me invita a entrar, me enseña todas las salas, llenas a re­bosar de tesoros, me lleva hasta una estancia acorazada donde hay montones así de altos de oro y piedras precio­sas, ordena que me den de comer y luego me dice:
»Este caso, oh mendigo que te llamas igual que yo, es tanto más extraordinario cuanto que a mí, durante un viaje a la India, me sucedió exactamente lo mismo. Ha­bía ido al mercado a vender y la gente, al ver mi preciada mercancía, se arremolinó a mi alrededor y me preguntó quién era y de dónde venía. "Me llamo Morro el Grande", contesté. Y ellos, con gesto ceñudo: "¿Morro el Grande? ¿Qué grandeza puede ser la tuya, vulgar mercader? La grandeza del hombre reside en el intelecto. Sólo hay un Morro el Grande y vive en esta ciudad. Es el orgullo de nuestro país y tú, bribón, vas a rendir cuentas por tu fanfarronería." Me prenden, me atan y me llevan ante ese Morro cuya existencia ignoraba. Era un famosísimo científico, filósofo, matemático, astrónomo y astrólogo, Venerado casi como un dios. Por suerte comprendió enseguida el equívoco, se echó a reír, mandó que me soltaran y luego me llevó a ver su laboratorio, su observatorio, sus maravillosos instrumentos construidos por él mismo. Al final me dijo:
»Este caso, oh noble mercader extranjero, es tanto más extraordinario cuanto que a mí, durante un viaje a las Islas de Levante, me sucedió exactamente lo mismo. Me había encaminado hacia la cima de un volcán que pensaba estudiar cuando un grupo de soldados, al ver mi indumentaria extranjera, me detuvo para saber quién era. Apenas había pronunciado mi nombre cuando me cargaron de cadenas, arrastrándome a la ciudad. "¿Morro el Grande?", me decían. "¿Qué grandeza puede ser la tuya, miserable maestrillo? La grandeza del hombre resi­de en sus gestas heroicas. Sólo existe un Morro el Grande. Es el señor de esta isla, el guerrero más valiente que jamás ha hecho destellar su espada al sol. Ahora mandará que te corten la cabeza." Así que me llevaron en presencia del monarca, que era un hombre de aspecto terrible. Por suerte tuve la oportunidad de explicarme, y el espantoso guerrero se echó a reír por la singular coinci­dencia, mandó que me quitasen las cadenas, me dio ricos ropajes, me invitó a entrar en su palacio y a admirar los espléndidos testimonios de sus victorias sobre todos los pueblos de las islas cercanas y lejanas. Al final me dijo:
»Este caso, oh ilustre científico que te llamas igual que yo, es tanto más extraordinario cuanto que a mí también, cuando estaba combatiendo en una tierra muy lejana llamada Europa, me sucedió exactamente lo mismo. Avanzaba yo con mis guerreros por un bosque cuando salieron a mi encuentro unos toscos montañeses que me preguntaron: "¿Quién eres tú, que llenas con el estrépito de tus armas el silencio de nuestras selvas?" Y yo dije: "Soy Morro el Grande", pensando que al oír mi nombre huirían espantados. Pero ellos esbozaron una sonrisa de conmiseración y dijeron: "¿Morro el Grande? Estás de broma. ¿Qué grandeza puede ser la tuya, escudero en­greído? La grandeza del hombre reside en la humildad de la carne y la elevación del espíritu. Sólo hay un Morro el Grande y ahora te llevaremos hasta él para que veas la verdadera gloria del hombre." Me condujeron a un valle solitario y allí, en una mísera cabaña, vestido de harapos, había un viejecito de barba blanca que pasaba el tiempo, según me dijeron, contemplando la naturaleza y adoran­do a Dios; y honradamente he de admitir que jamás ha­bía visto a un ser humano tan sereno, contento y proba­blemente feliz; mas para mí ya era demasiado tarde para cambiar de camino.»
»Eso le contó el poderoso rey de la isla al sabio cien­tífico y el científico luego se lo narró al opulento merca­der y el mercader se lo dijo al pobre viejecito que se pre­sentó en su palacio a pedir limosna. Todos se llamaban Morro y a todos, por una u otra razón, les habían llama­do grandes.
En la cárcel tenebrosa, cuando el viejecito terminó de contar su historia, uno de los maleantes preguntó:
-¿De modo que, si mi cabeza no está llena de serrín, el condenado viejecito de la cabaña, el más grande de to­dos, eres tú?
-¡Ah, amigos míos -murmuró el barbudo sin contestar ni sí ni no-, qué extraña es la vida!
Entonces, durante un momento, los pícaros que le habían escuchado callaron, porque hay cosas que dan mucho que pensar incluso a los hombres más ruines.

