Ligustros en flor
a Alejandra y Frederic Compain
Observé largamente mis pies esta noche, y me parecieron
más misteriosos que el universo entero. Con ellos, hace algunos años, anduve
caminando durante dos horas y cincuenta y cuatro minutos por el suelo
polvoriento de la luna. Fue mi segunda misión por esos lados, aunque la primera
consistió solamente en un vuelo de circunvalación; unas pocas revoluciones en
la órbita lunar, y hasta más ver: de vuelta a casa.
En la segunda expedición, donde Brown y yo alunizamos
realmente (Andy Wood nos esperaba girando en órbita en el módulo principal de
la nave), el paseo duró un poco más, pero un desperfecto en las cámaras de televisión,
semejante al que se produjo cuando la expedición Apolo 12, rebajó el alcance
del acontecimiento, y nos ocurrió a nosotros lo mismo que al alunizaje de esa
expedición, que por no existir en imagen, se desvaneció también en la realidad
y cayó en el más completo olvido. De la expedición Challenger 3, que tuve el
honor de dirigir, la indiferencia del público y un olvido casi inmediato
fueron el único resultado desalentador, lo que en mi fuero íntimo consideré
altamente satisfactorio, porque ya desde antes de haber dado mi paseo por la
luna, había decidido que al volver me retiraría para siempre de mi oficio de
astronauta. Y hoy por hoy nada me impide considerar como mío el curioso
pensamiento de un discutido filósofo austríaco: "¿Puedo siquiera
considerar seriamente la mera hipótesis de haber estado alguna vez en la
luna?".
El tedio, que desde luego considero más temible que los
supuestos peligros desconocidos que acechan al explorador del espacio, fue la
causa principal de mi retiro anticipado al que, después de nuestro fiasco,
habría que agregar mi negativa a persistir en el ridículo, ya que no podría
dársele otro nombre al hecho de que nuestra expedición, concebida con fines de
propaganda, a causa de unas cámaras defectuosas, pasó prácticamente
desapercibida para el público mundial. Cuando mis superiores me informaron de
que nuestra misión principal, a la que debíamos subordinar imperativamente
todas las otras, consistía en clavar en la superficie de la luna y en directo
para varios miles de millones de espectadores la bandera de nuestro país, supe
de inmediato que acababa de confirmarse la sospecha que venía persiguiéndome
desde tiempo atrás: todos los miembros del programa espacial, desde el director
general hasta la señora de la limpieza, estaban locos.
Brown debía pensar lo mismo, pero aunque nos estimábamos y
confiábamos uno en el otro, me hubiese resultado difícil desmantelar su prudencia
que, aparte de la rebelión, es en nuestro país la única arma de que disponen
para sobrevivir los miembros de su raza. Probablemente también él, aunque no lo
dijese, estaba cansado de ser, de los proyectiles que se lanzan en esas
insensatas experiencias de balística que llaman programa espacial, la munición
que va adentro. Mientras lo observaba puntear con su palita el suelo ajeno de
la luna, como la tierra en que sus antepasados vienen haciéndolo desde hace
siglos, no podía dejar de preguntarme en qué momento iba a tirar la pala lo más
lejos posible dando fin con ese acto significativo a su carrera de astronauta.
Como lo demuestro en mi estudio inédito Interés
comercial y militar de la conquista del espacio 95 por ciento; interés
científico 4,95 por ciento; interés filosófico 0,05 por ciento, de
esos tres aspectos es evidente que es el científico el que puede reivindicar
para sí mismo con justicia el colmo del ridículo. El filosófico es inexistente,
y el financiero y político-militar, por rastrero que sea, parece corresponder
mejor al verdadero nivel moral de la humanidad: y no tengo escrúpulos en escribir lo que antecede, aunque sé que los
que creen conocerme a fondo, piensan de mí que, desde que volví de la luna,
como si habiendo contemplado a los hombres desde tan arriba hubiese descubierto
su tamaño verdadero, he caído en la misantropía.
Para nada: lo que pasa es que allá arriba -adverbio que
por otra parte únicamente para nuestra situación singular tiene algún sentido-
las sospechas se vuelven, de una vez por todas, evidencia. Cualquiera sabe que
el universo es un fenómeno casual que, aunque desde nuestro punto de vista parezca
estable, en lo absoluto no es más que un torbellino incandescente y efímero, de
modo que allá arriba no es en ese sentido que la evidencia se presenta.
Caminando por la semipenumbra polvorienta y estéril, si algo aprendí no fue
sobre la luna sino sobre mí mismo. Supe que si el conocimiento tiene un límite,
es porque los hombres, adonde quiera que vayamos, llevamos con nosotros ese
límite. Es más: nosotros somos ese límite. Y si vamos a Marte o a la luna, las
dos o tres cosas más que sabremos sobre Marte o la luna, no cambiarán en nada,
pero en nada, la extensión de nuestra ignorancia. No cabe duda de que sabemos
un poco más de nosotros mismos cuando, dejando nuestro pueblo natal, vamos a
una gran ciudad, y después a otro continente, donde los hombres son un poco
diferentes de nosotros, por sus rasgos exteriores, su religión, sus costumbres,
pero ese poco más que sabemos no modifica para nada la cantidad de nuestro
saber, en relación con lo que ignoramos, y esto no es una reflexión moral sino
un simple cómputo. De modo que el provecho científico de nuestras expediciones
es más bien escaso. Que quede claro: como todas las otras, la conquista del
espacio es principalmente obra de comerciantes y guerreros, y sus aspectos
científicos son puramente logísticos y pragmáticos. Si hubiese hombres en la luna,
como los había en África y en América, los reduciríamos a la esclavitud o acabaríamos
con ellos. Si los hombres fuesen mejores, tal vez hubiese valido la pena ir a
la luna.
