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martes, 1 de agosto de 2017

Samaniego



La hormiga argentina               (1)           

Cuando vinimos a instalarnos no sabíamos nada de las hormigas. Nos parecía que estaríamos bien, el cielo y el verde eran alegres, tal vez demasiado alegres para las preocupaciones que teníamos mi mujer y yo; ¿cómo podíamos imaginar la historia de las hormigas? Pensándolo bien, el tío Augusto quizá nos había dicho algo en alguna ocasión: «Allá, tendríais que ver, las hormigas... no como aquí, las hormigas...», pero era una divagación dentro de otro tema, una cosa dicha sin darle importancia, tal vez a propósito de las hormigas que habíamos visto mientras hablábamos, que digo: ¿hormigas?, habríamos visto una hormiga  perdida, una de esas hormigas nuestras, gordas (ahora me parecen gordas las hormigas de mi tierra), y de todos modos lo insinuado por el tío Augusto no modificaba en nada la descripción que nos estaba haciendo de esta región, donde la vida, por alguna circunstancia que él no sabía explicar bien, era más fácil, y la ganancia, si no segura, por lo menos probable, a juzgar por tantos, no por él, el tío Augusto, que se habían instalado allí.
Por qué se había sentido bien, aquí, nuestro tío, empezamos  a intuirlo desde la primera noche, al ver la claridad del aire después de la cena y comprender el placer de dar vueltas por aquellas calles para salir al campo, de sentarse en el pretil de un puente como vimos que hacían algunos, y todavía más cuando  encontramos una fonda donde él solía ir, con un huerto atrás, y unos tipos viejos y de estatura escasa, como él, pero fanfarrones y vocingleros, que decían que habían sido amigos suyos, gentes sin oficio, como él, creo, jornaleros por horas, aunque uno dijo, tal vez por jactarse, que era relojero; y oímos que recordaban al tío Augusto por un sobrenombre, repetido por todos y seguido de carcajadas generales, y observamos la risa forzada de una mujer tampoco demasiado joven y un poco gorda, que estaba en el mostrador, con una blusa blanca calada. Y yo y mi mujer comprendimos cuánto debía contar todo eso para el tío Augusto, tener un sobrenombre, noches claras en que se bromeaba paseando por los puentes, y ver aquella blusa calada que aparecía viniendo de la cocina, salía al huerto, y al día siguiente unas horas descargando sacos para la fábrica de pastas y cómo allá, en nuestra tierra, él siempre añoraba esto. 

Italo Calvino