Dino Buzzati

jueves, 27 de julio de 2017

Gallimard


Las tumbales

Los cinco amigos estaban acabando de cenar, cinco hombres de mundo, maduros, ricos, tres casados, dos solteros. Se reunían todos los meses, en recuerdo de su juventud, y, tras haber cenado, charlaban hasta las dos de la madrugada. Como habían seguido siendo íntimos amigos, y disfrutaban juntos, quizá aquellas veladas eran las mejores de su vida. Charlaban de todo, de todo lo que interesaba y divierte a los parisienses; entre ellos, al igual que en la mayoría de los salones, se producía una especie de relectura hablada de los diarios de la mañana.
Uno de los más alegres era Joseph de Bardon, soltero y que vivía la vida parisiense de la forma más completa y fantástica. No era libertino ni depravado, sino curioso, persona jovial y todavía joven, pues apenas contaba cuarenta años. Hombre de mundo en el sentido más amplio y más benévolo que pueda merecer la palabra, dotado de mucho ingenio sin gran hondura, de un saber variado sin verdadera erudición, de una ágil comprensión sin penetración seria, extraía de sus observaciones, de sus aventuras, de cuanto veía, hallaba y encontraba, anécdotas de novela cómica y filosófica al mismo tiempo, y observaciones humorísticas que le valían en la ciudad una gran reputación de inteligencia.
Era el orador de las cenas. Cada vez tenía una historia, con la cual se contaba. Empezó a narrarla sin que nadie se lo rogase.
Fumando, con los codos sobre la mesa, una copa de coñac semillena delante de su plato, embotado en una atmósfera de tabaco aromatizado por el café caliente, parecía totalmente en su casa, como ciertos seres están absolutamente en su casa en ciertos lugares y en ciertos momentos, como una beata en una capilla, como un pez de colores en su globo de cristal.
Dijo, entre dos bocanadas de humo:
«Hace algún tiempo me ocurrió una singular aventura.»
Todas las bocas pidieron casi a una:
«Cuéntenos.»
Él prosiguió:

