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domingo, 27 de agosto de 2017

Cercle de Col·leccionistes de Castellar


Carta de su padre          (7)

Todo lo que hacía por ti era dreck. Te sentías «despreciado, condenado, aplastado» por mí. Pero a mí me despreciabas. La única diferencia es que yo no era tan fácil de aplastar ¿eh? ¿Cuántas veces trataste de irte de casa y no pudiste? Todo está ahí, en tus dia­rios, en los libros que escriben sobre ti. ¿Y esa otra obra maestra tuya, El Proceso? Un padre y un hijo se pelean y entonces el hijo va y se ahoga, diciendo «Que­ridos padres, siempre os he querido, de todos mo­dos...» El maravilloso descubrimiento sobre esa histo­ria, quizás te interese saberlo, es que demuestra que lo más probable es que Hermann Kafka no quería que su hijo creciera y fuera un hombre, como tampoco su hijo quería arreglárselas sin la protección de sus pa­dres. ¡El meshuggener que escribió eso, ojalá le apro­veche! No desearía que tuviese que tratar de vivir con­tigo como nosotros tuvimos que hacer. Cuando tu amigo jorobado enseñó en secreto a tu madre una car­ta lamentatoria tuya, para evitarle la obligación de ir a la fábrica de amianto para ayudar al marido de tu propia hermana, Brod ocultó una cosa que habías escrito. Pero ahora todo está publicado, todo, todo, todas las cosas horribles que tú pensabas sobre tu fami­lia. «Los odio a todos»: padre, madre, hermanos.
No podías arreglártelas sin nosotros -sin mí-. Sólo te fuiste cuando tenías casi treinta y dos años, una edad a la que todo hombre tiene ya una esposa e hijos, un hogar propio.
Siempre dependiste de alguien. Tu amigo Brod, po­bre diablo. Si no hubiera sido por el pequeño joroba­do, ¿qué habría sido hoy de tu existencia? Entre los hornos crematorios que acabaron con tus hermanas y el fuego que deseabas que quemara tus manuscritos, no habría quedado nada. El tipo de hombres que in­ventaste, la Gestapo, confiscó todos los papeles tuyos que había en Berlín y nunca se ha encontrado el me­nor rastro de ellos, ni siquiera los grandes expertos en Kafka que meten sus narices en todas partes. De­cías que querías a Max Brod más que a ti mismo. No me extraña nada. Te gustaba la idea que él tenía de ti, que tú sabías que no eras tú (ves, algunas veces no soy tan grob, tan falto de educación, tan ignorante de todo lo que no sean productos comerciales de fanta­sía, quizás saqué de ti alguna «intuición»). Ciertamen­te, yo no reconocería a mi propio hijo como te des­cribía Brod: «el aura que emanaba de Kafka de ex­traordinaria fuerza, algo que no he encontrado nunca en ninguna parte, ni siquiera en grandes hombres fa­mosos... la infalible solidez de sus intuiciones nunca toleró una sola laguna ni dijo nunca una palabra in­significante... Tenía una actitud positiva hacia la vida, irónicamente tolerante ante las idioteces del mundo y por lo tanto llena de humor triste». Debo decir que ni tu madre que aguantaba tus caprichos cuando re­gresaba después de todo un día de pie en la tienda, ni tus hermanos que representaban tus obras para complacerte, ni tu padre que se rompía el alma por su familia nos beneficiamos de tu tolerancia. Tus her­manas (con la excepción de Ottla, sobre quien admi­tes haber ejercido una mala influencia, animándola a dejar la tienda y trabajar en una granja como una cam­pesina, a morirse de hambre contigo comiendo hor­talizas, a casarse con aquel goy) eran unas idiotas que se reían tontamente, en tu opinión. Tu madre nunca disfrutó del apoyo de un hijo fuerte. Nunca nos pro­porcionaste motivo de risa, triste o como fuera. Y tú apenas me hablabas, ni una insignificante palabra. ¿De quién era la culpa de que tú fueras esa persona que describes «deambulando por la isla en la laguna, donde no hay ni libros ni puentes, oyendo la música pero sin ser oído»? No cruzarías una carretera, y me­nos un puente, para saludar, para ser agradable a otras personas, te encerrabas en tu habitación y te tapona­bas los oídos con Oropax para no oír la música de la vida, sí, los sonidos de la cocina, de la gente que iba y venía (¿qué es lo que debíamos haber hecho, pasar a través de puertas cerradas?), incluso el canto de los canarios te fastidiaba, la risa, la ocasional riña fami­liar, la cama que crujía donde la gente normal casada hacía el amor.

Nadine Gordimer