La hormiga argentina (9)
Por el tronco y por el alambre
iban y venían las hormigas. Debajo del vértice del alambre colgaba un pote como
los de extracto de carne.
-Las hormigas -explicó el
capitán-, atraídas por el olor de pescado, recorren el pedazo de alambre; como
usted ve avanzan y retroceden sin dificultad y no hay riesgo de que tropiecen.
Pero hay un pasaje en V que es peligroso; cuando una hormiga que va y otra que
vuelve se encuentran en el vértice de la V, se detienen, y entonces el olor del
petróleo contenido en este pote las marea, tratan de seguir su camino pero
chocan, caen y mueren en el petróleo. Tic, tic.
Este «tic, tic» había acompañado
la caída de dos hormigas.
-Tic, tic, tic, tic -seguía
diciendo el capitán, con aquella inmóvil sonrisa de acero, y cada «tic»
acompañaba la caída de una hormiga en el pote, donde sobre dos dedos de
petróleo flotaba un velo negro de cuerpos de insectos informes y agrumados-. Un
promedio de cuarenta hormigas muertas por minuto -dijo el capitán Brauni-, dos
mil cuatrocientas por hora. Naturalmente, el petróleo tiene que estar limpio,
si no las muertas lo cubren y las que caen después pueden salvarse.
Yo era incapaz de despegar los
ojos de aquel débil, discontinuo pero constante goteo: muchas hormigas
superaban el punto peligroso y volvían arrastrando con las mandíbulas
fragmentos de espina pero siempre había alguna que se detenía en aquel lugar,
chocaba con las antenas y caiga. El capitán Brauni, la mirada fija detrás de
las lentes, no perdía el más mínimo movimiento de los insectos, y a cada caída
se sacudía con un leve e incontenible estremecimiento, y las comisuras tensas
de su boca casi sin labios palpitaban. Muchas veces no podía dejar de meter las
manos, ya para corregir el ángulo del alambre, ya para sacudir el petróleo del
pote, para juntar las hormigas muertas alrededor de las paredes del recipiente,
o para dar al mecanismo una pequeña sacudida que acelerase la caída de las
víctimas. Pero este último gesto debía parecerle casi una infracción de las
normas, porque en seguida retiraba la mano y me miraba como si tuviera que
justificarse.
-Este es un modelo más
perfeccionado -dijo llevándome a otro árbol del que sobresalía un alambre
provisto, en el vértice de la V, de una cerda con un nudo; las hormigas creían
salvarse en la cerda, pero el olor del petróleo y la imprevista exigüidad del
soporte las confundían, al punto de que, al no tener escapatoria posible, se
caían en el pote.
El expediente de la cerda o de la
crin de caballo se aplicaba a muchas otras trampas que el capitán me mostraba:
el alambre grueso terminaba en una delgada crin y las hormigas, desorientadas
por el cambio, perdían el equilibrio; y hasta había armado una trampa a cuyo
cebo se llegaba por un pasaje falso, constituido por una crin dividida en dos
que bajo el peso de la hormiga se abría por el medio y la dejaba caer en el
petróleo. En aquel jardín silencioso y ordenado, en cada árbol, en cada
tubería, en cada balaustre estaban instalados con precisión metódica los
soportes de alambre, con su escudilla de petróleo debajo; y los rosales bien
podados, las espalderas de las enredaderas parecían sólo un cuidadoso camuflaje
en aquel desfile de suplicios.
-¡Aglaura! -gritó el capitán,
acercándose a la puerta de servicio, y me dijo-: Ahora le mostraré la caza de
los últimos días.
Por la puerta salió una mujer
seca y pálida, alta y flaca, de ojos asustados y malévolos, con un pañuelo en
la cabeza anudado sobre la frente.
-Muéstrale los sacos a nuestro
vecino -dijo Brauni, e intuí que debía de ser no una criada, sino la mujer del
capitán, y la saludé con un gesto de la cabeza y un murmullo, pero ella no me
contestó. Entró y volvió a salir arrastrando por el suelo un saco pesado, con
los brazos puro tendón que demostraban una fuerza superior a la que le atribuí
a primera vista. Por la puerta entreabierta se veía dentro de la casa un montón
de sacos semejantes a aquél; la mujer, siempre sin decir nada, había
desaparecido.
Italo Calvino