* * *

De buena gana. Saben ustedes que paseo mucho por París, como los coleccionistas de chucherías escudriñan los escaparates. Ando al acecho de escenas, de tipos, de cuanto pasa por la calle y de cuanto en la calle pasa.
Ahora bien, a mediados de septiembre, hacía muy buen tiempo en ese momento, salí de casa, una tarde, sin saber adónde ir. Uno siempre tiene el vago deseo de ir a visitar a cualquier mujer bonita. Escogemos en nuestra galería, las comparamos con el pensamiento, pesamos el interés que nos inspiran, la seducción que sobre nosotros ejercen, y nos decidimos por fin según la atracción de ese día. Pero cuando el sol es muy hermoso y el aire tibio, a menudo nos quitan las ganas de visitas.
El sol era hermoso, y el aire tibio; encendí un cigarro y eché a andar de la forma más boba por el bulevar exterior. Después, cuando estaba callejeando, se me ocurrió la idea de llegar hasta el cementerio de Montmartre y de entrar en él.
Me gustan mucho los cementerios, me descansan y me melancolizan: lo necesito. Y, además, también allá dentro hay buenos amigos, de esos a los que nadie va a ver; yo voy todavía, de vez en cuando.
Precisamente en ese cementerio de Montmartre tengo una historia de amor, una amante que me tuvo muy cogido, que me emocionó mucho, una encantadora mujercita cuyo recuerdo, al tiempo que me apena enormemente, me inspira nostalgia.., nostalgias de todos los tipos... y voy a soñar sobre su tumba... Para ella ya se acabó.
Y, además, me gustan los cementerios porque son ciudades monstruosas, prodigiosamente pobladas. Calculen los muertos que hay en tan reducido espacio, todas las generaciones de parisienses que están alojados allí, para siempre, trogloditas definitivos encerrados en sus pequeños panteones, en sus agujeritos cubiertos con una lápida o marcados con una cruz, mientras que los imbéciles de los vivos ocupan tanto sitio y arman tanto ruido.
También, además, en los cementerios hay monumentos casi tan interesantes como en los museos. La tumba de Cavaignac me hace pensar, lo confieso, aunque sin compararla, en esa obra maestra de Jean Goujon: el cuerpo de Louis de Brézé, tendido en la capilla subterránea de la catedral de Ruán; todo el arte llamado moderno y realista ha salido de ahí, caballeros. Ese muerto, Louis de Brézé, es más auténtico, más terrible, está más hecho de carne inanimada, convulsionada aún por la agonía, que todos los cadáveres atormentados que se retuercen hoy sobre las tumbas.
Pero en el cementerio de Montmartre se puede admirar también el monumento de Baudin, que tiene grandeza;  el de Gautier, el de Mürger, donde vi el otro día una sola y pobre corona de siemprevivas amarillas..., ¿llevadas por quién? ¿Por la última modistilla, viejísima, y portera en las cercanías, quizá? Es una linda  estatuilla de Millet, pero destrozada por el abandono y la suciedad. ¡Para que cantes a la juventud, oh, Mürger!
Conque entré en el cementerio de Montmartre, y de repente me impregnó la tristeza, una tristeza que no dolía demasiado, por lo demás, una de esas tristezas que nos hacen pensar, cuando gozamos de buena salud: «No es muy divertido, este lugar, pero aún no ha llegado mi hora...»
La impresión del otoño, de esa humedad tibia que  huele a la muerte de las hojas, y el sol débil, fatigado, anémico, agravaba, poetizándola, la sensación de soledad y de fin definitivo que flota sobre ese lugar, que huele a la muerte de los hombres. Avanzaba a pasitos cortos por esas calles de tumbas, donde los vecinos no se avecinan, no se acuestan ya juntos y no leen periódicos. Y empecé a leer los epitafios.  Les aseguro que es lo más divertido del mundo. Ni Labiche ni Meilhac me han hecho reír nunca tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. ¡Ah! Muy superiores a los libros de Paul de Kock, para desternillarse de risa, son esas placas de mármol y esas cruces donde los parientes de los muertos han desahogado sus penas, sus votos por la felicidad del desaparecido en el otro mundo y su esperanza de reunirse con él: ¡qué bromistas!
Pero adoro sobre todo, en ese cementerio, la parte abandonada, solitaria, llena de grandes tejos y cipreses, viejo barrio de los antiguos muertos que pronto se convertirá en un barrio nuevo, en el cual abatirán los árboles, alimentados de cadáveres humanos, para alinear los difuntos recientes debajo de pequeñas tartas de mármol.
