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miércoles, 16 de agosto de 2017

Poble Espanyol - Barcelona


La hormiga argentina      (16)

Como nuestro hijo dormía, pensamos que era el momento apropiado para subir a la casa de la señora Mauro. Teníamos que verla para pedirle las llaves de un cuartucho y también en cierto modo para hacerle una visita de cortesía. Pero nuestros verdaderos motivos para apresurar la visita eran la intención de transmitirle nuestra protesta por habernos alquilado una casa invadida por las hormigas sin habernos prevenido y, sobre todo, la curiosidad de ver cómo se defendía nuestra patrona de aquel flagelo.
La casa de la señora Mauro tenía un jardín más bien grande, en pendiente, con altas palmeras de amarillentas hojas en abanico. Un vial sinuoso conducía a un edificio rodeado de galerías vidriadas y tragaluces, y en lo alto del tejado un gallo oxidado giraba dificultosamente sobre su eje rechinando, en retraso con respecto a las hojas de las palmeras que se quejaban y murmuraban cada vez que se levantaba viento.
Mi mujer y yo subíamos por el vial y desde la balaustrada veíamos abajo la casita donde vivíamos, que todavía nos era tan poco familiar, y la maleza del terreno sin cultivar, y el jardincito de los Reginaudo que parecía el patio de un depósito, y el de los Brauni con su compostura como de cementerio, y en ese momento podíamos olvidar que eran lugares negros de hormigas, podíamos verlos como hubieran sido sin aquel tormento que no era posible evitar ni siquiera un instante, a esa distancia podían parecer un paraíso, pero cuanto más los mirábamos desde arriba, mayor era la compasión que sentíamos por nuestra vida allí abajo, como si viviendo en aquel mezquino, ínfimo horizonte, no pudiéramos sino seguir luchando contra problemas ínfimos y mezquinos.
La señora Mauro era vieja, flaca y alta; nos recibió en una habitación en sombras, sentada en una silla de alto respaldo, junto a una mesita que se abría y contenía lo necesario para coser y escribir. Llevaba un vestido negro, con sólo un cuello blanco de hombre; tenía la cara flaca ligeramente empolvada y un peinado severo. Nos tendió en seguida la llave que el día antes nos había prometido, pero no nos preguntó si nos sentíamos a gusto en la casa, y esto -nos pareció- era señal de que esperaba nuestras quejas.
-Pero las hormigas que hay abajo, señora... -dijo mi mujer, con un tono que esta vez hubiera preferido menos humilde y resignado. Aunque fuese dura y a menudo agresiva, a veces se dejaba dominar por la timidez y en esos momentos me contagiaba su malestar.
Para apoyarla y reforzando el tono resentido, dije:
-Usted nos ha alquilado una casa, señora, que, si hubiéramos sabido de antemano toda esta historia de las hormigas, se lo digo francamente... -y ahí corté, pensando que había sido bastante claro.
La señora ni siquiera alzó la mirada.
-La casa estuvo deshabitada durante mucho tiempo -dijo-. Es lógico que haya alguna hormiga argentina, las hay en todas partes... allí donde no se limpia bien. Usted -me dijo- me ha tenido colgada cuatro meses antes de darme respuesta. Si hubiera venido en seguida, ahora no habría hormigas.
Nosotros mirábamos la habitación casi a oscuras, con los cortinajes corridos y las persianas entornadas, las altas paredes revestidas de tapices antiguos, los oscuros muebles tallados, sobre los cuales, jarras y teteras de plata lanzaban breves centelleos, y nos parecía que aquella oscuridad, aquella pesada decoración, servían a esconder la presencia de ríos de hormigas que seguramente recorrían la vieja casa desde los cimientos hasta el tejado.
-¿Por qué usted, aquí -dijo mi mujer en tono insinuante, casi irónico-, no tiene hormigas?

Italo Calvino