Mis valencias turísticas son limitadas. Ver la tierra
desde la luna y pasearme por ese suelo polvoriento, oyendo el chasquido de mis
zapatos gruesos contra las esférulas y los pedruzcos de piroxena, olivina y
feldespato, chirriar la materia vitrificada y muerta bajo las suelas, no me
produjo mayor entusiasmo que mis visitas (un poco obligadas por los hábitos de
la época, como mi carrera de astronauta lo fue en cierto sentido por un padre
militar) a las cataratas del Iguazú o al desierto de Gobi. No digo que no me
haya producido ninguno sino que el que experimenté fue de lo más módico. Tal
vez la única maravilla auténtica de mi paseo haya sido que las huellas de mis
zapatos quedarán impresas en ese polvo pardo durante millones de años, pero
también eso tiene su lado negro, porque en las noches de insomnio, o en las
mañanas indecisas y turbias en las que mi situación parece sin salida, la forma
estriada y ancha de esas huellas, obcecada y autónoma, insiste en venir a
estamparse, nítida y excluyente, durante horas e incluso durante días, en la
zona clara de mi mente.
El fragmento de mundo que hollábamos, Brown y yo, igual
que la tierra paciente que nuestra especie había desfigurado con sus pasos,
dejaba intacto el infinito. (Sé que los llamados hombres de ciencia consideran
que el universo es finito, pero si eso es cierto, lo es en una escala
diferente a aquella en que se sitúan los que han formulado la hipótesis.) Saber
algo sobre la luna: tal era nuestra ilusión, ya que confundíamos experiencia y
conocimiento. Encerrados en las cápsulas de nuestros trajes espaciales,
deambulábamos en la penumbra grisácea, indiferentes a la esfera azul que
flotaba, fantasmal, a lo lejos, en el firmamento negro, mientras esperábamos
que el módulo principal de la nave, con Andy Wood adentro, después de dar el
número previsto de revoluciones en la órbita lunar, pasara a recogernos para
llevarnos de vuelta a la tierra. Presentía a Brown encapsulado en su piel negra,
igual que yo en la mía, y tuve la impresión, mientras dábamos nuestros pasos
torpes y lentos, punteando aquí y allá con nuestras palitas especiales, unos
cilindros metálicos que clavábamos en el suelo y retirábamos llenos de materia
lunar, que estábamos aislados uno del otro por una serie de envoltorios y de
cápsulas que nos volvían mutuamente desconocidos y remotos. ¿Para qué ir tan
lejos a develar misterios si lo más cercano -yo mismo por ejemplo- es
igualmente enigmático? La yema de los dedos y la luna son igualmente misteriosos,
pero los cinco sentidos son más inexplicables que la totalidad de la materia
ígnea, pétrea o gaseosa, de modo que excavar la luna, sondear el sol o visitar
Saturno, como han dado en llamar caprichosamente a esos objetos sin nombre
apropiado y sin razón de ser, no resolverá nada.
Tales son mis pensamientos tenues cuando me paseo por las
calles, tan polvorientas como las de la luna, pero en las que mis huellas se
desvanecen, fugitivas, casi en el mismo momento en que las imprimo, de mi
pueblo natal. La vejez y lo que sigue me ha dado cita para uno de estos días en
alguna de sus esquinas desiertas. Es inconcebible que la luna exista, casi
tanto como que exista yo. Que haya un universo es por cierto misterioso, pero
que yo esté caminando esta noche de primavera en la penumbra apacible de los árboles
lo es todavía más. Así como ver la esfera azul desde la luna permitía poseer un
punto de vista suplementario pero no volvía las cosas más claras, haber estado
en la luna no me reveló nada nuevo sobre ella y, a decir verdad, me gusta más
verla desde aquí, redonda, brillante y amarilla. Allá arriba, la proximidad no
mejoraba mi conocimiento, sino que la volvía todavía más extraña y lejana.
Desde acá sigue siendo un enigma, pero un enigma familiar como el de mis pies,
de los que no podría asegurar si existen o no, o como el enigma de que haya
plantas por ejemplo, de que haya una planta a la que le dicen ligustro y que,
cuando florece, despida ese olor, y que cuando se la huele, es el universo
entero lo que se huele, la flor presente del ligustro, las flores ya marchitas
desde tiempos inmemoriales, y las infinitas por venir, pero también las
constelaciones más lejanas, activas o extintas desde millones de años atrás,
todo, el instante y la eternidad. y sobre todo que, gracias a ese olor, por
alguna insondable asociación, mi vida entera se haga presente también, múltiple
y colorida, en lo que me han enseñado a llamar mi memoria, ahora en que al pasar
junto a un cerco, en la oscuridad tibia, fugaz, lo siento.
Juan José Saer