Cuando hube errado por allí lo bastante para aligerar mi espíritu, comprendí que iba a aburrirme y que era preciso llevar al postrer lecho de mi amiguita el homenaje fiel de mi recuerdo. Sentía una leve opresión en el pecho al negar cerca de su tumba. ¡Pobrecilla, era tan graciosa, tan enamorada, y tan blanca, tan fresca... y  ahora... si abrieran eso!...
Inclinado sobre la verja de hierro, le dije en voz muy baja mi pena, que sin duda no oyó, y me iba a marchar cuando vi una mujer de negro, de riguroso luto, que se arrodillaba sobre la tumba contigua. El velo de crespón, alzado, permitía distinguir una linda cabeza rubia, cuyos cabellos, en dos apretadas crenchas, parecían iluminados por una luz de aurora bajo la noche de su tocado. Me quedé.
No cabía duda de que sufría con un dolor muy hondo. Había hundido los ojos entre las manos, y rígida, en una meditación de estatua, perdida en sus pesares, desgranando en la sombra de los ojos tapados el rosario torturador de los recuerdos, parecía una muerta que pensara en un muerto. Después, de repente, adiviné que iba a echarse a llorar, lo adiviné por un leve movimiento de la espalda semejante a un temblor del viento en un sauce. Lloró suavemente al principio, después más fuerte, con rápidos movimientos del cuello y de los hombros. De repente se destapó los ojos. Estaban llenos de lágrimas y eran encantadores, unos ojos de loca que paseó en torno, en una especie de despertar de una pesadilla. Me vio mirarla, pareció avergonzada y ocultó de nuevo todo el rostro entre las manos. Entonces sus sollozos se hicieron convulsivos, y su cabeza se inclinó lentamente hacia el mármol. Posó sobre él la frente, y al extenderse el velo a su alrededor, cubrió los ángulos blancos de la amada sepultura, como un luto nuevo. La oí gemir, después se desplomó, la mejilla pegada a la losa, y permaneció inmóvil, sin conocimiento.
Me precipité hacia ella, le di golpecitos en las manos, le soplé sobre los párpados, mientras leía el epitafio, muy sencillo: «Aquí reposa Louis-Theodore Carrel, capitán de infantería de marina, muerto por el enemigo en Tonkín. Rogad por él.»
La muerte se remontaba a hacía unos meses. Me enterneció hasta derramar lágrimas, y redoblé mis atenciones. Tuvieron éxito; volvió en sí. Yo tenía una pinta muy emocionada -no estoy demasiado mal, aún no tengo cuarenta años-. Comprendí por su primera mirada que sería cortés y agradecida. Lo fue, con nuevas lágrimas, y me contó su historia, salida a retazos de su boca jadeante, la muerte del oficial caído en Tonkín, al cabo de un año de matrimonio, después de haberse casado con ella por amor, porque, huérfana de padre y madre, apenas, disponía de la dote reglamentaria.
La consolé, la animé, la levanté, la incorporé.
Después le dije:
«No se quede aquí. Venga.»
Murmuró:
«Soy incapaz de andar.
-Yo la sostendré. 
-Gracias, caballero, es usted muy bueno. ¿Viene aquí también a llorar a un muerto?
-Sí, señora.
-¿Una muerta?
-Sí, señora.
-¿Su esposa?
-Una amiga.
-Uno puede amar a una amiga tanto como a su  esposa, la pasión no tiene leyes. 
-Sí, señora.»
Y nos marchamos juntos, ella apoyada en mí, yo casi llevándola por los caminos del cementerio. Cuando salimos, murmuró, desfallecida: 
«Creo que me voy a poner mala.
-¿Quiere entrar en alguna parte, tomar algo?
-Sí, caballero.»
Vi un restaurante, uno de esos restaurantes donde los amigos de los muertos van a celebrar la obligación cumplida. Entramos. Y le hice beber una taza de té muy caliente, que pareció reanimarla. Una vaga sonrisa apareció en sus labios. Y me habló de sí. Era tan triste, tan triste, estar sola en la vida, sola en casa, noche y día, no tener ya nadie a quien dar su cariño, su confianza, su intimidad.
Esto tenía un aire sincero. Era encantador en su boca. Me enternecí. Era muy joven, tal vez veinte años. Le dirigí unos cumplidos que aceptó muy bien. Después, como pasaba el tiempo, le propuse acompañarla a su casa en coche. Aceptó; y, en el simón, estábamos tan pegados uno a otro, hombro con hombro, que nuestros calores se mezclaban a través de las ropas, lo cual es la cosa más turbadora del mundo.
Cuando el coche se detuvo en su casa, murmuró: «Me siento incapaz de subir sola la escalera, porque vivo en el cuarto. Ha sido usted tan bueno, ¿querría darme el brazo hasta mi vivienda?»
