La hormiga argentina (15)
Si describo al señor Baudino con
tantos detalles, es para tratar de definir la extraña impresión que nos causó,
en realidad, nada extraña, porque nos pareció que entre mil personas habríamos
adivinado que el hombre de la hormiga era justamente él. Tenía manos gruesas y
velludas: con una sostenía una especie de cafetera y con la otra una pila de
platitos de terracota. Nos dijo que aplicaría la melaza y su voz traicionaba
una indolente indiferencia burocrática: el modo mismo, blando y arrastrado, de
pronunciar la palabra «melaza» bastaba para indicarnos con cuánta empedernida
desconfianza y con cuánto desprecio por nuestras angustias cumplía este hombre
su deber. Frente a él me di cuenta de que mi mujer era la que daba ejemplo de
calma mostrándole los puntos por donde pasaban más hormigas. En realidad, sólo
con verlo moverse tan vacilante para repetir los pocos gestos necesarios y
llenar uno por uno los platitos vertiendo la melaza de la cafetera y posarlos
sin volcarlos, yo perdía la paciencia. Observándolo comprendí por qué me había
hecho a primera vista aquella impresión: se parecía a una hormiga. No sé decir
por qué, pero era seguro que se parecía: tal vez fuese el color negro opaco de
su silueta, tal vez las proporciones de su cuerpo pequeño y mal hecho, o el
temblor de las comisuras de la boca que correspondía a la vibración continua de
las antenas y las patitas de los insectos. Había sin embargo una característica
de las hormigas que decididamente no tenía, y era la diligente prontitud que
las mantiene siempre en movimiento; el señor Baudino se movía con lentitud y
torpeza, y ahora con un pincelito impregnado de melaza nos embadurnaba la casa
sin ton ni son.
Mientras yo seguía con creciente
fastidio los movimientos del hombre, advertí que mi mujer no estaba conmigo; la
busqué con la mirada y la vi en un ángulo del terreno donde el cerco de la casa
de los Reginaudo se juntaba con el de los Brauni; asomadas a los respectivos
cercos, la señora Claudia y la señora Aglaura conspiraban, y mi mujer, en
medio, las escuchaba. Me acerqué a ellas, pues el señor Baudino se ocupaba en
ese momento del recoveco que había detrás de la casa, donde podía embadurnar lo
que quisiera sin necesidad de vigilancia, y escuche el sermón de la señora Brauni
que se acompañaba con secos gestos angulosos:
-¡Ese, a lo que viene es a dar el
reconstituyente a las hormigas! ¡Qué va a ser veneno, es un reconstituyente! -Y
la señora Reginaudo, apoyándola, en tono un poco melifluo:
-El día en que no hubiera más
hormigas, ¿adonde irían los funcionarios del Ente? Entonces ¿qué quiere que
hagan, estimada señora?
-¡Las engordan, eso es lo que
hacen! -concluyó con ira la señora Aglaura.
Mi mujer -ya que los discursos de
las dos vecinas le estaban dirigidos- escuchaba silenciosa, pero la manera en
que dilataba las aletas de la nariz y apretaba los labios me indicaba que la
rabia, el sufrimiento por el engaño que debía soportar la estaban devorando. Y
también yo, debo decirlo, me inclinaba a creer que no eran puras habladurías de
mujeres.
-¿Y los cajones de estiércol para
los huevos? -continuaba la señora
Reginaudo-. Se los llevan, pero ¿usted cree que los queman? ¡Vamos!
Se oyó:
-¡Claudia! ¡Claudia! -la voz del
marido, a quien seguramente las exageraciones de su mujer lo tenían sobre
ascuas. La señora Reginaudo nos dejó con un "Disculpen" en el que
vibraba una nota de desprecio por el conformismo del marido, y del lado opuesto
me pareció oír, como un eco, una especie de risotada sardónica, y vi por los senderos
bien cubiertos de pedregullo al capitán Brauni que iba corrigiendo la
inclinación de las trampas. A sus pies uno de los platitos de terracota que el
señor Baudino acababa de llenar estaba volcado y roto, seguramente de un
puntapié, váyase a saber si distraído o deliberado.
No sé que clase de ataque
preparaba mi mujer contra el hombre de la hormiga mientras regresábamos a casa,
pero es probable que yo no hubiera hecho nada para contenerla, más bien,
llegado el caso, la habría apoyado. Un vistazo alrededor y dentro de la casa
nos bastó para comprobar que el señor Baudino había desaparecido; ya al llegar
creímos oír chirriar y cerrarse el portoncito. Habría salido justo en ese
momento, sin saludar, dejando a su zaga aquellas huellas de melaza pegajosa y
rojiza que despedían un desagradable olorcito dulzón, completamente distinto al
de las hormigas pero que, no sabría decir cómo, tenía que ver con él.
Italo Calvino