La hormiga argentina (16)
Como nuestro hijo dormía,
pensamos que era el momento apropiado para subir a la casa de la señora Mauro.
Teníamos que verla para pedirle las llaves de un cuartucho y también en cierto
modo para hacerle una visita de cortesía. Pero nuestros verdaderos motivos para
apresurar la visita eran la intención de transmitirle nuestra protesta por
habernos alquilado una casa invadida por las hormigas sin habernos prevenido y,
sobre todo, la curiosidad de ver cómo se defendía nuestra patrona de aquel
flagelo.
La casa de la señora Mauro tenía
un jardín más bien grande, en pendiente, con altas palmeras de amarillentas
hojas en abanico. Un vial sinuoso conducía a un edificio rodeado de galerías
vidriadas y tragaluces, y en lo alto del tejado un gallo oxidado giraba
dificultosamente sobre su eje rechinando, en retraso con respecto a las hojas
de las palmeras que se quejaban y murmuraban cada vez que se levantaba viento.
Mi mujer y yo subíamos por el
vial y desde la balaustrada veíamos abajo la casita donde vivíamos, que todavía
nos era tan poco familiar, y la maleza del terreno sin cultivar, y el
jardincito de los Reginaudo que parecía el patio de un depósito, y el de los
Brauni con su compostura como de cementerio, y en ese momento podíamos olvidar
que eran lugares negros de hormigas, podíamos verlos como hubieran sido sin
aquel tormento que no era posible evitar ni siquiera un instante, a esa
distancia podían parecer un paraíso, pero cuanto más los mirábamos desde
arriba, mayor era la compasión que sentíamos por nuestra vida allí abajo, como
si viviendo en aquel mezquino, ínfimo horizonte, no pudiéramos sino seguir
luchando contra problemas ínfimos y mezquinos.
La señora Mauro era vieja, flaca
y alta; nos recibió en una habitación en sombras, sentada en una silla de alto
respaldo, junto a una mesita que se abría y contenía lo necesario para coser y
escribir. Llevaba un vestido negro, con sólo un cuello blanco de hombre; tenía
la cara flaca ligeramente empolvada y un peinado severo. Nos tendió en seguida
la llave que el día antes nos había prometido, pero no nos preguntó si nos
sentíamos a gusto en la casa, y esto -nos pareció- era señal de que esperaba
nuestras quejas.
-Pero las hormigas que hay abajo,
señora... -dijo mi mujer, con un tono que esta vez hubiera preferido menos
humilde y resignado. Aunque fuese dura y a menudo agresiva, a veces se dejaba
dominar por la timidez y en esos momentos me contagiaba su malestar.
Para apoyarla y reforzando el
tono resentido, dije:
-Usted nos ha alquilado una casa,
señora, que, si hubiéramos sabido de antemano toda esta historia de las
hormigas, se lo digo francamente... -y ahí corté, pensando que había sido
bastante claro.
La señora ni siquiera alzó la
mirada.
-La casa estuvo deshabitada
durante mucho tiempo -dijo-. Es lógico que haya alguna hormiga argentina, las
hay en todas partes... allí donde no se limpia bien. Usted -me dijo- me ha tenido
colgada cuatro meses antes de darme respuesta. Si hubiera venido en seguida,
ahora no habría hormigas.
Nosotros mirábamos la habitación
casi a oscuras, con los cortinajes corridos y las persianas entornadas, las
altas paredes revestidas de tapices antiguos, los oscuros muebles tallados,
sobre los cuales, jarras y teteras de plata lanzaban breves centelleos, y nos
parecía que aquella oscuridad, aquella pesada decoración, servían a esconder la
presencia de ríos de hormigas que seguramente recorrían la vieja casa desde los
cimientos hasta el tejado.
-¿Por qué usted, aquí -dijo mi
mujer en tono insinuante, casi irónico-, no tiene hormigas?
Italo Calvino