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lunes, 31 de julio de 2017

Girona - Temps de flors - 2017


Ligustros en flor

a Alejandra y Frederic Compain

Observé largamente mis pies esta noche, y me parecieron más misterio­sos que el universo entero. Con ellos, hace algunos años, anduve caminan­do durante dos horas y cincuenta y cuatro minutos por el suelo polvoriento de la luna. Fue mi segunda misión por esos lados, aunque la primera con­sistió solamente en un vuelo de circunvalación; unas pocas revoluciones en la órbita lunar, y hasta más ver: de vuelta a casa.
En la segunda expedición, donde Brown y yo alunizamos realmente (Andy Wood nos esperaba girando en órbita en el módulo principal de la nave), el paseo duró un poco más, pero un desperfecto en las cámaras de te­levisión, semejante al que se produjo cuando la expedición Apolo 12, reba­jó el alcance del acontecimiento, y nos ocurrió a nosotros lo mismo que al alunizaje de esa expedición, que por no existir en imagen, se desvaneció tam­bién en la realidad y cayó en el más completo olvido. De la expedición Cha­llenger 3, que tuve el honor de dirigir, la indiferencia del público y un ol­vido casi inmediato fueron el único resultado desalentador, lo que en mi fuero íntimo consideré altamente satisfactorio, porque ya desde antes de ha­ber dado mi paseo por la luna, había decidido que al volver me retiraría pa­ra siempre de mi oficio de astronauta. Y hoy por hoy nada me impide con­siderar como mío el curioso pensamiento de un discutido filósofo austríaco: "¿Puedo siquiera considerar seriamente la mera hipótesis de haber estado al­guna vez en la luna?".
El tedio, que desde luego considero más temible que los supuestos pe­ligros desconocidos que acechan al explorador del espacio, fue la causa prin­cipal de mi retiro anticipado al que, después de nuestro fiasco, habría que agregar mi negativa a persistir en el ridículo, ya que no podría dársele otro nombre al hecho de que nuestra expedición, concebida con fines de propaganda, a causa de unas cámaras defectuosas, pasó prácticamente desapercibida para el público mundial. Cuando mis superiores me informaron de que nuestra misión principal, a la que debíamos subordinar imperativamente todas las otras, consistía en clavar en la superficie de la luna y en directo para varios miles de millones de espectadores la bandera de nuestro país, supe de inmediato que acababa de confirmarse la sospecha que venía persi­guiéndome desde tiempo atrás: todos los miembros del programa espacial, desde el director general hasta la señora de la limpieza, estaban locos.
Brown debía pensar lo mismo, pero aunque nos estimábamos y confiábamos uno en el otro, me hubiese resultado difícil desmantelar su prudencia que, aparte de la rebelión, es en nuestro país la única arma de que disponen para sobrevivir los miembros de su raza. Probablemente también él, aunque no lo dijese, estaba cansado de ser, de los proyectiles que se lanzan en esas insensatas experiencias de balística que llaman programa espacial, la munición que va adentro. Mientras lo observaba puntear con su palita el suelo ajeno de la luna, como la tierra en que sus antepasados vienen haciéndolo desde hace siglos, no podía dejar de preguntarme en qué momento iba a tirar la pala lo más lejos posible dando fin con ese acto significativo a su carrera de astronauta.
Como lo demuestro en mi estudio inédito Interés comercial y militar de la conquista del espacio 95 por ciento; interés científico 4,95 por ciento; interés filosó­fico 0,05 por ciento, de esos tres aspectos es evidente que es el científico el que puede reivindicar para sí mismo con justicia el colmo del ridículo. El filosófico es inexistente, y el financiero y político-militar, por rastrero que sea, parece corresponder mejor al verdadero nivel moral de la humanidad: y no tengo escrúpulos en escribir lo que antecede, aunque sé que los que creen conocerme a fondo, piensan de mí que, desde que volví de la luna, como si habiendo contemplado a los hombres desde tan arriba hubiese descubierto su tamaño verdadero, he caído en la misantropía.
Para nada: lo que pasa es que allá arriba -adverbio que por otra parte únicamente para nuestra situación singular tiene algún sentido- las sospe­chas se vuelven, de una vez por todas, evidencia. Cualquiera sabe que el uni­verso es un fenómeno casual que, aunque desde nuestro punto de vista pa­rezca estable, en lo absoluto no es más que un torbellino incandescente y efímero, de modo que allá arriba no es en ese sentido que la evidencia se pre­senta. Caminando por la semipenumbra polvorienta y estéril, si algo apren­dí no fue sobre la luna sino sobre mí mismo. Supe que si el conocimiento tiene un límite, es porque los hombres, adonde quiera que vayamos, lleva­mos con nosotros ese límite. Es más: nosotros somos ese límite. Y si vamos a Marte o a la luna, las dos o tres cosas más que sabremos sobre Marte o la luna, no cambiarán en nada, pero en nada, la extensión de nuestra ignoran­cia. No cabe duda de que sabemos un poco más de nosotros mismos cuan­do, dejando nuestro pueblo natal, vamos a una gran ciudad, y después a otro continente, donde los hombres son un poco diferentes de nosotros, por sus rasgos exteriores, su religión, sus costumbres, pero ese poco más que sabe­mos no modifica para nada la cantidad de nuestro saber, en relación con lo que ignoramos, y esto no es una reflexión moral sino un simple cómputo. De modo que el provecho científico de nuestras expediciones es más bien escaso. Que quede claro: como todas las otras, la conquista del espacio es principalmente obra de comerciantes y guerreros, y sus aspectos científicos son puramente logísticos y pragmáticos. Si hubiese hombres en la luna, co­mo los había en África y en América, los reduciríamos a la esclavitud o aca­baríamos con ellos. Si los hombres fuesen mejores, tal vez hubiese valido la pena ir a la luna.
