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martes, 15 de agosto de 2017

Zamora en fiestas



La hormiga argentina      (15)

Si describo al señor Baudino con tantos detalles, es para tratar de definir la extraña impresión que nos causó, en realidad, nada extraña, porque nos pareció que entre mil personas habríamos adivinado que el hombre de la hormiga era justamente él. Tenía manos gruesas y velludas: con una sostenía una especie de cafetera y con la otra una pila de platitos de terracota. Nos dijo que aplicaría la melaza y su voz traicionaba una indolente indiferencia burocrática: el modo mismo, blando y arrastrado, de pronunciar la palabra «melaza» bastaba para indicarnos con cuánta empedernida desconfianza y con cuánto desprecio por nuestras angustias cumplía este hombre su deber. Frente a él me di cuenta de que mi mujer era la que daba ejemplo de calma mostrándole los puntos por donde pasaban más hormigas. En realidad, sólo con verlo moverse tan vacilante para repetir los pocos gestos necesarios y llenar uno por uno los platitos vertiendo la melaza de la cafetera y posarlos sin volcarlos, yo perdía la paciencia. Observándolo comprendí por qué me había hecho a primera vista aquella impresión: se parecía a una hormiga. No sé decir por qué, pero era seguro que se parecía: tal vez fuese el color negro opaco de su silueta, tal vez las proporciones de su cuerpo pequeño y mal hecho, o el temblor de las comisuras de la boca que correspondía a la vibración continua de las antenas y las patitas de los insectos. Había sin embargo una característica de las hormigas que decididamente no tenía, y era la diligente prontitud que las mantiene siempre en movimiento; el señor Baudino se movía con lentitud y torpeza, y ahora con un pincelito impregnado de melaza nos embadurnaba la casa sin ton ni son.
Mientras yo seguía con creciente fastidio los movimientos del hombre, advertí que mi mujer no estaba conmigo; la busqué con la mirada y la vi en un ángulo del terreno donde el cerco de la casa de los Reginaudo se juntaba con el de los Brauni; asomadas a los respectivos cercos, la señora Claudia y la señora Aglaura conspiraban, y mi mujer, en medio, las escuchaba. Me acerqué a ellas, pues el señor Baudino se ocupaba en ese momento del recoveco que había detrás de la casa, donde podía embadurnar lo que quisiera sin necesidad de vigilancia, y escuche el sermón de la señora Brauni que se acompañaba con secos gestos angulosos:
-¡Ese, a lo que viene es a dar el reconstituyente a las hormigas! ¡Qué va a ser veneno, es un reconstituyente! -Y la señora Reginaudo, apoyándola, en tono un poco melifluo:
-El día en que no hubiera más hormigas, ¿adonde irían los funcionarios del Ente? Entonces ¿qué quiere que hagan, estimada señora?
-¡Las engordan, eso es lo que hacen! -concluyó con ira la señora Aglaura.
Mi mujer -ya que los discursos de las dos vecinas le estaban dirigidos- escuchaba silenciosa, pero la manera en que dilataba las aletas de la nariz y apretaba los labios me indicaba que la rabia, el sufrimiento por el engaño que debía soportar la estaban devorando. Y también yo, debo decirlo, me inclinaba a creer que no eran puras habladurías de mujeres.
-¿Y los cajones de estiércol para los huevos? -continuaba  la señora Reginaudo-. Se los llevan, pero ¿usted cree que los queman? ¡Vamos!
Se oyó:
-¡Claudia! ¡Claudia! -la voz del marido, a quien seguramente las exageraciones de su mujer lo tenían sobre ascuas. La señora Reginaudo nos dejó con un "Disculpen" en el que vibraba una nota de desprecio por el conformismo del marido, y del lado opuesto me pareció oír, como un eco, una especie de risotada sardónica, y vi por los senderos bien cubiertos de pedregullo al capitán Brauni que iba corrigiendo la inclinación de las trampas. A sus pies uno de los platitos de terracota que el señor Baudino acababa de llenar estaba volcado y roto, seguramente de un puntapié, váyase a saber si distraído o deliberado.
No sé que clase de ataque preparaba mi mujer contra el hombre de la hormiga mientras regresábamos a casa, pero es probable que yo no hubiera hecho nada para contenerla, más bien, llegado el caso, la habría apoyado. Un vistazo alrededor y dentro de la casa nos bastó para comprobar que el señor Baudino había desaparecido; ya al llegar creímos oír chirriar y cerrarse el portoncito. Habría salido justo en ese momento, sin saludar, dejando a su zaga aquellas huellas de melaza pegajosa y rojiza que despedían un desagradable olorcito dulzón, completamente distinto al de las hormigas pero que, no sabría decir cómo, tenía que ver con él.  

Italo Calvino