Carta de su padre (7)
Todo lo que hacía por ti era dreck. Te sentías «despreciado,
condenado, aplastado» por mí. Pero a mí me despreciabas. La única
diferencia es que yo no era tan fácil de aplastar ¿eh? ¿Cuántas veces trataste
de irte de casa y no pudiste? Todo está ahí, en tus diarios, en los libros que
escriben sobre ti. ¿Y esa otra obra maestra tuya, El Proceso? Un padre y
un hijo se pelean y entonces el hijo va y se ahoga, diciendo «Queridos padres,
siempre os he querido, de todos modos...» El maravilloso descubrimiento sobre
esa historia, quizás te interese saberlo, es que demuestra que lo más probable
es que Hermann Kafka no quería que su hijo creciera y fuera un hombre, como
tampoco su hijo quería arreglárselas sin la protección de sus padres. ¡El meshuggener
que escribió eso, ojalá le aproveche! No desearía que tuviese que tratar
de vivir contigo como nosotros tuvimos que hacer. Cuando tu amigo jorobado
enseñó en secreto a tu madre una carta lamentatoria tuya, para evitarle la
obligación de ir a la fábrica de amianto para ayudar al marido de tu propia
hermana, Brod ocultó una cosa que habías escrito. Pero ahora todo está
publicado, todo, todo, todas las cosas horribles que tú pensabas sobre tu familia.
«Los odio a todos»: padre, madre, hermanos.
No podías arreglártelas sin nosotros -sin mí-. Sólo te
fuiste cuando tenías casi treinta y dos años, una edad a la que todo hombre tiene
ya una esposa e hijos, un hogar propio.
Siempre dependiste de alguien. Tu amigo Brod, pobre
diablo. Si no hubiera sido por el pequeño jorobado, ¿qué habría sido hoy de tu
existencia? Entre los hornos crematorios que acabaron con tus hermanas y el
fuego que deseabas que quemara tus manuscritos, no habría quedado nada. El tipo
de hombres que inventaste, la
Gestapo , confiscó todos los papeles tuyos que había en Berlín
y nunca se ha encontrado el menor rastro de ellos, ni siquiera los grandes
expertos en Kafka que meten sus narices en todas partes. Decías que querías a
Max Brod más que a ti mismo. No me extraña nada. Te gustaba la idea que él
tenía de ti, que tú sabías que no eras tú (ves, algunas veces no soy tan grob,
tan falto de educación, tan ignorante de todo lo que no sean productos
comerciales de fantasía, quizás saqué de ti alguna «intuición»). Ciertamente,
yo no reconocería a mi propio hijo como te describía Brod: «el aura que
emanaba de Kafka de extraordinaria fuerza, algo que no he encontrado nunca en
ninguna parte, ni siquiera en grandes hombres famosos... la infalible solidez
de sus intuiciones nunca toleró una sola laguna ni dijo nunca una palabra insignificante...
Tenía una actitud positiva hacia la vida, irónicamente tolerante ante las
idioteces del mundo y por lo tanto llena de humor triste». Debo decir que ni tu
madre que aguantaba tus caprichos cuando regresaba después de todo un día de
pie en la tienda, ni tus hermanos que representaban tus obras para complacerte,
ni tu padre que se rompía el alma por su familia nos beneficiamos de tu
tolerancia. Tus hermanas (con la excepción de Ottla, sobre quien admites
haber ejercido una mala influencia, animándola a dejar la tienda y trabajar en
una granja como una campesina, a morirse de hambre contigo comiendo hortalizas,
a casarse con aquel goy) eran unas idiotas que se reían tontamente, en tu
opinión. Tu madre nunca disfrutó del apoyo de un hijo fuerte. Nunca nos proporcionaste
motivo de risa, triste o como fuera. Y tú apenas me hablabas, ni una
insignificante palabra. ¿De quién era la culpa de que tú fueras esa persona que
describes «deambulando por la isla en la laguna, donde no hay ni libros ni
puentes, oyendo la música pero sin ser oído»? No cruzarías una carretera, y menos
un puente, para saludar, para ser agradable a otras personas, te encerrabas en
tu habitación y te taponabas los oídos con Oropax para no oír la música de la
vida, sí, los sonidos de la cocina, de la gente que iba y venía (¿qué es lo que
debíamos haber hecho, pasar a través de puertas cerradas?), incluso el canto de
los canarios te fastidiaba, la risa, la ocasional riña familiar, la cama que
crujía donde la gente normal casada hacía el amor.
Nadine Gordimer