Mis valencias turísticas son limitadas. Ver la tierra desde la luna y pa­searme por ese suelo polvoriento, oyendo el chasquido de mis zapatos grue­sos contra las esférulas y los pedruzcos de piroxena, olivina y feldespato, chi­rriar la materia vitrificada y muerta bajo las suelas, no me produjo mayor entusiasmo que mis visitas (un poco obligadas por los hábitos de la época, como mi carrera de astronauta lo fue en cierto sentido por un padre militar) a las cataratas del Iguazú o al desierto de Gobi. No digo que no me haya producido ninguno sino que el que experimenté fue de lo más módico. Tal vez la única maravilla auténtica de mi paseo haya sido que las huellas de mis zapatos quedarán impresas en ese polvo pardo durante millones de años, pe­ro también eso tiene su lado negro, porque en las noches de insomnio, o en las mañanas indecisas y turbias en las que mi situación parece sin salida, la forma estriada y ancha de esas huellas, obcecada y autónoma, insiste en ve­nir a estamparse, nítida y excluyente, durante horas e incluso durante días, en la zona clara de mi mente.
El fragmento de mundo que hollábamos, Brown y yo, igual que la tierra paciente que nuestra especie había desfigurado con sus pasos, dejaba intacto el infinito. (Sé que los llamados hombres de ciencia consideran que el univer­so es finito, pero si eso es cierto, lo es en una escala diferente a aquella en que se sitúan los que han formulado la hipótesis.) Saber algo sobre la luna: tal era nuestra ilusión, ya que confundíamos experiencia y conocimiento. Encerrados en las cápsulas de nuestros trajes espaciales, deambulábamos en la penumbra grisácea, indiferentes a la esfera azul que flotaba, fantasmal, a lo lejos, en el firmamento negro, mientras esperábamos que el módulo principal de la na­ve, con Andy Wood adentro, después de dar el número previsto de revolucio­nes en la órbita lunar, pasara a recogernos para llevarnos de vuelta a la tierra. Presentía a Brown encapsulado en su piel negra, igual que yo en la mía, y tuve la impresión, mientras dábamos nuestros pasos torpes y lentos, punteando aquí y allá con nuestras palitas especiales, unos cilindros metálicos que clavá­bamos en el suelo y retirábamos llenos de materia lunar, que estábamos aislados uno del otro por una serie de envoltorios y de cápsulas que nos volvían mutuamente desconocidos y remotos. ¿Para qué ir tan lejos a develar misterios si lo más cercano -yo mismo por ejemplo- es igualmente enigmático? La yema de los dedos y la luna son igualmente misteriosos, pero los cinco sentidos son más inexplicables que la totalidad de la materia ígnea, pétrea o gaseosa, de modo que excavar la luna, sondear el sol o visitar Saturno, como han dado en llamar caprichosamente a esos objetos sin nombre apropiado y sin razón de ser, no resolverá nada.
Tales son mis pensamientos tenues cuando me paseo por las calles, tan polvorientas como las de la luna, pero en las que mis huellas se desvanecen, fugitivas, casi en el mismo momento en que las imprimo, de mi pueblo natal. La vejez y lo que sigue me ha dado cita para uno de estos días en alguna de sus esquinas desiertas. Es inconcebible que la luna exista, casi tanto como que exista yo. Que haya un universo es por cierto misterioso, pero que yo esté caminando esta noche de primavera en la penumbra apacible de los árboles lo es todavía más. Así como ver la esfera azul desde la luna permitía poseer un punto de vista suplementario pero no volvía las cosas más claras, haber estado en la luna no me reveló nada nuevo sobre ella y, a decir verdad, me gusta más verla desde aquí, redonda, brillante y amarilla. Allá arriba, la proximidad no mejoraba mi conocimiento, sino que la volvía todavía más extraña y lejana. Desde acá sigue siendo un enigma, pero un enigma familiar como el de mis pies, de los que no podría asegurar si existen o no, o como el enigma de que haya plantas por ejemplo, de que haya una planta a la que le dicen ligustro y que, cuando florece, despida ese olor, y que cuando se la huele, es el universo entero lo que se huele, la flor presente del ligustro, las flores ya marchitas desde tiempos inmemoriales, y las infinitas por venir, pero también las constelaciones más lejanas, activas o extintas desde millones de años atrás, todo, el instante y la eternidad. y sobre todo que, gracias a ese olor, por alguna insondable asociación, mi vida entera se haga presente también, múltiple y colorida, en lo que me han enseñado a llamar mi memoria, ahora en que al pasar junto a un cerco, en la oscuridad tibia, fugaz, lo siento.

Juan José Saer