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miércoles, 2 de agosto de 2017

Kalon






La hormiga argentina     (2)

Todo lo que yo también hubiera podido apreciar, de haber sido joven y sin preocupaciones, o bien de estar instalado con toda la familia. Pero en nuestra situación, con el niño apenas curado, buscando trabajo, casi no podíamos darnos cuenta de esas cosas que le habían bastado al tío Augusto para declararse contento, y tal vez comprenderlo era ya una tristeza porque entre gentes alegres parecíamos todavía más infelices. Ciertos problemas a lo mejor insignificantes nos preocupaban como si aumentaran de pronto nuestras angustias (y no sabíamos nada de las hormigas en ese momento) y la señora Mauro con todas las recomendaciones que nos hacía al mostrarnos la casa aumentaba nuestra impresión de que nos internábamos en un mar borrascoso. Recuerdo su largo discurso sobre el contador del gas, y con qué atención lo escuchábamos:
-Sí, señora Mauro... Tendremos cuidado, señora Mauro... Esperemos que no, señora Mauro... -tanto que ni siquiera hicimos caso cuando (pero ahora lo recordamos claramente) empezó a deslizar los ojos por la pared como si leyera y pasó la punta de los dedos y después los sacudió como si hubiese tocado agua, o arena, o polvo. Pero no pronunció la palabra «hormigas), estamos seguros; tal vez porque era natural que allí hubiese hormigas, así como había paredes, un techo, pero a mi mujer y a mí nos quedó la impresión de que había querido ocultarlo hasta al final, y que todas sus frases y recomendaciones eran para tratar de dar importancia a otras cosas que taparan aquélla.
Cuando la señora Mauro se marchó, entre los colchones y mi mujer no conseguía transportar la mesita de noche, y me llamaba, y después quiso empezar en seguida a limpiar la cocina económica y se arrodilló en el suelo, pero yo le dije:
-A esta hora, ¿qué vas a hacer? Mañana veremos, ahora arreglémonos de cualquier manera para pasar la noche. -El niño lloriqueaba muerto de sueño, y antes que nada había que prepararle la cesta y acostarlo.
En mi tierra, para los niños, usamos una canasta alargada, y la habíamos traído; la vaciamos de la ropa blanca con que la habíamos llenado, y encontramos un buen sitio para apoyarla, una consola, en un lugar que no era ni húmedo ni demasiado alto, por si se caía. Nuestro hijo se durmió en seguida y los dos miramos la casa (una habitación dividida en dos por un tabique; cuatro paredes y un techo) que se iba llenando de nuestra presencia.
-Sí, sí, de blanco, le daremos una mano de blanco -contesté a mi mujer mirando el cielo raso mientras la empujaba por un codo hacia afuera. Ella quería mirar bien otra vez el cuchitril del retrete, a la izquierda, pero yo tenía ganas de dar con ella una vuelta por el terreno; porque nuestra casa estaba en un terreno, dos grandes canteros o almácigos baldíos con un sendero en el medio, cubierto de un armazón de hierro, ahora desnudo, tal vez por haberse secado alguna planta trepadora, una calabaza o una vid.
La señora Mauro tenía intención de darme ese terreno para que cultiváramos nuestro huerto, sin pedir ningún alquiler pues hacía tiempo que estaba abandonado; pero hoy no nos había hablado del tema y nosotros no dijimos nada porque ya teníamos demasiado en qué pensar. Andando así por el terreno, la primera noche queríamos convencernos de que habíamos llegado a tomar confianza y también, en cierto sentido, posesión del lugar; por primera vez era posible la idea de una continuidad en nuestra vida, de noches que se sucedían cada vez menos angustiosas, en las que recorreríamos los almácigos. Estas cosas, naturalmente, no se las dije a mi mujer; pero estaba ansioso por ver si ella también las sentía, y en realidad me pareció que los pocas pasos que dimos tuvieron en ella el efecto que yo esperaba; ahora razonaba en voz baja, con largas pausas, y caminábamos del brazo sin que ella rechazara ese gesto propio de tiempos no tan pobres. 

Italo Calvino