Me apresuré a aceptar. Subió lentamente, resoplando mucho. Después, delante de su puerta, agregó:
«Entre unos instantes para que pueda darle las gracias.»
Y entré, ¡caray!
El interior era modesto, incluso un poco pobre, pero sencillo y muy ordenado.
Nos sentamos en un sofá, uno al lado de otro, y me habló de nuevo de su soledad.
Llamó a su criada, para ofrecerme algo de beber. La criada no vino. Quedé encantado al suponer que la tal criada sólo debía de ir por la mañana, lo que se llama una asistenta.
Se había quitado el sombrero. Estaba realmente mona con sus ojos claros clavados en mí, tan bien clavados, tan claros que tuve una tentación horrible y cedí a ella. La estreché entre mis brazos, y sobre sus párpados que se cerraron de pronto, puse besos..., besos..., besos y más besos.
Se debatía, rechazándome y repitiendo: «Acabe..., acabe..., acabe de una vez.»
¿Qué sentido le daba a esas palabras? En casos similares, «acabar» puede tener al menos dos. Para hacerla callar, pasé de los ojos a la boca, y le di a la palabra «acabar» la conclusión que yo prefería. No se resistió demasiado, y cuando nos miramos de nuevo, tras este ultraje a la memoria del capitán muerto en Tonkín, tenía un aire lánguido, tierno, resignado, que disipó mis inquietudes.
Entonces me mostré galante, solícito y agradecido. Y tras una nueva charla de cerca de una hora, le pregunté:
«¿Dónde cena usted?
-En un pequeño restaurante de las cercanías.
-¿Sola?
-Claro que sí.
-¿Quiere usted cenar conmigo?
-¿Dónde?
-En un buen restaurante del bulevar.»
Se resistió un poco. Yo insistía; cedió, dándose a sí misma este argumento: «Me aburro tanto..., tanto», y después agregó: «Tengo que ponerme un vestido menos lúgubre.»
Y entró en su dormitorio.
Cuando salió, iba de alivio de luto, estaba encantadora, fina y esbelta, con un traje gris y muy sencillo. Evidentemente tenía ropa de cementerio y ropa de ciudad.
La cena fue muy cordial. Bebió champán, se achispó, se animó, y regresé a su casa, con ella.
Esta relación anudada sobre las tumbas duró unas tres semanas. Pero uno se cansa de todo, y principalmente de las mujeres. La abandoné con el pretexto de un viaje indispensable. Mi marcha fue muy generosa, y ella me lo agradeció mucho. Me hizo prometer, me hizo jurar que volvería a verla al regreso, pues realmente parecía haberme cogido cariño.
Corrí en busca de otras ternuras, y transcurrió cerca de un mes sin que la idea de volver a ver a mi enamoradita funeraria fuese lo bastante intensa como para ceder a ella. Sin embargo, no la había olvidado... Su recuerdo me perseguía como un misterio, como un problema psicológico, como una de esas cuestiones inexplicables cuya solución nos obsesiona.
No sé por qué, un día, me imaginé que la encontraría en el cementerio de Montmartre, y allí me fui.
Paseé un buen rato sin encontrar otras personas que los habituales visitantes del lugar, esos que aún no han roto todas las relaciones con sus difuntos. La tumba del capitán muerto en Tonkín no tenía plañidera sobre su mármol, ni flores, ni coronas.
Pero al desviarme por otro barrio de esta gran ciudad de los fallecidos, distinguí de pronto, al final de una estrecha avenida de cruces, viniendo hacia mí, a una pareja de riguroso luto, el hombre y la mujer. ¡Qué estupor! Cuando se acercaron, la reconocí. ¡Era ella!
Me vio, se ruborizó, y, cuando la rocé al cruzarnos, me hizo un pequeño gesto, un pequeño guiño que significaban: «No me reconozca», pero que también parecían decir: «Vuelva a verme, querido.»
El hombre estaba bien, distinguido, elegante, oficial de la Legión de Honor, de unos cincuenta años de edad.
Y la sostenía como la había sostenido yo mismo al salir del cementerio.
Me marché estupefacto, preguntándome por lo que acababa de ver, a qué raza de seres pertenecía esta sepulcral cazadora. ¿Era una simple puta, una ramera inspirada que iba a recolectar entre las tumbas a los hombres tristes, obsesionados por una mujer, esposa o amante, y turbados aún por el recuerdo de las caricias idas? ¿Era la única? ¿Son varias? ¿Se trata de una profesión? ¿Se hace el cementerio como se hace la calle? ¡Las Tumbales! ¿O bien se le había ocurrido a ella sola esa idea admirable, de honda filosofía, de explotar los pesares de amor que esos parajes fúnebres reaniman?
¡Me habría gustado mucho saber de quién era viuda, ese día!

