La hormiga argentina (7)
-¿Quiere el Profosfán? ¿Quiere el
Mirminec? ¿O el Tiobroflit? ¿El Arsopán en polvo o mezclado? -Y se pasaban de
mano en mano pulverizadores de émbolo, brochas, fuelles, levantaban nubes de
polvos amarillentos y de gotitas minúsculas, y una mescolanza de olores de
farmacia y de cooperativa agraria, siempre riendo a carcajadas.
-¿Y hay algo que realmente sirva?
-pregunté.
Dejaron de reír.
-No, nada -contestaron. El señor
Reginaudo me palmeó el hombro, la señora abrió las persianas y entró el sol.
Después me hicieron visitar la casa.
El señor Reginaudo llevaba unos
pantalones de pijama de rayas rosadas atado a la pequeña barriga obesa, una
camiseta y el sombrero de paja en la cabeza calva. Ella usaba una bata
desteñida que descubría de vez en cuando los tirantes de la combinación; el
pelo que encuadraba la ancha cara roja era rubio, como estopa y mal rizado. Los
dos eran ruidosos y expansivos; cada rincón de la casa tenía una historia, y me
la contaban robándose las frases el uno al otro y haciendo gestos, lanzando
exclamaciones, como si cada episodio fuera una comedia irresistible. En cierto
sitio habían aplicado Arfanax al dos por mil y las hormigas se habían alejado
durante dos días, pero al tercero volvieron, y entonces él había concentrado la
solución al diez por mil, pero las hormigas en vez de pasar por allí daban la
vuelta por la cornisa; en otro sitio habían aislado una esquina con polvos de
Crisotán, pero el viento los barría y se necesitaban tres kilos por día; en un
peldaño habían probado el Petrocid que al parecer las mataba de inmediato y en
cambio sólo las dormía; en un rincón habían aplicado el Formikill y las
hormigas seguían pasando, pero por la mañana habían encontrado un ratón
envenenado, en un punto donde él haba aplicado el Zimofosf, líquido que
constituía una barrera segura, su mujer había echado encima el Italmac en polvo
que servía de antídoto y había anulado el efecto.
Nuestros vecinos usaban la casa y
el jardín como un campo de batalla, y su pasión era trazar líneas más allá de
las cuales las hormigas no debían pasar, y descubrir las nuevas vueltas que
daban, y probar nuevas mescolanzas y nuevos polvos, cada uno vinculado en el
recuerdo con episodios que ya habían sucedido, con combinaciones cómicas, de
modo que les bastaba pronunciar un nombre: «¡Arsepit!» «¡Mirxidol!» para
echarse a reír, lanzando guiños y frases alusivas. Parecería que hubieran renunciado
a matar las hormigas -si alguna vez lo habían intentado-, dado que las
tentativas eran inútiles: sólo trataban de cerrarles algunos pasos, de
desviarlas, asustarlas o vigilarlas: lo que hacían era preparar cada día un
nuevo laberinto, dibujado con sustancias diferentes, un juego en el que las
hormigas eran un elemento necesario.
-Con estos bichos no hay nada que
hacer, no hay nada que hacer -decían-, a menos de imitar al capitán...
»Eh, sí, nosotros gastamos mucho
-decían- en estos insecticidas... El del capitán, claro, es un sistema más
económico...
»Naturalmente, no podemos decir
que hayamos vencido a la hormiga argentina
-dijeron-, pero ¡usted cree que
el capitán está en la buena vía? Tengo
mis dudas... -Discúlpeme, pero ¿quién es el capitán? -pregunté.
-El capitán Brauni, ¡no lo
conoce? ¡Ah, usted apenas ha llegado ayer! Es nuestro vecino de la derecha,
allí, en esa casita blanca... Es un inventor... -y se echaron a reír-, ha
inventado un sistema para exterminar la hormiga argentina... Qué digo, muchos sistemas. Y los perfecciona
continuamente. Vaya a verlo.
Rollizos y socarrones, en
aquellos pocos metros cuadrados del pequeño jardín todo embadurnado de estrías
y chorreaduras de líquidos oscuros, empolvado de harinas verdosas, atestado de
pulverizadores, azufradores, recipientes de cemento donde se desleían
preparados color índigo, y en los desordenados arriates algún rosal cubierto de
insecticida desde la punta de las hojas hasta la raíz, los esposos Reginaudo
alzaban los ojos al cielo límpido, satisfechos y divertidos. Hablando con
ellos, como quiera que fuese, me había reanimado un poco: en el fondo, no es
que las hormigas fueran algo divertido, como ellos daban a entender, pero
tampoco eran una cosa tan grave como para desanimarse.
Italo Calvino