Guy de Maupassant

martes, 25 de julio de 2017

Descubriendo la capilla de San Telmo



Huarapo

Afectuosamente para Miguel Martínez Rendón

-¿Ves? Primero es huarapo... después, cachaza, luego melado, después melcocha, por último piloncillo.
La voz de mi padre se oía entre el bufar de los émbolos.
Me llevaba de la mano recorriendo los departamentos del enor­me trapiche. Su voz era insinuante. Se notaba a leguas su afán de enseñarme.
-Aquellos son los moldes. Allí están los peroles... esos hom­bres desnudos son los batidores... tienen la piel curtida, la cachaza hirviente no les levanta ampollas.
Y pasaban corriendo cerca de nosotros muchos hombres encue­rados hasta medio cuerpo. Los calzoncillos de manta delgada se enrollaban hasta muy cerca de las ingles. Sus plantas desnudas, sudorosas, se estampaban sobre el piso negruzco.
-Allá está el molino.
Fuimos hasta allá.
-Ésta es la caldera. Sigamos la banda para que conozcas la muela. Te va a interesar.
Y seguimos la banda.
Mi padre hablaba; pero el ruido del molino opacó su voz. En adelante no pude escuchar lo que dijo.
Llegamos a la muela.
Medrosamente me apreté a sus piernas. Dos enormes cilindros giraban uno sobre el otro. Diez peones, con sus vientres protegidos por recios mandiles de cuero, alimentaban la gran máquina. Gruesos tercios de caña morada desaparecían entre los dos cilindros, produ­ciendo ruidos que daban calosfrío. Parecían quejidos humanos.
Mi padre gesticulaba como queriendo comunicarme algo inte­resante. Yo entendí: quería que fijara mi atención en aquella enor­me muela, en aquella máquina gigante a la que no sé qué de trági­co le encontré desde el momento en que la vi. Hice con la cabeza un signo de asentimiento. Mi padre se tranquilizó.
Dimos una vuelta alrededor del estridente aparato.
Por un costado salía el bagazo completamente prensado. Muchos hombres cargaban con él y lo llevaban a secar hasta los enormes patios soleados. Por el otro lado una cascada de líquido zarco, delga­do, corría haciendo burbujas.
-¡Ése es el huarapo! -gritó mi padre a mi oído.
-¡Ah, el huarapo! -murmuré. Un peón escogió para mí la caña más tierna. Me obsequió con ella y sonrió tristemente cuando pasó la manaza torpe sobre mi cabeza. Después me tomó por el hombro y me condujo a un lejano rincón de la fábrica. Allí apenas llegaban los ruidos; pero la muela gigantesca y sus operarios se veían perfectamente.
Mi padre, recargado contra el muro descascarado, me dijo la cruel historia:
-Una mañana, cuando el trapiche empezaba a trabajar, Esta­nislao, el viejo mayordomo, paseaba vigilante muy cerca de la mue­la. El viento jugueteaba con las largas puntas de su jorongo pintado a colorines. En una de tantas vueltas el aire sopló más fuerte y las puntas del jorongo de Estanislao fueron cogidas por los cilindros. La polea giraba a toda tensión; el mayordomo trató en vano de qui­tarse el gabán; gritó pidiendo auxilio; algunos corrieron en su ayuda; pero la gran máquina se lo tragó con la facilidad con que se traga los tercios de caña morada.
"Cuando los peones rodearon la muela, el huarapo se había con­vertido en sangre, y los bagazos salían revueltos con carne molida. Algunos piadosos recibían en botes de petróleo las entrañas machacadas. Pararon la máquina; pero el huarapo enrojecido ya había lle­gado al gran tanque de depósito.
"El mecánico llevó la noticia al patrón. Llegó jadeante a su presencia.
"-¡Señor, algo grave aconteció en la fábrica!
"-¿Qué, otra flecha rota?
"-No, patrón, algo peor, una cosa horrible...
"-¿Se reventó la banda?
"-No, señor, Estanislao el mayordomo fue remolido por la muela.
"-¡Ah! -respiró. Agachó de nuevo su cabeza para terminar el asiento que había empezado en el libro de deudores.
"-¡Bueno, qué le vamos a hacer; Dios lo tenga en su gloria! Pero tú te has quedado como bruto... ¡Qué esperas, vete... recojan los restos que salgan por la boca del bagazo... y que lo entierren!
"-Pero, patrón, la sangre ha llegado hasta el tanque de depósito, no ha sido posible detenerla, yo...
"-¡Cómo! ¿Pero qué dices, animal? Que la sangre ha... ¿Sa­bes que ese descuido me significa la pérdida de toda la molienda del día?
"-¡Señor...!
"-¡Nada, ordena que sigan trabajando! ¡Yo no puedo perder...! ¡Vamos!
"Y vinieron ambos al trapiche.
"Los peones permanecían aún alrededor de la muela. Algunos sacaban con palas los despojos de Estanislao.
"-¡Probe Tanilo! -decían-, ¡y deja familia!
"-¡Bueno, muchachos, a trabajar... y sea por Dios! -dijo el amo al llegar.
"Los peones, aún con la terrible impresión pintada en el semblante, fueron cada uno a sus puestos.
"-¡Vamos, echa la fuerza! -gritó el propietario. Y la polea giró arrancando a los cilindros su chirriar escalofriante. Por el conducto del bagazo salieron los últimos pedazos de carne machacada.
"Del canal del huarapo sólo salió sangre, que caía haciendo burbujas en el gran tanque de depósito.
"-¡Metan caña, plebe...! ¡Yo no puedo perder! ¡Vamos!
"Diez hombres, como ahora, alimentaron de nuevo la enorme muela, la caña morada salía convertida en bagazo y huarapo. El líquido zarco, espumoso, empujaba hasta el tanque el último cuajarón de sangre.
"-¡Vamos, que no es posible perder veinte arrobas de pilonci­llo por una torpeza! ¡Que lleven luego esos botes a la casa de la viu­da para que ella dé sepultura a su difunto...! ¡Pero pronto, pronto, no hay que gastar el tiempo como quiera...! ¡Vamos!
"La gran muela siguió tragando tercio tras tercio de caña; de vez en vez salía entre el bagazo algún guiñapo del gabán de colori­nes de Estanislao.
"Al otro día fueron diez peones en comisión a ver al amo. Lo encontraron como siempre echado sobre el libro de caja. Vio por encima de los lentes a los comisionados; pero no les habló sino has­ta que terminó su apunte.
"-¿Qué hay? -gritó secamente.
"-¡Tío Tanasio, hable usté! -dijo uno de los peones dirigiéndose al más viejo.
"-No, mejor Florentino, es el más letrao -contestó el viejo.
"Florentino, que había estado en el Norte y cuyo prestigio de 'letrado' se fincaba sólidamente en el uso de pantalones de mezcli­lla y zapatos anchos, se adelantó, y tomando su sombrero por el ala lo hizo girar entre las manos para decir:
"-Bueno...  yo y la compañía hemos sido mandados por los demás para ver si usté le da algo a la viuda y a los chiquillos de Esta­nislao, la probe ha quedado muy atrasada y...
"-¡Oh, no sigas! -dijo el patrón haciendo un gran gesto de entendimiento-, ya sé lo que quieren... una compensación. Eso lo aprendiste tú en el Norte, ¿no? Muy bien... ¡una compensación! La hacienda sabrá recompensar ampliamente a la familia de su peón que muere en el trabajo. ¡La viuda tiene derecho! ¡Tiene derecho!
"Tosió, y mientras se rascaba la nuca dijo al empleado del escritorio:
"-A ver, Casillas, déme la nota de las moliendas.
"El empleado le entregó un libro pringoso y de gran volumen.
El patrón se sumió en un mar de sumas y restas.
"Después dijo, enseñando sus dientes negros por el tabaco:
"-¡Ah, ja! Conque una compensación... Muy bien. Mire, Casillas, ordene que le entreguen a la viuda el importe de media arroba de piloncillo, precisamente del que salió ayer... En eso aumentó la molienda; fue por la sangre de Estanislao que pasó hasta el tanque del depósito... ¡Tiene derecho la viuda...! ¡Media arroba!, ¿eh? -y dirigiéndose a los peones-, muchachos: hoy les complazco por­que quiero que esto les sirva de estímulo... ¡Tú, Florentino, desde mañana te quitas esos pantalones y esos zapatos; huarache y calzón blanco es lo que aquí debe usarse; no quiero que hombres vestidos como tú andas me vengan a inquietar la gente...! ¡Si no te parece puedes largarte otra vez al Norte, y allá, si se te antoja, estira la pata para que te den compensación! ¡Ahora a trabajar todo el mundo que la muela siempre está hambrienta! ¡Vamos, vamos, no hay que perder el tiempo en cualquier cosa!
"Y los peones salieron con la cabeza inclinada sobre el pecho, arrastrando penosamente sus huaraches sobre las baldosas del piso.

"Los arrieros de tierra fría, al pasar por el jacal de Estanislao, obse­quiaron a la viuda con un puñado de piloncillo. Ella lo recogió en un paliacate y lo colgó en un rincón de su casucha. Debajo ardió mucho tiempo una lámpara de aceite.
"El cura vino a bendecir el trapiche. Roció la muela con agua bendita, con mucha agua bendita... pero no la suficiente para borrar las manchas que aún se ven cerca del canal del huarapo."
-¿Conque no se te ha olvidado la lección?... ¡Vamos a ver!
-No, no se me ha olvidado, papá... primero es huarapo, des­pués cachaza, después... después...

Francisco Rojas González

domingo, 23 de julio de 2017

Giorgio de Chirico


Hombre blanco

Siempre traté de evitarlo. Su personalidad ácida suscitaba en mi piel una repelencia incontrolable. Para colmo, no sabía si él era licenciado en letras o en veterinaria. Pero yo estaba saliendo de un periodo de inactividad, de una sórdida decrepitud. Nos topamos en la niebla, como dos locomotoras ciegas. Además de proporcionar a las ciudades un acojinamiento comodísimo, la niebla impulsa a las creaturas humanas a entablar amistades muy íntimas. Nos abrazábamos por las razones más banales.
Una luz hospitalaria brillaba en nuestro encuentro inesperado. Nos lanzamos a la trattoria, como amantes ansiosos de estar juntos. No pude refrenar al dulce secreto que albergaba en el corazón. Entre las evaporaciones de un plato de fideos, le anuncié al "licenciado" mi próximo matrimonio. El cogió el mantel y, de un violento tirón, echó al suelo el frágil jardín de vasos y botellas.
-¡Yo también tengo una familia! -gritó-. Tengo todavía una familia.
Los lagrimones bajaban por sus mejillas y caían sobre la minestra. Mitigado el tumulto de los afectos, el "licenciado" prosiguió:
-Éramos veinticuatro hermanos. Vivíamos en el campo. Mi padre era un hombre muy virtuoso. Un día se le metió en la cabeza que debíamos vivir en la ciudad. ¡Resolución fatal! Cuando llegamos a la aduana, mi padre lanzó un grito de horror: había olvidado en el campo al más pequeño de nosotros. ¿Distracción? Si a usted se le ocurre pensar en algo así, le rompo el hocico. Mi padre nos había numerado uno tras otro. Pero una mudanza así, usted lo sabe, es causa de confusión y desorden. El instinto de propiedad era muy fuerte en mi padre. La pérdida de cualquier objeto lo afligía profundamente, con mayor razón la de una creatura nacida de su sangre. Una madre, lo que se dice una madre, nunca la tuvimos. Papá era egocéntrico, todo lo hacía él mismo. Puso un anuncio en los periódicos, ofreció una buena recompensa. ¡En vano! En cuanto a ir él mismo a buscar al niño, ni siquiera lo pensó. Mi padre era un padre modelo, un padre maternal, si me permite decirlo así, y no estoy dispuesto a cambiar las connotaciones, si alguien quisiera sostener lo contrario; pero, sobre todas las cosas, era un "hombre", un verdadero "carácter". Su lema era: "Ni un paso atrás", y sus actos lo justificaban. Al fallar aquella búsqueda, mi padre pensó en curar su pena. En esa ocasión, pude darme cuenta de su fuerza de ánimo. Estuvo sublime. Con estoicismo digno de un espartano, dos días después ya no pensaba para nada en el niño olvidado en el campo. Fue un cinco de mayo. ¡Ay de mí! En esa misma fecha, expiró napoleónicamente quien había sido el modelo de los padres y, a la vez, de las madres.
Desde ese día, el cinco de mayo es para nuestra familia una fecha fatal. Hace veintidós años -mientras los últimos bonapartistas iban a los Inválidos a honrar la tumba del emperador-, a nosotros, pobres huérfanos, nos tocó en suerte seguir los despojos mortales de quien murió en ese año. Nuestra tumba familiar se pobló de inquilinos horizontales. ¿No la conoce? ¡Qué lástima! Parece el monumento conmemorativo de una victoria. ¡Cuántos ataúdes he seguido! El del arquitecto, el del abogado, el del ingeniero...
-¿Todos ejercían profesiones liberales?
-¡Claro! Nuestro padre era sabio. Su sistema educativo le demostrará cuánto cuidado ponía en que cada uno de nosotros tuviera un porvenir brillante. Sistema muy original el de nuestro padre, que era un alma de Dios; un sistema del que se sentía orgulloso aquel buen hombre. Nuestro padre, aun habiendo evitado escrupulosamente que aprendiéramos a leer y a escribir, nos había provisto a todos, desde nuestra más tierna infancia, de títulos profesionales que son el distintivo de una situación decorosa. ¿Conoce usted un sistema mejor para "colocar" a un hombre? Por tal motivo antepongo siempre a mi nombre el título de "licenciado", que dignamente he llevado y llevaré hasta el último de mis días.
Se levantó.
-Hasta el último -repitió-. Hoy es cinco de mayo. Ha sonado mi hora. Hace un año acompañé al camposanto a mi hermano el arzobispo.
-¿Su padre era clerical?
-Usted no me ha entendido todavía. Mi hermano, el arzobispo, jamás entró en una iglesia; pero no puede haber una familia "completa" si no cuenta entre sus miembros a un representante del clero. En ella también estaba representado el ejército. Antes del ataúd del arzobispo, seguí el de mi hermano el general. Un funeral magnífico. La banda tocaba la marcha fúnebre de Chopin, los soldados portaban el fusil inclinado, y la yegua del general seguía la carroza bailando una polka. Me sentí el último sobreviviente de tanta lozanía humana, de tantos ciudadanos ejemplares, de tantos hombres ilustres... Pero usted me ha anunciado hace poco su próximo matrimonio y, por asociación de ideas, recuerdo ahora que en la casa de campo todavía me queda un hermano. ¡Pobrecito! Él se quedó sin título, sin profesión. ¿Qué habrá sido de él? Vamos. Antes de morir, quiero abrazar otra vez a quien un destino cruel alejó de mi afecto.
El licenciado analfabeto me empujó fuera de la trattoria, me hizo subir a un automóvil estacionado junto a la acera. El coche partió entre explosiones espantosas.
Corríamos a una velocidad récord. El torpedo del licenciado era pedomóvil. Los pies de mi compañero asomaban bajo las muelles y corrían velozmente en el camino. Tan ansioso estaba de reencontrar al último de sus veintitrés hermanos, que la aguja del taquímetro se había detenido en las 140. En cuanto a las espantosas explosiones que habían saludado nuestra partida, las había producido el licenciado con su trasero.
El camino era accidentado. Nuestros faros alumbraban ora un trecho llano, ora un coche estrellado, con cadáveres de turistas por todos lados. Parecía que nuestro viaje tendría que aplazarse, pero nada desanimaba al licenciado. Hacía saltar el coche con soberbios caderazos, y mientras sus ágiles plantas batían el aire como propelas de una hélice, el carro pedomóvil superaba todo obstáculo e iba a posarse blandamente más adelante.
Al término de una de estas trayectorias, que me pareció más larga que las precedentes, el coche se detuvo a orillas de un bosque. Los troncos de los árboles, deshabituados a ver hombres, nos miraban con asombro. Uno de ellos se armó de valor y, caminando con sus propias raíces, salió a nuestro encuentro, con una de sus ramas nos señaló una casa que contemplaba a la luna con sus ventanas vacías, y nos preguntó:
-¿Los señores desean visitar el Museo del Hombre Blanco?
En efecto, en la planta baja y tras el reflejo de una vidriera, un hombre blanco y completamente desnudo, esperaba los acontecimientos. Sin hacer caso de las palabras del custodio vegetal, el licenciado corrió hacia la casa lanzando un grito de madre carnívora. Yo también entré al museo de aquella obra maestra solitaria y, al quitarme el bombín delante de aquel modelo único de la estatuaria humana, tracé la curva del arcoiris.
La vida del hombre blanco estaba escrita en numerosos rollitos negros tirados en el pavimento. Dispersos en medio de éstos, encontré esos melancólicos detritus que, incluso el más racional de los desechos, deja tras de sí. Y si aquel hombre blanco seguía en pie a pesar de estar muerto, es porque nadie le había enseñado que, al morir, es preciso acostarse.
¿Qué consistencia podía tener aquel cuerpo que no había conocido, hecho ni dicho nada? Cuando el licenciado lo apretó contra su pecho para darle el abrazo fraternal, el hombre blanco se le deshizo entre los brazos y cayó a sus pies como un montoncito de talco.
Con el fin de honrar dignamente esta apoteosis, encendí un cigarrillo y arrojé el fósforo al suelo. La casa ardió como una antorcha. Nuevas vegetaciones brotaron en el llano adusto. Un rectángulo dorado se delineó entre el verdor de la hierba. Jovencitas y jovencitos vestidos de blanco jugaban graciosamente al tenis bajo un sol fulgurante.

Alberto Savinio